Rialus Neptos no era sino el patético sucedáneo de un hombre. Eso nunca había sido más obvio que cuando se encontró flanqueado por unos cuantos guerreros numreks, hombres altos, de hombros anchísimos, con nudosos músculos en las articulaciones que se tensaban como granadas bajo su piel teñida de un rojo borgoña. Era una comadreja en compañía de lobos. Agachado para caber debajo del techo próximo al suelo de los pasajes ocultos del palacio, cualquiera de aquellos numreks podría haber agarrado al embajador y haberle arrancado el último suspiro con uno de sus puños de duros nudillos. Si Corinn no hubiera tenido necesidad de él para que se encargase de traducir las instrucciones que iba a dar, quizá les habría pedido que hicieran precisamente eso. Extraño, pensó, que sus destinos dependieran de tan dudosos aliados.
Rara vez había tenido ocasión de estar tan próxima a los numreks. Se había sentado cerca de ellos en unos cuantos banquetes a lo largo de los nueve años transcurridos desde la guerra, pero lo que recordaba de una manera más vívida era la imagen de ellos en su antigua palidez. Había visto por primera vez a un grupo de numreks justo después de su captura y regreso a Acacia. Sus complexiones habían sido pálidas y teñidas de azul, apenas empezando a quemarse bajo el sol. Eran como criaturas de una caverna subterránea abruptamente empujadas a la luz del día. Habían sido tan distintos de los seres de facciones oscuras y suaves que contemplaba ahora… No le habría costado mucho creer que se hallaba ante otra clase de criaturas, de no ser porque recordaba la estatura y la constitución que tenían habitualmente, sus abundantes cabelleras oscuras y sus rasgos, flacos y musculosos al mismo tiempo. Entonces los había odiado con el más puro de los despechos. Ahora no se sentía tan distinta. Pero lo que importaba no eran sus sentimientos, sino la tarea del momento.
Unas horas antes había estado tumbada en la cama al lado de Hanish, con las puntas de sus dedos tocando las de los suyos, oyéndolo dormir. Antes de eso había estado entrelazada con él entre las sábanas de la cama, sus cuerpos desnudos resbaladizos de sudor, lágrimas y pasión. Ella le había jadeado en el oído, y él había pronunciado su nombre una y otra vez. Y antes de eso se habían conformado con abrazarse, todavía bajo el impacto de haber conocido las muertes de sus respectivos hermanos. La ironía de todo aquello la dejaba sin respiración. Aliver y Maeander, víctimas el uno del otro; Corinn y Hanish, dos amantes empeñados en fingir que su aventura no había tenido nada que ver con la contienda que se estaba librando entre ellos.
Pero eso había sido antes, cuando aún no despuntaba el día. Lo cierto era que tenía absolutamente todo que ver con ellos, y Corinn sabía que Hanish lo creía tanto como ella. Cuando se separó de él hacía unos minutos, lo besó en la boca y le deseó éxito en el inicio de la ceremonia de liberación de sus antepasados. Iba siendo hora, dijo, de empezar a curar, de frenar la locura de la guerra, de enterrar el viejo odio entre sus pueblos. Era hora de honrar a los muertos. Había prometido prepararse y reunirse con él. Pero en lugar de hacerlo, fue a su habitación, cerró la puerta tras de sí y se deslizó al interior de la entrada secreta que le había descrito Thaddeus. Encontró a Rialus y los numreks justo allí donde les había dado instrucciones de que estuvieran, dentro de los muros del palacio.
Estaban presentes. Inmóviles en su armadura, con las armas colgando de ellos y su aliento ensuciando todavía más el aire que olía a viciado. Corinn sintió un fugaz espasmo de pánico ante lo que se disponía a hacer. Lo superó pensando en la traición que Hanish le tenía planeada, recordándose su juramento de que nunca volvería a comportarse como una oveja llevada al matadero, afirmándose a sí misma que tenía que vengar a su hermano, y rememorando las hermosas promesas contenidas en la Canción.
En calidad de traductor, Rialus le presentó al caudillo de los numreks. Calrach la miró de arriba abajo, estudiándole las formas con evidente perplejidad. Dijo algo que enseguida suscitó el interés de quienes lo rodeaban. Hasta el mismo Rialus la miró con una renovada sorpresa en los ojos.
