61

No hubo nada del orden familiar, natural del mundo, a lo que prestar oído en el amanecer del día. Nada de su habitual ser consciente de que las criaturas de la noche empezaban a acostarse mientras los jornaleros del día ocupaban sus lugares. Ningún canto de pájaros matutinos. Ningún gallo con la cresta orgullosamente erguida para anunciar que es propietario del mundo que se va iluminando. Ningún ladrar de perros de aldea. No oyó a ningún niño con su entusiasmo instantáneo, sus gritos y su risa. En parte alguna oyó el trinar de voces femeninas mientras se saludaban unas a otras de maneras y con palabras que eran, en sí mismas, antiguas costumbres talayas. El aire tampoco era perturbado por el sonido de la trilla, ese ritmo que con el paso de los años se había convertido en una cariñosa invitación a despertar, tan constante como la salida del sol e igual de bienvenida que ella.

La mañana en que iba a reanudarse su contienda con Maeander Mein, Aliver yacía despierto sobre el camastro de su tienda de campaña, echando de menos todas esas cosas. Ahora tales momentos parecían haber quedado tan atrás como los recuerdos de su infancia. Eran vislumbres de un mundo inocente en el que apenas podía creer ya. En aquel entonces, Aliver había pensado en sí mismo como alguien que padecía a través de un exilio, pero ahora cada día de los años que pasó en Talay le parecía idílico. Recordar que antaño había vivido como cualquier otra persona en un mundo normal le dolía físicamente, con un malestar corporal que no dejaba de acosarlo a lo largo de toda la noche, incluso durante sus cortos ratos de sueño. Todos los problemas y preocupaciones y miedos que habían parecido no importar entonces eran meras insignificancias comparados con lo que afrontaba ahora.

Se levantó y expulsó la fatiga de sus ojos mediante la presión de sus nudillos. Unos minutos después empujaba el pliegue de su tienda para salir de ella. En torno a él se extendía una muchedumbre humana que se había unido a su causa. Cientos de tiendas y cobijos, miles de hombres, mujeres y niños levantándose para otro día de la guerra de Aliver. Los guardias halaly, que seguían como una sombra cada uno de sus movimientos por iniciativa propia, lo saludaron con la cabeza. Mirara donde mirase, Aliver vio por todas partes rostros que se elevaban hacia él, sonrientes y esperanzados. Todos creían que la guerra ya se podía dar por ganada. Ahora confiaban completamente en él, sentían que era como Edifus regresado, como Tinhadin. Aunque Aliver explicaba que no era así, ellos parecían pensar que el poder que los protegía era él, no los invisibles santoth.

Mantuvo los ojos en movimiento, temeroso de que su mirada permaneciera posada durante demasiado tiempo en cualquiera de sus fieles seguidores. No podía mostrarles ninguna incertidumbre. «Puedes sentirla», había dicho secamente Thaddeus antes de que desapareciera, «pero mostrarla, jamás». Aliver no se había dado cuenta de cuánto había llegado a depender del viejo canciller hasta que éste partió. En cierto modo sentía como si su padre hubiera hablado a través de la boca de aquel que lo había traicionado, por extraño que pudiera parecer eso. Había dicho que todas las personas eran ineptas con la vida, incluso los reyes. Pero un rey efectivo se mueve como si fuera un héroe de la Antigüedad. Tales héroes nunca dudaban de sí mismos. «No lo suficiente para que el mundo pueda verlo, al menos». Aliver extrañaba muchísimo al canciller. Thaddeus no había dicho ni una palabra de despedida, pero el príncipe sabía en busca de qué había ido. Rezó para que no tardara en hallarlo.

Encontró a Mena y Dariel conversando mientras tomaban el desayuno. Sentados uno al lado del otro, rodilla contra rodilla, sostenían sus cuencos de madera en una mano y se servían de la cuchara con la otra para llenarlos de gachas. Mena tan menuda, y sin embargo aguzada hasta una cortante fortaleza que su escasa vestimenta no intentaba ocultar, peligrosa por mucho que presentara al mundo un rostro amable y sabio, con la espada al costado allí donde su mano podía llegar prestamente hasta ella; Dariel con su sonrisa fácil y su energía, una chispa traviesa siempre próxima detrás de sus ojos, la camisa abierta hasta su liso abdomen. Inclinados el uno hacia el otro, comían mientras hablaban. Parecían… bueno, parecían dos hermanos que estaban muy a gusto el uno con el otro. Los años que pasaron separados parecían haberse desvanecido en la insignificancia.

