El cisne de papel esperaba justo dentro del portal. Alguien tenía que haberlo introducido por debajo de la puerta. El cómo se había logrado tal cosa no estaba del todo claro, habida cuenta del posicionamiento del objeto, el modo en que permanecía erguido a unos cuantos centímetros de la rendija bajo la puerta, un espacio no tan alto como la estilizada criatura geométrica que tenía que haber pasado por debajo de ella. Además, había una nota a su lado. Sólo una cinta de papel, tan delgada que costaba de recoger. Corinn hizo tal cosa con mucho cuidado, pellizcándola entre dos uñas. «Aceptad este regalo —leyó— por si se diera el caso de que os hiciese falta».
No estaba firmado, pero Corinn sabía quién lo había enviado. Cómo se las habían arreglado los agentes de Sire Dagon para burlar a los guardias exteriores ya era incapaz de imaginarlo, y la sensación de que quizás habían estado dentro de su habitación mientras dormía hizo que sintiera un hormigueo en la piel. Se llevó el cisne a la nariz y lo olisqueó, minuciosamente. No había ningún olor. Apretando el papel entre los dedos, pudo sentir la áspera textura de los cristales que contenía. Sabía que los granos se destilaban de las raíces de una flor silvestre mediante un proceso conocido únicamente por la Liga. A partir de ellos preparaban un veneno letal, uno que no podía ser olido o saboreado o detectado después. Pensó en volver a mirar la nota, pero ya se había desmenuzado en finas partículas. Lo único que quedaba de ella era un residuo en sus dedos y unos cuantos vestigios en el suelo. La tenue corriente de aire que se colaba por debajo de la puerta ya había empezado a dispersarlos.
Corinn estaba en su antigua habitación, donde a veces pasaba la noche cuando Hanish se hallaba lejos. Le proporcionaba una mayor intimidad, y últimamente había empezado a necesitar cada vez más la soledad mientras intentaba hacerse con el control del torbellino de pensamientos que se agitaban en su interior. Aquella mañana había despertado creyendo que los próximos días iban a cambiar por completo el curso de su vida. El mensaje en forma de cisne fortaleció aquella creencia. Era una pequeña, silenciosa y potente confirmación de que fuerzas presentes en el mundo estaban actuando al unísono con ella. Sabiendo que era mejor no tocarlo demasiado, alisó las alas del pájaro y se lo puso debajo del cinturón.
Dio media vuelta y se encaminó nuevamente hacia el área de su vestidor, donde había estado antes de que reparara en el cisne. Se sentó en el taburete frente a su tocador, un conjunto de espejos que le devolvían variaciones de su imagen convertida en reflejos. Tenía intención de planear los acontecimientos, pero se detuvo por un instante para mirar en los espejos. Como le sucedía a menudo últimamente, se sentía inquieta. Cada una de las visiones de su cara mostraba un personaje distinto. Dependiendo de cuál fuera el ángulo, parecía desgraciada o arrebatadora, delicada o agitada o segura de sí misma o… malvada. Sí, vista de medio perfil, desde la izquierda, Corinn no pudo evitar reconocer una antes no percibida crueldad en la inclinación de sus ojos y su boca, y en el modo en que mantenía levantado el mentón, como si fuera un arma sobresaliendo en advertencia. Corinn odiaba lo que veía allí. O a veces lo hacía. Otras veces, en cambio, odiaba lo que veía desde los otros ángulos. ¿Cuál de aquellos rostros debería presentar a Hanish en su regreso?
Él tenía previsto llegar al día siguiente. Navegaría a la vanguardia de una flota de navíos que traían a sus legendarios antepasados a la isla. El día anterior le había enviado una carta, repleta de su entusiasmo, aludiendo a sus planes para ubicar lo más deprisa posible a los antepasados dentro de la cámara recién construida. Hablaba de la alegría que sintió al ver tantísimos navíos cargados con los sarcófagos. Qué espectáculo tan maravilloso, había escrito. ¡Como si Corinn fuera a sentir lo mismo que él! Hanish le recordaba cómo esperaba que ella hiciese honor a su promesa de ayudarlo a liberarlos para su eterno descanso. Una vez que hubiera hecho eso, la brecha que había marcado durante décadas al Mundo Conocido por fin quedaría cerrada. Tanto los meins como los acacios tendrían una nueva oportunidad de disipar sus viejas animosidades. La Tierra, prometía Hanish, por fin podría empezar a sanar. Esta guerra siempre había sido sobre eso. Era una larga batalla, una travesía épica, pero el fin estaba próximo. Escribía: «Tú, Corinn, me ayudarás a hacer que todo eso sea posible. Tanto mi pueblo como el tuyo te reverenciarán por ello. Y yo también te reverenciaré».
