Maeander lo había presenciado todo desde una plataforma erigida junto a su tienda en el campamento meinish. Disponía de su propia ayuda para la visión, dos catalejos mantenidos juntos mediante una correa para llevar las escenas distantes al seno de una visión binocular. Había canturreado mientras los acacios marchaban ladera abajo en formación de batalla. Había sonreído ante sus titubeos cuando divisaron las jaulas de los antoks. Había imaginado las expresiones de perplejidad que habría en sus caras y reído ruidosamente en estruendosas carcajadas ocasionales que sobresaltaron a los hombres que tenía alrededor.
Con todo, la destrucción ocasionada por las bestias cuando fueron puestas en libertad lo había dejado atónito. Creía saber qué esperar. En los años transcurridos desde que la Liga había traído cachorros de antok como regalos de los lothan aklun, Maeander había supervisado personalmente el adiestramiento que se daba a las criaturas. Las había visto crecer desde el tamaño de cochinillos que mamaban. Había dado instrucciones a los adiestradores de que los prepararan para un momento como éste. Ellos les habían enseñado a odiar todos los colores, infundiéndoles el miedo a la variación visual. En el curso de largos meses de trabajo los habían obligado a igualar el naranja y el rojo, el púrpura y el verde y el azul con el dolor, con el sufrimiento, y les habían enseñado que la única manera de responder a tales cosas era a través de la furia. En su mayor parte aquello no había sido difícil. La furia se hallaba presente en la naturaleza de los antoks desde el momento en que salían, con beligerancia y mediante las patas, de los úteros de sus madres.
Pero lo que vio en el curso de aquellas primeras horas iba más allá de cuanto hubiese podido imaginar. Con una perspectiva de todo el campo de batalla a su alcance, vio cómo los cuatro monstruos trabajaban en algo parecido a la coordinación. Abrían surcos a través de densas concentraciones de tropas, pero no con el abandono gobernado por el azar que tenían que haber percibido los acacios. También iban hacia los bordes de la masa humana, cortando el paso a quienes huían y devolviéndolos al redil, controlando la totalidad del frenesí. Asombrado, Maeander se percató de que los adiestradores no habían mentido en lo tocante a su potencial; las historias sobre aquellas criaturas que contaban los lothan aklun eran ciertas. Iba, pensó Maeander, a ver cómo los antoks aniquilaban hasta al último de los acacios y sus aliados. No se detendrían hasta que cada retazo de color en movimiento hubiera quedado aplastado o hecho jirones. Había sentido, mezclada con la euforia, el palpitar de un nuevo temor a los extranjeros de más allá de las Laderas Grises. Si regalaban libremente unas armas semejantes, ¿qué clase de poderes se reservaban para sí mismos?
Ese pensamiento fue atajado antes de que hubiera podido ir demasiado lejos. El pequeño grupo de forasteros llegó; vumus, como no tardó en descubrir Maeander. Sabía exactamente por qué los antoks no los destruyeron, pero no había anticipado que en plena confusión de la batalla los acacios serían capaces de unir las claves por sí mismos. Maeander soltó un juramento cuando los vio despojarse de sus ropas. Quería gritarles que pararan. ¡Eso no os salvará! ¡Morid con bravura, no con los traseros expuestos al mundo! Y sin embargo siguió mirando mientras ellos iban poniendo lentamente a las bestias bajo control, rodeándolas y encerrándolas con muros hechos de su propia carne. Todos y cada uno de ellos estaban desnudos y vulnerables, sus corazones expuestos. Por ningún otro medio que ése calmaron el salvajismo de los antoks. Maeander nunca habría imaginado tal cosa.
Tampoco pudo dar crédito a sus ojos mientras veía cómo Aliver encontraba una manera de matar a los antoks. Allí estaba el príncipe, desnudo como el día en que vino al mundo y tan parecido a los talayos que había a su alrededor, enarbolando tan sólo dos palmos de acero en una exhibición de coraje que habría enorgullecido al mismo Maeander. No pudo ver con precisión cada detalle, pero vio cómo Aliver saltaba sobre el flanco de la bestia. Unos instantes después la vio cargar contra Aliver, y cuando la criatura se desplomó, supo que cualquiera que fuese la herida que acababa de hacerla caer había sido fatal. Otros en el ejército de Aliver simplemente siguieron su ejemplo, con algunas variaciones. En cuestión de media hora todos los antoks yacían muertos. Talayos triunfantes treparon sobre ellos y expresaron su júbilo bailando.
