Epílogo

La tarde era fría, ventosa y con el cielo lleno de nubes bajas, el mar que rodeaba Acacia, desolado y surcado por blancas cabrillas. El cortejo conmemorativo salió del palacio por la puerta oeste y siguió el camino que llevaba a la Roca de la Ensenada. Iban por los tortuosos riscos, una larga y delgada línea de afligidos. Las colinas que los rodeaban descendían hacia valles que se precipitaban en las aguas grises del final del otoño. Mena avanzaba cerca de la cabeza del cortejo, con los hermanos que le quedaban y los restos, pequeños y reunidos apresuradamente, de lo que pasaba ahora por la aristocracia del imperio acacio. Detrás iba un carro que transportaba dos urnas de cenizas. En una estaban las de Leodan Akaran. Thaddeus Clegg las había mantenido escondidas en secreto durante todos aquellos años. En la otra urna estaban los restos de Aliver Akaran, un muchacho que se había convenido en un líder que se recordaría siempre, un príncipe que nunca llegó del todo a ser un rey.

Habían transcurrido casi diez años desde la última vez que Mena fue por aquella ruta. Aún recordaba la ocasión anterior, cuando cabalgó con su padre y todos sus hermanos. En aquel entonces no habría podido imaginar la muerte de su padre o la de Aliver o las vidas tan extrañas y diversas que habían vivido entre aquellos dos terribles acontecimientos. Mientras avanzaba en silencio, no pudo evitar acordarse de la niña que había sido antaño. Mirando el plumaje que punteaba el paisaje, recordó que hubo un tiempo en que le daban mucho miedo las acacias. El pensamiento ridículo habría parecido ridículo —un árbol sólo es un árbol— de no ser porque ella sabía que había reemplazado aquellos antiguos temores infantiles por unos de nuevos.

Ahora lo que le daba miedo eran sus sueños. En ellos demasiado frecuentemente volvía a enfrentarse con Larken, la primera de las muchas vidas que había llegado a arrebatar. La experiencia siempre era muy parecida al acontecimiento que había sido en realidad: ella llena de certeza, moviéndose alentada por un firme propósito, capaz de cortar la carne de Larken sin sentir ninguna sombra de remordimiento. Pasaba lo mismo con sus ensoñaciones de las batallas libradas en Talay, especialmente la tarde después de la muerte de Aliver hacía tres meses, cuando ella había matado con un abandono tal que parecía como si no hubiera sido concebida para ningún otro propósito. Al despertar, los detalles de las muertes que había causado flotaban ante ella como cientos de retratos individuales, suspendidos entre su persona y el mundo. Sabía que esas cosas la perseguirían en los años venideros.

No era exactamente eso lo que había temido, empero. Lo aterrador era saber que en cualquier instante podía y volvería a matar. Realmente se había llevado consigo un trozo de Maeben en su interior. Siempre estaría presente bajo su piel. Su regalo hecho de rabia.

No era la única que había salido de la guerra con unas cuantas cicatrices. Dariel andaba con paso cansino detrás de ella, Wren a su lado. La oven parecía sentirse incómoda con el atuendo formal que exigía la ocasión. Toda la vida había sido una incursora y aún lo parecía, sus articulaciones flexibles y su postura despreocupada de un modo que era ligeramente agresivo. Pero a Mena le caía bien y esperaba que en el futuro le trajera la felicidad a su hermano durante mucho tiempo. Dariel necesitaba que hubiera un poco de alegría en su vida. Aún tenía la risa fácil, y no había perdido su antiguo sentido del humor. Cuando sonreía mostraba una traviesa apostura, pero parecía considerarse el único responsable de la muerte de Aliver. Cuando creía que no lo miraba nadie, aquella carga se hacía visible como una capa de plomo que le pesara en el alma. Mena aún tenía que entregarle la Confianza del Rey. Dariel no estaba preparado, pero algún día lo estaría.