—Él desconoce lo que hay en mi interior —le dijo Corinn a la habitación que guardaba silencio a su alrededor. Había habido un tiempo en que el mero hecho de que así fuera la habría llenado de congoja. Ahora, sin embargo, todo lo que había planeado dependía de ella misma. Hanish creía poder manejarla a su antojo como si ella hubiese nacido ayer; Corinn, no obstante, estaba decidida a no permitir que eso llegara a suceder—. Él desconoce lo que hay en mi interior.
—No —dijo suavemente una voz, a modo de respuesta—, eso ningún hombre lo sabe. Ningún hombre podrá saberlo jamás.
Corinn saltó de su asiento, giró en redondo, y buscó el origen de la voz. En un primer instante no vio nada. La habitación estaba desierta, habitada únicamente por sus pertenencias familiares, resguardada bajo los murales repletos de escenas bucólicas que cubrían el techo y los tapices multicolores que embellecían las paredes. Entonces un hombre rasgó súbitamente la frontera que separaba un par de tapices y se hizo visible. Estaba a sólo unas Zancadas de distancia. Su proximidad, la concreción de su presencia, la conmocionaron hasta tal punto que por un instante sintió que le faltaba el aliento.
—No temáis —dijo el hombre—. Por favor, princesa, no deis la voz de alerta. Estoy aquí para ayudaros. Sirvo a vuestro hermano, y os sirvo a vos.
Ella lo reconoció tras sólo unas cuantas palabras. Era Thaddeus, el canciller. El más íntimo amigo de su padre. El hombre que lo había traicionado. ¡Por la Donante, qué viejo que era! Su rostro estaba surcado por profundas arrugas, y tenía las mejillas hundidas y el cuerpo encorvado. Se lo veía tan fatigado, con bolsas bajo los ojos, inseguro sobre sus pies, oscilando ligeramente mientras cargaba con un libro que mantenía apretado contra su pecho… Sin saber muy bien cómo, Corinn logró hablar a través de su sorpresa y preguntó lo primero que le pasó por la cabeza.
—¿Cómo habéis entrado aquí?
Thaddeus preguntó si podía sentarse. Habló en voz baja, emitiendo sus palabras con una tenue falta de inflexión.
—Con mucho gusto os lo contaré todo, princesa Cor…
—¿Estáis en mi habitación? —preguntó Corinn, cada vez más incrédula a medida que la imposibilidad se adueñaba de ella—. ¿Cómo podéis estar en mi habitación?
—Por favor, ¿puedo sentarme? Si no lo hago, es muy posible que me desplome. Y… por favor, ¿podríais aseguraros de que no nos molestarán? No puedo ser descubierto. Enseguida os explicaré por qué.
Corinn se lo quedó mirando. Sabía que tenía que pensar deprisa. Visitas como aquélla tenían una importancia que no podía malinterpretar. No podía dar ningún paso en falso, porque lo que quiera que fuese que había sacado del pasado a aquel hombre y lo había traído a su habitación, simplemente no podía ser ignorado o dilapidado. Y ciertamente Thaddeus no parecía representar ninguna amenaza física para ella. Como quiera que hubiese llegado hasta allí y cualquiera que fuese el motivo que lo había traído y sin importar cómo Corinn fuera a vérselas con ello, debería escucharlo, y debería hacerlo a solas.
—Esperad aquí —susurró.
Salió al pasillo e informó a sus sirvientes de que no quería ser molestada por ninguna razón. Ordenó apostar guardias en las puertas exteriores a sus aposentos, y llevó a Thaddeus a la alcoba resguardada justo dentro del balcón. Allí le hizo tomar asiento en una silla de respaldo recto mientras ella iba y venía ante él. Entonces Thaddeus se lo contó todo. Explicó cómo había entrado en el palacio y cómo había deambulado por los pasajes secretos ocultos dentro de los muros. Tardó no sabía cuántas horas en llegar a la habitación de Corinn, pero al final encontró un túnel de techo muy bajo que desembocaba en el rincón de la pared detrás de su cama. La asombraría saber que había estado allí todo el tiempo, escondido por un simple truco en la arquitectura. Pero no estaba empezando por el principio.
