22 de agosto
Tengo cuatro años y seis meses de edad, y aunque ahora sé que en aquella época Raphael debía de tener tan sólo unos treinta años, para mí es una figura distante y temible, y que disfruta de mi obediencia más absoluta desde el primer momento en que nos conocemos.
No es una figura agradable de ver. Suda copiosamente. Le veo el cráneo a través de su pelo ralo de bebé. Tiene la piel del mismo tono blanquecino que los peces de río y está llena de manchas por haber pasado demasiado tiempo al sol. Pero cuando Raphael coge el violín y empieza a tocar para mí —porque es así como nos presentamos— la apariencia que pueda tener pierde toda importancia, y me convierto en barro para que me pueda moldear. Escoge el Concierto en mi Menor de Mendelssohn, y entrega su cuerpo entero a la música.
No toca notas, sino que existe entre los sonidos. Los fuegos artificiales de alegro que produce con su instrumento me hipnotizan. En un instante se ha transformado. Ya no es el hombre sudoroso con manchas en la piel y que toma pastillas para la tos, sino Merlín, y quiero su magia para mí.
Me doy cuenta de que Raphael no enseña ningún método, y cuando habla con mi abuelo le dice: «Es tarea del violinista desarrollar su propio método». Improvisa ejercicios para mí. Él me guía y yo le sigo. «Aprovecha la ocasión —me ordena mientras deja de tocar y observa cómo lo hago—. Enriquece ese vibrato. No tengas miedo de hacer portamento, Gideon. Deslízalo. Haz que fluya. Desrízalo».
Así es como empiezo mi verdadera vida de violinista, doctora Rose, porque todo lo que aconteció con la señorita Orr era tan sólo un preludio. Al principio recibo tres clases a la semana, luego cuatro, y después cinco. Cada clase dura tres horas. Primero voy al despacho de Raphael, ubicado en el Royal College of Music, y mi abuelo y yo cogemos el autobús en Kensington High Street. Pero el hecho de que mi abuelo tenga que esperar tantas horas a que yo acabe las clases supone un problema; además, todo el mundo teme que, tarde o temprano, mi abuelo sufra otro episodio sin que mi abuela esté presente para poder ayudarle. Así pues, a la larga, se dispone que Raphael Robson venga a casa.
El coste, evidentemente, es enorme. Uno no puede pedirle a un violinista del calibre de Raphael que dedique su tiempo de profesor a un joven alumno sin recompensarle por el viaje, por las horas que ha dejado de enseñar a otros alumnos, y por el tiempo que cada vez me dedicará más a mí. Después de todo, el hombre no puede vivir del amor que siente por la música. Y aunque Raphael no tiene que mantener a ninguna familia, sí que tiene que alimentarse y pagar el alquiler; por lo tanto, debe conseguirse el dinero de una forma u otra para que Raphael no tenga necesidad de reducir la cantidad de horas que me dedica.
Mi padre ya tiene dos trabajos. Mi abuelo recibe una pequeña pensión de un gobierno que se siente agradecido por el sacrificio de su salud mental en época de guerra, y con el objetivo de conservar esa salud mis abuelos nunca se han trasladado a barrios más baratos y difíciles en la época de posguerra. Han reducido los gastos al mínimo, han alquilado habitaciones a inquilinos, y han compartido con mi padre los gastos y el trabajo que acarrea llevar una casa de esas dimensiones. Pero no tenían previsto tener un niño prodigio en la familia —así es como mi abuelo se empeña en llamarme— ni habían calculado los gastos que supondría educar a ese niño prodigio para que pudiera desarrollar su potencial.
No se lo pongo fácil. Cada vez que Raphael sugiere que hagamos alguna otra clase, que pasemos una, dos o tres horas más con nuestros instrumentos, expreso con entusiasmo hasta qué punto necesito esas clases de más. Ven cómo prospero bajo la tutela de Raphael: cuando entra en casa, yo ya estoy a punto, con el instrumento en una mano y el arco en la otra.
Así pues, se tiene que buscar una solución para que yo pueda recibir mis clases, y mi madre es la que se encarga de hacerlo.