Corinn tuvo que recurrir a toda su capacidad de concentración para que su mirada sobrevolara sin ver toda la sangrienta carnicería de la que se había llenado el palacio. Intentó mantener los ojos vacíos, desinteresados, dejando que los cadáveres esparcidos por el suelo, las paredes manchadas de sangre, y los restos desperdigados y hechos pedazos permanecieran vagos, definidos justo lo suficiente para que a sus pies les fuera posible moverse entre ellos. Se centró en objetos corrientes en la distancia, murales al final de los pasillos, marcos de puertas, unos cuantos ladrillos seleccionados en las paredes. No tardó en encontrarse planeando cómo se encerraría con llave en su habitación hasta que la limpieza hubiera sido completada, hasta que cada señal e imagen de la matanza que ella había orquestado hubiera sido eliminada de los suelos y las paredes y lavada de las telas. Enviaría a Rialus a la parte baja de la ciudad diciéndole que reclutara para la tarea a los campesinos acacios allí acurrucados. Les pagaría con libertad, con privilegio, con su amor y palabras de agradecimiento. Volvería a infundirles el orgullo por el imperio acacio. Habría mucho que hacer, pero todas esas cosas vendrían más tarde. Primero, tenía que recorrer esos pasillos y completar una tarea más.
Encontró a Rialus esperándola. Hacía un rato, cuando un soldado numrek regresó para informarla de que el palacio estaba controlado, Rialus había comparecido ante ella para evaluar la situación. Ahora parecía inquieto. Su lengua demostró ser veloz, no obstante, y empezó a hablar antes de que Corinn hubiera llegado hasta él, expresando su asombro ante la facilidad con que había caído el palacio. El plan de Corinn había funcionado a la perfección. El palacio ya se hallaba en su poder. La parte baja de la ciudad estaba a buen recaudo y temblaba. Podía haber unos cuantos meins escondidos en las áreas de la servidumbre y en la ciudad, pero los numreks los estaban cazando puerta por puerta. Los sacerdotes que protegían a los tunishnevre habían resultado ser de lo más obstinados. Se habían aferrado a los sarcófagos hasta que fueron arrancados de ellos y se les dio muerte sin mayor dilación. Algunas familias nobles fueron capturadas cuando intentaban zarpar de los puertos, y sus yates cargados hasta los topes con cuanto podían transportar. Unas cuantas embarcaciones habían conseguido huir. Los numreks, no siendo un pueblo marinero, no…
Corinn lo interrumpió.
—¿Dónde está él?
Rialus no necesitó preguntar a quién se refería.
—En la cámara ceremonial, tal como ordenasteis.
Mientras andaban, Rialus continuó hablando, detallando lo que había sabido acerca de la batalla. La mayor parte de ella había ido tal como imaginaban los numreks. Su aparición por sorpresa había creado un caos instantáneo. Los primeros en morir habían sido dos mujeres meinish cuyas cabezas habían girado por el aire antes de que hubieran tenido tiempo de pregonar su alarma. El grueso de lo que siguió fue pura carnicería. Los guardias meinish lucharon con bastante valentía, suponía Rialus, pero fueron abatidos de uno en uno y de dos en dos. Pocos de ellos habían logrado organizar una respuesta mínimamente cohesionada. Había habido una gran escaramuza en el patio principal del nivel superior, donde el batallón palaciego había concentrado sus esfuerzos. Los numreks agradecieron la diversión.
