2 de septiembre
Libby ha estado aquí. Sabe que algo va mal porque hace días que no oye el violín y, normalmente, cuando ensayo, lo oye sin parar. Ese es el principal motivo por el que no alquilé el piso de la planta baja después de que se marcharan los inquilinos anteriores. Contemplé la posibilidad de hacerlo cuando compré la casa de Chalcot Square y me trasladé allí, pero no quería la distracción de un inquilino entrando y saliendo —aunque fuera por una puerta diferente— ni tampoco quería limitar mis horas de ensayo teniendo que preocuparme por otra gente. Le conté todo eso a Libby cuando estaba a punto de marcharse ese día. Ya se había abrochado la cremallera de su chaqueta de piel, se había puesto el casco ante la puerta principal, y al reparar en el piso vacío de la planta baja a través de la verja de hierro forjado, me preguntó: «¿Está en alquiler?».
Le expliqué por qué estaba vacío. Le conté que una joven pareja vivía en ese piso cuando compré el edificio. Y que como no eran capaces de acostumbrarse a oír el violín a altas horas de la noche, pronto se marcharon.
Inclinó la cabeza y me preguntó: «A propósito, ¿cuántos años tiene? ¿Siempre habla de ese modo? Cuando me estaba mostrando las cometas, hablaba con normalidad. ¿Qué ha pasado? ¿Tiene algo que ver con el hecho de ser inglés o algo así? Tan pronto como pone un pie fuera de casa, empieza a hablar como Henry James».
«Él no era inglés», le repliqué.
«Bien, lo siento. —Empezó a abrocharse la correa del casco, pero parecía un poco contrariada porque tenía problemas para hacerlo—. Aprobé los exámenes del instituto porque me leía las Cliff Notes[2], colega, y, por lo tanto, no distingo a Henry James de Sid Vicious. De hecho, ni siquiera sé por qué lo he mencionado a él. Y si nos ponemos así, tampoco sé por qué me ha venido Sid Vicious a la memoria».
«¿Quién es Sid Vicious?», le pregunté con solemnidad. Se me quedó mirando fijamente y exclamó: «¡Venga, hombre! Seguro que estás bromeando».
«Sí», le respondí.
Después se rio. Bien, más que una risa parecía un grito. Me asió del brazo y empezó «Mira que…» con un grado tan excesivo de familiaridad que me sentí estupefacto y encantado a la vez. Me ofrecí a enseñarle el piso de la planta baja.
«¿Por qué?», me pregunta.
Porque me había preguntado sobre el piso y yo quería mostrárselo, y supongo que quería disfrutar de su compañía durante un rato. ¡Era tan poco inglesa!
«No le he preguntado por qué le enseñó el piso, Gideon —me replica—. Lo que quiero saber es por qué me está contando cosas de Libby».
Porque ha estado aquí. Acaba de irse.
«Ella es importante para usted, ¿verdad?».
No lo sé.