Cuando aquella mañana, antes del amanecer, salió de su tienda, Leeka Alain ya había decidido que ese día iba a ser el último para él. Había luchado tanto a lo largo de su existencia, en tantos terrenos distintos, desde esos áridos campos a las montañas de Senival y las ciénagas de Candovia, hasta las alturas de la tundra del Mein y a través de los bosques en Aushenia… Había librado escaramuzas con las tropas de Maeander Mein; combatido abiertamente a las de Hanish; hecho frente a tribeños de la montaña senivalia; y batallado con los numreks, una raza que había descubierto antes que ningún otro en el Mundo Conocido. Incluso había domado a uno de los rinocerontes que aquellos extranjeros usaban como monturas. Había estado gritando entre ventiscas de nieve y a través de tempestades de bolas de fuego lanzadas por catapultas. Había triunfado unas cuantas veces, pero también había sido derrotado en más de una ocasión. Incluso había caído todo lo bajo que podía llegar a caer un adicto a la niebla, que se arrastra penosamente en pos de sus sueños. Sin embargo había sido resucitado y recibido otra oportunidad.
Eso hacía de él uno de los hombres más afortunados del mundo. Gracias a la dura disciplina de Thaddeus Clegg, se le había dado una segunda oportunidad en la vida. Con ella encontró al joven príncipe, Dariel. Había tomado parte en el proceso de enseñarle su nombre y convertirlo del incursor que era antes en un hombre digno de la nobleza a la cual era heredero. Había visto a Mena, esbelta y menuda, convertirse en una artista de los oficios marciales sin parangón con nada de cuanto hubiera presenciado antes. Lo que hizo el día anterior con su espada fue increíble. No tenía sentido, viendo su rostro inteligente y esbelta figura, que pudiera ser tal tornado de furia. Y había visto cómo el hijo mayor del rey Leodan se convertía en un profeta del cambio, un hombre lleno de nobleza que hablaba de un mundo mejor y estaba dispuesto a luchar —y a morir— en la contienda por darle existencia. ¿Qué, se preguntó, podría superar jamás a ver a su príncipe en toda su gloria perfectamente formada abatiendo al antok, una bestia llegada de las cavernas del infierno? Eso permanecería como el punto álgido de su existencia, del mismo modo que la muerte de Aliver el día siguiente había sido innegablemente el peor momento que había conocido nunca. Qué caótica, cambiante marea seguían sus fortunas.
Leeka no lamentaba la vida que había llevado. Ciertamente no alteraría ningún instante de los años que había dedicado a laborar por su rey y su patria. Era posible, no obstante, que su viaje a través de la existencia no fuera a terminar tal como lo habría escrito él. Esa verdad, decidió, la afrontaría con la mayor compostura posible. Al menos perdería con dignidad y moriría de una manera acorde con el código según el cual había vivido. Eso, creía, era a lo que se iba a reducir el último enfrentamiento con los meins en el día que acababa de empezar. Leeka entró en él con la coraza puesta, la espada al costado, el rostro todo lo venerable y surcado de arrugas que pudo como un ejemplo para quienes estaban bajo sus órdenes.
Tal, al menos, era su intención cuando apartó el pliegue del portal de su tienda y salió fuera. Pero lo que vio asomar por el horizonte en el Sur era tan extraño e inesperado que perdió la compostura inmediatamente. Se le aflojó la mandíbula. Su boca formó un óvalo de asombro. Los ojos se le convirtieron en dos monedas de cobre que se hacían más y más grandes con cada momento que pasaba.
Lo que vio fue esto: un cielo que hervía en nubes rojas y anaranjadas, se inflamaba con estelas amarillas y púrpuras, con grandes montañas de movimientos que se prolongaban en las alturas. Todo aquello era un telón de fondo contra el que se aproximaba una compañía de gigantes. Su apariencia era extraña e irreal, sus formas lo bastante incorpóreas para que en ocasiones las últimas estrellas del cielo que empezaba a clarear, vistas dentro de las brechas en el hervor de las nubes, destellaran también a través de ellas. Sus formas estaban silueteadas en negro, eran figuras inmensas de vastedad imposiblemente prolongada cuyos cuerpos oscilaban con el vaivén de sus zancadas. Sus brazos se agitaban en el aire a cada lado como si se estuvieran moviendo a través de un terreno cambiante, buscando el equilibrio a cada momento. Sus piernas tenían que haber cubierto kilómetros enteros con cada paso. Detrás de los primeros gigantes Leeka vio las indicaciones de otros y sintió aún la presión de otros más lejanos que procedían de alrededor de la curva del mundo. Examinó sus recuerdos en busca de algo que pudiera explicar semejante espectáculo. Sólo se acordó de una cosa.