Un acceso de emoción se enseñoreó de Aliver. Quiso saltar el espacio que se interponía entre ellos y apresarlos a ambos en un abrazo. Si lo hacía, acabaría rodando por el suelo con sus hermanos. Derramaría lágrimas sobre ellos. Balbucearía y lloraría, y no estaba seguro de que después fuera capaz de levantarse de semejante abrazo y hacer las cosas que tenía que hacer. Él, o ellos, podían morir en el curso de las próximas horas. Aliver lo sabía. Una parte de su ser quería decirles toda una cohorte de cosas a modo de preparación. Debería rasgar cualquiera que fuese la parte de él que era más frágil y compartirla con ellos, de modo que entendieran y recordaran a su hermano. Ansiaba pasar días y días con ellos, aprendiéndolo todo acerca de las vidas que habían vivido al mismo tiempo que los sondeaba para ayudarse a entender la vida que había vivido él, buscando dentro de sus recuerdos una imagen más completa de todo aquello por lo que habían pasado.

Les había abierto una parte de su visión del futuro. Cuando prevalecieran, había dicho, él no mandaría sobre ellos. No sería un tirano que los dejara sin voz sobre cómo había que llevar el imperio. Compartirían todas las decisiones entre los cuatro. Llegarían a las decisiones mediante el consenso, el compromiso. Encontrarían dentro de largas conversaciones mantenidas entre ellos una sabiduría mucho más grande que cuanta pudieran llegar a alcanzar individualmente. Asumirían una mayor responsabilidad respecto a los mecanismos del imperio, al mismo tiempo que proporcionaban una mayor representación de sus diversas regiones. Todo el mundo tendría más que decir en el proceso de dar forma al futuro.

Lo decía muy en serio y creía en todo eso, pero quien hablaba era el príncipe, Aliver Akaran, y no el hermano. El hermano aún tenía muchas cosas que anhelaba compartir con ellos. Mientras procedía a ir hacia sus hermanos admitió ante sí mismo que en toda su vida nada se había alineado nunca con sus imaginaciones; sucediera lo que sucediese ahora, eso se mantendría como una constante. El mismo hecho del día que les aguardaba hacía que le fuera imposible lanzar ese abrazo o dejar fluir unas cuantas lágrimas. Semejante emoción era para más tarde, para momentos tranquilos en que miles de vidas no estuvieran en la balanza. Por eso, lo que hizo fue hablar irónicamente, como haría cualquier hermano mayor con los más pequeños.

—¿Cómo es que vosotros dos siempre estáis levantados antes que yo? —preguntó.

Mena se puso de pie, sonriendo, y le apretó el codo.

—La pregunta es cómo te las arreglas para dormir algo —dijo Dariel.

—Sueño ligero, hermano —dijo Aliver, recurriendo a un viejo proverbio talayo—. Tengo el sueño ligero, y mientras voy nadando por el mar de los sueños no dejo de mover las piernas para mantener la cabeza fuera de él.

Una hora después los tres estaban armados y vestidos para sus respectivos papeles. Previamente, cada uno de ellos había encabezado porciones del ejército. Mena y Dariel eran nuevos en la guerra de masas, pero eran rápidos y parecían ver con ojos que llegaban muy lejos. Mena había combatido en las primeras líneas de la batalla, asombrando a todos con su habilidad en el manejo de la espada y su capacidad para matar sin remordimiento alguno y aun así mantener un carácter humilde, humano. Y la facilidad con que Dariel sabía salir bien librado de las peores situaciones inspiraba una jovialidad casi cómica entre las tropas. Las historias que sus incursores habían urdido acerca de él hacían que las masas lo creyeran invulnerable a las heridas, intocable, bendito.