Los generales que se sentaron en el consejo con él aquella noche intentaron hacer hincapié en las ganancias que habían obtenido. Los acacios no serían capaces de poner un ejército en el campo de batalla el día siguiente. Los oficiales estimaban que el enemigo había perdido más de quince mil almas ante los antoks durante el corto espacio de tiempo en que éstos habían campado a su antojo. Era una cifra fenomenal. Alrededor de un cuarto de la totalidad de sus efectivos. Asimismo, no había habido señal alguna de hechicería en el campo de batalla. Ninguna fuerza exterior los había ayudado. Quizá quien había estado obrando magia para ellos hasta entonces había perecido ante los antoks. O quizá sólo había tenido a su disposición esa limitada porción de la hechicería. Ésta podía haber sido consumida, de la misma manera en que puede serlo cualquier otra cosa.
—Aliver ha retrasado su derrota —dijo uno de los generales—, pero ahora estaremos preparados para poner fin a esto. Mañana deberíamos marchar sobre ellos con todas nuestras fuerzas. Aplastarlos. Incluso si no comparecen en el campo de batalla. Matémoslos en sus campamentos y que yazcan junto a sus muertos por enterrar.
Algunos murmuraron su asentimiento. Otro, llenando el silencio en el que debería haber estado la respuesta de Maeander, dijo:
—Recordad, hoy no hemos perdido un solo soldado. Ni uno solo. Ni siquiera Hanish hubiese podido haberlo hecho mejor.
Pero todas esas cosas no supusieron sino un magro consuelo para Maeander. Esta vez fue él, no sus consejeros, quien vio las ganancias que había obtenido el enemigo a pesar de lo que parecía una derrota. La historia de Aliver dando muerte al primer antok con sus propias manos se propagaría de uno a otro confín con la celeridad de un contagio. Haría del príncipe una leyenda de proporciones gigantescas y causaría un frenesí todavía más grande entre los habitantes del imperio.
Esa noche supo de otras dos novedades inquietantes. Todos los navíos controlados por la Liga a lo largo de toda la costa se habían retirado. No dieron explicación alguna para ello y rehusaron todos los esfuerzos de diálogo ofrecidos por los pocos capitanes meinish que controlaban sus propias embarcaciones. Sin duda había traición en eso, pero por el momento aún no había sido explicada. Significaba, naturalmente, que Maeander no podría evacuar a sus fuerzas si se veían empujadas contra el mar. Aunque no se lo expresó en voz alta a nadie, se preguntó si aquello no sería obra de su hermano, un castigo, un reto. No tenía ningún sentido, pero eso no impidió que el pensamiento girara dentro de su cabeza como una rueda en movimiento perpetuo.
Todavía más tarde esa noche, sentado a solas en su tienda, con la mirada clavada en la llama inmóvil de la lámpara de aceite sobre su mesa, un mensajero le trajo otra remesa de correspondencia. Era un mensaje enviado por su hermano, llevado a través del mar sujeto a la pata de un pájaro mensajero. No hacía ninguna mención de la Liga, quizá porque Hanish aún no estaba al corriente de lo sucedido. En lugar de eso, su hermano escribía con entusiasmo, comunicándole que ya había zarpado del Territorio Continental. Los tunishnevre iban con él. Hasta el último de ellos. No habían sido dañados por el viaje y hervían de vida. Estaban impacientes por quedar libres. Hanish los tendría a salvo dentro de la nueva cámara en Acacia en cuestión de pocos días. Y entonces los liberaría.
«Y entonces —pensó Maeander— habrás completado la obra de tu vida. Y yo… yo no habré hecho sino ayudarte a consolidar tu fama».
