62

Mena había estado persiguiendo al mismo antok por lo que ya parecían horas. Debería haber habido guardias a su lado en cada paso del camino, pero había salido disparada tan deprisa que la perdieron nada más empezar. Había corrido a través de un campo lleno de muertos, resbalando en su sangre, a veces enredándose en un amasijo de entrañas. Había saltado sobre cuerpos y atravesado como una exhalación los gritos y las súplicas de los heridos. Empapada en sudor, ardiéndole las piernas y el pecho temblándole por el esfuerzo, se negaba a detenerse. Intentaba no oír o ver nada que no fuese la criatura a la que cazaba, sabiendo que si lo hacía, el horror de todo aquello sería excesivo para ella.

Fuera cual fuese el curso que elegía, nunca conseguía aproximarse a su presa. Tampoco sabía qué haría en el caso de que lo alcanzara, excepto que llevaría aparejado canalizar su ira a través del borde acerado de su espada. La criatura no le inspiraba temor alguno. Su odio era demasiado absoluto para que pudiera sentir miedo. Maeben la fustigaba desde lo más profundo de su ser, intentando abrirse paso y despedazar a la bestia con garras enfurecidas, maldiciendo el débil cuerpo de Mena: sin alas, corto de piernas, insignificante como era. Lo que ponía aún más furiosa a la princesa.

Se detuvo sólo el tiempo suficiente para oír las instrucciones de su hermano porque una mano se cerró sobre su hombro. La presa clavó la articulación a ese punto concreto del mundo, de manera que el resto de su cuerpo no tuvo más remedio que detenerse en seco. Mena giró en redondo, lista para fustigar con su lengua a quienquiera que fuese. El rostro que encontró era una máscara tal de surcos y fatigado estoicismo —firme, marcial, suplicante e irrefutable, todo a la vez— que fue como si las palabras se le evaporasen en la boca.

—Princesa —dijo Leeka Alain—, haced el favor de dejar de correr de una vez. —Un puñado de guardias se apiñaba detrás de él, jadeantes y sudorosos. Para sorpresa de Mena, aprovecharon la pausa para empezar a desabrocharse los petos de sus armaduras, hacer caer los cascos mediante una inclinación de cabeza y cortar las bandas anaranjadas que les ceñían los bíceps. Mientras ellos hacían todo eso, el general dijo—: Decidme, ¿qué pueblo va a la guerra casi desnudo, armado con espadas de madera? ¿Un pueblo que tiene la piel cobriza y el pelo negro?

La respuesta salió de la boca de Mena antes de que a ella pudiera ocurrírsele por qué le preguntaba tal cosa.

—El mío… los vumus, quiero decir.

Leeka gruñó.

—Sí, bueno, pues el caso es que vuestro pueblo os ha seguido, princesa. Algo de lo que me alegro, además, porque le han mostrado la manera a Aliver.

—¿La manera de qué? —preguntó Mena, distraída. Sus ojos subieron y examinaron al antok, con el lomo lleno de crestas abriéndose paso a través de las masas como la aleta de un tiburón que sobresale del mar.

—La manera de calmar a esos malditos cerdos y después, quizá, darles muerte. Lo primero que tenéis que hacer es desnudaros.

La atención de Mena volvió a centrarse de golpe en él.

—¿Qué?

—Sin dejaros nada de ropa.

—¿Hablas en serio?

El viejo soldado frunció el ceño.

—No voy a negar que a mis ojos les encantará que lo hagáis, princesa, pero la orden viene de vuestro hermano. Desnudaos y seguidme. Es una idea disparatada, pero quizá sea la única manera de sobrevivir a la jornada. No os hallaréis sola en la desnudez.

Partió al trote, arrancándose la cota de malla mientras se iba. Mena lo siguió, resguardada dentro del destacamento de soldados ocupados en desnudarse que la protegía, viendo cómo el general se pasaba la camisola por la cabeza y la arrojaba bien lejos. Se desabrochó el cinto, desenvainó la espada y dejó que la vaina cayera al suelo. Iba a preguntarle qué locura se le podía haber ocurrido cuando Leeka volvió la mirada en su dirección. Explicó lo que había sucedido durante el tiempo que ella había pasado absorta en su cacería. Mientras lo escuchaba, Mena percibió el cambio producido en la escena que la rodeaba.