Eran símbolos alrededor de los que la gente estaba impaciente por agruparse. Las instrucciones dadas por Aliver —transmitidas a través de ellos para luego ser pregonadas a las masas— producían un efecto enaltecedor sobre la moral que ni siquiera generales tan veteranos como Leeka Alain podían duplicar.

Eso formaba parte del propósito al que habían servido las torres. Desde ellas los tres hermanos se enviaban mensajes mediante espejos y levantando banderas de distintos colores. También permitían a Aliver comunicarse con los santoth, la elevación hacía que a su consciencia le fuera más fácil llegar hasta la de ellos. Pero después del último día de batalla, cuando Maeander había concentrado sistemáticamente sus catapultas sobre ellas, las torres tuvieron que ser abandonadas. Se habían convertido en blancos mortíferos. El segundo día Mena había escapado por casualidad de quedar atrapada en una. La habían entretenido mientras iba hacia la torre. En vez de ocupar su posición en ella, vio cómo era destruida desde justo fuera del límite del alcance explosivo de la catapulta.

El mismo Aliver había estado en la última de las que fueron alcanzadas el tercer día. Acababa de subir a lo alto de la torre para abrir su mente a los santoth y sentir cómo la conexión entre ellos se desplegaba y quedaba establecida. Un instante después, los soldados se habían tirado al suelo en torno a él. Y entonces fue como si el Sol hubiera caído sobre la Tierra. El techo se dobló y se precipitó sobre él. Las llamas brotaron de cada abertura, agitándose en torno a él como hilachas de líquido fundido. El mundo visto a través de sus ojos pasó de llama dorada a negrura calcinada y, más allá de eso, a nada. Durante unos cuantos segundos que se prolongaron extrañamente, Aliver nadó en el dolor inconcebible de su carne quemándose. Recordaba que había tenido un último pensamiento agonizante, pero al igual que con algo que ocurre en un sueño, no podía recordar sobre qué había versado. Quizá ni siquiera había completado el pensamiento antes de que el cambio tuviera lugar.

Fue rápida, la recuperación. En un momento dado se hallaba dentro del incinerador, y al siguiente las llamas se apartaban de su cuerpo y parecían evaporarse. La estructura, que había estado inclinándose hacia el suelo bajo el peso del impacto, encontró piernas. La madera se flexionó como un músculo que acaba de despertar. La torre entera gimió con el esfuerzo. Un segundo después estaba erecta. El calor se desvaneció. La carne de Aliver estaba intacta. Hombres y mujeres se levantaban del suelo en torno a él, aturdidos.

Aliver había respondido a sus preguntas silenciosas con lo que sabía que era la verdad. Pese a lo sorprendido que estaba, proyectó sus palabras con suma confianza, como si estuviera enunciando en voz alta algo que cualquier niño bien adiestrado hubiese sabido. La suya era una causa bendita, había dicho. Los santoth, si bien eran invisibles, los protegían. Ya había dado un discurso argumentando que todos formaban parte de un presente mítico. Se lo recordó y les pidió que imaginaran las canciones que generaciones futuras cantarían acerca de aquel ejército. Se habían visto atraídos desde cada confín del Mundo Conocido, y estaban protegidos por antiguos hechiceros que sólo querían volver al mundo de los vivos y enmendar antiguos errores. Era una empresa demasiado espléndida para fracasar, dijo.

No mencionó que los hechiceros probablemente lo habían protegido personalmente, salvando a otros debido a su proximidad al príncipe. Tampoco reveló que si habían logrado hacerlo de manera tan espectacular fue únicamente porque la conexión entre ellos era fresca y nueva, el momento acertadamente elegido por la suerte. Pero una verdad parcial, había aprendido, a veces llegaba más lejos que el todo de la cuestión. Sabía que el ejército entero estaría enterado de lo ocurrido dentro de unas cuantas horas a partir del acontecimiento. Urdirían otro cuento de magia y profecía en torno a él. Porque para ellos el mago era él. Todo era obra suya, creían. Aunque Aliver sabía que eso era falso, veía que les daba valor. Eso, al menos, era algo que valía la pena.

