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El horror de la guerra a gran escala iba más allá de cuanto había experimentado Dariel en sus años como incursor. Afortunadamente, mantuvo en el centro de su ser un núcleo de serenidad que lo ayudó a pasar por todo aquello. Desde que se reunió con Aliver y Mena, se había convertido en una versión más joven, feliz y animada de sí mismo. Sabía que estaban comprometidos en una contienda a vida o muerte, pero no se hallaba solo en ella. Había visto cómo su hermana llevaba a la batalla a un ejército con su espada como una extensión de su mano que formara parte de ella. Había visto cómo su hermano iba, desnudo y sin vacilar, a plantarse ante una bestia de pesadilla para luego abatirla igual que un héroe legendario. Apenas podía creer que aquellos dos fueran hermanos suyos. Así que no era un huérfano, después de todo. Tenía una familia. Pronto se habrían hecho con el control y entonces todo —toda la muerte y el sufrimiento, todos los años en el exilio, toda la injusticia que envilecía el mundo— sería reparado.

Esa convicción lo ayudó a cumplir con sus funciones después de la conclusión de la batalla con los antoks. A la mañana siguiente se levantó antes de que amaneciera, tras haber dormido poco más de dos horas. Salió de la tienda todavía manchado de sangre, y con mugre debajo de las uñas, y en los surcos de su frente y su cuello. Estaba impaciente por hacer lo que pudiera por los heridos, los agonizantes y los muertos. Invirtió sólo un instante en echarse agua en la cara y quitar algo de la suciedad de sus brazos, y si se entretuvo ese tiempo fue únicamente porque Mena le ordenó hacerlo. Ella lo había examinado en busca de heridas, y luego lo había interrogado acerca de cuánto rato había descansado y si había comido o bebido. Después de todo, era su hermana mayor. Mena era una de las pocas personas en el mundo que podían exigirle que hiciera cosas semejantes, y Dariel la quería por ello. Cuando todo esto hubiera acabado se sentaría con ella en un lugar tranquilo y le explicaría todo lo que sentía por ella. Le daría sus regalos y admitiría que siempre se había acordado de lo buena que había sido con él cuando era pequeño.

Pensar en esas cosas lo ayudó a vérselas con el dolor y el sufrimiento que las bestias habían infligido a tantas personas buenas. Dariel se envolvió en esa sensación de vínculo familiar como si fuera una capa. Lo ayudó a lo largo de la mañana, mientras examinaba y vendaba heridas, pronunciaba palabras de encomio o aliento, elevaba odres de agua hacia labios resecos. Susurró en el oído delos que estaban a punto de morir. Les explicó lo queridos que eran y lo bien que serían recordados y honrados por las generaciones futuras.

Pasó un par de horas así atareado antes de que la noticia llegara hasta donde estaba. Al principio las palabras gritadas volaron más allá de él, veloces como una ráfaga de viento que le arrancó su capa protectora. Tardó un momento en entender lo que acababa de oír. No lo creyó del todo hasta que estuvo de pie junto a su hermano y su hermana, atónito y sin poder apartar la mirada del pequeño grupo de enemigos que había ante ellos.

No eran más que diez, altos y rubios, feroces y de largos cabellos, armados únicamente con dagas. Tranquilos y completamente a sus anchas, proyectaban seguridad en sí mismos e indiferencia a los miles de ojos llenos de odio fijos en ellos. Maeander Mein. Dariel no podía imaginar qué quería, pero nada más verlo, sintió que se le hacía un nudo en las entrañas.

Mientras uno de los oficiales meinish lo anunciaba formalmente a Aliver, Maeander miró en derredor con una sonrisa de labios muy finos en el rostro, estudiando a Aliver y a los demás como si no hubiera visto nunca un grupo tan gracioso. Todo él irradiaba un ágil poderío. Era perfectamente proporcionado, musculoso pero no demasiado fornido, el torso firme y esbelto, como si llevara la mayor parte de su fuerza en el núcleo y abajo en los muslos. Dariel imaginó que sería rápido y no encontró difícil creer en su reputación de hábil asesino. Pero lo que hizo que le ardiera la sangre fue su arrogancia.

—Príncipe Aliver Akaran —comenzó Maeander, una vez concluidas las formalidades—. ¿O preferís ser llamado el Rey de la Nieve? Debo decir que es una extraña apelación. No veo ni rastro de nieve. Si un copo cayera sobre esta tierra agrietada por el sol, chisporrotearía, y en un abrir y cerrar de ojos habría desaparecido.