—¿Podrían ser éstos los Portavoces Divinos? —preguntó a Mena, una vez que ella hubo emergido para responder a su seca orden—. Cuando Tinhadin los exilió, ¿no fueron hacia el Sur arrasándolo todo como gigantes enfurecidos? Eso es lo que recuerdo de mis estudios infantiles. —¿Sus estudios infantiles? La mera idea sonaba lo bastante absurda para que Leeka dudara de su propia cordura. Podía estar soñando o alucinando. Mena podía mirarlo y tildarlo de loco. Preguntó, sin su dominio habitual de la voz—: ¿Tú también los ves, espero?
Mena no contestó, pero lo miró de un modo que era respuesta suficiente.
Dariel apareció un instante después, tan falto de palabras como ellos. En cuestión de minutos lo que quedaba de la totalidad del ejército se hallaba inmóvil con la mirada vuelta hacia el Sur, contemplando la escena que se estaba representando a través de los cielos. Era difícil estimar a qué distancia se encontraban las figuras. Cada una de sus zancadas aparecía como inmensa. Sus piernas parecían extenderse como si el pie fuera a plantarse más allá de los espectadores. Pero el paso que seguía a ese movimiento era exactamente el mismo, y al cabo todo se repetía de nuevo. Y lo más extraño de todo aquello era que Leeka sabía que estaban, de hecho, aproximándose. Pero el territorio que atravesaban quedaba más allá de los límites de su entendimiento.
Leeka notó que la alarma crecía a su alrededor. Personalmente, no se le había ocurrido que aquello fuera temible. Allí estaba sucediendo algo, sí. Algo totalmente inesperado. Incluso sin saber qué era, Leeka le daba la bienvenida. Pero teniendo en cuenta las cosas que habían presenciado últimamente, era lógico que otros tuvieran miedo. No todos eran viejos como él. No todos estaban resueltos a morir como lo estaba él. Naturalmente, concluirían que lo que quiera que estuviera viniendo se dirigía contra ellos.
Alguien empezó a murmurar una plegaria en bethuni. Otro masculló la palabra que nombraba a los antepasados meinish, diciendo que venían a vengar a Maeander. Todavía otro chilló que era el propio Maeander quien volvía. Se le había dado muerte en contra de lo que dictaba el honor, y ahora todos iban a ser castigados por ello.
—¡Calma! Mantengamos la calma —dijo Leeka.
Nadie pareció oírlo. La gente empezó a retroceder, tropezando con las cosas, y con ojos dilatados por un miedo creciente.
—¡Todo el mundo quieto! —tronó Leeka—. ¡Escuchadme! Pase lo que pase, sed valientes con nosotros y dadle la bienvenida. Todavía combatimos por la princesa Mena y el príncipe Dariel. Nuestra causa es justa…
Mena le agarró el brazo.
—Sé lo que son —dijo—. Tienes razón. Son Portavoces Divinos. Yo los llamé de vuelta. —Levantó la voz, la suya más fina que la de Leeka, el timbre más alto. Recibió atención. No tenían nada que temer, chilló. Los gigantes que se aproximaban eran hechiceros santoth. Los había llamado ella. Venían a responderle y eran amigos de su hermano, amigos de todos ellos—. No hay nada que temer.
El tono con que pronunció aquella última aseveración no contenía suficiente certeza para estar a la altura de sus palabras, pero el mero hecho de oírla hablar tuvo un efecto tranquilizador sobre los soldados. En vez de huir, las tropas se apiñaron. Cerraron las filas, flanqueando a la realeza y el general. Incluso los que no se encontraban cerca de ellos y que probablemente no habían oído las palabras de Mena gravitaron hacia ella, quizá recordando sus proezas de los días anteriores y derivando algún consuelo de ellas. Juntos en una sola masa, aguardaron.
Leeka, de pie justo detrás de los Akaran, vio cómo Dariel volvía la cabeza y le oyó susurrarle al oído a su hermana:
—Espero que aciertes, Mena.
—Yo también lo espero —dijo ella, mirando el cielo una vez más—. Yo también.
