—¿Cómo puedes estar muerto? —preguntó Mena por centésima vez. Estaba sentada sobre su manta de acampada el anochecer del día siguiente al duelo de Aliver. Su tienda se alzaba fláccidamente en torno a ella, la noche era inmóvil, sin una sola brisa en el aire caliente del exterior que soplara contra ella. Cerró la mano sobre su pendiente en forma de anguila y tiró del cordón que llevaba alrededor del cuello, insegura de si debía usar el collar como un amuleto o arrancarlo y tirarlo lejos. Melio dormía un sueño inquieto a su lado. Estaba tumbado boca abajo con una mano tensa en torno al tobillo de Mena; su apretón era firme y constante, como si sus dedos, al menos, aún estuvieran despiertos.
—¿Cómo puedes estar muerto?
Habló en voz baja, no queriendo molestar a Melio. Ya habían pasado por ello suficientes veces: ella haciendo esa misma pregunta, él susurrándole respuestas, encontrando nuevas palabras de consuelo, apartándola del pozo de pena dentro del que quería precipitarse Mena. Los últimos dos días habían sido una especie de extraño, caótico ritual de cortejo. No habían hablado de la carta que ella había escrito. ¿Cuándo hubiesen podido hacerlo? Pero se hallaba presente entre ellos, al igual que el hecho de que él la había perseguido a través del mar con un ejército que consiguió urdir a partir de la nada. Si veían alguna vez la calma de un mundo en paz, Mena no tendría que mirar más lejos de Melio para encontrar el amor; ese amor, sin embargo, flotaba al otro lado de un inmenso, impredecible «si».
El tiempo transcurrido desde la muerte de Aliver a manos de Maeander había sido la prueba más larga de la vida de Mena. Nada había sido ni siquiera ligeramente comparable con ello. No había tenido ocasión de hacerse a la idea de que su hermano había muerto. El mundo no se había detenido para otorgarle los momentos que ella necesitaba, y las cosas habían sucedido demasiado deprisa a continuación. Tal como había ordenado Dariel, todos se abalanzaron sobre Maeander y su séquito. Mena se había quedado con Aliver, sosteniéndole la cabeza, intentando pensar únicamente en él, pero había oído lo que sucedió. Los meins lucharon valientemente. Desplegaron una formación en estrella, cada uno de ellos haciendo frente al inmenso mar de acacios, talayos y aushenios, cuando representantes de cada rincón del Mundo Conocido se volvieron al unísono contra ellos. Maeander no había dejado de reír y mofarse, llamándolos rameras y bastardos sin honor, vilipendiándolos con una destreza verbal que igualaba sus proezas marciales. Mataron a muchos antes de que todos acabaran siendo abatidos. Sus cadáveres fueron tratados ignominiosamente, apuñalados una y otra vez. Todos, parecía, querían lavar sus hojas en la sangre de Maeander, para castigarlo por lo que había hecho y para tratar de olvidar las cosas que había dicho. Mena detestó oírlo, detestó saber que Dariel había estado allí entre ellos, descargando su miseria y su confusión sobre un cadáver.
Eso no era todo lo que les tenía reservado el día, sin embargo. El fervor apenas tuvo tiempo de apagarse antes de que nuevos gritos se propagaran a través de las masas. El ejército meinish, aprovechando la oportunidad, había marchado a través del campo de batalla sin anunciar su llegada. Los meins estaban envalentonados, llevados al frenesí por la muerte de su líder. Entraron en tromba, gritando venganza. Antes de que la noticia pudiera haberles llegado, sabían del destino de Maeander y de la traición con la que se pergeñó. ¡Hacía tan sólo un instante que había sucedido! Maeander, antes de partir por la mañana, tenía que haber contado a sus generales exactamente lo que iba a suceder. Pero no lo hizo y ahora su ejército luchaba con un nivel de furia e indignación más allá de cuanto hubieran demostrado ser capaces previamente. Maeander había hecho de sí mismo un héroe instantáneo, un líder de mayor estatura de lo que era en vida. Se había convertido en un mártir. Y, tal como había dicho él, un mártir inspiraba devoción. Una curiosa especie de devoción, había dicho él. Lo curioso que tenía era que no podía ser más feroz.