—No elegimos lo que nos llaman los demás o decidimos cómo nos conocerá la historia —respondió Aliver sin perder la calma.

—Eso es muy cierto —dijo Maeander—. Podemos esforzarnos por alcanzar la grandeza, pero ¿quién puede saber lo que nos deparará el futuro? Estoy seguro de que vuestro padre jamás imaginó que uno de sus vástagos mandaría a un ejército variopinto venido de los desiertos de Talay. O que otra sería amante de su conquistador, otra el símbolo de una secta religiosa de Vumu, y el último un vulgar incursor de los mares. Por mucho que nos empeñemos en tratar de hacer que no sea así, nuestras vidas siempre son una sorpresa, ¿verdad?

Mientras hablaba su mirada se apartó de Aliver y se posó en Mena. Permaneció fija en su rostro, y luego bajó lentamente por su cuerpo como si le estuviera tomando la medida a una cortesana. Antes de que apartara la vista, no obstante, le dirigió una inclinación de cabeza. Fue un gesto lleno de deferencia, casi respetuoso, que no parecía corresponderse en nada con el carácter que había esperado Dariel. Cuando al instante siguiente encontró la mirada de Maeander posada en él, a Dariel le entraron ganas de borrarle la sonrisita de los labios con sus puños. Pero no estaba nada seguro de que fuera a ser capaz de hacerlo en el caso de que lo intentara, tal era la peligrosa tranquilidad con que se desenvolvía Maeander.

—¿Qué quieres decirme? —le preguntó Aliver.

Maeander extendió las manos ante él como un mercader que pretende atestiguar su honestidad.

—Quiero hacerte una oferta. Una muy simple. Baila un duelo conmigo, Aliver. Sólo tú y yo, en igualdad de condiciones, a muerte. Nadie interferirá; así todos podrán ver cuál de nosotros es el más grande.

—¿Un duelo? —preguntó Aliver—. ¿Qué resolverá eso? No me estarás pidiendo que crea que tu ejército admitirá la derrota después de que hayas muerto, ¿verdad? ¿Hanish recogerá sus cosas y se irá de Acacia, de regreso a los páramos del Mein? Eso me tentaría, pero no es una posibilidad. Los dos lo sabemos.

Maeander rió. Admitió que no prometía tal cosa. Tampoco pedía a Aliver que prestara un juramento similar. Pero ¿por qué no enfrentarse el uno al otro como hombres? Había habido un tiempo en que los líderes se ponían al frente de sus ejércitos y dejaban que su propia sangre santificara la lid. Eran ellos quienes tenían más que ganar o perder; así pues, ¿por qué no arriesgar sus vidas tan libremente como ponían en peligro las vidas de otros? Era un noble ideal que tanto meins como acacios habían abrazado antaño. Había sido olvidado en el transcurso de las generaciones desde el reinado de Tinhadin, cuando la nobleza fue aplastada, vilipendiada y…

—Estás loco —lo interrumpió Dariel. No pudo contenerse. Aliver parecía estar considerando la oferta. Nada en su tono o su porte sugería el desdén que Dariel consideraba apropiado para la ocasión. Quería asegurarse de que su hermano entendiera lo que pensaba él de aquella absurda proposición—. Tenemos un ejército que combate por sus propias razones. Todos los hombres y las mujeres que hay aquí son libres. Y si están haciendo la guerra es por una libertad todavía más grande. Ningún soldado de este ejército arriesgaría la vida de Aliver antes que la suya.

Un coro de voces afirmó eso desde todas las direcciones a la vez. Aplaudieron, gritaron, maldijeron. Unos cuantos lanzaron rápidos insultos.

Maeander se dignó mirar a Dariel el tiempo suficiente para hacer una pregunta.

—Tú eres el incursor, ¿verdad? No esperaba de ti que supieras nada del honor. Sólo estoy proponiendo que Aliver haga su parte, que se enfrente a un igual y sea puesto a prueba.

Dariel escupió en el suelo. Sintió que la mano de Mena le tocaba el codo, pero lo apartó.

—¿Un igual? Tú no eres un rey. No eres Hanish. ¿Por qué iba a arriesgarse Aliver Akaran a tu traición cuando esto ni siquiera es sobre ti? Tienes que estar muy desesperado. —Volviéndose para gritar al gentío, dijo—: Ésa es la razón por la que está aquí. ¡Los meins están desesperados! Los tenemos vencidos, amigos. Todo se reduce a eso.

