25 de agosto

Trabajaba. Fue una presencia constante durante mis primeros cuatro años de vida, pero cuando se hizo evidente que tenía un hijo de talento excepcional y que debía ser cultivado, lo cual no sólo iba a suponer una gran cantidad de tiempo sino también de dinero, aceptó un trabajo para poder ayudar con los gastos. Me pusieron al cuidado de mi abuela —cuando no estaba tocando el instrumento, recibiendo lecciones de Raphael, escuchando las grabaciones que había traído para mí o asistiendo a conciertos con él—, pero mi vida había cambiado de una forma tan radical desde que oyera por primera vez esa música en Kensington Square que apenas notaba su ausencia. Sin embargo, antes de eso la acompañaba —creo que a diario— a la misa matinal.

Se había hecho amiga de una monja de la escuela religiosa, y entre las dos decidieron que mi madre podría asistir a la misa diaria que hacían para las hermanas. Mi madre se había convertido al catolicismo. Pero como su padre era pastor anglicano, ahora me pregunto hasta qué punto su conversión tuvo algo que ver con la devoción a un dogma diferente o en qué medida tan sólo quería llevarle la contraria a su padre. Por lo que tengo entendido, no era una persona muy agradable. No recuerdo nada más de él.

Mi madre no era como él, pero para mí es una figura en la sombra, ya que nos abandonó. Cuando debía de tener unos nueve o diez años —no lo recuerdo con exactitud— un día regresé a casa después de una gira de conciertos por Austria y me encontré con que mi madre se había ido de Kensington Square, sin dejar ninguna dirección. Se había llevado toda la ropa que tenía, todos sus libros y unas cuantas fotografías de familia. Y así se fue, como un ladrón figurativo en medio de la noche. A excepción de que, según me contaron, se marchó de día. Llamó a un taxi, se fue sin dejar ni una nota ni una dirección, y nunca más he vuelto a tener noticias de ella.

Mi padre estaba conmigo en Austria —papá siempre viajaba conmigo y Raphael también nos acompañaba a veces—, así pues, sabía tan poco como yo del paradero de mi madre y de los motivos que le habían llevado a marcharse. Lo único que sé es que cuando llegamos a casa, el abuelo sufría un episodio, mi abuela lloraba en las escaleras y Calvin el Inquilino intentaba encontrar el número de teléfono adecuado sin que nadie le ayudara.

«¿Calvin el Inquilino? —me pregunta—. ¿Qué había pasado con el inquilino anterior? Se llamaba James, ¿no?».

Sí. Se había marchado el año anterior, o dos años antes. No lo recuerdo. Durante un tiempo tuvimos varios inquilinos. Teníamos que hacerlo para llegar a final de mes, como ya le he comentado.

«¿Los recuerda a todos?», quiere saber.

No. Supongo que a aquellos que fueron más relevantes. Recuerdo a Calvin porque se encontraba allí el día que me enteré de que mi madre nos había dejado. A James lo recuerdo porque estaba presente el día que empezó todo.

«¿Todo?», me preguntará.

Sí. El violín. Las clases. La señorita Orr. Todo.