Hanish estaba en la cámara ceremonial cuando empezó el ataque, pero corrió fuera de ella para responder. Él y un grupo de punisaris mantuvieron el patio inferior hasta el último momento, tratando de bloquear la entrada a la cámara de los antepasados. Los numreks los habían rodeado, acometiéndolos con su superioridad numérica y cebándose en ellos como matarifes que sacrifican reses en un matadero. Los punisaris no se lo habían puesto fácil. Eran los mejores hombres con que contaba Hanish, esbeltos y musculados, capaces de cortar incluso el carnoso brazo de un numrek. Cada uno de ellos había bloqueado y atacado, borrones de movimiento que no mostraban ninguna señal de fatiga, muchos de ellos blandiendo dos espadas al mismo tiempo. Habían combatido en una formación circular, apiñándose cada vez más cerca unos de otros, conforme iban cayendo. Ninguno de ellos había insinuado el mínimo gesto de rendición. Hanish no dejó de hablar a sus hombres durante todo el tiempo. Pocos numreks, empero, sabían más lengua que la suya. Como consecuencia, ninguno pudo contar a Rialus lo que el caudillo meinish había dicho a sus hombres mientras ellos, y todo aquello por lo cual habían luchado, morían.
—Lástima —dijo Rialus—. Me habría gustado oír qué pensaría de la situación. Una pequeña sorpresa, me imagino. No lo que él tenía planeado cuando despertó…
Los dos últimos punisaris que quedaban en pie junto a Hanish fueron los más difíciles de eliminar. Habían llegado a tal extremo de furia guerrera que hacía casi imposible que ninguno de los golpes lanzados por los atacantes diera en el blanco. Finalmente uno de ellos fue abatido después de que su pierna hubiera quedado cortada a la altura de la rodilla. Cayó y, mientras trataba de incorporarse mediante el uso del muñón por el que manaban chorros de sangre, pasó a ser presa fácil. El otro fue alcanzado a través de la nuca por una lanza numrek, una herida que, a juzgar por su aspecto, le cortó la espina dorsal y dejó inmóvil su cuerpo instantáneamente.
Después de esto, Hanish había hecho cuanto estaba en su mano para luchar hasta la muerte. En algún momento se dio cuenta de que los numreks no trataban de matarlo. Dejando de luchar, bajó su espada para moverla después en lentos círculos, manteniéndose a la espera. Cuando ninguno de los enemigos atacó, empuñó su daga ilhach y se habría cortado el estómago si los numreks no hubieran empezado a forcejear con él antes de que se dispusiera a hacerlo. Eso también tuvo que ser un espectáculo de lo más extraño, con una horda de soldados armados hasta los dientes tirando sus armas y esforzándose en someter por la fuerza a un hombre que estaba resuelto a poner fin a su vida, todo eso cuando ellos mismos estaban cubiertos con la sangre resultante de unas cuantas horas de carnicería. Rialus admitió que los numreks habían maltratado a Hanish, pero él no les había dejado mucho donde elegir. Aún vivía. Estaba atado como había ordenado ella y la esperaba en la cámara.
Cuando Rialus pareció haber agotado su conocimiento del día, se dio la vuelta y estudió el perfil de Corinn.
—Princesa, esto es una obra de genio, de simplicidad. En cuanto el palacio haya sido limpiado, el mundo se inclinará ante vos y vuestra hermosura. Olvidarán el derramamiento de sangre que ha tenido lugar aquí. —Titubeó un momento, la lengua asomando de los labios para humedecerlos—. De todas las sorpresas que habéis ingeniado, ninguna me resulta más reveladora que la que sois vos misma. Rezo porque nunca encontréis razón para retirarme vuestro favor.
Algo en aquel elogio conmovió a Corinn. Sintió que se le subían los colores alrededor de los ojos, un hormigueo sugeridor de que las lágrimas no andaban muy lejos. Se apresuró a hablar:
—Gracias, Rialus. Me has sido de gran ayuda. No olvidaré lo que has hecho.