Con los ojos nuevamente en Aliver, Maeander habló a través del tumulto de voces que respondió a las palabras de Dariel.

—No hay nada que una tanto a un ejército como un símbolo. Si me matáis, príncipe Aliver, tenéis mi permiso para separarme la cabeza de los hombros. Id y clavadla en la punta de una pértiga y levantadla para que el mundo la vea. ¡Maeander Mein muerto! ¡Aliver Akaran triunfante! Vuestro ejército se doblaría de la noche a la mañana. Las masas oprimidas, la mayoría de las cuales ha olvidado a quién pertenecía el talón que las apretó contra el polvo antes de que lo hiciera el de mi hermano, se alzarían en una gran ola. ¡Profecías cumplidas! ¡Destino! ¡Castigo!

Aliver parecía sentirse muy a gusto con aquella discusión. No parecía sorprendido por la situación, y tampoco parecía afectarlo en lo más mínimo tener delante el rostro del hombre que había orquestado tantos días de muerte. Se inclinó hacia delante, visiblemente interesado, con una mano levantada en un gesto para acallar a las tropas.

—¿Y si perezco?

—Ah, eso es lo bueno que tiene el asunto —dijo Maeander—. Vuestra muerte daría nacimiento a un efecto bastante similar. ¡Furia! ¡Rabia! Qué gran héroe seríais, habiéndoos sacrificado por vuestra nación. A veces un mártir inspira una curiosa especie de devoción…

—Hablas bien —dijo Aliver—, pero todas esas mismas cosas podrían decirse de ti. Si triunfaras, tendrías las mismas recompensas. Así pues, ¿no deberíamos pensar que en última instancia este duelo carecerá de efecto?

—No, en absoluto. Yo soy temido, pero no querido. Soy poderoso pero no el caudillo supremo, como ha señalado muy bien vuestro hermano. No, vos ganarías más con mi muerte que yo con la vuestra.

—¿Entonces por qué ofreces este duelo?

—Porque es idiota —dijo Dariel.

Maeander prescindió de su sonrisa y la sustituyó por una máscara instantánea de gravedad.

—Tiene razón. Considérame un idiota, Aliver. Pero lucha conmigo. Te reto según los Antiguos Códigos, aquellos que estaban en vigor antes de la época de Tinhadin. Como hombre de honor, no te queda otro remedio que aceptar. Tú lo sabes, por mucho que tu hermano lo ignore.

Durante el consejo privado que se celebró a continuación, Dariel intentó hacer razonar a Aliver. Reiteró su creencia de que era una locura acceder a un duelo. Era un ardid, alguna clase de treta, una traición hija del desespero. Nada bueno podía salir de ello. Maeander debería ser repelido, capturado o muerto allí mismo. No merecía la protección que confería el parlamentar. Dariel dijo esas cosas numerosas veces de distintas maneras, con una creciente frustración porque Aliver lo escuchaba con ecuanimidad y sin embargo parecía seguir estando determinado a aceptar el reto. Desde el momento en que el pequeño grupo se reunió en su tienda estuvo claro que Aliver ya había tomado su decisión. No se sentó mientras indicaba a los demás que lo hicieran. En lugar de sentarse, se quedó de pie y se dedicó a ir de un lado a otro, desperezándose para mantener el cuerpo lo más ágil posible.

En su voz suave y mesurada, acentuada por su origen talayo, Kelis preguntó:

—¿Qué son esos Antiguos Códigos de los que habló Maeander?

Aliver explicó que eran las pautas no escritas de conducta del lejano pasado, cuando el Mundo Conocido se hallaba formado por poderes tribales que se regían a sí mismos. Cada uno tenía sus propias costumbres, aún más variadas que las que existían ahora. Pero cuando trataban fuera de un grupo tribal en particular confiaban en reglas de conducta establecidas que todos entendían. Nombró varias de las costumbres, y habría podido continuar si Leeka Alain no hubiera terminado por él.

—Es verdad que algunos de los Antiguos Códigos están mejor olvidados —dijo el general—, pero Maeander ha evocado un precedente conocido. El muy bastardo… En aquellos tiempos los reyes se encontraban ante sus ejércitos respectivos e intentaban resolver sus disputas antes que poner en peligro a sus tropas. A veces luchaban a muerte. La Primera Forma, Edifus en Carni, fue un duelo tal.