Tan pronto como hubo dado órdenes de proteger el cuerpo de Aliver, Mena cogió sus armas y corrió a hacer frente al enemigo. Por mucho que lo intentasen, Mena, Dariel, Leeka y los otros generales no podían agrupar ordenadamente a sus fuerzas para afrontar el ataque. El ejército se había sumido en el dolor y la incertidumbre. Mientras trataban de responder a las órdenes parecían aturdidos y se los veía titubear, agobiados como estaban por la comprensión de que Aliver no estaría allí para conducirlos a la victoria. El Rey de la Nieve estaba muerto. No les daría ni una sola de la miríada de cosas que había prometido. No entraría en Acacia blandiendo una espada justiciera, victorioso. Y si él no haría tal cosa, ¿cómo podían hacerla ellos?
La batalla se libró encarnizadamente entre sus tiendas, sobre fuegos de cocinar, junto a letrinas y pilas de suministros y provisiones. En algún momento Mena abandonó el intento de agrupar a los demás y se concentró en sus propios deseos mortíferos. Guió mediante el ejemplo, y se convirtió en todo un acicate. Se adentró en las filas meinish, llena de un ansia de matar y una rabia que ardía y palpitaba con tal intensidad que sentía como si fuera a consumirla si dejaba de moverse aunque sólo fuera por un segundo. La espada que le había devuelto Melio giraba en torno a ella con mente propia y mortífero propósito. Mena se limitaba a seguirla, adentrándose cada vez más entre el enemigo, sabiendo que debía mantenerse alejada de los suyos. Estaba matando con demasiada celeridad para que pudiera distinguir al amigo del enemigo.
Y aunque era la rabia lo que la impulsaba, no sentía ninguna alegría mientras llevaba a cabo aquella carnicería. Justo lo contrario. Era una batalla de pesadilla. En todo lo que había a su alrededor vislumbraba signos y visiones de Aliver. Mientras hería y desgarraba, cercenaba miembros y desprendía piel de las caras y hacía que las orejas volaran hacia arriba en rápidas espirales como si brotaran de su hoja y desparramaba vísceras sobre el suelo, veía a Aliver en todo ello. Sabía que estaba matando a un enemigo —el enemigo de Aliver—, pero él estaba presente en cada mein muerto, en la forma de los miembros y las expresiones en los ojos que se vidriaban, y en las voces que gritaban angustiadas. Era enloquecedor. Hizo de ella un torbellino de violencia, como si mediante la matanza pudiera abrirse paso a través de aquella noción de la muerte violenta de su hermano. Los cuerpos que dejó a su alrededor en montones degollados se contaban por muchas docenas. Si la hoja de su espada no hubiera sido del más fino acero, la habría embotado y torcido antes de que el día llegara a su fin. En lugar de eso, no obstante, incluso cuando empezó a caer el crepúsculo, aún tenía filo bastante para cortar a través de las coronillas y abrirse paso limpiamente a través de músculo y hueso.
Finalmente, los meins se retiraron. No habían sido derrotados, ni siquiera obligados a retroceder. Por el aspecto del campamento y las pilas de muertos acacios, los meins podían tener la seguridad de que por la mañana pondrían punto final a aquel asunto. Los halaly de Oubadal habían sido los primeros en hacer frente al ataque meinish; ahora se decía que ya no se hallaban presentes, completamente desaparecidos, muertos hasta el último. Eso era un gran golpe. Incluso las tribus que habían empezado la guerra temiéndolos o aborreciéndolos habían aprendido a respetarlos en el curso de los últimos días. Ahora ya no estaban.
Kelis, el gran amigo de Aliver, había sido rozado por una lanza a través del abdomen, una herida lo bastante grave para que tuviese que guardar cama y padeciera grandes dolores. ¿Cuántos más morirían durante la noche? ¿Cuántos más se escabullirían derrotados, huyendo a sus hogares, deseando no haber tomado parte en aquella guerra?