Corinn dejó al embajador de pie a la intemperie fuera del corredor que conducía a la cámara que ahora alojaba a los tunishnevre. Se armó de valor por un instante y sacó la única arma que llevaba consigo. Pasó junto a los numreks, agrupados alrededor de la entrada, y entró en el oscuro corredor con un paso resuelto modelado inconscientemente sobre el porte esculpido en piedra de Maeander. En cuanto la cámara se desplegó a su alrededor, sintió el hervor de vida incorpórea en el aire. Trató de ignorarlo, yendo a través del enorme espacio del lugar sin mostrar ninguna señal exterior de incomodidad. Eso requirió un considerable esfuerzo por su parte. Si el aire pudiera arañar como garras, el de aquella estancia la habría hecha pedazos. Si gritos silenciosos pudieran consumir la carne, habría sido comida viva. Todos sus instintos le decían que diese media vuelta y echara a correr.
Pero no lo hizo. Fue abriendo su progreso con la punta de la barbilla. Mostrar orgullo, incluso ante los no muertos, ahora le parecía de la mayor importancia.
Hanish colgaba suspendido sobre la piedra de Scatevith. Sus brazos estaban atados por encima de él, sujetos por las muñecas, y la cabeza le colgaba hacia delante tan fláccida como la de un cadáver. Estaba desnudo de cintura para arriba, el pecho festoneado de morados y abrasiones. De un corte bajo su axila manaba un reguero de sangre, como óxido, que recorría toda la distancia hacia abajo hasta perderse dentro de sus pantalones. También estaba atado por los tobillos, de tal manera que si intentaba moverse sólo sería capaz de retorcerse en el aire pero no de lanzar una patada. Uno de sus pies sobresalía en un ángulo extraño, roto. Lo más horrible, con todo, quizá fuera su pelo. Había sido cortado por espadas numrek, dejándole la cabeza desigual, llena de calvas, y con el cuero cabelludo expuesto en algunas partes.
Una parte de Corinn quería volar hacia él, agarrarlo alrededor del torso y levantar su peso y encontrar alguna manera de bajarlo de allí y suplicarle perdón. Quería ponerse a mirar por el suelo en busca de mechones de sus rizos color paja y volver a colocarlos en su sitio. Parecía inconcebible que Hanish, el caudillo del Mundo Conocido, pudiera haber quedado reducido a semejante estado en el espacio de unas pocas horas. ¿Era así como operaba el mundo? ¿El modo en que ella tenía el poder de afectarlo?
Mientras se aproximaba, intentó evitar que ninguna de esas preguntas o emociones se hiciera visible en su rostro. Este hombre la habría matado. El orgullo, pensó, desprecia a la incertidumbre. Empezó a hablar tan pronto como la cabeza de él se levantó y sus ojos la encontraron.
—Había pensado entrar aquí con un arco y una aljaba bien llena de flechas —dijo—. Pensé que podía clavarte a la pared, desplegado igual que un blanco. Te acuerdas de lo buena tiradora que soy, ¿verdad? Te habría hecho ir nombrando uno por uno los puntos donde querías que pusiera cada flecha.
Hanish parpadeó, como si tuviera dificultades para verla. Gotas de sangre caídas de sus muñecas le habían salpicado la frente. Parecía aturdido, como si pudiera no estar del todo consciente. Pero entonces dijo:
—Una en mi corazón habría bastado.
Corinn torció la boca, haciendo de ella un nudo que mantenía ocultas sus emociones.
—Nunca lo había pensado antes —continuó Hanish—, pero ahora veo por qué eras tan diestra en la arquería. Matas mejor desde una cierta distancia; Puedes disparar una flecha manteniéndote escondida, desde un lugar seguro. Ahora puedo ver por qué ese deporte te resultaba tan apropiado.
¿Un lugar seguro? Corinn no había encontrado nunca un lugar seguro. Planeaba hacerlo, sin embargo. Alzó la daga y la sostuvo lo bastante arriba para que él pudiera verla.
—Y sin embargo estoy aquí con tu hoja en la mano. Vas a morir encima de ella.
Hanish sonrió; tenía los dientes marrones por la sangre.
—¿Así que todo esto es tu venganza personal? Se te menospreció, y a causa de ello ordenaste que mataran a miles de personas. ¿Sabes qué hace eso de ti? Te hace igual que yo, o tal vez peor que yo.
