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Entrar en el palacio no había resultado particularmente difícil, si bien —al igual que con la clave referente a La canción de Elenet que lo había conducido hasta allí— Thaddeus había aprendido cómo hacerlo únicamente debido a algo que Dariel había dicho sin darle mayor importancia. Un anochecer, poco después de que se hubiera reunido con Aliver en Talay, el joven príncipe había hablado de cómo conoció a Val de los Verspines, el incursor que se había convertido en su padre putativo. Había explicado detalladamente cuanto podía recordar de las regiones subterráneas del palacio. La mayor parte de lo que describió fue expresado en términos bastante vagos. Allí donde sí disponía de detalles, éstos sonaban como alterados por florituras imaginativas propias de la infancia, repletos como estaban de excéntricos personajes que habitaban túneles laberínticos; a juzgar por cómo sonaba en el relato, esos túneles discurrían a lo largo de un sinfín de kilómetros jamás imaginados por los moradores del palacio en la superficie.

Pero Dariel fue a la vez específico y creíble cuando habló del momento en que casi se vio arrastrado al mar. Era un recuerdo no oscurecido por el transcurso del tiempo. Había una plataforma justo encima del nivel del agua, dijo, en el extremo norte de la isla cerca del Templo de Vada. Consistía en una pequeña área plana, tallada en la roca para algún propósito hacía ya mucho. Justo encima de ella, ubicado en un ángulo con respecto a la piedra que probablemente dificultaba verlo desde el agua, había un punto de acceso. El pasaje al que daba iba ascendiendo a través de regiones escondidas que discurrían tortuosamente por toda aquella distancia hasta acabar desembocando en el interior del palacio, tan lejos como las cámaras destinadas a los niños.

Thaddeus se grabó en la memoria la descripción del punto de acceso. Tras partir sin ninguna ceremonia del campamento de Aliver, hizo marchar su cuerpo de anciano en dirección al Norte durante unos cuantos días. Luego se desvió hacia el Oeste para evitar al ejército de Maeander, que ya había empezado a agruparse. En cuanto llegó a una ciudad portuaria en la costa, compró el esquife más pequeño en el que fue capaz de imaginarse desafiando a las aguas. Se hizo a la mar el crepúsculo de ese mismo día. El viento estuvo con él durante la mayor parte de la travesía nocturna, y la luz grisácea que precede al amanecer lo encontró meciéndose sobre las olas cerca del templo, justo enfrente de las rocas que contorneaban la costa norte de Acacia.

Estuvo buscando durante todo el tiempo que se atrevió bajo la creciente claridad del día. Finalmente, se decidió a desembarcar. Sabiendo que no podía dejar allí el esquife para que fuera descubierto, dispuso su vela en ángulo con relación al mar, saltó por la borda y lo vio alejarse impulsado por la brisa. Nadó hacia las rocas y se abrió paso a fuerza de manos, por primera vez en muchos años, a la isla de Acacia.

Localizar el punto de acceso le exigió más tiempo de lo que le habría gustado. Para cuando consiguió dar con él estaba bañado en sudor, respiraba pesadamente, y empezaba a temer haberse embarcado en otro gran disparate. Cuando encontró la rendija en la roca dio gracias profusamente a la Donante. Salió de la luz para adentrarse por entornos que eran, de hecho, tan extraños y solitarios como los había descrito Dariel.

Pese a toda la arriesgada fe que había puesto en aquel viaje, Thaddeus se asombró de la facilidad con que subió al interior del palacio. De pronto se encontró yendo por los pasillos con una falta de transición para la cual no estaba preparado. Costaba no ir directamente al centro de aquellos corredores tan familiares y deambular por ellos como si aún tuviera todo el derecho del mundo a hallarse presente allí. Thaddeus se detuvo. Tenía que ir con cuidado, ahora más que nunca. Se retiró y permaneció entre las sombras durante las horas diurnas. No siempre podía distinguir los corredores abandonados de los pasajes que aún eran utilizados por la servidumbre, pero se apostó en grietas de las paredes a través de las cuales podía ver y oír las idas y venidas que tenían lugar dentro del palacio. Lo asombraba pensar que alguien pudiera desplazarse sin ser visto de aquella manera, y se preguntó si alguien habría hecho tal cosa durante el tiempo que él ostentó allí el cargo de canciller.