—Y Tinhadin acabó con esos códigos, ¿no?

Leeka suspiró y rumió su respuesta un momento antes de hablar.

—Para nuestra eterna vergüenza. Lo reescribió todo, sin embargo, no sólo esos códigos. Puso a la totalidad del Mundo Conocido bajo su control, y mucho de lo que había sido no pudo persistir por más tiempo.

Melio Sharratt, que había mandado la fuerza vumu el día anterior, estaba sentado junto a Mena. Era el que le había enseñado cómo usar una espada. También había ayudado a salvarla de los antoks, y debido a ello nadie puso objeciones cuando Mena lo incorporó al consejo. Aliver se acordaba muy bien de él y la noche anterior había comentado lo afortunada que era su llegada. Melio preguntó si nadie había sustituido nunca al rey y luchado en su lugar.

Aliver intervino antes de que ninguno de los presentes pudiera responder, firme pero sonriente.

—Nadie me sustituirá. No tú, Kelis: veo que lo estás pensando. Y ciertamente no tú, Melio. ¿Todavía te crees superior a mí… como hacías cuando éramos niños?

—En absoluto, mi señor —dijo Melio con la máxima deferencia—. Ya hace mucho que me sobrepasasteis.

Aliver hizo una pausa en sus ejercicios y fue mirándolos a los ojos uno por uno. Su rostro, bruñido por el sol, era esbelto y lleno de apostura. Sus ojos castaños mostraban toques de gris en ellos, salpicados de vetas plateadas como estaban. Nunca se había parecido más al ideal de un joven rey.

—Maeander tiene razón. No puedo ignorar los Antiguos Códigos. Son parte de aquello por lo que estamos luchando. Creo en la noción de la responsabilidad de líder que él ha citado. Si creo en ella, ¿qué otra elección tengo aparte de la de aceptar lo que ofrece? Si lo hiciera estaría traicionando todo lo que quiero ser. No desperté esta mañana esperando esto, pero aquí está. Es mejor darle la bienvenida que rehuirlo.

Nadie ofreció una refutación a esas palabras. Ni siquiera a Dariel se le ocurría cómo seguir argumentando.

—Si todo esto ha sido decidido —dijo, con una sombra de amargura en la voz—, ¿por qué estamos aquí hablando?

El humor elevó las comisuras de la boca de Aliver.

—Estoy aquí por el placer de tu compañía y para que esos hombres de ahí fuera sigan absortos en sus cavilaciones.

—¿Puedes prometerme que no morirás? —Dariel sabía que sonaba infantil, pero había pensado la pregunta y no pudo evitar formularla—. ¿Puedes prometer eso?

No, admitió Aliver. Por supuesto que no podía hacer semejante promesa. Se acercó a Dariel, y lo cogió con la palma de una mano a lo largo de la línea de su mandíbula. Lo llamó Hermano y le recordó que había estado junto a su padre cuando Thasren Mein le clavó una hoja envenenada en el pecho. Estaba a un brazo de distancia, dijo. Vio la hoja mientras era impulsada hacia delante. Vio la cara del asesino, y desde entonces la había visto un millón de veces. Hubiera podido esculpirla en piedra y reproducir el rostro con toda exactitud hasta el último detalle. En realidad el duelo que iban a librar no había sido ofrecido aquella mañana. Había empezado el día en que él permitió que Thasren matara a su padre.

—Combatimos por nobles ideales —dijo—, pero además la sangre es la sangre. Los padres han de ser vengados. Eso, también, es un Antiguo Código. Puede que Maeander lo haya olvidado, pero yo no.

Mientras se desceñía la Confianza del Rey y la dejaba sobre la mesa de campaña ante él, Aliver explicó a un mensajero que aceptaba el reto. Lucharían con dagas. Ninguna otra arma. Ninguna clase de coraza. Serían únicamente ellos dos, y pasara lo que pasara Maeander y/o sus hombres podrían salir del campamento sin ningún percance una vez terminado el duelo. Tales eran los particulares sobre los que Aliver prestó juramento.