Otros no habían llegado a emerger del conflicto. Thaddeus Clegg se hallaba dentro del palacio cuando atacaron los numreks. Aparentemente había muerto en el curso de la carnicería ordenada por Corinn. Por qué estaba allí y si había estado cerca o no de encontrar La canción de Elenet eran dos cosas que quizá nunca llegarían a saberse. Corinn había llegado al extremo de poner en duda que realmente existiera el volumen. Dentro de un bolsillo próximo al pecho de Thaddeus había una nota diciendo dónde había escondido las cenizas del rey Leodan, que había mantenido a buen recaudo durante todos aquellos años. Era la única razón por la que ahora tenían los restos del rey.

El destino de Leeka Alain estaba envuelto todavía en más misterio. Unos pocos juraban que lo habían visto siguiendo a los santoth cuando éstos se apartaron de toda la destrucción que habían causado y volvieron a sumirse en el exilio. Si se podía creer a aquéllos, el viejo general corrió tras los hechiceros, envuelto en la gran confusión que los rodeaba. Quizá se había convertido en uno más de ellos. O quizá simplemente había sido vaporizado por su furia. En cualquier caso, no había quedado rastro de él en el Mundo Conocido, excepto la alta estima en que siempre sería tenido, el que fue jinete de rinoceronte.

Y el propio mundo no había sido el mismo desde que se dio rienda suelta a los santoth. Mena no podía señalar exactamente qué era distinto o cómo podía afectar eso al futuro, pero sabía que las ramificaciones de aquel horrendo día en Talay no habían quedado del todo atrás. Había momentos en los que aún podía sentir los desgarrones que abrieron en la estructura de la creación.

En otros parecía como si las frágiles costuras que mantenían unido al mundo amenazaran con romperse. El paso de los días había mitigado algo de la confusión en el aire, pero ésta no se había ido del todo. Los santoth habían liberado aquel día un hechizo tras otro en el campo de batalla. No habían pasado más que unas horas tejiendo magia, pero ¿quién podía decir cómo cambiarían el mundo los residuos de la lengua deformada de la Donante?

Cuando subieron a la meseta que se prolongaba hasta los riscos, Mena vio cómo Corinn, que la precedía, miraba por encima del hombro. Pareció decidir ir más despacio de manera que Mena pudiese alcanzarla. Su hermana, qué gran revelación. Nada que ver con la chica a la que recordaba Mena. De hecho, sentía escaso afecto por ella. Había una conexión innata entre ambas, un vínculo escrito en la misma esencia de la sangre, pero parecía estar tan lleno de escollos que costaba mucho orientarse por él. Enterarse de que Corinn había recuperado Acacia de manos de Hanish Mein había sido una increíble sorpresa. El que hubiera hecho tal cosa con la ayuda de los numreks, y que hubiera forjado alguna clase de acuerdo con la Liga, dejó aún más atónitos a los Akaran más jóvenes. Ambos se habían sentido al mando inmediatamente detrás de Aliver. Habían estado librando la guerra, pensaban. Habían estado en el centro de todo el esfuerzo, o eso creían ellos. Descubrir que Corinn los aguardaba en una Acacia liberada, y que estaba innegablemente en el poder, con su propio ejército numrek y con toda una flota de navíos a su disposición… Mena aún tenía que encontrar una manera de aceptar todo aquello.

Todavía pensaba con inquietud en su reencuentro. Un acontecimiento que debería haber sido alegre en tantos aspectos era… bueno, Mena no estaba del todo segura de cómo categorizar la experiencia, pero no era lo que ella habría imaginado. Había transcurrido una semana desde que los santoth vaciaron el campo de batalla de cada soldado meinish visible. Mena y Dariel habían entrado en la ensenada de Acacia, los dos de pie en la proa del balandro que ella había tomado de Larken, para divisar la ciudad edificada en distintos niveles que había sido su hogar. Era lo único que recordaba de ella, en realidad, pero aun así fue una sensación extraña debido a todos los años que había pasado dudando de los detalles que recordaba de su pasado.