Cuando cambiaron, las formas lo hicieron muy deprisa, todas ellas pasando por el proceso en el espacio de unos cuantos segundos comprimidos. En un momento dado eran las figuras imponentes que habían sido desde que Leeka puso los ojos en ellas por primera vez. Al siguiente eran más pequeñas. Y después de nuevo más pequeñas. Después más pequeñas. Todo sucedió tan deprisa que los ojos de Leeka todavía estaban fijos en el cielo cuando ya no había nada que ver ahí arriba. Las nubes que giraban se consumieron a sí mismas en una silenciosa implosión. El cielo de la mañana emergió de detrás de ella, con su pálido azul talayo de costumbre.
Leeka se preguntó si aquello sería el fin. Un espectáculo de luces en el cielo, carente de sustancia, difícil de interpretar o entender, en última instancia decepcionante. Pero eso no fue todo. Porque entonces oyó por todas partes un rumor de bocas que tragaban aire en torno a él, sintió que el brazo de Mena rozaba el suyo sin querer. Bajó la mirada.
Allí sobre la tierra, a sólo unos metros de distancia, caminaba un grupo de hombres. Eran de estatura normal, de carne y hueso; se movían con paso tranquilo, y eran alrededor de un centenar. Se bamboleaban ligeramente al andar, como habían hecho los gigantes, pero en la mayoría de los aspectos eran todo lo que aquellas formas no habían sido: pequeños, corpóreos, tangibles. Tenían las posturas encorvadas y los miembros delgados de hombres muy ancianos, con caras flacas y ávidas. No deberían haber inspirado ningún miedo. Y sin embargo Leeka no pudo evitar dar un paso atrás, apretándose contra la barricada de cuerpos que había a su espalda.
El primero de los hombres se detuvo a unas zancadas de distancia. Los demás se apelotonaron detrás de él. Leeka les miró las caras. No estaban bien. No eran caras normales. Las vio en detalle: las formas individuales de sus narices, las líneas irregulares del nacimiento de su pelo, la forma de sus ojos y la lentitud con que parpadeaban. Pero podía percibir puntadas en los bordes de sus frentes, o justo debajo de la barbilla, como si hubieran tomado las pieles de otros y las llevaran cosidas encima de las suyas. A veces, temblores ocasionales ondulaban por su carne, dejándolos distintos que antes. Cuanto más miraba, más le parecía ver en sus facciones fragmentos y trozos de familiares. Incluso se vio a sí mismo en el fruncimiento de ceño de uno, en las cejas de otro, en el contorno de la mandíbula de aquél…
«¿Quién nos ha llamado?»
La pregunta apareció en la mente de Leeka. La oyó, pese a que no había sido pronunciada. Las figuras no habían movido sus bocas, pero las palabras resonaron dentro de él con un timbre córico de voces fusionadas. Mirando en derredor, vio que no era el único que había recibido la pregunta.
«¿Quién nos ha llamado?»
—Yo —dijo Mena. Su voz sonaba tan frágil como una ramita. Ella misma pareció pensarlo. Volvió a intentarlo. Sin abrir la boca, habló: «Yo. ¿Sois santoth? ¿Nualo? ¿Alguno de vosotros es Nualo?»
Las figuras se aproximaron. Parecieron deslizarse en dirección a Mena, como yendo sobre rodillos. Una de ellas avanzó. Se las arregló para transmitir la impresión de que era Nualo, sin afirmarlo abiertamente. Leeka simplemente lo supo, y supo que todos los que estaban cerca lo sabían también. Todos eran parte de aquello.
«¿Por qué no fue el primero en nacer quien nos llamó?», preguntó Nualo.
Mena miró a su hermano, a Leeka. Tragó saliva. «Aliver… el primero de nosotros en nacer… ha muerto…»
Sonrojada, con los labios temblándole, continuó. «Nuestro enemigo lo mató. Por eso os he llamado. Antes de morir, Aliver me dijo que sólo vosotros podíais…»
Los santoth no la dejaron acabar. Pidieron prueba de la muerte del primero en nacer. Mena les dijo que su cuerpo estaba cerca de allí. Inmediatamente, los hechiceros flotaron en esa dirección. Sabían cómo encontrar el cuerpo de Aliver sin necesidad de que se los guiara.
