Hanish utilizó navíos de transporte de su propia flota personal y otros que le fueron prestados por nobles meinish deseosos de participar en el transporte de los tunishnevre a través del último tramo del viaje por mar hasta Acacia. Hicieron la travesía desde el Territorio Continental sin incidentes. Al llegar, tomaron posesión de los muelles. Llenaron el área, ocupando cada atracadero, expulsando a los pescadores y mercaderes, intimidando a la población para que buscara refugio en los barrios bajos. De todos modos habrían vaciado el lugar, pero la labor se vio facilitada por el hecho de que el puerto estuviera mucho menos activo de lo normal. Los navíos de la Liga, en particular, brillaban por su ausencia. Hanish reparó en ello y consideró hacer que se lo explicaran antes de seguir adelante, pero el área parecía ser segura. Además, sus punisaris iban armados hasta los dientes y estaban listos para repeler cualquier posible traición. Ordenó a sus capitanes que empezaran a bajar la carga.
Una hora después, hileras de sarcófagos serpenteaban a través de los muelles e iban ascendiendo en dirección al palacio por el sistema de rampas inclinadas. Antes de dejar la orilla, Hanish contempló cómo el primero de sus antepasados cruzaba por una puerta los muros del palacio. La boca llena de sombras fue engulléndolos uno tras otro, cada uno un alivio, cada uno por fin a salvo y deslizándose hacia el hogar dentro de la cámara especial construida para alojarlos. Su largo viaje había terminado por fin; con uno nuevo previsto para iniciarse pronto, al día siguiente, si era posible.
Mientras subía hacia el palacio, con Haleeven a su lado, los secretarios y ayudantes de Hanish bajaron corriendo a su encuentro. Lo bombardearon con noticias, con despachos, informes, con una legión entera de asuntos que habían estado esperando su atención. Los muelles no se hallaban repletos, explicaron, porque los navíos de la Liga que normalmente estaban estacionados allí habían partido. Algunos que tenían prevista su llegada no lo habían hecho. Sire Dagon había evacuado su recinto sin más explicación el día anterior, llevándose consigo a todo su personal. Había habido algún contratiempo con ellos, aunque nadie sabía en qué consistió exactamente. Ni siquiera estaban seguros de si la Liga seguía proporcionando apoyo naval a Maeander.
Eso lo instó a preguntar qué se sabía de Maeander y el curso de la batalla. La última carta remitida por su hermano apareció en sus manos un instante después. También había llegado aquella mañana. Mientras Hanish empezaba a leerla, le vino a la memoria su irritación por no haber podido comunicarse con Maeander utilizando la vía del viaje en sueños. Llevaba tiempo sospechando que su hermano le cortaba el paso intencionadamente, porque no estaba dispuesto a permitirle el acceso a su consciencia que le posibilitaba semejante comunicación. Así, mientras cruzaba a largas zancadas las losas adoquinadas, fue cómo se enteró del fracaso de los antoks, a través de un mensaje que había viajado sujeto a la pata de un pájaro y tenía al menos un día de antigüedad.
Los antoks habían infligido daños, afirmaba Maeander, pero no habían zanjado la cuestión. No eran los seres invencibles que él había esperado que demostrarían ser, y Aliver parecía contar con alguna forma de hechicería que actuaba en auxilio de su bando. Pero no había que preocuparse, escribía Maeander, porque él tenía algo planeado. No decía más que eso. Hanish no sabría qué planeaba Maeander o cómo había sabido lo que fuera que pensaba hacer hasta que otro de aquellos pájaros volara a través del mar.
—Es demasiado críptico —dijo, enseñando la nota a su tío.
Haleeven la leyó sin hacer ningún comentario, con la barbilla tensada de una manera que recordó a su sobrino que debía concentrarse únicamente en los detalles del momento, las cosas pendientes, que aguardaban en palacio.