Detrás de ellos venía una flota variopinta que transportaba los restos del gran ejército. Aunque sabía de su cansancio, Mena se sentía impulsada por el peso de todas aquellas personas a su espalda, como si ellas fueran el viento que impulsaba la embarcación hacia los muelles. Eran triunfo. Y alivio. Y fatiga. También llevaban consigo la pena, pero ésta ya se había entremezclado inexorablemente con la victoria. Mena dudaba que fuera a sentir jamás verdadera alegría. Hasta el momento, la vida no se la había proporcionado, no como Mena la joven princesa, no como Maeben sobre la Tierra, no como la guerrera que blandía su espada en las llanuras talayas. Aun así, contempló con ojos llenos de expectación la isla que se aproximaba lentamente. Por fin estaba yendo a casa.

Atracaron y desembarcaron entre una multitud en plena celebración. El aire resonaba con la música de las flautas y los címbalos, perfumado por el incienso y oliendo a carne asada, guisos en preparación y pescado que se freía. Corinn, les dijeron los dignatarios que fueron a su encuentro, los esperaba cerca. Y ciertamente, tras dejar los muelles y abrirse paso a través del gentío congregado reunido en la ciudad baja y arriba hasta la segunda terraza, no había manera de pasarla por alto. Estaba de pie en el primer rellano de la escalinata de granito, el tramo central que subía en dirección al palacio. Un numeroso séquito la flanqueaba. Era una pequeña muchedumbre de lo más variopinta que parecía estar compuesta por dignatarios y consejeros, con un contingente de oficiales numrek conspicuamente próximos a ella, como guardias personales. Aunque no llevaban ningún uniforme en concreto, todos iban vestidos de colores sanguíneos, tonos de carmesí, marrón y caoba. Mena sabía algo de cómo Corinn había tomado el palacio y derrotado a Hanish, pero la sorprendió que su hermana ya pareciera tener instalada alguna clase de gobierno.

Corinn era el eje alrededor del que giraba todo aquel arreglo. ¡Estaba realmente maravillosa! Mena recordaba que su hermana siempre le había parecido una auténtica belleza, pero la Corinn de ahora era todavía más impresionante de lo que había esperado ver. Llevaba un vestido de manga larga hecho con una tela que rielaba suavemente, de un color cremoso con una sombra de anaranjado. Su pelo había sido recogido en un complejo peinado, cintas entretejidas en un apretado moño, atravesado por un espolvoreo de agujas para el pelo y la pluma blanca de algún ave. Sus facciones estaban perfectamente formadas, delicadísimas; su seno y la curva de sus caderas se veían subrayados por los elegantes contornos del vestido. Sus brazos estaban sensualmente formados —esbeltos pero no abiertamente delgados o musculosos, como los de Mena—, y sus muñecas y dedos eran tan expresivos como los de una bailarina cuando los extendió en un gesto de saludo.

Claramente, su hermana esperaba que ellos subieran los escalones. Mientras lo hacían, Mena tuvo un pensamiento imperdonable. No sabía de dónde venía y pensó que sería una salida de tono de su mente fatigada por la guerra. Imaginó a Corinn sacándose una de aquellas agujas para el pelo e impulsándola hacia delante, un arma, un dardo envenenado. Cuán frustrante y mezquino, pensó, que semejante imagen le viniera a la mente en lo que hubiese debido ser un momento feliz. ¿Qué le pasaba?

Con esa pregunta en la mente mientras alzaba la mirada hacia el esplendor de su hermana, Mena se dio cuenta de lo que debía de parecer ella misma en comparación: medio desnuda en una falda corta y una túnica sin mangas, bajita y nervuda, con la piel del color del cuero, sus brazos y sus piernas inscritos con toda clase de cortes y abrasiones, y su pelo, una cascada en desorden. De pronto sintió la sal que cubría sus mejillas y la mugre en las arrugas de sus codos y la película de polvo y sudor en sus pies calzados con sandalias. Miró a Dariel. Gallardo como estaba con su camisa de incursor abierta y su piel bronceada por el sol, él también parecía más un rufián que un príncipe de Acacia. ¿Por qué no se les había ocurrido ponerse más presentables?