Los antoks seguían causando estragos, poniendo en fuga a los soldados y lanzando cuerpos por los aires, pero todos los que no estaban haciendo frente directamente a las bestias parecían haber hallado un propósito de lo más singular. Todos se estaban despojando de la ropa. Se arrancaban las prendas, salían apresuradamente de sus pantalones y cortaban con sus dagas las bandas que les ceñían los brazos, tan atropelladamente como si les quemaran la piel. Sólo cuando todos hubieron quedado desnudos a los ojos del mundo empezó a reagruparse el ejército, pero ya no como las unidades en las que habían estado repartidos antes. En vez de recomponerlas, los soldados formaron grandes islotes de humanidad, todos inmóviles hombro con hombro.

Si Mena había entendido correctamente lo que estaba diciendo Leeka, Aliver creía que los colores intensos atraían a las bestias. Ni los adiestradores ni los vumus habían sido atacados porque lucían un color —el marrón— que los antoks consideraban neutral. Tal vez fuera natural para ellos, estaba diciendo Leeka. Quizás habían sido domesticados por personas de piel cobriza. O quizás habían sido adiestrados de ese modo para que sus adiestradores no se encontraran con que estaban siendo atacados. Los ejércitos acacios —incluso éste, con todo lo lleno de talayos que estaba— siempre habían lucido el naranja intenso de la realeza akarana, lo cual hacía de ellos unos blancos muy fáciles que era imposible pasar por alto. Fuera cual fuese la explicación, valía la pena intentarlo. De todos modos, ni la ropa ni las corazas ofrecían ninguna clase de protección contra aquella furia, aquellas pezuñas y aquellos colmillos.

Mena, quien nunca había sentido vergüenza de su cuerpo en Vumu, quedó completamente desnuda en unos cuantos rápidos movimientos y se miró mientras volvía a ceñirse la espada. Tenía la piel visiblemente oscurecida en el pecho, los brazos y las piernas, intensamente bronceada por el sol como estaba. La parte de arriba de sus muslos y su pelvis mostraban un tono más claro.

Eso bastó para que le empezaran a entrar dudas.

—Yo estoy pensando lo mismo —dijo Leeka, estudiándola. Su pecho y su pelvis, ahora al desnudo, mostraban la palidez resultante de haber permanecido a cubierto durante mucho tiempo—. Ahora daría lo que fuese por haber nacido con una piel talaya, pero… Bien, vayamos a reunirnos con los demás. Ellos nos resguardarán.

Mena entendió lo que quería decir unos instantes después, cuando se unieron a ese cuerpo amorfo de humanidad, deslizándose dentro de él, piel contra piel en un proceso donde el sudor contribuía en calidad de lubricante. Los talayos llegados de todas las tribus formaban el muro exterior. Atraían hacia su seno a los acacios y candovios y senivalios y aushenios de piel más clara y, de hecho, a todo aquel cuya complexión no fuera oscura. A ésos se los iban pasando de mano en mano, impulsándolos hacia el centro, escudándolos. Mena tuvo que esforzarse lo suyo para mantenerse próxima a la periferia de modo que pudiera participar en lo que fuese que iba a suceder. Perdió contacto con Leeka y sus guardias. Gritó para identificarse a sí misma como la princesa Akaran que era, dio sopapos en la nuca a unos cuantos soldados, empujó y se sirvió de los codos.

No tardó en tener a su alrededor una guardia de soldados bethunis. Eso ayudó, pero durante un intervalo de tiempo frustrantemente largo no pudo ver nada más que los imponentes colosos masculinos inmóviles a su alrededor. Al final se subió a un promontorio rocoso que le proporcionó un panorama de la escena que la rodeaba. Los bethunis se apretujaron contra ella desde todos los lados para mantenerla a salvo. Mena les puso las manos encima de los hombros, dándoles las gracias con su contacto. El resto de su ser se concentró en la escena que tenía delante.