Lo había enviado Aliver, dijo, y acto seguido se embarcó en una atropellada y nerviosa descripción del hombre en que se había convertido su hermano al madurar. ¡Cómo había crecido para cumplir, para exceder, cuanto Leodan pudiera haber llegado a imaginar para él! Tenía una gran visión. Tenía un don para poner en acción a las masas. Estaba pletórico de urgencia y propósito. También habló de Mena y de Dariel, la sacerdotisa que blandía la espada y el osado incursor de los mares. Ambos estaban inmersos en una batalla que no podían perder. Aliver había inflamado a la gente con la convicción de que su destino estaba en sus manos. Él, cuando hubiera salido victorioso, no reinaría sobre ellos. Reinaría para ellos. Mediante su permiso y únicamente en interés suyo. Barrería toda la escoria que impulsaba al Mundo Conocido tal como era actualmente y encontraría nuevas formas de prosperar. Edificaría la confianza entre las naciones, ennoblecería a los oprimidos, quebraría el espinazo de la Liga, prescindiría de la Cuota, aboliría los trabajos forzados.
El anciano canciller siguió y siguió. Corinn escuchaba, dándose cuenta de que se suponía que hubiera debido sentirse llena de alivio, de alegría, de expectación. Intentó sentir todas aquellas cosas. Cuanto más hablaba él, sin embargo, más le parecía estar oyendo los delirios de un loco. Pura imaginación. La materia de la que estaban hechos los cuentos para niños. Una fantasía en la que ella no sentía que tuviera parte alguna. ¿Cómo podía creer Thaddeus que ninguna de esas cosas llegaría a hacerse realidad? Corinn ya había oído parte de esa historia antes, de labios de Rhrenna y Rialus. Había hecho acopio de otros fragmentos a través de conversaciones que había escuchado. Pero ahora que tenía sentado ante ella a aquel hombre en toda su carne envejecida, le parecía menos creíble que nunca. Thaddeus hablaba como un discípulo recién convertido, empeñado en adorar a un profeta de… ¿de qué? ¿La igualdad? ¿La liberación? Sonaba como si Aliver planeara edificar un imperio en el cielo, algún reino idílico que flotaría sobre las nubes. Algo semejante se desvanecería igual que las nubes, quería decir Corinn, barrido por la primera brisa que soplara con un poco de fuerza. Una chispa de amargura sorprendentemente intensa llameó en su interior, pero se aseguró de ocultarla.
Un mono dorado apareció en el balcón. Tenía que haber saltado desde algún lugar situado muy por encima de ellos, y pareció sobresaltarse al encontrarlos en la alcoba resguardada del sol. Chilló, con una vocecita tan aguda como el trino de un pájaro. Su pelaje brillaba intensamente contra el fondo azul del cielo. Corinn le dio la espalda.
—Hanish regresa mañana. Trae consigo a los tunishnevre. Quiere que lo ayude a celebrar la ceremonia que pondrá fin a la maldición. Dice que una vez hecho eso, gran parte de la brecha entre los meins y los acacios quedará cerrada para siempre. Pasará a ser historia, dice él. Ya no será el presente o el futuro. ¿Qué opináis de ello?
—¿Va a traerlos aquí? —preguntó Thaddeus. Luego permaneció callado unos segundos, con la boca abierta y los ojos vidriosos—. Tendría que haberlo sabido. Pues claro que los… Ha dispuesto del tiempo necesario para preparar una cámara aquí. Envió a su hermano a combatir contra Aliver, no porque no se tomara en serio la amenaza, sino porque se reservaba un propósito más grande para sí mismo. Os ha mantenido a buen recaudo aquí durante todo este tiempo… Sí, habría tenido que preverlo. Nosotros hemos hurgado dentro de nuestros propios mitos en busca de aliados, así que no veo por qué no iba a hacerlo él.