Corinn por fin empezó a descender hacia ellos para cubrir los últimos pasos. Extendió ambos brazos, con las palmas vueltas hacia arriba, la cabeza inclinándose hacia un lado, y los ojos cariñosos ahora.

—Bienvenidos a casa —dijo—, hermana mía, hermano mío. Bienvenidos, guerreros acacios.

Continuó hablando, palabras que parecían extrañamente formales, como si formaran parte de una acogida redactada de antemano, pensadas más para los espectadores que para Mena y Dariel. Corinn los atrajo a un breve abrazo y luego retrocedió y estudió cada uno de sus rostros por turno. Las lágrimas acudieron a sus ojos mientras lo hacía; un leve temblor estremeció sus carnosos labios. En todo lo que hacía se mostraba cortés, generosa y llena de amor, y sin embargo también había algo que parecía estar mal. Incluso cuando levantó la voz y pidió a la multitud que diera la bienvenida al hogar a «esta hija y este hijo de Acacia», y mientras les dirigía una sonrisa desde arriba entre la cacofonía de voces que respondió a su petición, Mena no pudo evitar tener la sensación de que tras aquella fachada llena de cariño Corinn no estaba nada complacida con lo que veía en ellos.

Así era como había sido todo entre ellos desde entonces. Mena no podía señalar ningún agravio específico por parte de Corinn. Sus palabras nunca eran crueles, nunca menos que apropiadas. Pasaban veladas enteras sentados ante las mejores viandas y los mejores vinos, hablando del pasado, todos ellos volviendo a conocerse uno al otro. Cabalgaban juntos igual que habían hecho de niños, y se sentaban juntos como una unidad para afrontar la miríada de desafíos que suponía recomponer el imperio. Dariel parecía confiar por completo en ella, lo bastante para que Mena nunca le expresara su incomodidad. Pero en el curso de todo ello Mena temía que nunca llegase a haber entre ellas dos ese calor, tranquilo y natural, que había habido con Aliver y que aún podía sentir en compañía de Dariel. Corinn cumplía con cada uno de los rituales de una relación semejante, pero no llegaba a permitirla del todo en sustancia. Si ahora eran un triángulo —como había dicho la misma Corinn—, tres puntos de un núcleo familiar, su hermana parecía querer que ellos entendieran que ella era el ápice; Mena y Dariel sólo eran la base que la sustentaba a ella.

Ninguna de esas cosas permaneció demasiado alejada de los pensamientos de Mena durante la procesión fúnebre azotada por el viento. Corinn sonrió mientras aparecía a su lado. Levantó el brazo de la ahora obvia curva de su vientre encinto y puso los dedos sobre el brazo de Mena por un momento.

—Hermana —dijo—, al fin ha llegado el día. Hoy haremos muy feliz a nuestro padre. Lo sabes, ¿verdad? Estoy segura de que él siempre anheló el día en que sería liberado al aire como lo fue madre hace años. Se mezclará con ella y pasarán a formar parte del mismo suelo de esta isla. Nuestro padre estará presente en cada acacia. Recuérdalo.

Eso, aparentemente, era cuanto tenía intención de decir. Cuando empezaba a alejarse, Mena preguntó:

—¿Vamos a hacer un mundo mejor? —Corinn la miró, interrogativa, y ella buscó a tientas la manera adecuada de explicar la pregunta—: No conociste a Aliver… tal como era al final, quiero decir. Si hubieras oído las cosas que dijo… Tenía tantas ideas sobre lo que deberíamos hacer con el poder… Hablaba de un orden diferente para el mundo. Creía que podíamos eliminar cosas como la Cuota.

—No dispongo de tanto tiempo como vosotros para cavilar en esas cuestiones —dijo Corinn—. ¿Vamos a hacer un mundo mejor? Claro que sí. Lo gobernamos en lugar de Hanish. ¿Quién duda que eso no sea ya una mejora?

