16 de agosto

Me gustaría empezar diciendo que creo que este ejercicio va a ser una pérdida de tiempo y, tal y como intenté explicarle ayer, si hay algo que no me sobra en este momento es precisamente tiempo. Si quería que confiara en la eficacia de esta actividad, me podría haber explicado el paradigma sobre el que, según parece, se basa para definir el concepto de «tratamiento» en su libro. ¿Qué importancia tiene el tipo de papel que use? ¿O qué clase de libreta? ¿O qué bolígrafo o lápiz utilice? ¿Qué más da dónde me encuentre al escribir estas tonterías que me ha pedido que escriba? ¿No le basta que haya aceptado tomar parte en este experimento? No importa. No me conteste. Ya sé lo que me respondería: «¿De dónde viene toda esa ira, Gideon? ¿Qué hay detrás de todo eso? ¿Qué le viene a la memoria?».

Nada. ¿No lo ve? No recuerdo nada en absoluto. Por eso mismo he venido.

«¿Nada? —me preguntará—. ¿Nada de nada? ¿Está seguro de que está en lo cierto? Después de todo, sabe cómo se llama y, según parece, también reconoce a su padre; recuerda el lugar en el que vive, cómo se gana la vida y a sus compañeros más cercanos. Por lo tanto, cuando dice que no recuerda nada, debe querer decir que no recuerda…».

Nada que sea importante para mí. De acuerdo. Lo diré. No recuerdo nada que considere de importancia. ¿Es eso lo que quiere oír? ¿Cree que usted y yo deberíamos hacer hincapié en ese pequeño detalle desagradable de mi carácter para ver qué quiero decir con esa afirmación?

No obstante, en vez de responderme a esas dos preguntas, me dirá que empezaremos por escribir todo lo que recordemos, al margen de que sea o no importante. Pero cuando diga «empezaremos», en realidad querrá decir que yo empezaré por escribir, y que lo que yo anote será lo que yo recuerde, porque tal y como expresó de forma sucinta con su voz objetiva e intocable de psiquiatra: «Lo que recordamos suele ser la clave de lo que hemos elegido olvidar».

Elegido. Supongo que ha seleccionado la palabra de forma deliberada. Quería que reaccionara. Ya se lo explicaré, debería pensar. Ya le explicaré a esa pequeña arpía todo lo que recuerde.

De todos modos, ¿cuántos años tiene, doctora Rose? Dice que tiene treinta años, pero yo no me lo creo. Sospecho que ni siquiera tiene mi edad y, lo que es peor, parece una niña de doce años. ¿Cómo quiere que confíe en usted? ¿De verdad piensa que será capaz de sustituir a su padre? A propósito, fue a él a quien accedí a ver. ¿Se lo comenté la primera vez que nos vimos? Creo que no. Me dio demasiada lástima. La única razón por la que decidí quedarme al entrar en la consulta, y verla a usted en vez de a su padre, fue porque me pareció de lo más patética, allí sentada, vestida de negro de pies a cabeza, como si con esa vestimenta pudiera parecer lo bastante competente para resolver las crisis mentales de la gente.

«¿Mentales? —me pregunta, pronunciando la palabra como si fuera un tren fuera de control—. ¿Que ha decidido aceptar las conclusiones del neurólogo? ¿Eso le satisface? ¿Que no le hace falta que le hagan más pruebas para estar convencido? Eso está muy bien, Gideon. Es un paso adelante muy importante. Si está convencido de que no hay ninguna explicación fisiológica para lo que está experimentando, entonces el trabajo que vamos a realizar juntos será más fácil».

¡Qué bien habla, doctora Rose! Tiene una voz de terciopelo. Lo que debería haber hecho era darme la vuelta y volver a casa tan pronto como abrió la boca. Sin embargo, no lo hice porque me manipuló para que me quedara con todas esas tonterías de que «visto de negro porque mi marido ha muerto». Quería evocar mi compasión, ¿no es verdad? Fraguar una amistad con el paciente, tal y como le han dicho que haga. Ganar su confianza. Hacerle «sugerible».

«¿Dónde está el doctor Rose?», le pregunto al entrar en la oficina.

«Yo soy el doctor Rose —me responde—. La doctora Alison Rose. ¿Tal vez esperaba encontrar a mi padre? Sufrió una apoplejía hace ocho meses. Se está recuperando, pero le va a llevar su tiempo; como aún no está en condiciones de volver a tratar a sus pacientes, yo me hago cargo de su clientela».

Y ahí empieza todo: me cuenta las razones que la indujeron a volver a Londres, lo mucho que echa de menos la ciudad de Boston, pero que en cierta manera ya está contenta porque los recuerdos de allí son demasiado dolorosos. Me cuenta que es por él, por su marido. Llega a tal extremo que incluso me dice su nombre: Tim Freeman. Y la enfermedad que padecía: cáncer de colon. Y la edad que tenía cuando murió: treinta y siete años. Y los motivos que les habían llevado a posponer el tener hijos, porque cuando se casaron usted aún iba a la facultad de Medicina, y que cuando llegó el momento de replantearse la cuestión de la reproducción, él ya estaba luchando por su vida, y usted junto a él, y que en esa batalla ya no quedaba sitio para un hijo.

Y yo, doctora Rose, sentí lástima por usted. Por lo tanto, me quedé. Como consecuencia de eso, estoy aquí sentado en la primera planta, junto a una ventana que da a Chalcot Square. Escribo todas estas sandeces con un bolígrafo para que luego no pueda borrar nada, tal y como me ha ordenado. Uso una libreta de hojas sueltas para poder añadir más información, en caso de que, más tarde, recuerde algo más de forma milagrosa. Lo que no hago es precisamente lo que debería estar haciendo, y lo que el mundo entero espera que haga: permanecer al lado de Raphael Robson y hacer que desaparezca ese vacío infernal y omnipresente de las notas.

«¿Raphael Robson?», me preguntará. «Hábleme de él», me dirá.

Esta mañana me he puesto leche en el café y ahora estoy pagando por ello, doctora Rose. El estómago me arde. Las llamas me están lamiendo el intestino. El fuego avanza hacia arriba, pero no en mi interior. Sucede todo lo contrario, pero siempre tengo la misma sensación. Es una simple dilatación del estómago y del intestino, me asegura mi médico de cabecera. «Flato», me reza, como si me estuviera dando una bendición médica. Es un curandero y un charlatán, un matasanos de cuarta categoría. Tengo algo maligno devorándome las tripas y él insiste en que son flatulencias.

«Hábleme de Raphael Robson», repetirá.

«¿Por qué? —le preguntaré—. ¿Por qué quiere que le hable de él?».

«Porque es un tema por el que empezar. Su mente le ha dictado por dónde comenzar. Es así como funciona el proceso».

«No obstante, Raphael no es el principio de la historia —le replicaré—. El principio se remonta a veinticinco años atrás, a una Peabody House[1] de Kensington Square».