5 de septiembre

Nadie más lo sabe. Sólo nosotros tres: Papá, Raphael y yo. Ni siquiera mi agente sabe muy bien lo que está ocurriendo. Según los consejos de un médico, ha divulgado la noticia de que se trata de agotamiento.

Supongo que la interpretación que se le ha dado a esa historia debe de ser alguna que otra versión de El Artista Resentido, pero no me importa. Prefiero que la gente piense que bajé del estrado porque no me gustaba la iluminación del escenario a que la verdad llegue a oídos del público.

«¿De qué verdad me habla?», me pregunta.

«¿Hay más de una?», le respondo.

«Sin duda —dice—: Existe la verdad de lo que le sucedió y existe la verdad del porqué. Lo que le ha pasado se llama amnesia psicogénica, Gideon. Nuestras sesiones tienen como objetivo averiguar por qué la padece».

«¿Está intentando decirme que hasta que no sepamos por qué sufro esta…? ¿Cómo lo ha llamado?».

«Amnesia psicogénica. Es como la parálisis histérica o la ceguera: una parte de usted que siempre ha funcionado, en este caso su memoria musical, si quiere llamarlo así, simplemente deja de hacerlo. Hasta que no sepamos por qué está experimentando este problema, no podremos hacer nada por cambiarlo».

Me pregunto si sabe hasta qué punto odio oír eso, doctora Rose. Me lo cuenta con gran amabilidad, pero me sigo sintiendo como un bicho raro. Y sí, sí. Ya sé cómo esa palabra resuena en mi pasado, no hace falta que me lo recuerde. Aún puedo oír cómo mi abuelo le gritaba a mi padre cuando se lo llevaban por la fuerza, y aún sigo designándome así cada día. «Bicho raro, bicho raro, bicho raro», me digo a mí mismo. Que acaben con el bicho raro. Que despachen al bicho raro.

«¿Es eso lo que es?», me pregunta.

¿Qué más podría ser? Nunca monté en bicicleta, ni jugué al rugby ni al criquet, jamás golpeé una pelota de tenis, y ni siquiera fui a la escuela. Tenía un abuelo dado a los ataques psicóticos, una madre que habría sido más feliz siendo monja de clausura y que, por lo que me han contado, acabó en un convento, un padre que trabajó el doble de lo normal hasta que yo me establecí profesionalmente, y un profesor de violín que me llevaba de las giras a los estudios de grabación y que no me perdía de vista. Me mimaban, me cuidaban y me adoraban, doctora Rose. En estas circunstancias, ¿qué más podría haber sido salvo un bicho raro con buena fe?

¿Le extraña que haya sufrido varias úlceras? ¿Que vomite sin parar antes de una actuación? ¿Que mi cerebro a veces retumbe como si me lo aporrearan con un martillo? ¿Que haga más de seis años que no he estado con una mujer? ¿Que incluso cuando era capaz de llevarme una mujer a la cama, no había ni intimidad ni alegría ni pasión en el acto, sino la mera necesidad de acabar lo antes posible, de descargar mis necesidades y de que se fuera a casa?

¿Y qué puede ser la suma de todo esto, doctora Rose, sino un bicho raro de lo más genuino?