En sus últimas conversaciones con Corinn, Mena había aprendido que no era bueno discrepar de su hermana. No era que Corinn se enfadara o se pusiera susceptible, como había hecho cuando era más joven. Sólo parecía que ella ya hubiera decidido las cosas por su cuenta. Una vez que había decidido, se mostraba inconmovible. Y entonces añadió, dulcemente:

—Es sólo que no hemos abolido la Cuota. No hemos cerrado las minas o…

—No carezco de ideales —dijo Corinn—, si es eso lo que estás sugiriendo. Pero hablar de gobernar es una cosa muy distinta a gobernar realmente. No hay pausa en mi trabajo. Con el tiempo me ocuparé de todas esas cuestiones que has mencionado. De momento, aún estamos persiguiendo a meins fugitivos, aquellos que huyeron de Acacia y de Manil con todo el tesoro que pudieron amontonar en sus barcos. Y las provincias… Te asombrarías, Mena, de cómo se vuelven contra nosotros, alzan barreras, insisten en fijar condiciones, intentan hacerse con cosas a las que no tienen ningún derecho. Sólo con que aceptaran el orden actual, podríamos empezar a ocupamos de hacer que el mundo fuera… ¿cuál fue la palabra que empleaste?, «mejor». Y los lothan aklun, a los que ninguno de nosotros ha visto nunca, son una preocupación adicional suspendida sobre todo eso. La ironía es que me encuentro confiando por encima de todo en las dos fuerzas a las que más aborrecía antes: la Liga y mis numreks. Al final fueron las que lo hicieron todo posible para mí.

Mena casi dijo que también hubo un ejército que luchó y decenas de miles de personas que murieron por la causa. Casi invocó el sacrificio de Aliver, casi recordó a su hermana que los santoth también habían tenido mucho que ver con su victoria. Pero Corinn no había mencionado su victoria. Había hablado de los numreks como si sólo le pertenecieran a ella y utilizado las palabras «para mí» en lugar de «para nosotros». Mena podría haberla puesto en entredicho sobre todas aquellas cosas, pero lo que hizo fue decir:

—Te ayudaré de todas las maneras que pueda. Sólo tienes que pedírmelo.

—Ya estás ayudando. Sigue adelante con lo de organizar el ejército y adiestrar a una nueva clase de Elite. Vamos a necesitar guerreros realmente soberbios, que posean tanto nobleza como habilidad. ¿Quién mejor que tú para instruirlos? —Corinn sonrió, una breve sonrisa de labios muy finos—. He oído decir que los narradores ya están tejiendo una leyenda en torno a ti. Hablan de cómo batallaste con una diosa y la precipitaste al vacío desde su dominio en lo alto de la montaña. Aquellos que quieren reabrir la academia acuden a mí prometiendo que enseñarán tus métodos para manejar la espada como la más eximia de las Formas. Tú, hermanita mía, eres una leyenda tanto como Aliver.

—Sólo era un árbol, en realidad —dijo Mena—, donde el águila había hecho su nido, no una montaña. Y lo único que hice fue ingeniármelas para sobrevivir contra ella.

Corinn la estudió por un momento, divertida, con las cejas sobresaliéndole de la frente como dos picos idénticos.

—Los narradores nunca aciertan del todo, ¿verdad? En cualquier caso, me alegro de que tu gallardía no causara tu muerte.

Sospechando que Corinn se disponía a irse, Mena preguntó acerca de otra cosa que la había estado preocupando.

—Hermana, ¿qué les ofreciste a los numreks a cambio de su alianza? Sigo sin entenderlo.

—Pueden gobernar una considerable porción de Talay como les parezca apropiado.

Mena reflexionó un instante.

—Sí, pero eso no parece suficiente.

—Eso es lo que tú crees. —Corinn apartó la mirada, pareciendo haber perdido interés en el tema—. Bueno, ya hemos hablado bastante. Estamos aquí para honrar a dos hombres. Hagámoslo sin más dilación.