Mientras deambulaba entre la carnicería, los miembros temblorosos y cada centímetro de su piel cubierta de sangre seca, Mena sentía los ojos de los soldados puestos en ella. Incluso Dariel, que hacía unas horas había ordenado un asesinato sin honor, la miraba impresionado. Quizá todos estaban viendo por primera vez qué clase de monstruo era ella realmente. Mena sintió deseos de gritarles. ¿Qué estaban mirando? Pues claro que era una asesina. Ella era Maeben. Siempre sería Maeben. La rabia siempre se le daría mejor que todo lo demás. Costaba no sentir que había matado personalmente a cada uno de los cadáveres que había ante sus ojos.
Más tarde esa noche, en la tienda, con los brazos de Melio en torno a ella, sus palabras próximas en sus oídos, su cuerpo meciendo el suyo… encontró la paz suficiente para creer que no había estado matando de nuevo a Aliver una y otra vez en el campo de batalla. Recordó haber sostenido en sus manos su cuerpo que la sangre volvía resbaladizo. Había estado tan caliente…, el calor irradiando de él como de un horno. Mena había sentido el sabor del óxido en su lengua y en sus fosas nasales. Había habido un momento terrible, recordaba, cuando sus dedos —mientras trataban de encontrar la herida y medir la extensión del daño causado— resbalaron dentro de la fisura. Era el más extraño de los recuerdos, porque cada vez que le venía a la memoria, lo único que recordaba era la increíble suavidad en el calor de los tejidos de Aliver. Y sin embargo, al mismo tiempo había sentido una pavorosa repugnancia enraizada en el pensamiento de que eran sus dedos los que habían causado aquella herida, que podían cortar con tanta facilidad como la hoja de su espada.
Pero todo eso era antes. Ahora Melio yacía en su inquieto sopor, aferrándola con una mano, protegiéndola. Qué pensamiento tan extraño aquél. ¿De qué podía necesitar protegerse ella? Su cuerpo anhelaba desesperadamente dormir, pero ella no se lo permitiría. Temía que su mente inconsciente fuese a conjurar algo horrible con ese deslizarse de sus dedos.
—¿Cómo puedes estar muerto? —volvió a preguntar.
En el silencio que siguió a esas palabras su mente volvió a algo más a lo que no había dejado de dar vueltas, una conversación que había mantenido con Aliver antes del duelo. Él se la había llevado a un lado mientras salían de la tienda del consejo. Esperó a que los demás se hubieran apartado un poco y entonces clavó los ojos en los suyos.
—Si muero —dijo—, guarda la Confianza del Rey por un tiempo. —Cuando te parezca que está preparado, dásela a Dariel. Quiero que la tenga. Tú no la necesitas, ¿verdad, Mena? Has creado tu propia espada mítica.
Sonrió.
—Otra cosa, y esto es importante. Has de estar preparada para convocar a los santoth. —Ella había empezado a protestar, pero su hermano la hizo callar. Si él moría, explicó, todo recaería sobre ella y Dariel. Dariel tenía una gran fuerza interior, pero aún era demasiado emocional. Era el más joven y seguiría siendo demasiado emocional hasta que la vida se hubiera encargado de atemperarlo un poco. Sólo ella tendría la concentración necesaria para ver por encima del torbellino y enviar una llamada a los santoth. Mena protestó diciendo que no sabía cómo se hacía eso, pero él le dijo que aprendería cómo cuando llegara el momento.
—No planeo dejarte hoy, Mena —dijo—, pero si lo hago, y si nuestra causa parece hallarse al borde del fracaso, llama a los santoth. Habla con Nualo. Es uno de los santoth, un hombre muy bueno, Mena.
—¿Qué hay de La canción de Elenet? —preguntó ella.
Aliver la había mirado con tristeza.