El mar de humanidad en torno a ellos había adquirido una uniformidad colectiva de coloración. Ni uno solo de los soldados llevaba ninguna de las prendas de vivos colores que los habían distinguido previamente. En lugar de lucirlas, las apretaban contra el suelo bajo sus pies. Ahora todos los antoks se hallaban contenidos dentro de aquel océano de gente. Continuaban abriéndose paso a través de las multitudes, pero no de la misma manera en que lo habían hecho antes. Se movían a trompicones y como en breves arrancadas, titubeando, mirando en derredor a la busca de sus próximos blancos. Cada vez que divisaban una mancha de color volvían a acometer, como desesperados por identificar a alguien en tanto que dueño de aquel colorido y castigarlo en justa correspondencia. Ignoraban a personas que podrían haber aplastado mientras corrían por senderos de cuerpos que se apresuraban a apartarse ante ellos para hacerles sitio. Pasaban junto a pechos desnudos sin mostrar el menor interés por ellos. Lo que importaba era el color.

Uno de ellos empezó a recoger cuerpos del suelo y los hizo volar por los aires. Otro metió la cabeza en un montículo de ropa desechada y la hizo jirones. Giró rápidamente dentro de un torbellino multicolor de su propia creación, soltando bramidos mientras lo pisoteaba. Y entonces se detuvo de golpe. Tiras de tela flotaron a su alrededor en un lento descenso hacia el suelo, cubriéndole los flancos y la grupa, cayendo incluso sobre su cabeza y su hocico, enganchándose en sus colmillos. El antok jadeó, miró alrededor, olisqueó el aire y gruñó. Estaba, pudo ver Mena, confuso. Era el líder y les soltó un bramido a los demás. Cada uno de ellos respondió por turno, una llamada que se hacía eco de la frustración y el desasosiego del primero. No se aproximaron ni un centímetro más juntos, sin embargo. Cada uno de los antoks había quedado rodeado por muros en movimiento hechos de humanidad marrón, cuya fragilidad no parecían reconocer.

En el silencio que siguió a la llamada del líder, Mena se dio cuenta de lo silenciosa que había quedado la llanura. Miles de soldados permanecían inmóviles en torno a las criaturas, pero nadie hablaba. Nadie gritaba órdenes. Ningún cuerno hacía oír su sonido. Un tenue rumor de fondo hecho de pena flotaba en el aire, sollozos ahogados y el ocasional clamor de agonía procedente de los heridos; pero el silencio era tal que Mena podía oír la respiración y el subir y bajar de las patas de los antoks. Incluso oyó crujir las articulaciones del más cercano cuando echó a andar, ahora muy despacio, en dirección al muro de personas vueltas hacia él. Los humanos eran como niños ante la enorme bestia. Si se incorporaba sobre sus piernas, hubiese podido pasar sobre ellos y caminar con espacio de sobra debajo de su estómago.

Mientras contemplaba aquello, los ojos de Mena encontraron a Aliver por primera vez. No estaba lejos, a sólo un trecho en el muro de cuerpos vueltos hacia ella a través del espacio que habían dejado abierto para las criaturas. Permanecía inmóvil a unas Zancadas de distancia del antok de articulaciones envaradas. Era tan parecido a los talayos en su porte y su musculatura que los ojos de Mena tenían que haber pasado por encima de él varias veces antes de percibirlo. Mantenía la línea exterior, hombro a hombro con los talayos que había a su alrededor. Su piel era un poco más clara que la de ellos, pero Mena no podía negar que él, también, estaba moreno. Y no podía fingir que no se hallaba en peligro.