Yo no soy como tú, quiso decir Corinn. Pero temió que la voz pudiera temblarle en torno a las palabras, sugiriendo cosas que ella no deseaba sugerir. Se atuvo al libreto que había planeado.
—Antes de que mueras deberías saber todos los modos en que has fracasado. Para empezar, lo has perdido todo a manos de mí, tu concubina. Absolutamente todo. He extirpado el corazón de tu imperio. Incluso si el ejército de tu hermano muerto derrota al ejército de mi hermano muerto, eso no podrá cambiar lo que yo he hecho aquí.
Sintió que empezaba a entusiasmarse con sus palabras. Decírselas la había hecho sentirse mejor de lo que se había sentido en muchos años. Subió los escalones de granito que llevaban a la piedra de Scatevith, sintiendo a cada paso la importancia ceremonial de la plataforma, las hileras como celdillas de una colmena de los tunishnevre por todas partes alrededor de ella, su energía tan palpable en el aire como electricidad. Costaba no sentir que los sarcófagos iban a empezar a abrirse uno por uno, y que los cadáveres resecos que había en ellos se verían súbitamente animados por su propio odio.
Mientras hablaba estudió el cuenco tallado en piedra que Hanish había planeado empapar con su sangre.
—Ya hay botes surcando el mar en todas direcciones, cada uno de ellos un heraldo del cambio. Los pájaros mensajeros alzarán el vuelo desde aquí en la próxima hora. Contarán a todo el Mundo Conocido que Hanish Mein está muerto y que Acacia vuelve a estar en manos akaranas. Además, tus tunishnevre nunca volverán a andar sobre la Tierra. Si ésa era la razón por la que has vivido tu vida, debes sabes ahora que has fracasado en ello.
Hanish se chupó los dientes y luego escupió; fue un gesto lleno de desgana que le dejó una manchita de saliva en el mentón.
—Debería haberte encadenado en cuanto supe lo que tu hermana le había hecho a Larken. Debería haber comprendido que las mujeres Akaran eran más letales que los hombres.
Ella se aproximó un poco más, con la daga sostenida lo bastante arriba, lo bastante cerca, para que fuese una amenaza para la piel amoratada de él, a no más de un rápido tajo de distancia de sus costillas y sus músculos mantenidos en tensión por las ataduras.
—¿Es ésa la razón por la que vosotros los meins no dejáis combatir a vuestras mujeres? —preguntó—. ¿Les tenéis miedo?
—Debería haberte encadenado —repitió Hanish, clavando sus ojos grises en los de ella—. Pero te amaba demasiado. Esa cosa, el amor, es lo que debería haber temido realmente. Ahora ambos vemos por qué.
—Ahora ya no puedes conquistarme —dijo Corinn, aunque las palabras no salieron de sus labios con el tono cortante que deseaba. Le sudaban las manos. La empuñadura de la daga se había puesto resbaladiza contra su palma. De pronto quiso dejarla en el suelo, sólo por un segundo, para poder limpiarse el sudor de la piel. «¿Cómo puedo sentir algo por este hombre incluso ahora?», pensó.
La vida parecía estar huyendo de dentro de Hanish con cada espiración. Dejó que la cabeza volviera a inclinársele hacia delante, un tenue gemido reverberando en el interior de su garganta. Preguntó lentamente, con pausas para permitirle inhalar o exhalar:
—¿Te importaría matarme ahora? Hazlo por mí. Mis antepasados tienen cosas que desean decirme… directamente. Nunca te dejes esclavizar por el pasado, Corinn. Los muertos buscan ser una carga para nosotros… distorsionar nuestras vidas tan irreparablemente como ellos distorsionaron las suyas. No dejes que lo hagan. —Con eso se quedó callado. Su respiración era regular pero laboriosa; sus pulmones se debatían a cada momento contra la presión que ejercía sobre ellos su cuerpo suspendido. No estaba claro si todavía se hallaba consciente.