Unos minutos después, de nuevo fuera de la tienda, el sol parecía haber blanqueado el mundo. Había demasiada claridad. Dariel entornó los ojos mientras contemplaba el espacio marcado para la lid. Sería un pequeño óvalo, circundado por un muro de cuerpos, todos ellos desarmados, que habrían jurado no ayudar o estorbar a los dos contendientes. Se quedó mirando mientras Aliver y Maeander recorrían el espacio, llevando consigo únicamente los escasos artículos con los que combatirían. Recibieron instrucciones y acto seguido sus armas fueron examinadas, lavadas para limpiarlas de venenos, e inspeccionadas en busca de artilugios secretos.

Mena apareció detrás de Dariel, lo agarró por el hombro y susurró:

—¿Aliver no mató al antok? ¿No ha estado en íntima comunión con los santoth? Antes cazó un lárix. Quizá la hechicería ha estado presente en su vida todo el tiempo. Ten fe en él, Dariel.

Y entonces llegó el momento. Aliver se detuvo ante el otro hombre sin camisa, llevando únicamente la falda hasta las rodillas, propia de un corredor talayo, y su cuchillo como una astilla de hielo en su mano. Maeander llevaba un thalba tan fino que los contornos de su musculoso pecho y abdomen eran visibles a través de él. Su cuchillo era más corto que el de Aliver, con una ligera curva hacia la empuñadura, y de un tono oscuro en la hoja. Aliver dijo algo. Maeander pareció perplejo por un instante y entonces pareció entender y respondió.

Dariel no oyó lo que se dijeron. Fue testigo de lo que siguió a aquellas palabras desde un lugar extraño y callado, sin ser consciente de su cuerpo, no oyendo nada y distinguiendo únicamente lo que era realzado por la intensa claridad solar. Vio cómo los dos hombres describían círculos el uno en torno del otro. Cada uno midió los puntos fuertes y las flaquezas del otro mediante una serie de ataques y paradas preliminares. Vio cómo los finos labios de Maeander sonreían y bromeaban, manteniendo un flujo continuo de comentarios de los que Dariel no podía oír una sola palabra. Vio cómo Maeander se lanzaba a un ataque, tan rápido que parecía una serpiente con capucha. Aliver voló hacia arriba fuera del ataque, con un salto que lo llevó por encima de la cabeza de Maeander, asestando un tajo mientras lo hacía. Maeander, todavía como una serpiente, se inclinó hacia atrás. Se pegó al suelo, con los hombros tocando el polvo al tiempo que sus piernas lo llevaban por debajo de Aliver y lejos de él.

En cualquier otro momento esa serie de movimientos habría desconcertado a Dariel, pero ninguno de los dos contendientes se detuvo a evaluar lo que acababa de tener lugar entre ellos. Describieron más círculos, lanzaron más tajos. Sus cuchillos chocaron. Mientras se separaban, Aliver cortó la piel de uno de los nudillos de Maeander. El ritmo se incrementó. Las dos siluetas se convirtieron en manchas borrosas de movimiento que se deslizaban una en torno a la otra, atacando y retirándose, girando tan deprisa que costaba distinguir quién era quién. Alguien hizo brotar sangre del hombro del otro. Uno de ellos cayó y tuvo que alejarse a un lado yendo a cuatro patas. Dariel pensó que era Aliver, pero al momento siguiente Aliver estaba en el aire por encima de la nube de polvo, girando como un acróbata mortífero; su hoja surcaba el vacío en la punta de la órbita que describía.

Mientras lo miraba, Dariel sintió los primeros atisbos de esperanza. Aliver estaba bendito. ¿De qué otro modo hubiera podido bailar sino por delante de cada uno de los ataques que lanzaba Maeander, más rápido que él, más perfecto en la ejecución, puro arte mortífero en movimiento, llevando a cabo sus propios ataques con unas florituras ante las que Dariel imaginaba la Forma en la que aquello se convertiría algún día? ¡Sí, eso era! Estaba presenciando la creación de una Forma… Mena tenía razón; la hechicería tenía que estar actuando ante sus ojos. Y Aliver tenía razón; saldría vencedor de aquello en nombre de su padre. Concluiría el duelo iniciado años antes.

Y entonces Dariel vio cómo sucedía. Por unos segundos su mente sólo registró los detalles físicos, la propia escena en vívidos colores, con un segundo disipándose dentro del siguiente sin que él hubiera entendido el significado de lo que acababa de presenciar. Aliver, habiéndose agachado por debajo de la acometida de la daga de Maeander, recurrió a los músculos de su pecho y su hombro para crear el arco cortante que se abriría paso a través del abdomen de Maeander, tal como había destripado al antok. Eso, al menos, era lo que hubiese debido suceder. Pero lo que sucedió fue muy distinto.