Incapaz de hablar, sin saber por dónde empezar, Leeka no se movió. Nadie más lo hizo tampoco, salvo para mirarse a la cara uno al otro. Finalmente fue Dariel quien rompió el silencio, diciendo, con una sombra un tanto forzada de su humor habitual:
—He preguntado esto antes, y volveré a intentarlo en esta situación… ¿Tenemos un plan?
Mena no tuvo tiempo para responder. Los santoth ya estaban de regreso, deslizándose en las mismas posiciones en que habían estado previamente. Leeka a duras penas consiguió seguir la conversación que Mena había empezado a mantener con ellos. Tan copioso fue lo que fluyó entre ambas partes, compuesto no sólo de palabras sino de otros pensamientos que no cobraron forma verbal. Si bien Leeka se perdió en él, Mena consiguió orientarse a través del aluvión de información que flotaba entre ella y los santoth. Éstos admitieron que habían sentido la muerte de Aliver cuando sucedió. Lo habían sabido en el momento en que se cortó la conexión entre ellos, aunque habían esperado que no fuera así. Habían creído a su hermano cuando prometió liberarlos. Eso sólo podía hacerlo él porque era el primero de su generación y un descendiente directo de Tinhadin. Querían saber cómo podía haberse permitido perder la vida con la promesa que les había hecho a ellos todavía por cumplir.
Mena no respondió a eso; Aliver simplemente lo había hecho. Preguntó si no podía volver a vivir, empero. ¿No podían devolverlo a la vida? Pero Nualo, ahora hablando por los demás, dijo no, no, no. Ellos no podían restaurar la vida. Elenet nunca había aprendido cómo lograrlo. La Donante había protegido ese conocimiento por encima de todo lo demás, y se había ido sin llegar a pronunciar nunca las palabras. Podía ser que ni siquiera hubiese palabras para restaurar la vida, no a alguien muerto de verdad, sin que mediara ninguna clase de hechicería en su muerte.
«Entonces haced lo que podáis —dijo Mena—. Ayudadnos a derrotar a los meins. En este preciso instante vienen a por nosotros. Mirad, si no me creéis. Ya llegan».
Nualo y los otros se volvieron en la dirección que ella señalaba. Era cierto. El ejército meinish se aproximaba, pareciendo más numeroso que el día anterior; llegaban a paso de marcha para concluir lo que habían empezado. Mirándolos, Leeka se dio cuenta de cuán completamente derrotados estaban. Podría haber esperado que las formas gigantes en el cielo los hubieran puesto nerviosos, pero los meinish avanzaban como si nada hubiera sucedido. Leeka sintió que el corazón colectivo de sus tropas se les caía a los pies. El fin avanzaba hacia ellos. Estaba a escasos minutos de distancia.
«No podemos —dijo Nualo—. Sólo haríamos daño».
—¿Como si ellos no estuvieran planeando hacer precisamente eso? —dijo Dariel, pero no había humor en ello, especialmente teniendo en cuenta lo discordantes que sonaban las palabras habladas en compañía de los santoth.
En una cápsula de pensamiento compartida, Nualo explicó que la lengua de la Donante siempre era engañosa. Los hombres no habían sido hechos para poseerla. Nunca deberían haberla estudiado. El poder que ostentaban era una cosa peligrosa incluso en las mejores circunstancias, incluso cuando habían tenido La canción de Elenet para leer de ella. Daba igual cuál fuera el bien que se proponían, porque de una manera u otra siempre acababa corrompiéndose. Tinhadin no los había expulsado sin razón. Ahora ningún santoth quería tentar a los peligros de utilizar su conocimiento para la violencia. Si empezaban, no podían decir dónde acabaría la cosa.
«El príncipe sabía que no podríamos hacer nada sin antes estudiar La canción de Elenet —dijo Nualo—, así que…»
—¿Por qué estamos teniendo esta discusión? —lo interrumpió Dariel. Levantó la vista y escrutó el extremo norte del terreno que se extendía ante ellos, ahora repleto de meins, y que resonaba con sus cánticos y sus mofas. Volviendo nuevamente la mirada hacia los santoth, retuvo sus palabras con una boca rígidamente apretada y se comunicó con ellos del mismo modo en que lo hacía Mena. «¡Aliver está muerto! Ese ejército viene para aniquilarnos. Los veis, ¿verdad? ¡Explicadme cómo esperáis salir del destierro si morimos! No os queda ninguna esperanza, y vosotros lo sabéis».