Ese pensamiento lo colmó de abatimiento. Pisándole los talones le llegó un antiguo recuerdo de cuando tenía once años y Hanish acababa de cumplir los trece. Entonces su padre aún vivía, abiertamente orgulloso de ambos. En honor del cumpleaños de Hanish, Heberen había hecho los arreglos necesarios para que danzaran un Maseret ante un grupo reverenciado de veteranos en el Calath. Iba a ser uno de los últimos duelos de Hanish como novicio, la última vez en que no se trataría de una lucha a muerte. Utilizaron cuchillos de verdad, pero llevaban chaquetas de cota de malla debajo de sus thalbas. Círculos trazados sobre sus pechos indicaban los puntos de su corazón. Ése era el blanco al que cada uno tenía que apuntar para poner fin a la lid.
Ambos eran ágiles y fuertes, sus cuerpos creciendo en estallidos exuberantes. Maeander era casi tan alto y fuerte como Hanish, y llevaba tiempo sospechando que sus habilidades en la danza sobrepasaban a las de su hermano. En aquella ocasión, ante los mayores que llenaban la sala, no le quedó más remedio que obligar a Hanish a que tuviera que emplearse al máximo. No había planeado hacerlo. Simplemente sucedió. El orgullo despertó dentro de él y condujo todas sus acciones a partir de ese momento. Se movió más deprisa de lo que nunca había hecho anteriormente, con cambios inesperados en el ritmo. Se maravilló ante la compostura que el rostro de su hermano supo mantener en todo momento; algo que resultaba todavía más impresionante e irritante porque Maeander sentía la tensión que le estaba causando. No trató de ganar el duelo. Eso habría sido un insulto demasiado declarado. Pero quería asegurarse de que los mayores lo vieran lucirse, así que le hizo sangre a Hanish. Lo cortó en el orificio nasal izquierdo mediante una maniobra de revés, alzando la mirada hacia el gentío mientras lo hacía. Unos cuantos movimientos después dejó que Hanish le tocara el punto del corazón. Maeander salió de la arena muy satisfecho de sí mismo. Un corte en la cara no era considerado importante en las reglas de la danza, y tampoco era una herida seria. Pero dejaría una cicatriz permanente. Maeander se sintió enormemente complacido de ello.
Esa noche, sin embargo, fue bruscamente arrancado de sus sueños. Despertó al miedo instantáneo. Sintió un peso vivo apretándose contra su espalda. Alguien lo agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás. El borde plano de la hoja de un cuchillo le tocó la piel, puesto en el ángulo justo para que Maeander pudiera sentir el filo probándole la carne.
Y entonces la voz de Hanish habló desde muy cerca de su oído, fría y precisa. De un modo u otro, dijo, Maeander no volvería a humillarlo jamás.
—¡No intentes negar que ésa era tu intención! —continuó su hermano—. Cualquiera que tuviese un par de ojos pudo verlo. Lo sentí. Pretendías hacerme saber que eres mejor que yo. Querías que te tuviera miedo, ¿verdad? Pero no te temo. Lo que sientes ahora es mi cuchillo en tu cuello, hermano. Siempre ha estado allí y siempre estará. Podría matarte aquí mismo, ahora mismo, si quisiera.
Maeander no lo dudó. Su hermano hubiera podido hablar con la voz de la Donante, tan absoluta era su certeza. Hanish le dijo que tenía una elección que hacer. Podía morir allí mismo —sin que hubiese ningún logro unido a su nombre— o podía acceder a ayudarlo a cambiar el mundo.
—Jura por los antepasados que nunca volverás a obrar en mi contra. Jura que siempre me obedecerás. Júraselo a los antepasados y te dejarán vivir. De lo contrario mueres aquí mismo, ahora mismo. Nadie me interpelará por ello, y tú lo sabes muy bien.
La respuesta brotó de Maeander, para eterna vergüenza suya. La razón de que hubiera honrado el juramento que prestó aquella noche quizá fuese precisamente hasta qué punto lo avergonzó. Cuando se vio cara a cara con la muerte, desfalleció. Yació allí paralizado por el miedo, horrorizado por la posibilidad de que pudiera perder la vida de gloria que tan vívidamente imaginaba. Fue, él lo sabía muy bien, un momento de imperdonable debilidad. Hanish lo había obligado a encararse con la única cosa que se le podía hacer temer a un varón meinish: la muerte antes de haber alcanzado la grandeza. Irónicamente, según el código meinish, entonces Maeander debería haberle escupido su desafío a Hanish. Debería haber aceptado el peor de los destinos con una sonriente indiferencia. Pero no lo hizo.
