19 de agosto

¿Recuerdo la Peabody House? ¿O tan sólo he inventado los detalles para completar el esbozo que me dio mi padre? Si fuera incapaz de recordar a qué olía la casa, pensaría que simplemente estaba jugando a un juego según las reglas de mi padre para poder evocar la Peabody House en mi cerebro en momentos como este. No obstante, ya que el olor a lejía puede transportarme de nuevo a la Peabody House en un instante, sé que la base de la historia es verdadera, por mucho que pueda haber sido adornada a lo largo de los años por mi padre, por mi agente, o por los periodistas que hayan hablado con ellos. Para serle franco, he dejado de hacerme preguntas sobre la Peabody House. Siempre digo: «Eso ya es agua pasada. A ver si esta vez podemos aportar información nueva».

Pero los periodistas siempre quieren que sus historias tengan gancho y, ya que mi padre les ha ordenado con firmeza que sólo mi carrera profesional puede ser motivo de entrevista, ¿qué mejor gancho puede haber que el que mi padre creó a partir de un simple paseo por los jardines de Kensington Square?

Tengo tres años y me acompaña mi abuelo. Voy sentado en un triciclo y avanzo con dificultad alrededor del sendero que delimita el jardín; mientras tanto, mi abuelo está sentado en esa especie de templo griego que sirve de cobijo junto a la verja de hierro forjado. Se ha traído un periódico, pero no lo está leyendo; en vez de eso, escucha música procedente de uno de los edificios que tiene a su espalda.

Me dice con un tono de voz muy bajo:

—Eso se llama concierto, Gideon. Es un concierto de Paganini en re mayor. Escucha.

Me hace señas para que vaya a su lado. Se sienta en un extremo del banco, y yo permanezco de pie junto a él mientras me pasa el brazo por los hombros. Escucho.

En un instante sé que eso es lo que quiero hacer. A los tres años sé lo que nunca he dejado de creer: «Escuchar es ser, pero tocar es vivir».

Insisto en que nos marchemos del jardín de inmediato. Mi abuelo tiene las manos artríticas y le cuesta abrir la verja. Le pido que se apresure «antes de que sea demasiado tarde».

—Demasiado tarde ¿para qué? —me pregunta con cariño.

Le cojo de la mano y se lo enseño.

Le llevo hasta Peabody House, al lugar de donde proviene la música. En un momento estamos dentro; acaban de limpiar el suelo de linóleo y los ojos nos pican a causa del aire impregnado de olor a lejía.

Arriba, en la primera planta, encontramos el origen del concierto de Paganini. Una de las grandes salas es la vivienda de la señorita Rosemary Orr, jubilada desde hace mucho tiempo de la Filarmónica de Londres. Permanece de pie delante de un gran espejo de pared, y tiene un violín debajo de la barbilla y un arco en la mano. Sin embargo, no toca. Escucha una grabación de Paganini con los ojos cerrados y con la mano que sostiene el arco bajada, mientras las lágrimas cubren sus mejillas y la madera del instrumento.

—¡Va a estropearlo! —le advierto a mi abuelo.

Al oírlo, la señorita Orr sale de su estupor, se sobresalta, y sin duda se pregunta cómo puede ser que un anciano caballero artrítico y un mocoso hayan ido a parar a la puerta de sus aposentos.

No obstante, no tiene tiempo de expresar su consternación, porque me dirijo hacia ella, le cojo el instrumento de las manos y empiezo a tocar.

No muy bien, evidentemente, porque ¿quién se iba a creer que un niño de tres años sin educación musical, por mucho talento que pudiera tener, iba a coger un violín y a tocar el Concierto en re Mayor de Paganini después de haberlo oído una sola vez? Pero la materia prima está dentro de mí —el oído, el sentido innato del ritmo, la pasión— y la señorita Orr lo ve e insiste en que le permitan dar clases a ese niño prodigio.

Así pues, se convierte en mi primera profesora de violín. Sigo con ella hasta que tengo cuatro años y medio, momento en el que se decide que mi talento requiere un tipo de educación menos convencional.

Esta es la Leyenda de Gideon, doctora Rose. ¿Conoce el violín lo bastante para ver en qué punto se convierte en fantasía?