Nualo centró toda su atención hacia el menor de los Akaran. Una arruga se formó en la frente del santoth y se deslizó hacia abajo a través de su globo ocular, y cambió la forma de su nariz y torció una de las comisuras de sus labios antes de que él se la tragara. Leeka sabía que esa arruga era una expresión de ira, de desesperación, y una señal de lo difícil que era para aquellos desterrados habitar el mundo físico. «No sabes lo que estás pidiendo», oyó decir a Nualo. Observándolo, Leeka creyó que estaba diciendo la verdad.
Exasperado, Dariel se volvió y partió en dirección a los meins, gritando para que otros hicieran lo mismo. Recogió sus cosas cuando pasó ante su tienda. Unos pocos le respondieron, pero Mena no apartó la mirada de Nualo. «Puede que él no lo sepa —dijo—, pero tú sí que lo sabes. Te llamé y acudiste. No has venido aquí para no hacer nada, ¿verdad? Ahora haz lo que puedas. Después, cuando el mundo esté en paz, encontraremos La canción de Elenet. Volverás a ser capaz de hablar puro. Entonces podrás remediar cualquier mal que hayas causado».
Nualo y los demás se lo quedaron rumiando por un tiempo. Ahora sus caras cambiaban aún más deprisa; arrugándose, transformándose, llenándose de señales, pelándose y curándose después; sus rasgos eran cambiantes y faltos de permanencia. Estaban nerviosos, enfadados, hambrientos. Sí, estaban hambrientos, también. Hablaban entre ellos.
Leeka oyó el estruendo de la batalla que se iniciaba. Sintió el tirón que quería llevarlo en dirección a ella. No podía dejar que Dariel muriera sin él. Se volvió y había empezado a irse cuando oyó decir a Nualo: «Otros han cometido el error de creer que el bien viene del mal. No es así. Hoy nada será distinto».
Leeka siguió andando. Puso la mano sobre su espada y sintió los contornos de la empuñadura en los dedos. Sabía que había más emanando de los santoth, empero. Sabía cómo percibir la ira, sabía cómo impulsaba a las personas a la acción, y la sentía latir con una creciente intensidad detrás de él. Lo iban a hacer. Por muy grandes que fueran su sabiduría y su deseo de paz, en el fondo seguían siendo humanos. Se encolerizaban contra su destino. Lloraban la muerte de su salvador. Querían venganza. Y querían hacer la única cosa que les había estado negada durante generaciones. Querían abrir la boca y hablar.
«Pase lo que pase —dijo Nualo—, mantente detrás de nosotros. No nos sigas y no mires. Será mejor para ti si no lo haces».
Leeka aún estaba yendo hacia delante cuando los santoth pasaron junto a él. Uno de ellos hizo un ademán de un modo que empujó hacia atrás al viejo general, con tanta fuerza que casi lo derribó. También hicieron eso mismo a otros y a aquellos que tenían delante. Con rápidos movimientos de dedos y manos iban cogiendo a soldados que se hallaban en el centro de la refriega y los llevaban hacia atrás, apartándolos de los meins. Leeka vio a Dariel aparentemente agarrado por la cabeza e impulsado a lo largo del suelo, para acabar sentado sobre el trasero al lado de donde esperaba su hermana. Mena lo ayudó a levantarse, y luego lo hizo volverse de espaldas a la batalla. Gritó para que los demás hicieran lo mismo.
—¡Nualo ha dicho que no había que mirar! —explicó—. Haced como dijo él. Pase lo que pase, no miréis.
Leeka sólo tuvo que dedicar unos segundos a considerar lo que se disponía a hacer. No llegó a sopesar la decisión. Tampoco pretendía faltar al respeto con su acto de desobediencia. Pero aquella mañana había despertado resuelto a morir, seguro de que iba a andar bajo la luz del sol por última vez. Ahora, puesto ante lo que iba a ser algo digno de verse, no podía volverle la espalda. Que fuera la última cosa que presenciaba, si así tenía que ser. Se apartó de Mena y Dariel, y de las espaldas estremecidas de las fuerzas acacias. Siguió a los hechiceros al seno de la batalla.