Con las torres abandonadas, los tres hermanos fueron hacia la primera línea del ejército. Las tropas aún se estaban formando, cerrando sus filas y marchando sobre la elevación del terreno para luego bajar por la larga ladera que llevaba al campo de batalla. Un mensajero enviado por Oubadal encontró a los hermanos mientras caminaban y pronunció un mensaje del que Aliver no pudo entender nada. Tenía que ver con el despliegue del enemigo, algo sobre que ellos no estaban ocupando el campo de batalla. Se hallaban lo bastante cerca de una posición estratégica para que Aliver pudiera pasar al lado del mensajero e ir hacia delante a fin de verlo por sí mismo. Lo que vio lo dejó atónito.

Ante él se extendía una fila tras otra de sus propios soldados, avanzando hacia abajo en dirección al punto de despliegue establecido. Pero más allá de ellos el campo de batalla estaba vacío. Desnudo. Una extensión de terreno pálido y reseco, punteado únicamente por las acacias y algún que otro matorral. No había ningún ejército agrupado. Aliver se sacó el catalejo del bolsillo del pecho. El campamento enemigo permanecía inmóvil en la lejanía, atestado de formas y sombras que él sabía que eran personas. Las fogatas elevaban hilos de humo aquí y allá, líneas rectas que sólo gradualmente se inclinaban hacia el Este. Estaban ahí, pero no mostraban ni la más leve señal de que tuvieran intención de combatir aquel día. ¿Había habido un malentendido?

¿Estaba la tregua concebida para durar más de dos días?

—¿Qué son esas cosas de ahí? —preguntó Mena.

En el momento en que ella planteó la pregunta, Aliver las vio. Había unos cuantos objetos en el campo de batalla, pero al principio apenas atraían la mirada. Comparados con la hueste que él había esperado ver, aquellos objetos requerían un nuevo foco, hasta tal punto eran más pequeños en escala. Al menos, así le parecieron a Aliver hasta que los estudió con más atención. Eran cuatro cajas alineadas a través de donde hubiese estado la primera línea del ejército enemigo. Estaban hechas de madera y reforzadas con un esqueleto exterior de gruesas vigas metálicas. Tan altas como dos o tres hombres, tendrían unas cien zancadas de largo.

Uno o dos instantes de estudio después, Aliver sintió que el pulso se le aceleraba hasta extremos frenéticos. Había cosas dentro de las cajas. No podía ver qué eran, pero podía sentirlas. Percibía movimiento en su interior, notaba la mole de alguna forma de vida oculta apretujada dentro de las jaulas —sí, sí, eran jaulas— que la aprisionaban. Movió la mandíbula como si se preparara para dar una orden. Nada salió todavía.

—Todo un detalle por parte de Maeander esto de dejarnos regalos —dijo Dariel—. ¿Una ofrenda de paz, quizá?

Aliver no respondió.

Media hora después estaban inmóviles ante las primeras líneas de su ejército, los guerreros halaly de Oubadal eran los más próximos a ellos. Siempre los primeros en agruparse para la batalla, raza orgullosa que eran. Detrás de ellos, la totalidad de su fuerza esperaba preparada. Ahora todos se hallaban en posición, pareciendo el mismo abigarrado despliegue de distintas personas y vestimentas multicolores que habían presentado el primer día. Las cajas quedaban a sólo cien zancadas de distancia. Desde allí Aliver pudo ver que había un puñado de hombres alrededor de cada uno de los contenedores. A juzgar por su aspecto no eran guerreros. Vestían sencillas prendas de cuero marrón que los cubrían de pies a cabeza, unos uniformes sin nada llamativo que se confundían con el paisaje arenoso. Algunos de ellos llevaban picas con garfios en las puntas. Largas e incómodas de manejar, no era el tipo de arma pensado para que se lo utilice sobre seres humanos. Ni uno solo de ellos parecía una persona dotada de autoridad, ni tampoco había siquiera el rastro de ningún oficial meinish, mucho menos el propio Maeander.

—¿Tenemos un plan? —preguntó Dariel.