—No lo sé. ¿Piensas que sé cómo hacer todo esto, Mena? Pues no lo sé. Ojalá tuviéramos ese libro, pero llámalos incluso si no lo tienes. Y entonces… a ver qué pasa.
Después de que él hubiera ido a la arena de su muerte.
¿Realmente había dicho eso? «¿A ver qué pasa?» No parecía posible que retos tan colosales pudieran ser superados con vagos sentimientos esperanzados como aquél. Aliver había hablado de comunicarse con los santoth, pero nunca de un modo lo bastante claro para que Mena se hubiera imaginado intentando hacerlo ella misma. Eso requería abrir la mente. Implicaba alcanzar un estado sereno, meditativo, con la consciencia vacía de todo lo que no fueran pensamientos de aquellos con los cuales quería comunicarse. Aliver dejaba que su llamada se fuera desplegando desde su cuerpo, había dicho, y encontrara la dirección por voluntad propia. Podía tardar un buen rato, pero finalmente los oiría dentro de él, respondiendo. Entonces les hablaría directamente desde su ser. Ellos habían leído su mente hasta cierto punto, pero también podía centrarse en determinados pensamientos y transmitirlos. Requería paciencia, fe…
Sí, él había dicho eso, también. Requería fe, la misma palabra que ella había susurrado en el oído de Dariel. Pero la muerte de Aliver parecía refutar la fe en tanto que impotente. Quizá lo era, o quizá contaba únicamente cuando te enfrentabas a una adversidad tan grande que no podías apelar a otra cosa. Y ahora ella se enfrentaba precisamente a aquello. La razón le dictaba que por la mañana los meins matarían a cuantos se hubieran congregado para hacerles frente. Sabedora de ella, Mena resolvió probar la fe una vez más. Había prometido que iba a hacerlo, así que lo haría.
Miró en derredor como si pudiera encontrar algunas herramientas que la ayudaran o debiera recolocar los objetos dentro de la tienda o liberar su tobillo de la presa con que Melio se lo agarraba. Pero no había herramientas para algo semejante. Su entorno era lo que era, y ella no quería romper la conexión con Melio. Se puso lo más cómoda posible, apretó los pulgares contra la espalda del pendiente en forma de anguila, y cerró los ojos.
Intentó aquietar sus pensamientos. Pasó un rato debatiéndose con una granizada de imágenes violentas de los combates del día y de Aliver en la muerte y en el duelo unos segundos antes, cuando todo era posible aún… Distracciones como ésas parecían haberse mantenido al acecho para emboscarla. «Pasa de largo junto a ellas —pensó—. Despeja la mente. Piensa únicamente en los santoth». No podía visualizarlos porque no los había visto nunca, así que en lugar de eso intentó localizar la energía que irradiaban. Pensó en ella como un punto de luz en los cielos vacíos, y después como un atisbo de calor en la frialdad circundante, y luego como el suave palpitar de la vida en una eternidad silenciosa: buscó todas esas cosas dentro de su mente. Sentía como si no fuese más que un mero ejercicio mental, como si todo tuviera solo lugar dentro de ella y no en el mundo exterior. Pero siguió con él.
En algún momento, comprendió, había encontrado ese punto de luz cálida, palpitante. No, realmente no lo encontró sino que lo creó. Mena se concentró en él y fue acercándolo más y más y más, hasta que pasó a ser el centro palpable de su ser. Estaba justo allí, con ella. Intentó formular un pensamiento que introducir en aquello, pero había demasiadas cosas diferentes que decir. No podía concentrarlas hasta reducirlas a una sola, así que lo que hizo fue tomar la totalidad: todos sus miedos, esperanzas y deseos, anhelos y sueños; todos los horrores de los últimos días, las escenas de derramamiento de sangre, los antoks, el duelo que Aliver había librado con Maeander; toda la muerte y todo el sufrimiento prometido para la mañana del día siguiente. Los hizo girar como una pelota ante ella y los empujó al interior de esa luz. Si los santoth iban a entender algo, bien podían esforzarse en entenderlo todo.