Supo la respuesta tan pronto como formuló la pregunta. Un hormigueo le corrió por la piel con la certeza de que así había sido; por supuesto que había sido espiado antes. Los hombres de la Liga: si alguien se había servido de aquellos corredores habrían sido ellos. ¿Acaso no se los conocía por su casi clarividente anticipación en todos los acontecimientos, decretos y opiniones que estaban al caer? Quizás aún se servían de aquellas regiones para observar también a Hanish. Thaddeus redobló sus esfuerzos por pasar lo más desapercibido posible, moviéndose únicamente lo imprescindible para situarse allí donde podría observar las pautas de la vida palaciega meinish.

Lo que lo dejó atónito fue que no había ninguna pauta. El lugar entero vibraba con un aura de desorden. Thaddeus percibió que había algo así como una ajetreada energía en la servidumbre y los administradores, una corriente subyacente de nerviosa confusión dotada de una calidad muy singular, como si indicara la proximidad de un acontecimiento sin precedentes. Su dominio de la lengua meinish era pasable. Por los retazos de conversación que oyó, pudo deducir que Hanish había estado ausente de la isla pero no tardaría en regresar. Mientras la noche iba cayendo sobre el palacio, Thaddeus decidió que eso explicaba el nivel de excitación. Sentía como si hubiera algo más que eso, pero no estaba allí en calidad de espía.

Su misión era de lo más singular. Si lo que había acabado deduciendo a partir de pistas que habían vivido dentro de él durante nueve años era correcto, La canción de Elenet había residido todo aquel tiempo en la biblioteca de Leodan. En cierto modo, nunca había estado perdida. Y si la habitación no había sido alterada, entonces el volumen seguiría ocupando el mismo lugar que probablemente había ocupado durante décadas. Ahora lo único que tenía que hacer él era llegar a la biblioteca sin ser visto, encontrar el libro, y luego salir del palacio y de la isla, todavía sin ser visto.

En el silencio de la noche, Thaddeus se encaminó sigilosamente hacia la biblioteca, con una mitad de su mente concentrada en la cautela y la otra mitad ocupada en revivir aquellos momentos lejanos que plantaron las pistas que lo habían conducido hasta allí. Recordar ahora aquella última conversación con Leodan lo llenó de pena. Recordarla había llenado de pena sus días y sus noches desde entonces, pero ahora la entendía de un modo distinto a como lo había hecho antes. Porque cuando recordaba la cara que había puesto Leodan al mirarlo, ya no estaba seguro de que el agonizante estuviese rememorando la vida que habían compartido juntos. Ni siquiera estaba seguro de si Leodan lo había estado mirando con amor, con recelo o con odio. No estaba seguro de nada de aquello porque Leodan le había hablado en código. Lo que sí tenía muy claro era que Leodan no le había dicho dónde estaba el libro. No se lo habían confiado enteramente a él o a los niños, quienes habrían sido demasiado pequeños para saber qué hacer con él. En lugar de eso, Leodan había esparcido entre ellos las pistas precisas para dar con su ubicación. Claramente para que ellos las vieran en cuanto estuvieran listos para verlas, en cuanto realmente necesitaran verlas.

Leodan había escrito: «Diles a los niños que su historia sólo está escrita a medias. Diles que escriban el resto y lo pongan al lado de la historia más grande. Díselo. Su historia está al lado de la historia más grande jamás contada». Era tan simple como eso. Leodan le había dicho a Thaddeus que la historia de los niños debería estar al lado de «la historia más grande», y les había dicho a los niños que la historia más grande era la de los Dos Hermanos. No había más que ponerlas juntas y la respuesta era obvia. Su historia no era solamente la historia de sus vidas. Ni siquiera era solamente la historia del linaje Akaran. Era un relato más largo de insensatez humana. Era la historia de cómo los humanos habían aprendido a convertirse en dioses, a controlar el lenguaje, cómo habían hecho enfadar a lo divino, esclavizado a las criaturas de la Donante y asegurado su dominio sobre el mundo. Era la historia de la traición de Elenet.