Estaba entre ellos mientras se desplegaban a través del campo de batalla, lo bastante cerca para ver que operaban con los ojos cerrados. Entonces sus labios se movieron. Hablaron. No, cantaron. Llenaron el aire con una melodiosa confusión de palabras y sonidos que se enredaban entre sí, cambiando y serpenteando continuamente. Su canción tenía una densidad física. Tonos musicales pasaron junto a Leeka rozándolo con un deslizamiento que podía ser oído, con una textura como los contornos erizados de crestas de la espalda de una serpiente. De vez en cuando, uno de los hechiceros movía una mano a través del aire, en un gesto tan lento como si quisiera sentir la sustancia del éter con las puntas de sus dedos.
Los meins retrocedieron, desconcertados, inseguros de qué hacer. Algunos de sus generales intentaron restaurar el orden y seguir adelante con el ataque, pero no tuvieron oportunidad de hacerlo. Todos los santoth atacaron en el mismo momento. Avanzaron sin romper sus zancadas extrañamente compuestas, pero cubrieron la distancia en saltos y sacudidas difíciles de medir. Mientras avanzaban no dejaban de gritar sus extrañas, incomprensibles palabras. Agitaban los brazos y batían el aire con ellos como locos acosados por demonios invisibles.
Leeka corrió para seguir con ellos. Se hallaba detrás de un santoth cuando éste fue hacia un grupo de soldados de rubios cabellos. Todos estaban listos para recibirlo, con los pies separados, las espadas sujetas en su presa de dos manos, los codos doblados. Pero con un barrido de su brazo el santoth despojó de la armadura, la ropa e incluso la piel a dos soldados. Éstos dejaron caer sus espadas y se quedaron quietos sin entender nada, las estriaciones de sus músculos faciales y sus tendones y sus cartílagos expuestos al aire, sus abdómenes abiertos tan completamente que los órganos interiores se escurrieron de ellos en un amasijo. El santoth los había dejado atrás antes de que cayeran, e hizo lo mismo con otros más allá.
Otro hechicero dio un puñetazo al aire, un movimiento extraño sin ningún oponente inmediato. Un segundo después un destacamento entero de soldados se licuó a cien metros de él. Cada uno se convirtió en miles de bolas de fluido grandes como guisantes agrupadas en forma humana. Las gotas cayeron al suelo, cada una estallando con el impacto, dejando la tierra llena de charcos de lluvia teñida de rojo. Otro hechicero sopló su furia desde el fondo de su garganta con una fuerza que deformó el aire ante él y abrió un sendero ensangrentado tan recto como el de un peñasco que rueda ladera abajo quebrando cuanto encuentra a su paso.
En el espacio de unos pocos segundos todo había cambiado. Los meins huyeron en desbandada. Muchos de ellos tiraron sus armas y se arrancaron los cascos. Arañaban a sus compañeros de combate. En su histeria, algunos pisoteaban a otros. Empujaban y daban codazos, el miedo era dueño absoluto de sus actos. Estaba claro que habían sido completamente derrotados. Lo que fuese que estuvieran viendo en las caras de los hechiceros los llenaba de terror. Y los santoth iban tras ellos, persiguiéndolos, y su furia iba creciendo mientras lo hacían. Ahora se movían más deprisa, hacían grandes gestos, rugían más poderosamente. Pateaban el suelo con los pies, haciendo que temblara y oscilase su entorno. Losas de tierra se inclinaban hacia arriba, como si la corteza terrestre estuviera hecha de tablas y un sinfín de hachas estuvieran haciéndolas pedazos desde debajo, haciendo que los soldados dieran saltos mortales en el aire.
Leeka murmuró para sí que aquello no era posible. No podía ser. Lo refutó una y otra vez. No era posible, incluso si todo ello le resultaba íntimamente familiar. Era afín a su período de fiebre, cuando había ardido con pesadillas entre aquel montón de cadáveres en la cima de la altiplanicie del Mein. Las imágenes de devastación que habían estado presentes en su mente entonces eran muy parecidas a las que lo rodeaban ahora. Pero aquellos sueños no habían sido reales. Eran ilusiones. Leeka quería creer que estas visiones también eran tretas de su mente. No debería aceptarlas, no podía confiar en ellas. Si había que dar crédito a sus ojos, el mundo era un mural pintado sobre un lienzo muy frágil. Podía ser hecho jirones. Según sus ojos, los desgarrones podían abrirse paso a través del cielo y adentrarse en la tierra y a veces incluso rasgar la carne de aquellos que se veían atrapados en su curso. Esas cicatrices curaban tan deprisa como empezaban, pero la imagen y el sonido que las acompañaban eran de un horror asombroso. Y, si sus ojos no mentían, el cielo había empezado a derramar un diluvio de horrores serpentinos. Gusanos, serpientes, ciempiés del tamaño de pinos ancianos, criaturas como anguilas subidas de las negras profundidades de algún gran océano: todas esas cosas caían ruidosamente sobre el suelo. Se retorcían y se contorsionaban, lanzando por los aires a las legiones mein, aplastando hombres. Las bestias rodaban sobre sí mismas y se erguían con soldados reducidos a la delgadez de hojas de papel pegados a sus costados. Y Leeka sabía que sus ojos no estaban viendo lo peor de todo. Los verdaderos horrores, estaba seguro, se hallaban justo en los límites de su campo visual, justo fuera de su capacidad para centrar la mirada. Daba igual que girara la cabeza de un lado a otro, y que sus ojos corrieran frenéticamente en todas direcciones. Aun así, nunca veía el espanto absoluto que sentía que estaba justo más allá.