—Princesa —dijo—, ¿es cierto que estáis encinta? Yo no sabría decirlo, pero los numreks… tienen olfato para estas cosas.
Corinn no tenía ningún interés en iniciar la conversación de aquella manera. Tuvo que controlar el impulso de pasarse la mano por el estómago.
—Calrach —dijo—, ¿cuántos hombres tienes contigo?
Rialus respondió sin haber llegado a traducir la pregunta.
—Doscientos.
—¿Doscientos? —preguntó Corinn—. Cuando te escribí, te dije que trajeras contigo una fuerza lo bastante numerosa para tomar todo el palacio y partes de la ciudad baja. ¿Y sólo me has traído doscientos hombres?
—Princesa, son todos los que pudimos traer —dijo Rialus—. Es asombroso que no nos descubrieran. ¿Sabéis lo complicado que fue transportar de noche a esos doscientos hombres en unas cuantas pequeñas embarcaciones? Más y habríamos delatado vuestros planes. Aunque no tengo reparo en decir que este pasaje es increíble. Pensar que generaciones enteras de enemigos habrían podido introducirse en el corazón de Acacia, sólo con que hubieran sabido de la existencia de esta ruta… —Dándose cuenta de que Corinn lo miraba con los labios fruncidos en una mueca de impaciencia, Rialus puso fin a su digresión—. De todos modos, doscientos numreks son más que suficientes para tomar el palacio desde dentro. Los numreks son difíciles de abatir.
—Hanish tiene acantonado aquí a un ejército entero. Y entre ellos hay unos cuantos punisaris, que también son difícilmente abatibles.
Calrach, disgustado al ver que se lo estaba manteniendo fuera de la conversación, asestó un codazo a Rialus. El hombrecillo le habló en la lengua numrek, fluida y siempre tan animada. Calrach pareció encontrar divertido lo que le decía. Mirando a Corinn, dio su discordante respuesta.
—Los punisaris no representan ningún problema —tradujo Rialus—. Dice que capturará el palacio para vos en cuestión de horas. La limpieza, dice, requerirá más tiempo que la acción en sí.
Corinn se quedó mirando los ojos ampliamente espaciados del numrek, su iris de color ambarino. Antes nunca había reparado en eso. Casi te invitaban a mirar dentro de ellos. Extraño estar allí, hablando en voz baja con Calrach de las cosas que estaban discutiendo. Los numreks no necesitaban sentir odio para matar. Daba igual que no tuvieran ningún profundo agravio con Hanish y su gente. Tenían algunas quejas, sí, pero no estaban realmente vinculadas a aquella contienda generacional. Corinn sabía que a los numreks les daba igual quién saliese vencedor, con tal de que les reportara algún beneficio. Algo que convenía admirablemente a sus propósitos. No había ningún tipo de ideología presente para alterar sus motivos o nublarle el entendimiento. La avaricia de los numreks iba acompañada por una sencilla honestidad, una razón muy fácil de entender para las cosas que le pedían a cambio de su ayuda. Con una gente así, Corinn siempre sabría cuál era su posición y cuál ocupaba ella.
—¿Puedes llevar a cabo este ataque? —preguntó—. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo?
Calrach dijo que en la guerra nada era seguro. Pero acto seguido sonrió y dijo:
—Nada excepto que la victoria será de los numreks. —Miró en derredor para hacer partícipes a los suyos, quienes empezaron a gruñir su afirmación. Hicieron falta unos momentos para que todos respondieran, porque incluso las siluetas agazapadas entre las sombras a una buena distancia pasillo abajo quisieron hacerse oír.
—Déjate de contradicciones —le espetó Corinn en cuanto volvieron a estar lo bastante callados—. Lo echaremos todo a perder si…
El numrek la interrumpió. Habló unos segundos, y luego Rialus tradujo.
—Dice que los matará a todos.
—¿Es todo lo que ha dicho?
Rialus sonrió levemente.
—La sustancia, en todo caso. También describió los métodos que emplearían para ello, pero no creo que vayan a interesaros.