Levantó la vista hacia Corinn, sus venosos ojos de anciano estaban fijos en su rostro.
—¿Me preguntáis qué opino de ello? Pues opino que Hanish está mintiendo. La tradición dice que hay dos maneras de poner fin a la maldición lanzada sobre los tunishnevre. Hanish podría liberarlos con la entrega de unas cuantas gotas de vuestra sangre, una ofrenda de perdón. Pero su intención es otra. Si os arrebata la vida sin que vos quisierais entregarla voluntariamente y os sacrifica sobre el altar, entonces lo que hará será despertar a sus antepasados, no liberarlos para que puedan conocer la muerte. Los devolverá a la vida. Los tunishnevre recuperarán sus cuerpos y volverán a andar sobre la Tierra, Corinn. Serán increíblemente poderosos y vengativos de una manera que no tiene límites. Si eso sucede, habremos perdido. Ésa es la razón por la que debéis venir conmigo.
—¿Es por eso por lo que vinisteis aquí —preguntó Corinn—, para rescatarme?
—Vine por otra razón —dijo el antiguo canciller. Le habló de los santoth y la corrupción de su conocimiento y de la gran, gran necesidad de disponer de La canción de Elenet. Había dado con ella, explicó, porque por fin había unido las pistas que Leodan dejó para ellos. Aliver aún no sabía de su éxito. Ni siquiera sabía que él hubiera venido al palacio. Necesitaba llevarle el libro lo más deprisa posible, pero ahora era igual de importante que Corinn huyera de la isla con él. Sería arriesgado, pero si escapaban a través de la ruta por la que él había entrado en el palacio, emergerían no lejos del Templo de Vada. Él podía ir hasta el templo y, estaba seguro, una vez allí podría convencer a los sacerdotes de que le entregasen alguna embarcación de pequeño tamaño. Regresaría y la recogería a ella y entonces volarían en alas del viento. Quizás incluso podría enviar un mensaje a Aliver desde el templo, de manera que él pudiese actuar en consecuencia.
Corinn mantuvo el rostro vacío de toda expresión. No quería abordar aquella noción de huida, al menos no por el momento.
—¿Ese libro es La canción de Elenet? —preguntó, señalando el volumen que reposaba sobre los muslos del anciano. No parecía ser gran cosa, realmente, pero reparó en que Thaddeus nunca había apartado las manos de encima de su cubierta, como si temiese que pudiera sucederle algo incluso allí, con tan sólo ellos dos en la alcoba.
Cautelosamente, él asintió con la cabeza.
Corinn extendió las manos hacia el volumen.
—Princesa, no nos queda mucho tiempo —dijo Thaddeus—. Deduzco que Hanish va a regresar mañana. Debemos…
—Dejadme ver el libro —dijo ella, manteniendo los ojos puestos en el canciller y asegurándose de que sus palabras tenían el tono de una orden. Estaba segura de que si no hubiera estado mirándolo con tanta fijeza éste podría haberse negado, dado largas, pensado en una excusa, o cambiado de tema. Thaddeus abrió la boca para decir algo, pero Corinn le arrancó el libro de entre los dedos antes de que pudiera hablar y se apartó unos pasos.
El libro era mucho más ligero de lo que aparentaba. Se abrió con el más leve tirón de sus dedos. Nada más poner los ojos sobre su contenido, Corinn supo con una certeza absoluta que a partir de entonces nada en su vida sería lo mismo. La página estaba repleta de escritura; un sinfín de palabras que giraban, danzaban y se envolvían a sí mismas en toda una serie de complejas volutas. Parecieron moverse ante los ojos de Corinn, cambiando y creciendo mientras las miraba, convirtiéndose primero en una palabra y luego en otra, escritas en una lengua ajena y hermosa. Las palabras que leyó la afectaron como notas que resonaran en su alma. No sabía qué significaban, pero conforme sus ojos las iban tocando, las palabras remontaron el vuelo desde la página y la llenaron de canción. Le dieron la bienvenida. La elogiaron. Danzaron en el aire alrededor de ella como pájaros exóticos. Le aseguraron que habían estado esperándola. Precisamente a ella. Ahora todo iría bien. Ella, ella podía hacer que todo fuera bien. Las palabras se restregaron contra la totalidad de su ser con la vibrante y sensual intensidad de un gato doméstico que pide ser alimentado. Corinn no habría podido explicar cómo oyó, supo o entendió ninguna de aquellas sensaciones, declaraciones o promesas en ese momento. Pero los mensajes y el resplandor sublime de las voces que los pronunciaban eran innegables. Aquel libro era, sin ninguna duda, el regalo que ella llevaba toda la vida esperando recibir.