Aunque pensaba en ella constantemente, Hanish no planeaba ver a Corinn hasta la noche. No se lo había dicho, pero ella lo sabría ya. Siempre que regresaba había un millón de cosas que atender, ahora más que nunca. Pasó el resto de la mañana y las primeras horas de la tarde en su despacho, ocupándose de todo lo que se había amontonado encima de su escritorio durante su ausencia. Consejeros militares le proporcionaron, acontecimiento por acontecimiento, los detalles de la guerra en Talay y del rosario de problemas que iban surgiendo por todo el imperio. Habían concentrado tal cantidad de sus fuerzas con Maeander que el control de las provincias había pasado a ser muy tenue. Demasiadas de las tropas que las mantenían sujetas eran de sangre extranjera, y sus lealtades sospechosas. Advertían que en el caso de que Maeander sufriera una auténtica derrota, Aushenia, Candovia y Senival probablemente estallarían en una rebelión declarada. Y los numreks no se habían unido a Maeander. Habían estado simplemente ausentes de los procedimientos y no habían respondido a ninguna de las órdenes que se les despacharon. Eso podía ser malo, pensó Hanish, pero no se le ocurría qué podían andar tramando los numreks y aún imaginaba que aparecerían tardíamente, una vez que hubieran aclarado una cosa u otra.
Lo que encontró más inquietante que ninguna otra cosa fue la emergencia de Aliver como un líder muy dotado y como una figura alrededor de la cual podía tejerse el mito, una que andaría con la magia. El hecho de que hubiera matado con sus propias manos al primer antok era un serio inconveniente. En años venideros los trovadores estarían contando grandiosas historias de cómo Aliver había triunfado sobre ellos, sin importar lo que Maeander consiguiera llegar a hacer en su contra. Sería preferible, pensó Hanish, que pudieran capturar con vida a todos los hijos de Leodan Akaran. Exhibirlos por las calles de cada ciudad del imperio. Que el populacho los viera cargados de cadenas. Eso, tal vez, daría muerte a los mitos. Normalmente la verdad podía hacerlo, si uno le hacía frente honestamente.
El único consuelo que le quedaba era que no creía que estuviera en peligro todavía. Los acacios podían pensar que estaban ganando terreno, pero sus pequeñas victorias poco significaban. Después de la ceremonia nada sería capaz de hacer frente al poder meinish. Aliver podía tener alguna magra hechicería obrando en favor suyo, pero Hanish no tardaría en recurrir a la rabia acumulada de generaciones de antepasados. Ese hecho, probablemente, era la razón por la que se había retirado la Liga. Tenían razones para temer el poder que sabían que iba a ser despertado. Bien, pensó Hanish. Que tiemblen un poco. Los antepasados quizá tomarían las riendas del mundo en sus manos nuevamente animadas. Hanish deseaba que lo hicieran. Que su rabia hiciera estragos en las provincias, recuperando el control sobre ellas; que Sire Dagon se plantara ante ellos y tratase de flexionar sus músculos. Entretanto Hanish descansaría e intentaría olvidar las cosas que necesitaría olvidar.
Mientras el día empezaba a desvanecerse, sus pensamientos volvieron cada vez más a Corinn. Lo suficiente para que acabara levantándose y despidiera a sus consejeros y su personal, diciendo que continuaría con ellos por la mañana. Pidió a Haleeven que lo acompañara en la inspección del lugar ceremonial. Después de eso, sabía él, podría ir por fin a Corinn y pasar una última noche con ella.
La cámara había estado en construcción desde el final de su primer año de control de Acacia. Era un proyecto monumental, llevado a cabo de manera más o menos secreta. Básicamente se reducía a un largo y lento ejercicio de excavación. Los cavadores iban al lecho rocoso situado en la base este de la isla, justo debajo del palacio. Nunca había sido un proyecto demasiado obvio, y lo llevaba a cabo un discreto equipo de trabajadores. Toda la piedra cortada dentro salía a través de un único punto de acceso. La utilizaban para ampliar los muelles y crear una isla artificial en la que a los grandes navíos de la Liga les resultaba más fácil atracar. Había muchos usos posibles para el material obtenido y no se decía nada oficialmente del por qué estaba siendo minado.
Hanish sabía que toda la parte baja de la ciudad hervía de rumores sobre lo que se estaba construyendo en el subsuelo. Una fortaleza inexpugnable. Cámaras de tortura. Jaulas en las que criaría bestias antinaturales. Una cámara como el Calath para llevar a cabo juegos y entrenamientos militares. Por mucho que especularan nunca darían con la verdad.