Hemos conseguido promulgar la leyenda a base de llamarla leyenda, tomándonosla a risa incluso cuando la contamos. Solemos decir que son tonterías y cosas por el estilo, pero siempre lo hacemos con una sonrisa sugestiva. La señorita Orr hace mucho tiempo que murió y, por lo tanto, no puede rebatir la historia. Después de la señorita Orr vino Raphael Robson, que tiene muy pocas posibilidades de saber la verdad.

Aquí tiene la verdad, doctora Rose, porque a pesar de lo que pueda pensar por la reacción que he tenido respecto a este ejercicio que he acordado hacer, estoy interesado en contarle la verdad.

Ese día de verano me encuentro en el jardín de Kensington Square con un grupo de niños. Estamos realizando unas actividades que han organizado las monjas de una escuela cercana. El grupo está formado por los niños de la plaza, y lo dirigen tres estudiantes universitarios que viven en un hostal que hay detrás de la escuela. Uno de los tres monitores nos viene a recoger a casa cada día, para luego llevarnos cogidos de la mano al jardín central, en el que, por un módico precio, se espera que aprendamos las habilidades sociales que se aprenden al jugar en grupo. Eso nos será útil cuando vayamos a la escuela primaria. O, como mínimo, esa es la idea. Los estudiantes universitarios nos entretienen con juegos, trabajos manuales y ejercicio. Una vez que estamos ocupados en la tarea que nos hayan asignado ese día, se van —sin que nuestros padres lo sepan— a esa especie de templo griego y empiezan a chismorrear y a fumar.

Ese día en especial está previsto que vayamos en bicicleta, aunque en realidad sólo me limito a ir en triciclo alrededor del sendero que rodea el jardín. Mientras pedaleo con dificultad por la parte posterior del pequeño jardín, un niño de mi edad —a pesar de que no recuerdo su nombre— se saca la colita y se pone a orinar encima del césped. Sobreviene una crisis y después de pegarle una gran reprimenda al malhechor, lo mandan directo a casa.

En ese momento empieza la música; los dos estudiantes que siguen allí después de haber mandado al niño a casa no tienen ni la más remota idea de lo que estamos escuchando. No obstante, yo quiero dirigirme hacia ese sonido e insisto con una firmeza tan poco habitual que uno de los estudiantes —creo que es una chica italiana, porque a pesar de tener un corazón muy grande no habla muy bien inglés— me dice que me ayudará a averiguar de dónde procede el sonido. Y así lo hacemos hasta que llegamos a Peabody House y a la señorita Orr.

Cuando la estudiante y yo entramos en la sala de estar, la señorita Orr no está ni tocando, ni haciendo ver que toca ni llorando. Sencillamente está dando clases de música. Después me entero de que siempre finaliza sus clases poniendo una obra musical en el tocadiscos para que su alumno la escuche. Ese día suena el concierto de Brahms.

Desea saber si me gusta la música.

No tengo respuesta. No sé si me gusta ni si lo que siento es afición o cualquier otra cosa. Lo único que sé es que quiero ser capaz de producir esos sonidos. Pero soy tímido y no digo nada, y lo único que consigo hacer es esconderme detrás de las piernas de la chica italiana hasta que esta me coge de la mano, pide disculpas con su inglés chapurreado y me lleva de nuevo al jardín.

Eso es la realidad.

Estoy seguro de que quiere saber cómo puede ser que esos comienzos tan poco propicios en el mundo musical se convirtieran en la Leyenda de Gideon. En otras palabras, cómo puede ser que el arma desechada y —¿cómo podríamos explicarlo?— destinada a acumular depósitos de cal en una cueva se convirtiera en Excalibur, en la Espada de la Piedra. Sólo puedo hacer conjeturas, ya que la leyenda es una invención de mi padre, no mía.

Al final del día, los monitores llevaron a los niños a sus respectivas casas y entregaron a los padres unos informes sobre los progresos y el comportamiento de sus hijos. ¿Para qué iban los padres a gastarse el dinero sino para recibir indicios diarios y esperanzadores de que sus hijos estaban alcanzando un nivel adecuado de madurez social?