La bestia estaba a sólo unas zancadas de él. Centró la mirada en un hombre y después en otro y después en otro más mientras iba a lo largo de la línea, acercándose a Aliver en busca de cualquier excusa que le permitiese matar. Sus colmillos eran como las hojas desnudas de otras tantas espadas curvas. Mena puso la mano sobre la empuñadura de su espada y sintió el palpitar de su pulso en la presa que ejercía alrededor del cuero. Vio cómo el antok iba aproximándose a su hermano. Quería soltarse y correr hacia él. Cada músculo y cada fibra de su ser anhelaban cubrir de un salto la distancia entre ellos, con su espada hendiendo el aire ante ella. Se hallaba lo bastante cerca para que, si saltaba desde los hombros del bethuni que tenía delante, acabara poniendo pie en el espacio despejado, donde desenvainaría su espada y…

Aliver la miró. Su cabeza no se movió. Su cuerpo no cambió en lo más mínimo de posición. Pero sus ojos sí que lo hicieron, para centrarse en ella. Clavó la mirada en la suya, su expresión estaba llena de trascendencia y diciéndole algo. Pero Mena no supo el qué. Sacudió la cabeza en una negativa apenas perceptible. Los ojos de Aliver giraron hacia el antok, permanecieron fijos en él por un instante y después se volvieron nuevamente hacia ella. Repitió esto tres veces. Fue todo el tiempo de que dispuso.

El antok interrumpió el contacto visual entre ellos cuando pasó por delante de Aliver. Mena subió los ojos por el grueso pelaje que cubría el flanco del animal, deslizándolos sobre las placas y la piel reseca y el trasero lleno de arrugas. Cuando la bestia hubo dejado atrás a su hermano y éste volvió a ser visible, la atención de Aliver estaba centrada únicamente en ella. Por el movimiento del cuerpo de él, Mena supo que un sonido salía de su garganta. No lo oyó, pero vio flexionarse el cuello de Aliver y que su boca se convertía en un óvalo, como en una brusca exhalación. El coloso giró su cabeza porcina, y el vendaval ocasionado por aquel movimiento hizo que los soldados del grupo más próximo tuvieran que apoyarse unos en otros para no perder el equilibrio. El antok volvió por donde había venido. Cerró el espacio entre él y aquello que estaba retando a su entendimiento, hallando un renovado interés en el príncipe. Lo estudió con un ojo bulboso y lleno de venas, tan próximo al rostro de Aliver que podría haberlo lamido. Su mirada subió y bajó por el cuerpo de Aliver.

Aliver se la devolvió con la suya, clavándola directamente en el ojo que lo observaba. Tenía que estar sintiendo el aliento de la criatura en la cara. Una lluvia de gotitas —sudor y sangre y hediondez— se esparcía sobre ella con cada exhalación. Aliver miró a Mena, con el rostro pétreo y sin que ella pudiera leer ninguna emoción en sus facciones. No era más que su rostro con el aspecto que hubiera podido tener si lo hubieran reproducido en piedra. Sus labios se movieron de nuevo. Lo que había dicho, fuera lo que fuese, dejó su impronta en los rostros de los talayos que rodeaban a Mena. Todos, en un solo movimiento, dejaron que sus ojos girasen hacia arriba.

¿Qué estaba haciendo Aliver?, se preguntó Mena. ¿Qué quería que viera ella? Su hermano tenía que saber algo, pensó. ¿Cómo podía parecer tan tranquilo si no? Tan perfectamente dueño de sí mismo, como si la bestia ya fuera de su propiedad. Aunque lo que más quería en aquellos instantes era surcar el aire impulsada por la rabia de Maeben, sintió también una súbita tensión en el núcleo de su ser que albergaba el amor que ella profesaba a su hermano y el orgullo y la confianza que le inspiraba, una fe que en aquel momento bordeaba la adoración del héroe. Mena sabía que Aliver podía prevalecer. Podía, excepto que había algo que estaba intentando decirle que ella no entendía. Miró con más atención, en un desesperado esfuerzo por determinar de qué se trataba.

Aliver sostenía la Confianza del Rey en la mano derecha y su daga en la otra. Tenía que estar planeando atacar, pensó Mena. Y si estaba planeando atacar, tenía que haber encontrado alguna debilidad. Lo miró a la cara y calculó lo que estaban mirando sus ojos en el otro flanco del antok. Buscó el mismo punto en el flanco que el animal mantenía vuelto hacia ella. Y entonces lo vio.

