26 de agosto

Asocio a todo el mundo con la música. Cuando pienso en Rosemary Orr, pienso en Brahms, en el concierto que tocaba la primera vez que la conocí. Cuando pienso en Raphael, es el concierto de Mendelssohn. Papá es Bach, la Sonata para solo de violín en sol menor. El abuelo siempre será Paganini. El Capricho 24 siempre fue su favorito. «Todas esas notas —solía maravillarse—. Todas esas notas tan perfectas».

«¿Y su madre? —me pregunta—. ¿Qué me tiene que decir de ella? ¿Con qué obra musical la asocia?».

Es interesante notar que soy incapaz de asociarla con ninguna pieza musical, tal y como hago con los demás. No estoy seguro del porqué. ¿Una forma de negación, tal vez? ¿Represión de las emociones? No lo sé. La psiquiatra es usted. Explíquemelo.

A propósito, aún lo sigo haciendo. Todavía asocio una persona a una obra musical. Sherrill, por ejemplo, es la Rapsodia de Bartok, que es la primera pieza que tocamos juntos en público hace años en St. Martin’s in the Fields. Nunca la hemos vuelto a tocar desde entonces y eso que éramos adolescentes —el niño americano y el niño inglés juntos causaban muy buen efecto, créame—, pero cada vez que piense en él, siempre será Bartok. Así es cómo me funciona la mente.

Y lo mismo me sucede con gente que no tiene ninguna afición por la música. Libby, por ejemplo. ¿Le he hablado de Libby? Libby, la Inquilina. Sí, al igual que James, Calvin y todos los demás, a excepción de que ella pertenece al presente, no al pasado, ya que vive en la planta baja de mi casa de Chalcot Square.

No había pensado en alquilarla hasta que un día se presentó en mi casa, con un contrato de grabación que mi agente había decidido que se tenía que firmar de inmediato. Trabaja de mensajera, y no me enteré de que era una chica hasta que me entregó los papeles, se quitó el casco y, mientras miraba los contratos con aprobación, me dijo: «No se moleste, ¿de acuerdo? Pero tengo que preguntárselo. ¿Es cantante de rock o algo similar?», con ese estilo tan excesivamente casual y amistoso tan característico de los californianos.

—No. Soy violinista —le respondí.

—¡No puede ser! —exclamó.

—Pues lo es —repliqué.

Al oírlo se quedó tan desconcertada que pensé que estaba ante una idiota congénita.

Nunca firmo contratos si antes no los he leído —al margen de lo que mi agente pueda decir sobre mi falta de confianza en su sabiduría—, y en vez de tener a esa pobre pilluela —porque eso es lo que me pareció entonces— esperando en las escaleras delanteras mientras yo leía el documento, le pedí que entrara y subimos al primer piso, donde tengo la sala de música que da a la plaza.

—¡Caramba! Lo siento. Es alguien importante, ¿verdad? —me preguntó mientras subíamos, ya que había visto las portadas de los discos compactos en las escaleras—. ¡Me siento como una tonta!

—No tiene por qué —le respondí, y entré en la sala de música con ella pegada a los talones, y con la cabeza enterrada entre cláusulas de acompañantes, derechos de autor y fechas de conciertos.

—¡Esto es estupendo! —gritó mientras me dirigía hacia el sillón de la ventana en el que ahora me encuentro escribiéndole estas notas, doctora Rose—. ¿Quién es ese chico con el que está en la fotografía? El chico que lleva muletas. ¡Ostras! Mírese. Parece que tenga usted siete años.

¡Santo Cielo! Quizá sea el mejor violinista del mundo y esta chica es tan ignorante como un tubo de pasta dentífrica.

—Itzhak Perlman —le contesté—. Y en esa época yo tenía seis años, no siete.

—¡Caramba! ¿De verdad tocó con él cuando sólo tenía seis años?

—Muy poco. Pero fue lo bastante amable para escucharme una tarde que se encontraba en Londres.

—¡Qué emocionante!