Maeander saltó, una rápida explosión de potencia que salió disparada de sus muslos fue a través de los músculos de sus pantorrillas puestas en tensión y descendió hasta los dedos de sus pies. Flotó hacia arriba en el aire. Aliver se irguió mientras su hoja pasaba suspendida a través del abdomen de Maeander, tan cerca que Dariel creyó que la punta rasgaba la tela del thalba que llevaba. Entonces Aliver se elevó tal como había hecho el otro hombre, queriendo que ese movimiento pusiera fin a la lid, queriéndolo tan desesperadamente que centró la totalidad de su ser en el acto de desgarrar la carne. Lo que olvidó fue el cuchillo todavía en la mano extendida de su oponente, detrás de su cabeza mientras el brazo de Maeander pasaba a quedar apoyado en su hombro. Aliver aún estaba completamente concentrado en su ataque cuando Maeander le hincó la punta de la hoja en la nuca.

Entonces apareció la sacudida de la comprensión, pero ya era demasiado tarde. Maeander dibujó un creciente lunar a partir de la nuca de Aliver, alrededor de ella, a través de la arteria que había allí, y todo el camino hasta debajo de su barbilla. Cogió casi delicadamente la forma giratoria de Aliver y la bajó, muy despacio, hasta depositar el fardo ensangrentado en el suelo. Un segundo después se incorporaba en un rápido giro y se alejaba, con el cuchillo de Aliver en la mano, enarbolándolo, triunfante, sin percibir el frenético tumulto que acababa de crear. Era como si Maeander lo hubiera orquestado todo.

Dariel irrumpió en el óvalo junto con el enjambre de gente que corría hacia Aliver. Tuvo que empujar y apartar del camino a otros, chillando, aunque no podía oír nada, ni tan siquiera a sí mismo. Puso los brazos debajo de su hermano, sintió el calor del líquido que fluía de él, la horrible flaccidez de su peso. Temeroso de que fuera a causarle alguna herida más, intentó ser delicado, apaciguar, tranquilizar. Habló cerca de la sien de Aliver. Odió la manera en que su cabeza oscilaba hacia los lados. Se maldijo a sí mismo por ser tan torpe. Pensó que quizá debería bajarlo para no empeorar las cosas, pero entonces se dio cuenta de que Mena estaba enfrente de él, sosteniendo a su hermano del mismo modo en que lo hacía él, con la cara blanca como la muerte, convulsionada por la aflicción. Por la aflicción, no por el miedo. No por la preocupación o el desasosiego… sino por la aflicción.

Bajando los ojos una vez más, Dariel vio lo que había ante él.

Entendió la enormidad de lo que acababa de ocurrir. Nunca volvería a ser capaz de mirar el cuello de otro hombre sin verla herida que había matado a Aliver Akaran. Era demasiado. Demasiado. Cualquiera que fuese la emoción que había en él, rebasaba su capacidad de contenerla.

Se levantó. Sus ojos volaron en la dirección por la que había partido el grupo de Maeander. Tardó un momento, pero los divisó, una pequeña comitiva que avanzaba entre el gentío que les iba abriendo paso de mala gana. Sintió el impacto de miles de ojos. Sabía qué era lo que estaban esperando, y él quería lo mismo. Sentía la misma emoción que estaban sintiendo todos, y con las miradas fijas en él se convirtió en el centro de aquélla. Una rabia incontenible, un aborrecimiento en estado puro que brotaba de sus ojos como si una estrella estuviera haciendo explosión dentro de su cabeza. Quería cometer un crimen de honor. Sabía que con el tiempo se avergonzaría de él y que tendría que saldar cuentas, no con el propio acto sino con el hecho de saber por siempre después que Aliver no lo habría aprobado. Pero no había manera de detenerlo. Cuando abrió la boca hizo lo peor que podía hacer. Pidió un millar de cómplices. Con los ojos aún fijos en las cada vez más lejanas espaldas de los meins, renegó de las virtudes que su hermano habría exigido de él.

—Matadlo —susurró.

Cuando nadie respondió, levantó la voz y gritó la orden lo más fuerte que pudo. Esta vez, ellos —y él mismo— oyeron claramente su voz.