Dentro de la caverna, mirando en derredor mientras los trabajadores ponían en posición los últimos sarcófagos y los sacerdotes lo supervisaban todo con sus adustas facciones vueltas aún más hoscas por la luz blanca de lámparas que quemaban aceite sin echar humo, Hanish se maravilló ante la estructura. Había sido tallada de acuerdo con las especificaciones transmitidas a él por los propios no muertos. En muchos aspectos se parecía a la cámara en Tahalian, con antepasados apilados hilera sobre hilera. Había tenido que ser construida aquí, naturalmente, en Acacia. Era aquí donde la maldición contra ellos había sido creada, y aquí era el único sitio desde el que podía ser invertida. Las rendijas que alojaban cada sarcófago habían sido esculpidas directamente en el granito, alisadas y pulidas, como una enorme colmena hecha a partir de la piedra. Cuando sus antepasados respiraran nuevamente y extendieran las manos y tocaran el mundo con sus dedos corpóreos por primera vez en años, décadas o siglos, serían capaces de acariciar la misma piedra sobre la que habían andado los primeros Akaran cuando partieron a dominar el mundo.
En el punto central de todo aquello estaba la piedra de Scatevith, un único bloque tan oscuro y denso que parecía absorber la vida en sus turbias profundidades. Era el mismo fragmento que había sido tallado del basalto en la base de las Montañas Negras, en el punto más elevado de la altiplanicie del Mein. Sus antepasados se habían visto obligados a ofrecerlo como un regalo para ayudar a los Akaran a edificar el gran muro fuera de Alecia. Hanish lo había cortado de ese muro y traído hasta aquí para que sirviera como la plataforma sobre la que moriría alguien por cuyas venas corriera sangre akarana. Todo estaba en el lugar apropiado.
Intentó recordárselo a sí mismo, decirlo como una plegaria que disiparía todo lo demás. Pero no pudo evitar imaginar a Corinn tal como estaría al día siguiente. Entraría a mediados de la ceremonia, cuando Hanish ya hubiera invocado las antiguas palabras tal como le habían sido susurradas por los antepasados. Corinn iría hacia él en toda su gracia, creyendo que iba a ofrecer unas cuantas gotas de sangre curativas. Él la miraría a la cara, tranquilizándola, acercándola cuanto le fuera posible al momento de la muerte sin que Corinn lo viera venir. En algún momento ella comprendería lo que estaba sucediendo. Él podría haberla puesto en posición sobre la piedra y alzarse sobre ella con el cuenco esperando para recoger su sangre. Podría estar sosteniendo el cuchillo en la mano, incluso podría estar preparándola para recibir el corte que le infligiría. Pero…
En algún momento ella comprendería que él no estaba allí únicamente para pedirle un poco de sangre sino, también, la vida. Probablemente lo vería en los ojos o en los gestos de él o lo oiría en el temblor de su voz en el caso de que no se controlara perfectamente a sí mismo. No iría, de eso estaba seguro, a su muerte calladamente. La imaginó luchando con él mientras la subía a la piedra por la fuerza. Corinn estaría maldiciéndolo, arañándole la cara con los dedos, debatiéndose contra él, intentando sacarle los ojos. ¿Qué le diría mientras hacía todo eso? Se le ocurrían un millar de insultos, y todos serían ciertos.
Haleeven, inmóvil junto a él, intuyó sus pensamientos.
—Ojalá hubiera otro modo —dijo—, pero no lo hay. Las cosas han llegado a esto precisamente de esta manera. Yo, al menos, sé el empeño con que intentaste encontrar a los demás y a cuanto vas a renunciar por los tunishnevre. Es por eso por lo que fuiste elegido. Porque tienes la fuerza para hacerlo.
Hanish sintió que una presión nacía en sus entrañas y amenazaba con manar de él. Sabía que su tío estaba intentando ayudar, pero no podía escuchar cosas semejantes ahora.
—Déjame —dijo. Acto seguido levantó la voz y ordenó a los trabajadores que salieran de la cámara unos instantes. Deseaba estar solo.