Mientras yo leía, ella continuó dando vueltas por la sala y profiriendo exclamaciones con su limitado vocabulario. Disfrutó mucho —o eso me pareció— observando el primer instrumento que tuve, ese violín de dieciseisavo que tengo expuesto en una mesilla de la sala de música. Allí también guardo el Guarneri, el violín que uso ahora. Lo tenía en la funda, pero la funda estaba abierta porque cuando Libby llegó con los contratos, yo estaba en medio de mi ensayo matinal. Obviamente desconocedora de la infracción que estaba perpetrando, se agachó con naturalidad y tiró de la cuerda del mi.

Bien podría haber disparado un tiro en medio de la sala. Me puse en pie de un salto y grité:

—No toques ese violín. —Se asustó tanto que parecía una niña a la que acabaran de pegar.

—¡Ostras! —exclamó, y se alejó del instrumento con las manos en la espalda y los ojos llenándosele de lágrimas. Después se apartó con una expresión de desconcierto.

Dejé mi contrato a un lado y le dije:

—Mira, lo siento. No quería ser grosero, pero ese instrumento tiene más de doscientos cincuenta años de antigüedad. Lo trato con mucho cuidado y normalmente no permito que nadie…

Se dio la vuelta y me dijo adiós con la mano. Respiró varias veces antes de mover la cabeza con ahínco, lo que hizo que el pelo se le despeinara —¿le he comentado que tiene el pelo rizado? De color castaño y muy rizado— y luego se frotó los ojos. Se volvió hacia mí y me dijo:

—Lo siento mucho. No debería haberlo tocado, pero lo he hecho sin pensar. Ha hecho bien en reñirme, de verdad. No sé, pero por un instante me pareció tan Rock que me dejé llevar.

Expresiones de otro planeta.

—¿Tan Rock? —le pregunté.

—Rock Peters —respondió—. Antiguamente conocido como Rocco Petrocelli y ahora mi ex marido. Bien, lo de ex es un decir, porque el dinero lo tiene él y no está haciendo nada por ayudarme a que me establezca por mi cuenta, que digamos.

Pensaba que parecía demasiado joven para estar casada con nadie, pero resultó que, a pesar de su apariencia y de su encantadora gordura tan característica de las adolescentes, tenía veintitrés años y que llevaba dos años casada con el irascible Rock. Sin embargo, en ese momento simplemente dije:

—¡Ah!

—Tiene, entre otras cosas, un carácter explosivo, además de no saber que la monogamia suele formar parte de la vida matrimonial. Nunca sabía cuándo se iba a poner hecho un energúmeno. Por lo tanto, después de dos años de ser presa del miedo, lo dejé.

—¡Lo siento!

Debo admitir que me sentí incómodo cuando me relató esos detalles personales. Y no porque no esté acostumbrado a ese tipo de confidencias. Esa tendencia a la confesión y al arrepentimiento me parece común a todos los americanos que he conocido, como si de alguna manera hubieran aprendido a contar sus intimidades con la misma naturalidad que saludan su bandera. Pero estar acostumbrado a algo no es lo mismo que aceptarlo con gusto. Porque, después de todo, ¿qué puede hacer uno con la información personal de los demás?

Siguió contándome la historia. Ella quería el divorcio, pero él no. Seguían viviendo juntos porque ella no podía permitirse el lujo de pagarse un piso. Cada vez que estaba a punto de conseguir la cantidad de dinero que necesitaba, él simplemente le retenía el salario hasta que ella se había gastado el último penique que había conseguido ahorrar.

—Lo que no entiendo de ningún modo es por qué quiere que siga con él. Toda su vida está regida por el instinto de la manada. Así pues, ¿qué sentido tiene?

Él era —según me explicó— un mujeriego sin igual, partidario de la teoría de que varios grupos de mujeres —la manada, ¿comprende?— deberían ser dominadas y atendidas por un único varón.

—Pero el problema radica que, a sus ojos, todo el sexo femenino es la manada. Y tiene que follárselas a todas para hacer que se sientan felices. —Después se tapó la boca con la mano—. ¡Lo siento! —Luego hizo una mueca—. De todas maneras, míreme, realmente me estoy yendo del pico. ¿Ya ha firmado los papeles?

No lo había hecho. Ni siquiera había tenido la oportunidad de leerlos. Le dije que los firmaría si no le importaba esperar. Se fue a un rincón y se sentó.

Los leí. Hice una llamada para aclarar una cláusula. Firmé los contratos y se los devolví. Se los metió en la bolsa, me dio las gracias y, mirándome con la cabeza ladeada, me preguntó:

—¿Me puede hacer un favor?