Cuando lo cerró y la habitación hubo regresado a la normalidad y pudo volver a centrar la atención en Thaddeus, Corinn ya entendía cosas que no había sido capaz de entender antes. Ya veía con claridad lo que había que hacer.
—Esto es maravilloso —dijo, porque no había otra manera de describirlo—. Decidme la verdad… ¿alguien más sabe de este libro? ¿Que lo tenéis en vuestro poder y que se encuentra aquí, conmigo?
—No, y no necesitáis preocuparos por eso. Eso sólo lo sabemos vos y yo. A juzgar por vuestra expresión… ¿Habéis… habéis visto algo en él?
Ella sonrió afectuosamente, pero no le respondió.
—Habéis hecho algo muy grande. Con razón mi padre os quería tanto.
Cualesquiera que fuesen las dudas de Thaddeus, aquella afirmación las disipó de golpe. Sus ojos de anciano se humedecieron inmediatamente.
—Gracias —dijo—. Gracias por hablar así. ¿Podéis perdonarme, entonces? —Corinn dijo que no sabía a qué se refería. ¿Qué tenía que perdonarle? Sólo podía darle las gracias. Eso hizo que de uno de los ojos de Thaddeus cayera una lágrima, que se limpió de la mejilla. Acto seguido se embarcó en otro discurso. Un torrente de palabras fluyó de su lengua, una explicación pormenorizada de qué había hecho y por qué lo había hecho, cómo había lamentado y rezado y trabajado para que las cosas volvieran a estar como tenían que estar.
Corinn no escuchó gran cosa de lo que dijo, pero lo miró, asintiendo, con los ojos muy abiertos y más enormes que nunca. Antes de que hubiera terminado de hablar, la fatiga empezó a poder más que el anciano. Sus gestos se volvieron cada vez más torpes. Sus palabras ya no sonaban tan claras como antes. Después de parpadear, los párpados se resistían a sus esfuerzos por abrirlos de nuevo. Corinn continuó sentada ante él sólo el tiempo suficiente para decidir qué iba a hacer, y una vez decidido lo interrumpió.
—Basta, Thaddeus —dijo—. No veo mácula alguna en ti. ¿Comprendes? —Extendió el brazo y le tocó suavemente la barbilla con la mano—. Estás impoluto. No hay necesidad de que sigamos hablando de ello. Iré a buscar algo para que repongas las fuerzas. Descansa aquí. Cuando regrese, pensaremos qué hacer y cómo hacerlo.
Dándose cuenta de que él podía protestar, volvió a depositar La canción de Elenet contra su pecho. Eso pareció tranquilizarlo. Un instante después, tras haber salido por su puerta atrancada y enviado a una sirvienta en busca de té y algún refrigerio, Corinn se quedó sola, callada y temblorosa. El recuerdo de la canción ya se había vuelto agridulce. Con la canción todo era posible. Ah, cómo la amaba ella. La canción había hecho que la vida pareciese algo bendito, justo y bueno. Ya estaba impaciente por regresar y volver a abrir el libro. Sabía que aprender la lengua que hablaba no sería fácil. Requeriría meses o años de concentrado estudio. El libro se lo había comunicado de alguna manera. Iba a darle muchísimo, pero sólo si ella se molestaba en crear la oportunidad de estudiarlo tranquila, quizá secretamente. ¿Por qué su padre, y todas las generaciones que lo precedieron, habían ignorado la Canción? Qué inmenso absurdo. Ella no cometería su mismo error.
