10 de septiembre

No comprendo por qué se niega a recetarme algo. Es médico, ¿cierto? ¿O es que el hecho de que me recete algo para la migraña demostrará que es una charlatana? Y, por favor, no me vuelva a repetir ese comentario aburrido sobre los medicamentos psicotrópicos. No estamos hablando de antidepresivos, doctora Rose. Ni de antipsicóticos, tranquilizantes, sedantes o anfetaminas. Sencillamente estamos hablando de analgésicos. Porque lo único que me pasa es que me duele la cabeza.

Libby está intentando ayudarme. Antes ha estado aquí y me ha encontrado en el mismo lugar en el que he pasado toda la mañana: en mi dormitorio, con las cortinas corridas y con una botella de Harveys Bristol Cream bajo el brazo cual osito de peluche. Se sentó en el borde de la cama, me quitó la botella de debajo del brazo, y me dijo:

—Si tienes intención de ponerte ciego con esto, en menos de una hora habrás echado la papa.

Solté un gemido. Lo último que necesitaba oír en ese momento era ese lenguaje tan extraño y gráfico que utilizaba.

—Mi cabeza —le dije.

—¡Qué pena! —respondió—. Pero la bebida sólo conseguirá empeorar las cosas. A ver si puedo ayudarte.

Me puso las manos sobre la cabeza. Las yemas de los dedos, que descansaban ligeramente sobre mi sien, estaban frías y trazaban pequeños círculos, círculos pequeños y frescos que disminuían las palpitaciones de mis venas. Sentía como mi cuerpo se relajaba con sus caricias, y tuve la impresión de que podría dormirme con facilidad mientras ella siguiera sentada y callada junto a mí. Cambió de posición, se tumbó junto a mí y me colocó la mano sobre la mejilla. El mismo suave tacto de su fresca piel. —Estás ardiendo— me advirtió.

—Es por el dolor de cabeza —musité.

Giró la mano para que mi mejilla sintiera sus dedos. Fríos, estaban deliciosamente fríos.

—Me sienta bien. Gracias, Libby —añadí. Le cogí la mano, le besé los dedos y los volví a colocar sobre mi mejilla.

—¿Gideon…? —preguntó.

—¿Humm? —respondí.

—No importa. —Pero al oír mi respuesta, suspiró y prosiguió—. ¿Alguna vez piensas en… nosotros? Quiero decir, hacia dónde vamos y todo eso.

No respondí. Creo que con las mujeres siempre pasa lo mismo. Ese pronombre plural y la búsqueda de la confirmación: el hecho de pensar en nosotros corrobora que existe un nosotros.

—¿Te das cuentas del tiempo que hemos pasado juntos? —me preguntó.

—Muchísimo.

—¡Ostras! Si incluso hemos dormido juntos.

También me he percatado de que las mujeres tienen un poder especial para ver lo que es obvio.

—¿Crees que deberíamos continuar? ¿Crees que estamos preparados para la siguiente etapa? Lo que te quiero decir es que yo estoy totalmente preparada. Muy preparada para lo que venga a continuación. ¿Y tú?

Mientras hablaba, levantó la pierna y la puso sobre mi nalga, me cubrió el pecho con sus brazos y ladeó la cadera —fue tan sólo un ligero movimiento— para presionar su pubis contra mi cuerpo.

Y, de repente, estoy con Beth, de vuelta en ese momento de la relación en el que se espera que algo suceda entre un hombre y una mujer, pero en el que no pasa nada. Como mínimo, a mí no. Con Beth la siguiente etapa significaba un compromiso permanente. Después de todo, éramos amantes desde hacía once meses.

Ella es el contacto entre el Conservatorio East London y las escuelas de las cuales provienen los alumnos. Antes era profesora de música, y también es violonchelista. Es perfecta para el Conservatorio, ya que habla el lenguaje de los instrumentos, el lenguaje de la música y, lo que es más importante, el lenguaje de los niños.