Entre las placas que cubrían el hombro de la criatura, un área de la piel subía y bajaba rítmicamente. Palpitaba. Palpitaba. Se hinchaba regularmente de un modo que sólo podía significar la presencia de una arteria oculta bajo aquel grueso pellejo. Mena nunca habría reparado en aquel punto si el animal no hubiera estado inmóvil. Sin quitarle los ojos de encima, se inclinó hacia el bethuni más próximo y le habló al oído. El bethuni necesitó tan sólo un instante para verlo también.

—Di a los demás que miren y hagan lo mismo que mi hermano —susurró Mena.

Un instante después vio cómo la cabeza de Leeka Alain asomaba sobre el gentío. El general estudió al antok por un largo instante y después miró a Mena, asintió y su cabeza volvió a desaparecer entre el gentío. Los susurros fueron propalándose de una boca que murmuraba a otra.

Mena no estuvo segura de cuánto tiempo transcurrió entre eso y lo que sucedió a continuación. Parecieron no ser más que unos pocos segundos. El animal, perdiendo interés en el príncipe, empezó a darse la vuelta. Mena vio cómo Aliver se abalanzaba sobre el antok. Primero corrió dos zancadas y luego saltó. Clavó la daga hasta la empuñadura en el tejido de la pata y la utilizó como un ancla a partir de la cual izarse hacia arriba. El movimiento fue casi delicado, representado en un movimiento más lento de lo normal. Aliver, con el brazo erguido sobre la daga clavada, tocó la arteria con la Confianza del Rey y la hundió hasta la mitad. Soltó la daga, aferró la hoja de la espada y tiró de ella hacia arriba. Después dejó que todo el peso de su cuerpo cayera sobre la hoja, impulsándola a través de la carne en un desgarrar descendente que seccionó la arteria.

El antok se volvió bruscamente en dirección a la herida, pero Aliver se apartó de él con una patada, liberando la espada mientras lo hacía. Cayó de pie a una cierta distancia del antok, fuera de la lluvia de sangre. El manantial palpitante esparció su caudal sobre los soldados más próximos mientras éstos se apresuraban a taparse los ojos para protegerlos de aquella sustancia negra, que parecía ser tan espesa como el aceite. Era un géiser dentro del que la bestia giró y giró, empapándose durante el proceso en lo que parecía una búsqueda de su origen.

Aliver se mantuvo apartado de los demás, en solitario y más próximo al monstruo, la espada enarbolada y describiendo círculos en el aire. En sus manos la Confianza del Rey parecía tan ligera, tan delgada que había momentos en que la hoja prácticamente desaparecía. Aliver hablaba suavemente con palabras que Mena no pudo distinguir, esperando pacientemente a que la criatura recordara su presencia. Finalmente el antok cesó en su danza circular y lo localizó. Se quedó rígida, mirándolo con fijeza, ebria y bamboleante. Parpadeó rápidamente, como si intentara despejarse la cabeza. Era ahí donde estaba herida, en la disminución del caudal de sangre al cerebro. Parpadeó y parpadeó; parecía tener dificultades para enfocar la mirada. Sacudió la cabeza y resopló.

Aliver se agachó y desprendió un trozo de tela del suelo. Sujetándolo con una mano, lo sacudió hasta dejarlo suelto ondeando en el aire, y entonces lo agitó de modo que el naranja no ensuciado capturase el sol. Le dijo algo más al antok. Dejó que la tela se extendiera sobre su pecho.

Eso era una invitación que la vil criatura entendió. Rugió y echó a correr, cojeando pero ahora decidida y pareciendo tan feroz como de costumbre. Aliver esperó hasta que la tuvo a sólo unas zancadas de distancia, y entonces lanzó la tela hacia arriba. El antok levantó la cabeza para seguir el movimiento con la mirada, las fauces abiertas y el cuerpo empezando a erguirse. Entonces Aliver se deslizó debajo de la criatura. Le hincó la espada en el vientre y lo abrió desde el pecho hasta el abdomen. Ya había salido de debajo de ella para cuando el antok empezó a desplomarse, desparramando las entrañas en un torrente de vísceras a su alrededor.