Se quedó sentado hasta que desfilaron fuera, ignorando las expresiones de disgusto en las caras de los sacerdotes. Cuando el lugar se hubo sumido en el silencio, donde podía percibir tenuemente el palpitar satisfecho que era el pulso de los tunishnevre, se le nublaron los ojos. Parpadeó una y otra vez, siempre muy deprisa, incomodado por el torrente de lágrimas que no podía evitar que le corrieran por las mejillas. Se las limpió con el duro canto de la mano, preocupado por si alguien —tal vez uno de los sacerdotes— asomaba la cabeza dentro de la cámara y lo veía. Pero las lágrimas venían con una fuerza propia. La emoción empezó con pensamientos de Corinn, pero no la tenían presente únicamente a ella. Su desconsuelo al saber el destino que le tenía planeado se entretejía con el pavor que le inspiraban las fuerzas que se disponía a liberar. Los tunishnevre. Un panteón lleno de despecho habitado por sus sagrados antepasados. Cómo los temía él. Cómo los aborrecía. Había vivido toda su vida inclinándose ante su animosidad, y ahora no tardaría en hallarse cara a cara con ellos, en carne y hueso, como hombres presentes ante él, animados por una versión deformada de la lengua de la Donante.
De chico su padre había llevado a menudo a Hanish a la cámara en Tahalian. Heberen le apretaba la frente contra el frío suelo y lo obligaba a permanecer postrado en aquella postura durante horas. Lo dejaba a solas, diciéndole que tenía que aprender a oír las voces de sus antepasados. Sólo si las oía sería capaz de servirlos. Y de hecho su vida se reducía a servirlos. ¡Qué asustado había estado él! Solo en la oscuridad, con gritos rabiosos de espíritus en el aire, y centenares de cadáveres rodeándolo, vivos y muertos al mismo tiempo. Apenas se había permitido respirar, tan presentes los tenía que los absorbía con cada inhalación. Los había oído, ciertamente. Cada día de su vida los había oído, de una manera o de otra.
Había querido preguntar, incluso de muchacho, por qué los antepasados ansiaban tanto volver a la vida. Si vivir no era más que un preludio para la muerte —y si los vivos no eran más que sirvientes de los difuntos—, ¿por qué los antiguos sentían semejante anhelo por volver a andar sobre la Tierra? Había tenido la pregunta sólidamente planteada en su mente desde su octavo o noveno año. Pero nunca llegó a formularla. Temía que hacerlo supusiera revelar una mentira que avergonzaría a sus antepasados y, de alguna manera, lo pondría a él en una situación muy embarazosa que jamás podría revertir. Ahora, décadas después, ¿qué elección tenía aparte de seguir adelante con la mentira? Era aquello para lo que había trabajado durante todo ese tiempo. Si fracasaba en el despertar, fracasaba en lo que había sido su principal objetivo a lo largo de toda su vida. Así que reafirmó que no fallaría. Haleeven tenía razón. Al elegirlo, los tunishnevre habían elegido correctamente.
Para cuando dejó la cámara había secado el pozo de sus lágrimas, aunque, como descubrió, no tardaría en tener necesidad de llenarlo de nuevo. Su secretario tropezó con él en el pasillo delante de la puerta. Había tratado de alcanzarlo en una loca carrera. En cuanto se hubo recuperado le tendió un trozo de papel enroscado. Acababa de llegar de Bocoum traído por un pájaro mensajero, dijo.
—¿Es de mi hermano?
—No —dijo el hombre de ojos azules redondos y llenos de nerviosismo—. No es suyo, pero le concierne a él. Habla de dos muertes. —Extendió la mano, temblorosa, para ofrecer la nota—. Por favor, señor, querréis leerla vos mismo.
Algún tiempo después, cuando entró en sus aposentos y vio que Corinn alzaba la mirada hacia él, la vio ponerse en pie y echar a andar en su dirección, hermosa como siempre, con un vestido que realzaba sus formas y la cola deslizándose sobre las piedras con el tintineo de minúsculas campanitas que indicaban su progreso. Hanish sabía que no le faltaba nada del impostor, el cobarde, el villano que se oiría llamar por Corinn si ella lo conociera realmente. Lo sabía, pero aun así corrió hacia su abrazo. Se oyó murmurarle la noticia, y se complació en el consuelo de los momentos que estaban por llegar. Se consolarían el uno al otro, compartirían sus pérdidas. Ella no lo odiaría aún, porque sólo ellos dos en el mundo entero se repartían medidas idénticas de exactamente la misma clase de sufrimiento en aquel momento. Así que pensó en eso, e intentó olvidar que al día siguiente la mataría.