Cuando estuvo segura de que había hecho todo lo que estaba en su mano para enviar el mensaje, escuchó. Esperó. Examinó el silencio que hubo en respuesta. Parecía como si no fuera a acabar nunca, pero Mena esperó, porque no se le ocurría otra cosa que hacer. Simplemente esperó una respuesta.
Que no llegó.
Despertó cuando la claridad del amanecer bañaba su tienda. Sorprendida de que hubiera dormido, se incorporó de su posición desmadejada. Melio se removió junto a ella. Oyó los sonidos del campamento despertando en el exterior. Alguien entró en la tienda; tierra reseca crujía bajo sus pies. Mena se dio cuenta de que Melio ya no le sujetaba el tobillo, cosa que la llenó de tristeza.
Con eso, el día anterior afluyó a ella, un torrente de recuerdos de todo lo sucedido, incluyendo lo que ella había intentado hacer. Había intentado llamar a los santoth, tal como Aliver le había pedido que hiciera. Pero no había obtenido respuesta. Mena había escuchado tanto rato y con tanta concentración que el esfuerzo acabó haciéndole conciliar el sueño. Eso era cuanto había sucedido. Ni siquiera estaba segura de que alguna parte de todo aquel ejercicio mental hubiera llegado a escapar en algún momento de los confines de su cráneo. Aquella luz no era más que algo que ella había imaginado, que había fantaseado en el interior de su tienda, sentada junto a Melio en las primeras horas de lo que iba a ser un día terrible. Eso, pensó, era lo máximo que había sido capaz de hacer. No iba a bastar. Aliver había cometido así pues, dos errores, no sólo el de batirse en duelo con Maeander.
La realidad de lo que les ofrecía el día volvió a hacer acto de presencia. El día que acababa de empezar era completamente inevitable, presente ya sobre ella. Lo único bueno que había en ello era que al menos ahora todo aquello concluiría. Al menos sabía cómo moriría. Maeander había sabido cómo moriría. Era de ahí de donde había provenido su calma, su seguridad en sí mismo. Maeander le había hecho un gesto con la cabeza, indicándoselo, aunque sólo ahora comprendía Mena qué era lo que había estado diciendo entonces. Había estado prediciendo su propio futuro. Ella debería haberle separado la cabeza de los hombros en ese preciso instante. No debería haber permitido que Maeander controlara el mundo del modo en que lo había hecho. Ahí era donde había cometido su primer error.
¿O no había sido ahí? Ella ya había cometido antes otros errores. Y no eran únicamente sus errores los que importaban. Había tantas, tantas cosas que deberían haber sido distintas, remontándose años atrás. No, años no: décadas y siglos. Hasta las primeras edades, hasta cuando la Donante todavía caminaba sobre la Tierra recién creada. En aquel entonces alguien debería haber abatido a Elenet antes de que robara aquello que nunca hubiese debido robar. Pero de ser así, ¿no habría que culpar a la Donante? Porque todo esto era creación suya. Era a ella a la que Mena quería ver comparecer algún día y asumir las responsabilidades. ¿Por qué había permitido que todo se echara a perder tan deprisa? El rocío de la creación apenas había tenido tiempo de secarse antes de que la Donante permitiera que sus niños la traicionasen. ¿Y por qué ahora no parecía darle igual que algunos se esforzaran para que llegara la justicia al mundo, que algunos combatieran para que pudiese haber una paz más grande después? Mena temía la pregunta. La Donante podía girarlo todo en contra de ella y atacar su pretensión de rectitud; con ella siendo la asesina que era, tan dispuesta a dejarse llevar por la cólera y tan diestra en el asesinato. Quizás Hanish no era peor que ella. Quizá no había ninguna diferencia entre el bien y el mal.
Una mano separó bruscamente el pliegue de la tienda, haciendo que un haz de luz la cegara por un instante. Y entonces oyó la voz de Leeka Alain hablando con un sobrecogimiento que no era nada propio de él.
—Princesa, venid. Deberíais ver esto. Está pasando algo.