Volviéndose hacia Calrach, Corinn dijo:
—Entonces hazlo. Mátalos a todos. A todos, sin titubear. No tengas piedad con ellos, no escuches súplica alguna. Mátalos a todos excepto a Hanish. Que él quede con vida para mí.
Al oír esa última instrucción, Calrach se encogió de hombros. No tenía nada que objetar a eso, dijo. Hanish había dejado de interesarle. Antes de irse, sin embargo, pidió a Corinn que confirmara los términos del acuerdo al que habían llegado. Cuando ella así lo hizo, sonrió; con la boca entreabierta le brillaban los dientes a la luz de la antorcha.
—Los aceptaremos de buena gana. Pero ¿cómo sé que mantendréis esta promesa?
—Puedes saberlo —dijo Corinn—, porque lo que quieres es exactamente lo que yo quiero también. No lo prometo como un regalo destinado a ti. Lo hago en mutuo interés.
Tras haber oído la traducción de aquellas palabras, Calrach la estudió en silencio durante un buen rato. Su mirada era evaluadora, invasiva y, sin embargo, también indiferente. Finalmente, habló.
—Prefiero trabajar contigo a tener que hacer tratos con Hanish. Por eso, volverás a disponer de tu palacio. Y, de acuerdo con tus deseos, no le contaremos a nadie lo que nos has prometido. Será nuestro secreto, ¿sí? Entre la princesa Corinn y los numreks. Nadie más necesita saberlo… hasta el día en que se lo revelemos al mundo.
Corinn se quedó a un lado mientras la procesión de fornidos soldados desfilaba frente a ella. Eran absurdamente grandes y ruidosos. Sus pantalones de cuero crujían con cada paso que daban. Sus armas y las piezas aleatorias que componían su armadura tintineaban y rechinaban. Muchos de ellos hablaban en su lengua discordante. Tras sus pantallas de pelo lanudo, algunos sonreían mientras pasaban a su altura. Unos pocos incluso rieron de chistes a los que Corinn no fue capaz de encontrarles ninguna gracia, tan despreocupadamente como si se dirigieran a hacer un ejercicio. Doscientos había parecido una cifra pequeña cuando Rialus la pronunció, pero hacia la mitad de la línea, los soldados ya parecían innumerables.
Y de pronto se fueron. El silencio volvió a asentarse, era una presencia viviente por derecho propio que ocupaba el espacio como si se sintiera disgustada por la intrusión anterior. Rialus, que no iba a tomar parte en el enfrentamiento, se había quedado cerca, cambiando de postura a cada momento, nervioso, carraspeando a menudo como si se dispusiera a hablar. Corinn hizo como que no lo veía. Entonces le sobrevino otro ataque de duda. Se desplegó alrededor de su torso, le cortó la respiración y le revolvió las entrañas. La inverosimilitud de lo que estaba a punto de suceder y el hecho de que ella misma, Corinn, estuviese haciendo que fuera a suceder: casi se le escapaba al entendimiento. De pronto sintió la presencia del techo como un peso sobre su cabeza. Empezó a inspeccionarlo con los ojos, sospechando, sin poderlo evitar, que había empezado a deslizarse hacia abajo. Fue entonces cuando reparó por primera vez en las extrañas tallas que discurrían a través del espacio cercano, formas mitad humanas y mitad animales. ¿Era ése el aspecto que su pueblo había tenido antaño? ¿Eran ésos sus antepasados?
Rialus interrumpió el curso de sus pensamientos.
—¿Puedo preguntar, princesa, cómo supisteis de la existencia de estos pasajes secretos?
—Por Thaddeus Clegg —se oyó responder ella.
—¿Clegg? —preguntó Rialus con una sombra de alarma en la voz—. ¿De verdad? ¿Ese viejo traidor? ¿Está aquí, en el palacio? No hay que confiar en él, ¿sabéis? ¿Qué está…?
—Clegg está muerto, Rialus. Ya no representa ninguna amenaza para ti. —«Él ha desaparecido», pensó Corinn, «pero el regalo que me hizo aún perdura». Un día, cuando hubiera aprendido a utilizarlo, haría muchas cosas con ese regalo. Cosas buenas. Cosas benévolas. Entonces ya no necesitaría matar. No necesitaría hacer aliados de…
—Bueno, ¿puedo preguntaros cómo planeáis proceder ahora? Porque no os estáis dirigiendo hacia la misma meta que se había fijado vuestro hermano. Ahora él ya no cuenta. Siento tener que decirlo, pero Mena y Dariel siguen vivos. ¿Qué pasará cuando…?