La puerta de la biblioteca hizo demasiado ruido al abrirse. Las bisagras chirriaron debido a la falta de uso. El olor era tal como lo recordaba Thaddeus, a polvo y lugares cerrados, con la sombra aceitosa del aroma de la madera de sándalo. La luna proyectaba su blanca claridad a través de los ventanales, algunos de los cuales estaban lo bastante abiertos para dejar entrar un hálito de aire nocturno. Thaddeus se orientó bajo la luz de la luna. Se sabía de memoria el camino a través de las altas pilas de libros, y encontró el libro exactamente dónde pensaba que estaría. La facilidad del hallazgo lo asombró. El libro Los dos hermanos estaba justo allí donde se suponía que debía estar, y a su lado había el lomo desprovisto de adornos de un antiguo volumen. Nada más abrirlo con un crujido, Thaddeus supo que era el libro que buscaba.

Era La canción de Elenet, el diccionario escrito por la mano del primer hechicero. Cuando recorrieron la cubierta, los ojos de Thaddeus no encontraron en ella nada que nombrara explícitamente a Elenet. La cubierta estaba hecha en un cuero sencillo que había sido desgastado por el paso del tiempo. Tenía un aspecto vagamente utilitario, como si contuviera el libro mayor de algún pequeño funcionario gubernamental. Al abrirlo, nada en la apariencia de la letra o en la redacción de los encabezamientos de cada epígrafe sugería la importancia del contenido. Parecía crucial que Thaddeus leyera lo suficiente para probar con certeza que no se había equivocado. Sólo lo justo para confirmar que tenía el libro adecuado. Se sentó con él en una de las repisas de los ventanales y empezó a hojearlo, sintiendo que un hálito de aire que olía a cerrado le rozaba la cara con cada hoja que volvía.

Cada página lo instaba a pasar a la siguiente, pero no debido a lo que leía. Thaddeus iba volviendo las páginas porque no podía, en ningún sentido verdadero del término, leerlas. Descubrió que su mente era incapaz de dar cabida a las palabras durante más tiempo que el segundo que tardaban sus ojos en pasar por encima de ellas. Estaba leyendo, y sin embargo no leía. Ante él había una página llena de escritura, y después otra, y otra. Simples letras y palabras, escritas en una caligrafía inocua sobre papel que mostraba su edad en lo áspero que resultaba al tacto. No era más que una página como cualquier otra, llena de palabras que Thaddeus apenas reconocía. Pero por mucho que lo intentara no podía asimilar ni una sola frase de lo que leía. No podía retener una frase, un pensamiento, aunque sólo fuese una impresión, de lo que estaba justo delante de él. Thaddeus se ensimismó en el esfuerzo, pasando una página tras otra, siempre con la vaga sensación de que estaba a punto de desentrañar su significado. Se ensimismó en el intento, sin darse cuenta de cuánto tiempo estaba transcurriendo.

Finalmente, furioso, siseó:

—¿Qué utilidad puede tener algo así?

El sonido de su voz lo sobresaltó. Paseó la mirada por la biblioteca, vio las motas de polvo que flotaban en el aire, escuchó el silencio y buscó cualquier señal de que pudiera haber sido visto u oído. La cámara seguía estando silenciosa y vacía, pero entonces se dio cuenta de que ya no era de noche. Ni siquiera era primera hora de la mañana. La intensa claridad de un día despejado entraba a raudales por el ventanal. Las horas habían pasado sin hacerse notar mientras él permanecía sentado con la cabeza inclinada sobre el libro. Había estado tan absorto que alguien podría haberle entrado y tocado el hombro con la mano. Podía oír voces en el patio, el chasquido de unos zapatos que andaban por el pasillo, un rechinar cuando alguien metió un mueble muy pesado dentro de una habitación cercana.

Y entonces sintió el peso del libro, como si éste se apretara conscientemente contra sus muslos para retarlo en silencio a que hiciera otro intento. Thaddeus lo cerró de golpe. Él no estaba destinado a leerlo, naturalmente. No había tenido intención de intentarlo. Aquel libro sólo podía ser entendido con un minucioso estudio, y sólo debería ser examinado por alguien que consagrara toda su vida a la labor de aprenderlo, de aceptar la magnitud de cuanto entrañaba semejante conocimiento. Thaddeus no era esa persona. Se puso el volumen debajo del brazo y echó a andar en dirección a la puerta. Estaba muy cansado, aturdido por el hambre. Salir de aquel sitio con vida iba a exigir todas sus reservas de energía.