Divisó a uno de los santoth, inmóvil, con la boca abierta en su canción. Era Nualo. Leeka fue hacia él. Se aproximó todo lo que se atrevió y se detuvo jadeante, fatigado como no lo había estado nunca antes en la vida, exhausto debido a algo más que el mero esfuerzo físico. «Estar cerca de la magia es muy duro para los vivos», pensó. «Una fuerza semejante es…»
Nualo se dio la vuelta. No fue un movimiento repentino, sólo una lenta rotación que pareció ser iniciada por sus ojos, con su cabeza y el resto del cuerpo siguiéndola. Paseó la mirada por el campo de batalla que dejaba atrás. Leeka nunca había imaginado tal furia. Los ojos del santoth contenían una feroz intensidad que temblaba como si todo aquel caos estuviera reflejado dentro de ellos. Rugían sin sonido.
«Corrompida. Una fuerza así está corrompida». Leeka oyó aquellas palabras dentro de su cabeza, y supo que Nualo las había puesto allí para completar su pensamiento inacabado. «¿Cómo vivís?»
Mirándolo a los ojos y sabiendo lo que se retorcía y desgarraba y gritaba por todas partes alrededor de él, Leeka no pudo responder a la pregunta. Sentía como si hubiera sido arrancado del orden normal del mundo y observado todo aquello desde un espacio dentro y fuera de él al mismo tiempo. Se le estaba permitiendo presenciar aquello, seguir con vida a través de ello, pero ni siquiera podía empezar a explicar cómo y por qué podía ser posible algo así.
Posteriormente no estaría seguro de lo que había visto. Una parte tan grande de su recuerdo del día sería un rompecabezas de lo imposible hecho pedazos. Pero había una cosa que sabía con certeza. El poder que observó entonces era aterrador no sólo por la destrucción que causaba sino por lo completa y absolutamente malévolo que llegaba a ser. Su intención podía no haber sido concebida con maldad, cierto. Nualo y los otros santoth no eran malignos en sí mismos. Incluso la rabia que los impulsaba tenía sus raíces en un profundo amor por el mundo, en un anhelo de poder volver a unirse a él. Pero el poder al que estaban dando rienda suelta poseía su propio ánimo arrebatador. Si el lenguaje de la Donante había sido todos aquellos años de creación, y si ese acto creador había sido un himno de amor que cantaba el mundo dándole existencia sobre una música que era la urdimbre de la misma existencia, y era, como mantenían las leyendas, inmensamente maravilloso de contemplar… de ser así, entonces lo que estaban liberando los santoth ahora era todo lo contrario. Su canción era un incendio que consumía el mundo, un hambre que no nutría a la creación, sino que la devoraba.
«La corrupción —pensó Leeka— ni siquiera empieza a explicarlo».
Nualo tuvo que haber oído aquello, pero no respondió. Se dio la vuelta, disgustado e impaciente. Una vez más dio rienda suelta desde la caverna de su boca a gritos que rasgaban el aire. Avanzó; sus brazos azotaban el mundo ante él para dejarlo convertido en cintas hechas jirones.
Leeka hizo aquello que ahora creía que le correspondía hacer. Corrió para no quedarse rezagado. Corrió para poder ser un testigo, de manera que alguien supiese, de manera que si alguna vez llegaba el momento, alguien fuera capaz de prestar testimonio acerca de la razón por la que los creados jamás deberían apropiarse de los poderes del creador.