Corinn se volvió hacia el embajador y fue hacia él, acercándosele lo suficiente para que éste se viera obligado a dar un paso atrás, inquieto ante el súbito movimiento de ella. Algo en el hecho de estar dirigiendo su agitación hacia él la ayudó a dominarse.
—No, Rialus, no puedes preguntarme nada. Cuando hablamos, es porque yo te he preguntado algo. Eso es todo lo que hay entre nosotros, ¿entiendes? Te necesito, pero no te hagas ilusiones acerca de la naturaleza de tu lealtad. Es lo mismo que con los numreks. Al igual que ellos, me serás leal por una única razón: porque sólo yo puedo darte todo lo que quieres. Los meins te arrancarían la piel a tiras. Mi hermano o mi hermana te encarcelarían como el traidor que eres. Sólo conmigo tienes alguna probabilidad de conocer la felicidad. ¿Lo dudas?
Rialus no lo dudaba.
—Bien. Me ocuparé de mis hermanos cuando tenga que hacerlo. Los quiero, naturalmente. Ellos me quieren. No te preocupes por eso.
Dejó de hablar e indicó con un gesto a Rialus que él también debería guardar silencio. Tenuemente, oyó gritos de alarma, a los que siguió el entrechocar de armas. Llegaron hasta ella ahogados y deformados por la distancia, casi fantasmales. Eran la clase de sonidos en los que podría no haber reparado siquiera si no hubiese estado a la escucha. Había oído suficientes historias sobre cómo luchaban los numreks para que pudiera ver con los ojos de la mente las escenas que ahora mismo se estarían propagando a través del palacio. En ese preciso instante, imaginó, los numreks estarían corriendo por los pasillos. Estarían apareciendo en el mismo corazón del palacio, sin aviso previo, causando la más absoluta confusión. Estarían yendo de habitación en habitación, balanceando aquellas hachas de guerra, cortando brazos y partiendo cráneos, clavando pechos a las paredes mediante sus lanzas, hundiendo las puntas de sus espadas en estómagos, sin tener piedad de nadie.
Se apretó el abdomen con la palma de la mano, asaltada por un rápido encadenado de las personas a las que había sentenciado a tales muertes. Hombres como Haleeven, el tío de Hanish, que había llegado a caerle simpático. Mujeres como Rhrenna, que había sido su amiga, y Halren, que se había reído de ella durante la cena de gala aquella noche en Calfa Ven. Guardias y soldados, doncellas y sirvientas, oficiales, mujeres de la nobleza y sus hijos. La rápida granizada de caras y nombres la golpeó como otros tantos puñetazos en el estómago. ¡Qué pesadilla había desatado! Corinn dio un paso atrás y extendió la mano hacia la pared en busca de apoyo. Debía recordar que eran sus enemigos. Siempre lo habían sido. Hasta el último de ellos. Si parecían amables e inofensivos, era tan sólo porque muchos hombres habían matado de manera altamente efectiva en su nombre para asegurar que así fuera.
El embajador fue hacia ella, preguntándole si se encontraba bien.
—Antes dijiste que no creías que fuera a estar interesada en todo lo que dijo Calrach —respondió ella fríamente—. En el futuro, Rialus, cuando estés traduciendo para mí, traduce con la máxima exactitud posible. Tú no eres quién para seleccionar lo que yo, o ellos, acabamos oyendo.
Rialus asintió, aceptando mansamente el reproche. Un instante después, mirándolo de soslayo, Corinn vio cómo una sonrisa de satisfacción se le extendía por las facciones. Poco faltó para que se encarara con él, decidida a preguntarle por qué estaba sonriendo. Pero entonces comprendió que si sonreía era porque ella acababa de prometerle un futuro. Ese tipo de cosas, al parecer, ahora eran prerrogativas suyas. Para otorgarlas. O para arrebatarlas.
Tardaría un poco en acostumbrarse a ello.