Si iba a hacer lo que estaba empezando a creer que debía, había tantas cosas de las que ocuparse y tan poco tiempo en el que completarlas… Los retos que había aún ante ella tenían que ser asumidos únicamente mediante sus propios recursos, con la astucia que ya poseía, fundamentándose en cosas que ella ya había puesto en marcha. Tendría que pensar cada paso de lo que hiciera, enmendando anticipadamente cada posible error. Tendría que examinar desde cada ángulo posible todo lo que le había dicho Thaddeus sobre las intenciones de Aliver para que pudiera entenderlo todo y supiera cuál era la mejor manera de encararse con ello. Tendría que escribirle una nota a Rialus y encontrar una manera de enviársela mediante un pájaro mensajero. Eso no iba a ser fácil, pero le bastaría con ingeniárselas una vez más. Necesitaría explorar aquellos pasajes en las paredes. Y primero tendría que ocuparse de Thaddeus.
Cuando la sirvienta regresó, Corinn le cogió la bandeja de las manos y dijo que seguía queriendo que no la molestaran por ninguna razón. Vio cómo la joven, acacia como ella, se iba, cerrando la puerta tras de sí. Dejó la bandeja en el suelo. Metió los dedos debajo del cinturón y sacó el pájaro de papel que había doblado. Un golpecito de su dedo bastó para que asumiera su antigua forma de cisne. Corinn apretó los extremos entre los dedos, lo inclinó y contempló cómo un polvo muy fino caía dentro del té. Esperaba que fuera tan inodoro e insípido como aseguraban los químicos de la Liga. Comprendió que en alguna porción de su mente, ella ya había planeado utilizar aquel veneno sobre Hanish. Mientras veía disolverse los minúsculos granos, se obligó a descartar esa idea. Encontraría otro modo de ocuparse de él. Qué casualidad que el paquete hubiera llegado precisamente hoy, justo antes de que el canciller emergiese de la pared. Otra señal de que todo aquello estaba destinado a ser, estaba destinado a suceder de aquella forma.
Cogió una cucharilla de plata y removió el líquido, agitándolo en lentos círculos. No sentía ira alguna hacia Hanish. La traición que tanto parecía turbarlo ni siquiera se hallaba presente en los pensamientos de Corinn. No, aquello no era una decisión emocional. Era muy simple. Thaddeus le había traído el objeto que ella había estado buscando, sin ser consciente en ningún momento de que lo hubiera estado buscando. Pero ahora ella sabía, como a través de algún recuerdo ancestral recién descubierto y devuelto a la vida, que estaba destinada a tener ese libro. Estaba destinada a tenerlo. Ésa era la razón por la que Thaddeus se lo había traído a ella en vez de llevárselo a Aliver. Él no lo sabía, pero Corinn no podía tenerlo más claro. Sólo ella —no Aliver— podría llegar a entender cómo operaba el mundo. Aliver era un soñador, ingenuo e idealista; el mundo, creía Corinn, siempre se serviría a su antojo de aquellos hombres. Ella era la única que sabía cómo había que utilizar el poder. Era la única que entendía más allá de cualquier duda que sólo podía confiar en sí misma. Y en la Canción, claro. El conocimiento contenido en ese libro estaba allí para ser utilizado por ella. Quizá permitiría que Aliver lo utilizara también, se dijo. Sí, lo haría. Cuando llegara el momento, en cuanto hubiera llegado a conocerlo mejor y estuviese segura de que su hermano no era ningún insensato impulsado por el fervor filosófico.
Cuando volvió a entrar en la habitación, no llevaba consigo nada aparte del tazón de té humeante. El antiguo canciller se había quedado dormido. Estaba erguido en la silla, pero la cabeza se le ladeaba en un ángulo desagradable; tenía la boca abierta y la respiración reducida a un mero ruido nasal. Corinn se lo quedó mirando un instante, asaltada por una sensación de nostalgia que nunca llegó a solidificarse del todo en un recuerdo específico. Se dijo que lo que se disponía a hacer era bueno. Algunos morirían, algunos padecerían. Pero cuando todo aquello hubiera terminado, ella ayudaría a crear un mundo distinto de cuanto hubiese surgido antes. Lo haría porque quería a su familia, porque quería asegurarles el éxito, quería asegurar que no caerían presa de los errores fatales a los que su retórica sugería eran peligrosamente proclives. Lo que se disponía a hacer no se haría en contra de ellos, sino para ellos.
Avanzó lentamente. Se aproximó con todo el sigilo de un ángel, con el tazón de té ante ella; el calor que emanaba del líquido era como plomo fundido acunado en las palmas de sus manos.