Eso habría sido una desgracia intolerable, de no ser por lo que Hanish hizo a continuación. Una vez que hubo oído el juramento musitado por su hermano, el peso de Hanish se aflojó súbitamente encima de él. La respiración se le volvió entrecortada. Tras unos instantes de perplejidad, Maeander cayó en la cuenta de que su hermano mayor estaba llorando, con gemidos salidos de algún lugar tan dentro de él que era como si cada sollozo fuese arrancado directamente de sus entrañas. Maeander no se movió, ni siquiera mencionó que Hanish seguía manteniendo la hoja del cuchillo sobre su garganta. Desde entonces nunca habían hablado de aquella noche, aunque Maeander la recordaba casi cada día.
Y ahora… ahora Hanish se hallaba a las puertas de su mayor triunfo. Maeander, en comparación, había fracasado. Porque, realmente, todo se reducía a eso. Había fracasado. Eso no significaba la derrota para su pueblo. Nada de cuanto pudiera hacer Aliver impediría que Hanish completara la ceremonia para liberar a los tunishnevre. Cuando los antepasados volvieran a andar sobre la Tierra, serían una fuerza invencible. Todas las tretas y estrategias y ardides concebidos por él y su hermano se quedarían en nada comparado con la furia que desatarían ellos. Así que al mantener a raya al ejército de Aliver en el norte de Talay, había contribuido a la victoria completa de su hermano. Cosa que sin duda estaba muy bien. Pero lo importante no era eso. Lo importante era que Maeander Mein ya no tendría reservado ningún verdadero lugar de gloria en la historia. ¿Quién se acordaría de él? ¿Quién entonaría canciones que hablaran de Maeander después de que Hanish hubiera hecho lo que su pueblo llevaba anhelando desde hacía más de veintidós generaciones? Sentía como si Hanish nunca hubiera apartado el filo de la hoja de su garganta.
Con esa perspectiva ante él, Maeander decidió que sólo le quedaba un modo de redimirse honorablemente. Envió mensajeros a sus generales, informándoles de que por la mañana lanzarían el ataque pospuesto. Tenía algo en mente para iniciar el día. No viviría para verlo terminar, pero eso daba igual. Si se unía a los tunishnevre ahora sería liberado con ellos en los días venideros. Sería uno de los tunishnevre, uno de aquellos antepasados a los que su hermano estaba obligado a reverenciar. De todos modos, llevaba demasiado tiempo sin mirar a la cara al enemigo. Ni siquiera Hanish había hecho eso nunca. Y si conseguía hacer lo que esperaba, Hanish nunca sería capaz de arrebatárselo.
Nada de todo lo que pensó o planeó fue ni tan siquiera remotamente evidente en el rostro o en el porte de Maeander a la mañana siguiente. Salió del campamento a la vanguardia de su fuerza personal, un mero puñado de punisaris que avanzaban a grandes zancadas a través de los rayos inclinados del sol naciente, todos más altos de lo habitual, de rostros morenos como piedra cincelada que hacían juego con sus musculaturas y sus andares. Cada uno llevaba el pelo rubio como la paja tan largo que le caía por debajo de los hombros; unos cuantos llevaban los mechones recogidos en los nudos tradicionales para que les recordaran los años que sus antepasados pasaron vagando por los páramos durante el exilio; todos sabían cuál era la tarea hacia la que se encaminaban, y ninguno mostró la menor señal de vacilación. Maeander se había recogido cada una de las tres trenzas que, con su entrelazamiento de cintas coloreadas, informaban de a cuántos hombres había matado con su propia hoja. Un thalba gris le envolvía el torso. La única arma que había presente sobre su persona era la daga ilhach sostenida horizontalmente a través de su abdomen.
Así acompañado y armado, Maeander fue hacia el campamento acacio a través de la desolación colmada de cicatrices que era el campo de batalla del día anterior. Llevaba consigo un estandarte que indicaba el deseo de parlamentar y lucía una fachada de sonriente, compuesta humildad.