Al principio no me doy cuenta de su presencia. No hasta el día que tenemos que hablar con el padre de una niña que se ha fugado de casa y que busca en el Conservatorio una protección que no se le puede dar. Averiguamos que el novio de su madre le ha prohibido que siga ensayando, ya que este tiene otros planes en mente para la niña. Esta casi se ha convertido en una especie de sirviente en su miserable casa. Pero ese casi viene definido por los favores sexuales que le han ordenado que les haga a ambos.

Beth actúa con justicia con esa excusa patética de pareja humana. Está hecha una furia. No espera a que la policía ni los de Servicios Sociales se ocupen del caso, ya que no confía en ninguno de ellos. Se ocupa de todo en persona: se pone en contacto con un detective privado y se reúne con la pareja para dejarles bien claro qué les sucederá si la niña sufre algún daño. Y para estar segura de que lo entienden, les define daño en los mismísimos términos callejeros a los que están acostumbrados.

No estoy allí para presenciarlo, pero me lo cuenta más de un profesor. La ferocidad de su entrega hacia esa estudiante me conmueve. Quizá siento nostalgia. Tal vez cierto reconocimiento.

En cualquier caso, la busco. Empezamos a salir juntos de la forma más natural que me pueda imaginar. Durante un año todo va bien.

No obstante, después, tal y como suele suceder, me dice que quiere más. Ya sé que es lógico. Pensar en dar el siguiente paso es razonable tanto para el hombre como para la mujer, pero supongo que más para la mujer porque debe tener en cuenta su propia biología.

Cuando surge el tema de lo que va a suceder a continuación, sé que debería desear lo que viene después de esas declaraciones de amor que nos hemos profesado. Me doy cuenta de que nada permanece inalterable para siempre y de que es un engaño imaginar que ambos estaremos eternamente contentos como simples compañeros de trabajo y amantes apasionados. Aun con todo, cuando saca el tema del matrimonio y de los hijos, noto que me distancio. Al principio evito el tema, y cuando las excusas de ensayos, prácticas, sesiones de grabación y apariciones en público ya no me sirven, caigo en la cuenta de que el distanciamiento que siento es mucho mayor, y que no sólo ha provocado que no quiera un futuro con Beth, sino tampoco un presente. No puedo estar con ella como estaba antes. No siento pasión alguna y no la deseo. Al principio me esfuerzo por intentarlo, pero fuera lo que fuera que hubiéramos sentido —deseo, pasión, cariño, lealtad—, había dejado de existir.

Discutimos sin parar, que es precisamente lo que debe de suceder cuando un hombre y una mujer intentan mantener una relación que ya ha sido dañada. Durante esas discusiones, nos desgastamos tanto que lo que teníamos pasa a ser un recuerdo tan lejano que somos incapaces de olvidarnos de la discordia de nuestro presente para localizar la armonía que definía nuestro pasado. Y se acaba. Nos separamos. Encuentra otro hombre con el que se casa veintisiete meses y una semana más tarde. Yo sigo igual que ahora.

Por lo tanto, cuando Libby me habló de pasar a la siguiente etapa, sentí escalofríos. Con todo, sabía que era inevitable mantener una conversación de ese tipo con una mujer, siempre que permitiera que una mujer entrara en mi vida.

Los debería empezaron a atormentarme la mente. No debería haberle enseñado el piso de la planta baja. No debería habérselo alquilado. No debería haberla invitado a tomar un café. No debería haberla llevado a comer, ni haber escuchado ese concierto en su aparato de música, ni haber ido a Primrose Hill para hacer volar la cometa, ni haberla llevado a hacer vuelo libre, ni haber comido en su mesa, ni haberme dormido con su cuerpo junto al mío ni haber permitido que su camisa de dormir se levantara accidentalmente y que su culo desnudo, suave y cálido, descansara sobre mi fláccido pene.

Esa flaccidez debería habérselo dicho todo. Esa flaccidez inmutable, indiferente y poco entusiasta. Pero no lo hizo. Y si lo hizo, no deseó llegar a la conclusión que implicaba ese trozo exánime de piel.