Mientras se aproximaba a la puerta, una voz entró por el ventanal abierto que había a su izquierda. Una voz de mujer, llamando a alguien. Thaddeus no oyó claramente las palabras que decía, pero algo en ellas le detuvo con la curiosidad de ver quién había hablado y a quién. Se acercó un poco más, estirando el cuello para ver. El panorama se desplegó lentamente ante él, cada porción de lo que contenía, dejándolo sin aliento con su grandeza.

Un grupo de tres mujeres estaba de pie con las espaldas vueltas hacia él. Una de ellas hizo un gesto con la mano a través del patio, dirigido a otra mujer joven. Ésta parecía haber sido detenida en su avance. Titubeó un instante, y luego se dio la vuelta y fue en dirección a las demás. Viéndola aproximarse, Thaddeus se dio cuenta de quién era. Corinn. Era Corinn. Partículas y fragmentos de Leodan y Aleera estaban allí a la vista de todos, al igual que distintos matices de parecido con Aliver, Mena y Dariel. Corinn lucía todas sus características con una gracia que iba más allá de ninguna de ellas por separado. Su postura era erguida en una manera que no podía ser más propia de la corte, su cintura esbelta, sus pechos y sus hombros cómodos dentro de un vestido azul celeste. Corinn formaba parte del esplendor de Acacia, vio Thaddeus, de un modo que él ya no imaginaba que fuese posible para el resto de sus hermanos.

Habiendo pensado eso, sin embargo, supo que sólo acertaba en parte. Corinn pertenecía a aquel lugar, pero no de aquella manera. No como una prisionera, no como una amante para Hanish Mein; no como una traición viviente, impuesta de cuanto había valorado antaño. Thaddeus pudo ver todo aquello en el rostro de ella mientras hablaba con las otras mujeres. Corinn estaba impresionante, pero eso no ocultaba la miseria que moraba justo debajo de la superficie. Su rostro tenía un aura quebradiza, una fragilidad cristalina. Parecía como si pudiera estallar en mil pedazos en cualquier momento.

Thaddeus la observó durante todo el tiempo que ella pasó en el patio. Era la segunda vez que olvidaba su necesidad de mantener el sigilo. Contempló a Corinn y a su entorno desde varios ventanales, aprendiendo todo lo que podía de lo que observaba. No necesitó mucho tiempo para confirmar que se hallaba bajo estrecha vigilancia. La gente que espía a una persona puede ocultar bien sus acciones a esa persona, pero a menudo resulta tan obvia como el sol para otras. Los guardias la observaban disimuladamente. Los funcionarios de paso la escrutaban con miradas de soslayo. Una sirvienta apareció y desapareció varias veces, siempre cargada con una cesta que ni fue dejada en el suelo ni vio modificado su contenido. Thaddeus observó en todo aquello señales ocultas del cautiverio de Corinn. Así pues, decidió rescatarla.

Ese pensamiento ya le había pasado por la cabeza. No había dejado de darle vueltas mientras atravesaba el extremo norte de Talay. Lo había descartado, no obstante. Ahora todo dependía de que él recuperase el libro, y rescatar a la princesa superponía una capa de complejidad tras otra sobre aquella misión. Proporcionaba muchas más ocasiones de fracaso. Y él no podía fracasar. Incluso había llegado al extremo de imaginar conversaciones con Hanish en las que la aún cautiva Corinn era utilizada como moneda de cambio. Dudaba que Hanish fuera a hacerle daño. No después de haberla mantenido viva y en buena salud durante tanto tiempo, no después de acostarse noche tras noche en la misma cama que ella. La princesa estaría razonablemente a salvo, había pensado Thaddeus, hasta que el conflicto llegara a su conclusión.

Pero eso había sido antes, cuando Corinn no era más que una noción, un fantasma en el que Thaddeus pensaba cada día, pero sobre el que no había puesto los ojos en nueve años. Qué distinto se sentía ahora que la había visto. Si lograba escapar de aquella isla con La canción de Elenet al mismo tiempo que con la princesa Corinn, habría dado un paso de gigante hacia la redención de sus pecados anteriores. Todos los hijos de Leodan Akaran estarían a salvo. El futuro del mundo descansaría en sus capaces manos. El hecho de que él pudiera ser capaz de hacer que eso llegara a suceder significaba que tenía que intentarlo. Naturalmente lo intentó.