En muchos aspectos era maravilloso contemplar la diversidad políglota del grupo que se había reunido junto a los acantilados. Todos permanecían muy quietos, intentando no arrugar la nariz ante el hedor a excrementos de pájaro traído por el viento que subía a lo largo de los acantilados, frío y húmedo debido al mar que había abajo. Los candovios estaban codo a codo con los senivalios, quienes a su vez estaban al lado de los aushenios, resplandecientes en sus atuendos blancos. Incursores de las Islas Exteriores se mezclaban con aristócratas acacios. Sangae, el padre putativo de Aliver, aguardaba entre un grupo de talayos, al lado de un grupo de halaly, y junto a otro de balbara. Los vumus se habían atado plumas de águila en el pelo. Los bethunis llevaban pintura pálida en las caras.

Según la tradición, dos personas honradas que no eran miembros de la familia bajaron las urnas del carro. Kelis, el de oscura piel, curado de la herida que casi le costó la vida el mismo día en que su amigo perdió la suya, llevó la urna de Aliver. Melio, con su largo pelo castaño agitado por el viento, cargaba con los restos de Leodan. Los dos hermosos a la manera propia de sus pueblos. Tan jóvenes, pensó Mena, tan llenos de vida, fuerza y juventud… Eso era todo lo que hubiese querido Aliver.

Se preguntó, sin embargo, qué habría opinado él de los más dudosos de sus invitados, como Rialus Neptos, que se mantenía en la periferia de la congregación, con el rostro enrojecido y sorbiendo aire por la nariz, y el cuello de su capa subido en torno a las orejas. Sire Dagon y unos cuantos hombres de la Liga asistían también a la conmemoración, cada uno sentado en palanquines transportados por sirvientes. ¿Qué cabida tenían allí esos hombres; hombres que habían abandonado a Leodan, que habían pasado años persiguiendo a Dariel y tratando de acabar con él? Observaban la ceremonia con los mentones ladeados, los ojos elevándose a menudo hacia el cielo lleno de nubes, como si sus mentes ya se hallaran en otro sitio.

Y Calrach y su contingente de numreks ocupaban un puesto de honor. Mena descubrió que la mirada se le iba continuamente hacia ellos, aún más atraída que de costumbre por lo delicado de sus modales, la pulcritud de la vestimenta que llevaban, y el modo en que cada uno de ellos se había apartado el pelo de la cara y se lo había sujetado en una larga coleta trenzada que le colgaba por la espalda. Sus caras no eran tan distintas de las de otras razas. Mena no estaba segura, empero, de si pensaba que ahora se parecían más al resto de los humanos que antes, o si había llegado a sentir que el resto de los humanos se parecían más a los numreks de lo que ella había admitido hasta entonces.

La ceremonia fue muy simple. Se habían reunido allí en calidad de testigos. No hubo ninguna elegía. Nada de últimos ritos. No se pronunciaron palabras en conmemoración de los fallecidos. Nada de música que jugara con las emociones de los espectadores. Todas esas cuestiones habían sido atendidas previamente, en los días que precedieron a éste. Aquí, en la Roca de la Ensenada, los dos difuntos iban a ser liberados como lo habían sido todos los reyes acacios. Corinn dejó claro que consideraba que su hermano había sido un rey, incluso si la corona nunca había llegado a ser puesta oficialmente sobre su cabeza.

Cuando todos estuvieron en su sitio y mirando, Corinn cogió la urna de manos de Melio. Pronunció el nombre de su padre y le deseó paz en el retorno a la sustancia de la tierra y alegría en el reencuentro con su esposa y en el hacerse uno con ella. Desde el momento en que el tapón fue sacado de la urna, cintas de cenizas escaparon rápidamente de ella. Cuando Corinn inclinó el recipiente las cenizas se esparcieron como humo en alas del viento, volviendo a fluir sobre los presentes, regresando por encima de la isla. Un instante después, liberó del mismo modo las cenizas de Aliver, agradeciéndole las proezas de heroísmo por las que siempre sería recordado. Corinn inclinó la cabeza y, mientras lo hacía, pidió a todos los presentes que guardaran silencio en rememoración de los muertos.