—Me siento bien, teniéndote aquí a mi lado —le dije.

—Aún podríamos estar mejor y disfrutar más —respondió ella. Y movió la cadera tres veces de ese modo que inconscientemente hace que los hombres normales quieran penetrarlas.

Pero yo, como todos sabemos, no soy un hombre normal.

Sabía que, como mínimo, se suponía que debería desear el acto, aunque no deseara a la mujer en sí misma. No obstante, no lo deseaba. Nada se removía dentro de mí salvo, quizás, el hielo. Lo único que se apoderó de mí fue una quietud, una sombra y esa sensación incorpórea de estar fuera de mí mismo, más allá de mí mismo, despreciando esa lamentable excusa para un hombre y preguntándome qué haría falta, por el amor de Dios, para mover a ese cabrón.

—¿Qué te pasa, Gideon? —me preguntó Libby, acariciando mi cálida mejilla con su fría mano de nuevo. Luego se quedó quieta en la cama junto a mí. Sin embargo, no se fue, y el miedo a que un movimiento precipitado de mi parte pudiera darle una idea equivocada hizo que yo también permaneciera inmóvil.

—He ido al médico. Me han hecho un montón de pruebas. No han encontrado ninguna explicación. Son cosas que pasan.

—No te estoy hablando de la migraña, Gid.

—Entonces, ¿de qué?

—¿Por qué has dejado de tocar? Siempre tocabas. Eres muy disciplinado. Tres horas por la mañana y tres horas por la tarde. He visto el coche de Rafe cada día en la plaza; por lo tanto, sé que ha estado aquí, pero no os he oído tocar a ninguno de los dos.

Rafe. Tiene esa tendencia americana de poner motes a todo el mundo. Raphael pasó a ser Rafe la primera vez que lo vio. Si quieren saber lo que pienso, ese nombre no le pega para nada, pero a él no parece molestarle.

Y ha estado aquí cada día, tal y como ha explicado ella. A veces durante una hora, otras veces durante dos o tres. Normalmente se pasea de un lado a otro mientras yo me siento junto a la ventana y escribo. Suda, se seca la frente y el cuello con un pañuelo, me lanza miradas inquietas y, sin duda, hace una proyección de nuestro futuro que implica que mi estado de ansiedad da fin prematuramente a una carrera musical que habría sido brillante y en la que su reputación como mi Rasputín musical se ve arruinada. Se ve a sí mismo como una nota al pie de página en la historia, una nota tan diminuta que requerirá lupa para ser leída.

Ha depositado en mí sus esperanzas de ser inmortal. Ahí ha estado él durante cincuenta años, un hombre incapaz siquiera de llegar al nivel de primer violín, a pesar de su talento y de todos sus esfuerzos, condenado por un embalse de miedo al escenario que ha abierto sus compuertas en una inundación de terror cuando ha tenido la oportunidad de hacer una audición. El hombre es un músico fantástico en una familia de músicos igualmente fantásticos. Sin embargo, a diferencia de los demás —todos tocan en una orquesta u otra, incluso su hermana que hace más de veinte años que toca la guitarra eléctrica en una banda hippie llamada Fuego de Estrellas Niqueladas— sólo ha sobresalido transmitiendo su talento artístico a los demás. Las actuaciones en público lo han derrotado.

Yo he sido su petición a la fama y el medio por el cual ha atraído —cual flautista de Hamelin— a prometedores niños prodigio y a sus padres durante más de veinte años. Sin embargo, todo eso deberá ser sacrificado si no consigo comprender lo que me pasa en la cabeza. Y aunque Raphael no se haya preocupado ni una sola vez de averiguar qué pasa en su cabeza —no puede ser normal que un hombre se tenga que cambiar la camisa tres veces y el traje cada día a causa del sudor—, yo tengo que dedicar todas las horas del día a averiguar qué pasa en la mía.