El cuchillo, sostenido en alto, relucía con la luz de las pocas lámparas de aceite que seguían intactas. Corinn lo alzó y miró más allá de él hacia el pecho de su antiguo amante, su cuello, su musculoso abdomen. ¿Dónde clava uno un cuchillo? Ningún lugar parecía apropiado. Todas y cada una de las porciones de Hanish le eran demasiado familiares. Demasiado a menudo había estrechado ese pecho contra el suyo, deslizado los labios sobre esa piel y escuchado ese corazón latiendo dentro de esa caja hecha de costillas. En cierto modo, sabía Corinn, una parte de ese corazón latía aún dentro de ella, pequeño, discreto, creciendo poco a poco. No había lugar alguno en Hanish donde ella pudiera clavar su hoja. En vez de eso, hizo otra cosa, algo que no había sido consciente que hubiera llegado a considerar siquiera como una opción.
Apretó el afilado borde de la daga contra la palma de su otra mano. Ésta cortó fácilmente la carne hasta el hueso, sin ningún auténtico dolor. Apartando la hoja, Corinn cerró en un puño la mano herida y lo sostuvo en alto por un instante. Hilillos carmesíes rezumaron de entre sus dedos, deslizándose dubitativamente sobre su mano.
—¿Sabes qué? —susurró. Quería que él la oyera, pero esperaba que no levantara la vista, esperaba que las palabras entraran en su mente inconsciente, no muy segura de que fuera capaz de decirlas mirándolo a los ojos—. Espero un hijo tuyo. ¿Te lo puedes creer? Has engendrado al futuro rey de Acacia. —Se inclinó y puso la palma ensangrentada dentro del recipiente destinado a recibirla, dejando una huella borrosa que la piedra chupó con la avidez de una esponja—. Lo criaré bien, para que crezca como un acacio. Que eso sea una alegría o un castigo depende de ti. Pero tú, y tus antepasados, no tendréis ni voz ni voto en el destino de este niño.
No estuvo segura de si oyó cómo Hanish la llamaba mientras ella se daba la vuelta y descendía de la piedra. Habría podido, pero el aire se hallaba demasiado lleno de otros sonidos. A lo mejor hubiera debido entonar ciertas palabras de cierta manera. Quizá debería haber hablado el lenguaje escrito en La canción de Elenet, aquel volumen escondido que pronto empezaría a estudiar. Seguramente, no lo había hecho del todo bien. Pero había hecho aquello que importaba. Acababa de ofrecer su sangre, voluntariamente, en perdón. En los primeros instantes que siguieron a ese acto, el aire se llenó con un millar de gritos que Corinn podía haber oído o no, protestas de aquellos antiguos no muertos porque se les hubiera negado su segunda oportunidad de vivir. Pero no duraron mucho. Dentro de sus ataúdes, percibió Corinn, los antiguos cuerpos de los antepasados de Hanish renunciaron por fin a su largo purgatorio. Se hicieron polvo, y los espíritus aprisionados en ellos se unieron de nuevo al orden natural del mundo. Se unieron al misterio, ya no atrapados fuera de él, ya no una amenaza en ningún sentido para los vivos.
Cuando volvió a salir a la luz del sol, encontró a Rialus mirando hacia el Sur, lo bastante absorto en lo que fuese que estaba viendo para que no se percatara de su aproximación. Corinn siguió la dirección de su mirada. Cuando sus ojos se hubieron habituado a la claridad de las últimas horas del atardecer, distinguió el hervor de nubes que tan fascinado parecía tener al embajador. Había alguna clase de tormenta en el horizonte. Los cielos se estremecían con el poder que encerraba, llenos de colorido, centelleando con lo que tenían que haber sido relámpagos, aunque no se parecían a nada que ella hubiera visto nunca. Podría haber sido un espectáculo ominoso, pero cuanto más lo miraba ella, más convencida se sentía de que lo que quiera que estaba sucediendo allí se encontraba a mucha, mucha distancia. No iba a afectarlos.