Mena ladeó la cabeza pero no cerró los ojos. Observó a su hermana, de pie con un brazo sosteniéndose el vientre, los dedos avanzando y retrocediendo en pequeños movimientos de acuerdo con un ritmo mantenido dentro de su cabeza. Permanecía inmóvil contra el viento, como para hendirlo mejor con las líneas cortantes de sus facciones. Parecía no estar afectada por la emoción. Impaciente, sí, pero distante en alguna manera fundamental.

Las preguntas que habían obsesionado a Mena desde la muerte de Aliver volvieron a acosarla ahora, perturbando la paz de lo que debería haber sido un momento lleno de tranquilidad. Se preguntó si Aliver había cometido un error aquella mañana cuando accedió a batirse en duelo con Maeander. ¿Había sabido que saldría perdedor, o había estado tan consumido por el deseo de venganza que su juicio sufrió en consecuencia? Mena esperaba que eso último no fuese cierto. Quería creer que de alguna manera su hermano había hecho precisamente aquello que deseaba hacer, y que incluso esto de ahora era todo lo que él habría querido que fuera. Quería creer que su padre, todos aquellos años antes, había puesto en movimiento exactamente la cadena de acontecimientos por la que se había decantado. Quería creer que todo esto era obra suya. Pero, a diferencia de su hermana, Mena encontraba imposible hallar consuelo en los absolutos.

Una vez que las cenizas se hubieron dispersado, Corinn se dio la vuelta y estudió los rostros apesadumbrados que la observaban. Pareció no tener demasiada paciencia para las emociones que leyó en ellos.

—Los aquí presentes —dijo, teniendo que levantar la voz para ser oída por encima del viento— representáis a todos los pueblos del Mundo Conocido. Hacedlo con orgullo, con esperanza en lo que ha de venir. Esos reyes de Acacia… son libres, al igual que lo es nuestra nación. Ahora tenemos la ocasión de crear el mundo que anhelaban esos dos soñadores. —Su mirada se posó sobre Mena por un instante y luego siguió adelante—. Así que ahora, pueblo mío, limpiaos las lágrimas de vuestras caras y volvámonos hacia los días venideros tal como Leodan y Aliver habrían querido que hiciéramos. Vayamos juntos a su encuentro, con fortaleza en nuestros corazones, con confianza en todo lo que hacemos.

Unos instantes después, Corinn se apartó del acantilado. Deteniéndose junto a Mena, se le acercó y preguntó:

—¿Realmente quieres saber qué les ofrecía los numreks? Hay una cosa que anhelan por encima de todo, y es regresar a su tierra natal y vengarse de los lothan aklun que los expulsaron al hielo hace años. Ésa es una guerra en la que creo que hemos de tomar parte, por nuestras propias razones. Cuando llegue el momento apropiado empezaremos a prepararnos. Nosotros, los numreks y la Liga lanzaremos una flota al interior de las Laderas Grises contra los lothan aklun. Entonces tendré el poder suficiente para cambiar el mundo haciendo que sea mejor de lo que es. —Retrocedió para poder verle los ojos a su hermana—. Nuestras batallas no han terminado, Mena. No estaremos seguros hasta que todo el mundo se incline ante nosotros. Ahora ya sabes qué es lo que tengo intención de hacer.

Con eso se fue, dejando a Mena de pie allí mientras la procesión empezaba a fluir en torno a ella. Sintió una presencia a su lado, y supo que era Melio cuando él deslizó la mano en la suya y le preguntó si se encontraba bien. Mena no estuvo segura de qué respuesta debía dar a esa pregunta. Contemplando la espalda de Corinn mientras se alejaba, se dio cuenta de que no había reconocido del todo al mundo como era ahora y quién iba a gobernarlo. Entonces comprendió por primera vez quién era su hermana realmente. Había oído el título antes, pero ahora le llegó como palabras grabadas en el aire ante ella. La dejaron atónita.

Allí ante ella, alejándose colina abajo a través de la luz crepuscular azotada por el viento, iba la Reina de Acacia, con los antebrazos curvados en torno a su heredero y su séquito tras ella, el futuro era suyo para que le diera forma.

Fin

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