Raphael, tal y como le he dicho, es la persona que me sugirió que viniera a usted, doctora Rose. O, como mínimo, la persona que me recomendó a su padre, después de que los neurólogos decidieran que no tengo ninguna lesión física. Por lo tanto, tiene un doble interés en que me recupere: no sólo se ha preocupado de que usted se ocupe de mí, lo que me haría estar en deuda con él si usted y yo consiguiéramos superar mi problema, sino que mi carrera prolongada de violinista supondría su carrera prolongada como musa. Así pues, a Raphael le encantaría verme recuperado.

Cree que estoy siendo cínico, ¿verdad, doctora Rose? Una nueva arruga en la manta de mi carácter. Pero recuerde que he sufrido a Raphael durante muchos años, y que sé lo que piensa y lo que se propone hacer seguramente mejor que él.

Por ejemplo, sé que mi padre le desagrada. Y sé que papá le habría despedido un montón de veces a lo largo de todos estos años si el estilo de enseñanza de Raphael —que permite que el alumno desarrolle su propio método en vez de imponerle un método preestablecido— no hubiera sido exactamente lo que me ha hecho prosperar.

«¿Por qué a Raphael le cae mal su padre?», me pregunta con curiosidad, no muy segura de que esa animosidad que se tienen sea la causa de mi problema actual.

No tengo respuesta para esa pregunta, doctora Rose, o, como mínimo, ninguna respuesta que sea clara y completa a la vez. Pero supongo que tiene algo que ver con mi madre.

«¿Raphael Robson y su madre?», me aclara, y me mira tan fijamente que me pregunto qué pepita de oro le acabo de ofrecer.

Así pues, escarbo en mi mente. Intento averiguar qué hay. Procuro hacer una conexión lógica después de examinar todo lo que he conseguido sacar a la luz hasta este momento, porque el hecho de haber puesto esas palabras juntas —Raphael Robson y mi madre— ha removido algo en mi interior, doctora Rose. Siento que un desasosiego me recorre las tripas. He masticado y tragado algo podrido, y noto cómo las consecuencias me irritan.

¿Qué he desenterrado sin darme cuenta? Mi madre ha sido la razón por la que a Raphael Robson le ha caído mal mi padre durante más de veinte años. Sí, siento que hay algo de verdad en todo esto. Pero ¿por qué?

Tal vez me sugerirá que me remonte a una época en que estuvieran todos juntos. Raphael y mi madre. El lienzo está ahí, ese maldito lienzo oscuro está presente, pero la pintura hace mucho tiempo que se ha borrado.

Sin embargo, me recuerda que he relacionado los dos nombres: el de mi madre y el de Raphael Robson. Si yo he relacionado esos nombres, debe de haber alguna otra conexión, aunque sólo sea en el inconsciente.

«Usted piensa en ellos como pareja —me dice—. ¿Se los puede imaginar juntos?».

«¿Imaginar? ¿Juntos?». La idea me parece ridícula.

«¿Qué es lo que le parece ridículo, Gideon? —me pregunta—. ¿Lo de imaginárselos o lo de juntos?».

Y ya sé lo que pretende con esas dos alternativas. No crea que no me he dado cuenta. Tengo que escoger entre los conflictos de Edipo y la escena principal. Eso es lo que intenta, ¿verdad, doctora Rose? El pequeño Gideon no puede soportar el hecho de que su profesor de música a le béguin pour sa mère. O, lo que es peor, el pequeño Gideon presenció a sa mere et l’amoureux de sa mère in fraganti, y l’amoureux de sa mère era Raphael Robson.

«¿Por qué me paso al francés? —me preguntará—. ¿Por qué no lo ha dicho en inglés? ¿Qué siente al decirlo en inglés, Gideon?».

Absurdo. Ridículo. Indignante. ¿Raphael Robson y mi madre de amantes? ¡Qué idea tan absurda! ¿Cómo podría haber soportado su sudor? Incluso hace veinte años sudaba lo bastante para regar todo el jardín.