Ya segura de ello, extendió la mano y tocó en el hombro a Rialus. Éste se volvió hacia ella; su rostro se desprendía de un juego de preguntas para pasar a adoptar otro. Viendo la sangre que goteaba de la mano de Corinn, preguntó:
—¿Estáis herida?
Corinn dijo que no lo estaba.
—¿Está hecho, princesa?
—No —respondió ella—. ¿Cómo podría matar al padre de mi hijo? Si lo hago, él me habrá arrastrado a su mismo nivel. Me habrá rebajado. Me bastó con mirarlo para saber que si hincaba esta daga a través de su carne, reviviría el momento una y otra vez durante el resto de mi vida. Nunca me vería libre de él. Vería a Hanish en el rostro de mi niño. ¿Entiendes? Sería mi señor, incluso en su muerte. Así que no pude hacerlo. —Apartó los ojos del hombrecillo, disgustada por la familiaridad que, según veía, empezaba a cobrar forma en ellos, sorprendida ante la facilidad con que aquella confesión le había manado. Basta de debilidades. Dijo—: Así que en lugar de eso, Rialus, lo harás tú. Ten, utiliza su propia hoja contra él. Te doy esto como un regalo que te hago.
Rialus cogió el arma y la contempló, incrédulo: la astilla de metal curvada como una delgada luna. Sus ojos fueron de la hoja a Corinn y luego nuevamente a la hoja. Hubiera podido ser un tratante en artefactos meinish, tal fue la concentración con la que su mirada recorrió las letras grabadas en el cuello y a través de la compleja labor del metal de la guarda y hacia abajo por los contornos de la empuñadura. Pero Corinn, estudiando la lenta evolución del pensamiento detrás de sus facciones supo que su mente no estaba concentrada en los detalles del arma. Estaba haciendo un nuevo repaso de su larga lista de agravios inferidos por Hanish. Estaba recordando todas las maneras en que había sido menospreciado, postergado y utilizado a lo largo de los años.
Estaba pensando en lo impotente que se había visto siempre y lo mucho que anhelaba vengarse.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó ella.
—¿Está… amarrado? —preguntó Rialus.
Corinn dijo que Hanish no le crearía problemas. Estaba amarrado. Estaba esperando. Con un asentimiento de cabeza, Rialus se dio la vuelta y echó a andar en dirección al pasaje.
—Sí —dijo, su voz apenas audible—, puedo hacerlo, princesa, si es eso lo que queréis. —Avanzaba con pasitos vacilantes; en aquellos momentos era un hombre aturdido por un golpe de suerte tan absoluto que nunca lo había imaginado y aún dudaba de él.
En cuanto el embajador hubo sido engullido por las sombras, Corinn se volvió nuevamente hacia el caos que tenía lugar en el sur de los cielos. Nunca había visto nada semejante. Había furia en ello, pero quedaba apagada por la distancia. Lo más notable era su belleza: la manera en que las alturas parecían arder con un fuego líquido, bailando con colores de los que ni siquiera podía recordar los nombres. Con colores que ella no estaba segura que hubiera visto nunca. No pudo evitar tener la sensación de que todo aquel espectáculo había sido concebido exclusivamente para ella, que de alguna manera indicaba el cambio en el mundo que acababa de orquestar. Ojalá hubiera sentido más alegría de la que estaba experimentando, más alivio, más consuelo, pero algo en lo que estaba viendo la llenaba de melancolía. No. Se aseguró de refutar lo que había dicho Hanish, empero. Estaba equivocado. Ella no se le parecía en nada.
—Soy mejor que tú. —Dijo aquello en voz alta, aunque no había ningún cuerpo alrededor de ella, nadie más que ella misma a quien convencer.
Fin del libro tercero