—¿Cuál?

Cambió el peso de lado y pareció sentirse incómoda. Pero hizo un esfuerzo por continuar y la admiré por ello.

—¿Le importaría…? Bien, yo nunca he visto a nadie tocando el violín. ¿Le importaría tocarme una canción?

Una canción. No cabía duda de que era una filistea. Pero incluso los filisteos pueden aprender y, además, lo había pedido con educación. ¿Qué daño podía hacerle? De todos modos, había estado ensayando la Sonata para violín de Bartok y le toqué un fragmento de la Melodía, de la forma en que siempre la toco: poniendo la música delante de mí, delante de ella, delante de todo. Cuando tocaba el final del movimiento, incluso me había olvidado de su presencia. Seguí con el Presto, oyendo como siempre las instrucciones de Raphael. «Tócala como si fuera una invitación al baile, Gideon. Siente su ligereza. Haz que brille como si fuera una luz».

Cuando acabé, me percaté abruptamente de su presencia.

—¡Ostras, ostras, ostras! Es un músico excelente, ¿no es así?

Cuando me volví hacia ella me di cuenta que había empezado a llorar en algún momento de mi actuación, ya que tenía las mejillas húmedas y estaba buscando —supongo— algo con que secarse su rezumante nariz. Estaba satisfecho de haberla emocionado con Bartok, y aún más satisfecho de ver que había tenido razón al pensar que podía educarla. Y me imagino que ese fue el motivo que me llevó a pedirle que se uniera a mí en mi habitual taza de café de media mañana. Hacía un bonito día; por lo tanto, nos la tomamos en el jardín, donde, bajo la glorieta, había estado construyendo una de mis cometas la tarde anterior.

Aún no le he contado nada de mis cometas, ¿verdad, doctora Rose? De hecho, no son nada especial. Son cosas que hago cuando siento la necesidad de descansar de la música. Las hago volar desde Primrose Hill.

Sí, ya veo que está intentando encontrar una explicación. ¿Qué significado tiene en la historia y en el momento actual del paciente que este construya y haga volar cometas? La mente inconsciente se manifiesta en todas nuestras acciones. Lo único que tiene que hacer la mente consciente es averiguar el significado que se esconde tras esas acciones y esforzarse por darle una forma comprensible.

Cometas. Aire. Libertad. Pero, libertad, ¿de qué? ¿Qué necesidad tengo de ser libre si tengo una vida llena, rica y completa? Déjeme que le complique la madeja que se ha empeñado en desenmarañar diciéndole que también me dedico a practicar el vuelo libre. No con los planeadores esos con los que uno salta desde la cima de una montaña observando cómo se los llevan las corrientes de aire, sino los planeadores que uno mismo pilota desde el aire remolcado por una avioneta y saltando para encontrar esas mismas corrientes.

Mi padre piensa que es una afición de lo más terrible. De hecho, se ha convertido en un tema tan conflictivo que ni siquiera hablamos de ello. Cuando por fin cayó en la cuenta de que ya no era capaz de tener ninguna influencia sobre mí con respecto a las actividades que puedo hacer en las pocas horas libres que tengo, me dijo: «¡Me lavo las manos, Gideon!», y ese tema se convirtió en tabú para nosotros.

«Parece peligroso», me advierte.

«No más que la vida», le respondo.

Después me pregunta: «¿Qué es lo que le atrae de ese deporte? ¿El silencio? ¿Las habilidades técnicas de algo que es totalmente diferente de la profesión que ha elegido? ¿O tan sólo busca una forma de evasión, Gideon? ¿O tal vez los riesgos que comporta?».

Y yo le replico que también es peligroso escarbar demasiado para encontrar el significado de algo que tiene una explicación muy sencilla: de niño, una vez que mi talento fue evidente, nunca se me permitió hacer nada que pudiera poner en peligro mis manos. Diseñar y crear cometas, practicar vuelo libre… Mis manos no están expuestas a ningún peligro.

«Sin embargo, es consciente de que son actividades relacionadas con el cielo, ¿no es verdad, Gideon?», me pregunta.

Lo único que veo es que el cielo es azul. Azul como esa puerta. Esa puerta tan azul, azul y azul.