Sólo Dios sabe qué consecuencias tuvo el hecho de que el niño sacara la colita en público en vez de haberlo hecho en privado. En mi caso, la estudiante italiana les informó de mi encuentro con Rosemary Orr.

Supongo que todo eso debió de ocurrir en la sala de estar, mientras mi abuela presidía la mesa del té de la tarde que siempre preparaba para el abuelo, envolviéndole de ese modo en un halo de normalidad para protegerle de la aparición de un nuevo episodio. Quizá mi padre también estuviera allí, o tal vez estuviera James el Inquilino, que había alquilado una de las habitaciones vacías de la cuarta planta de la casa y que nos ayudaba a llegar a final de mes.

Supongo que habrían invitado a la estudiante italiana —aunque ahora pienso que bien podría haber sido griega, española o portuguesa— a tomar el té con la familia, lo cual le habría dado la oportunidad de relatar nuestro encuentro con Rosemary Orr.

Diría: «El pequeño quiere saber de dónde procede la música que estamos escuchando y, por lo tanto, le seguimos el rastro…».

«Creo que quiere decir “oyendo” y “averiguamos su procedencia”», replica el inquilino. Tal y como ya he dicho, se llama James, y muchas veces he oído al abuelo quejarse de que su inglés es «demasiado perfecto para ser verdadero» y que, en consecuencia, debe de ser un espía. De todos modos, me gusta escucharle. Las palabras brotan de la boca de James el Inquilino como si fueran naranjas rechonchas, jugosas y redondas. Él no es así, a excepción de sus mejillas, que son rosadas y que aún se vuelven más rojas cuando se da cuenta de que alguien le está prestando atención. «Continúe —le dice a la estudiante italiana-española-griega-portuguesa—. No me haga caso».

Ella sonríe, porque el inquilino le cae bien. Supongo que le gustaría que le ayudara con el inglés, y que le gustaría hacerse amiga suya.

No tengo amigos —a pesar de los niños del grupo—, pero no soy consciente de su ausencia porque tengo a mi familia y disfruto de su amor. A diferencia de la mayoría de niños de tres años, no llevo una existencia separada de la de los adultos, lo cual implicaría: comer solo, que una niñera o cualquier otra persona encargada de cuidar niños me entretuviera y me mostrara la vida, hacer apariciones periódicas en el seno de la familia, o pasar el rato hasta que me pudieran mandar a la escuela. En vez de eso, soy parte del mundo de los adultos con los que vivo. Veo y oigo muchas cosas de las que pasan en mi casa y, aunque a veces no recuerde los eventos, sí que recuerdo la impresión que han dejado en mí.

Así pues, recuerdo esto: cómo contaban la historia de la música de violín y cómo el abuelo interrumpió la historia y se extendió en alabanzas de Paganini. Durante años, la abuela utilizó la música para calmar a su marido cuando este estaba a punto de sufrir un episodio y cuando aún había posibilidades de que se produjera. Él hablaba de quiebros y de la técnica del arco, de vibrato y glisando con una aparente autoridad, aunque ahora sé que tan sólo era una ilusión. Habla con una enorme grandilocuencia, como si tocara en la orquesta y la dirigiera. Nadie le interrumpe o está en desacuerdo con él cuando, mirándome, le dice a todo el mundo: «Este niño tocará», como si Dios le hubiera ordenado que me guiara.

Papá lo oye, le confiere una significación que no comparte con nadie, y dispone de inmediato todo lo necesario.

Así es como empiezo a recibir clases de violín de la señorita Rosemary Orr. A partir de esas clases y de los informes del grupo infantil, mi padre empieza a crear la leyenda de Gideon que he tenido que soportar toda la vida como si fuera una condena.

«¿Por qué hizo que la historia girara en torno al abuelo? —sin duda me preguntará—. ¿Por qué no se centró en los personajes principales y dejó unos cuantos detalles sueltos? ¿No le preocupaba que alguien se presentara de repente, rebatiera la historia y contara la verdad?».

Le responderé de la única forma que soy capaz, doctora Rose: «Tendrá que preguntárselo a mi padre».