Como siempre, había una sombra de humor irónico en la pregunta. A Aliver le gustaba que su hermano fuera así, pero no tuvo oportunidad de responderle. El lado más próximo de las cuatro cajas se abrió en la esquina superior y se inclinó hacia delante. Los adiestradores acabaron de abrirlas tirando de cuerdas sujetas a ellas. Saltaron a un lado mientras los paneles laterales caían al suelo, levantando nubes de polvo que ondularon en torno a las aberturas, ocultando lo que quiera que fuese que había dentro. Los adiestradores se dispusieron alrededor de los lados de las estructuras. Alzaron sus picas y las mantuvieron defensivamente ante ellos.

Aliver tragó saliva, esperó. No se le ocurría otra cosa que hacer, no hasta que supiera a qué se enfrentaba. Las nubes se alejaron, y no hubo nada sino la oscura geometría de las aberturas cuadradas. Aliver sintió la respiración contenida de todo su ejército.

—Ahí —dijo Mena—, ¡la del extremo este!

Sí. Había movimiento. Al principio no fue más que un difuso contorno entre las sombras, pero entonces un hocico asomó a la luz del día. Plano y con dos agujeros flexibles, el hocico presentaba un cierto carácter porcino, incrementado por la confusión de colmillos curvados que hacían difícil determinar si pertenecían a la mandíbula superior o a la inferior. Sólo que esas partes bucales colgaban más arriba de lo que quedaba la cabeza de un hombre y eran más largas que el cuerpo entero de un jabalí. La forma avanzó despacio, al igual que estaban haciendo las otras, supo Aliver, por mucho que sus ojos permanecieran fijos en la primera.

La criatura era descomunal. La distancia que los separaba de ella no hacía nada para ocultar ese hecho. Sus ojos estaban muy juntos sobre su hocico, una mirada de cazador, visión telescópica. Sus patas delanteras eran igualmente porcinas, los hombros uniones de músculo y hueso que no se parecían a nada de cuanto Aliver hubiera visto antes. La parte superior de la espina dorsal sobresalía como para abrirse paso a través de la carne. Grandes surcos corrían a lo largo de la grupa en dirección a un trasero que quedaba mucho más abajo, con unas patas traseras cortas y robustas abultadas por protuberancias fibrosas. Eran las piernas de un corredor. Llevaba una armadura natural extendida a través de una gran parte de su torso: bultos callosos que parecían enormes verrugas a las que se hubiera frotado con arena hasta convertirlas en placas calcificadas.

Aliver sabía qué estaba viendo. La tan rumoreada bestia. El arma que unos pocos habían nombrado, pero nadie había descrito razonablemente. Una forma de vida contrahecha y antinatural, peor, con mucho, que cualquier lárix. Una criatura nacida de la más vil de las hechicerías. Aliver dio órdenes de retroceder a las tropas. Quizá no habría necesidad de plantar cara a las bestias. Estaban a centenares de pasos de distancia. Sólo con que el ejército retrocediera y subiese por la elevación del terreno, despacio, sin hacer ningún ruido…

Una de las criaturas, la primera en emerger, bramó. Las otras tres le respondieron. Después las cuatro levantaron la cabeza y olieron el aire. Centraron sus ojos en la masa de humanidad apilada en la ladera ante ellos, hilera tras hilera. El espectáculo las excitó. Los adiestradores de piel cobriza se quedaron a un lado y detrás de ellas, con las picas listas para ser utilizadas, pero las criaturas las ignoraron.

Aliver volvió a dar la orden de retroceder. Una maniobra semejante no era fácil de llevar a cabo, al menos no con tanta gente a la cual coordinar. Apenas habían llegado a moverse un poco cuando las criaturas —los antoks— empezaron a acercárseles al trote. Verlas bastó para que el pánico se extendiera por el ejército. Soldados que habían combatido valientemente los días anteriores dieron la vuelta y echaron a correr. Algunos tiraron sus armas e intentaron trepar por encima de otros para huir de allí. Los tres Akaran gritaron pidiendo calma. Aliver invirtió la orden de retirada e intentó hacer que formaran, se dieran la vuelta y les hicieran frente a aquellas cosas con las armas preparadas. Algunos acataron su llamada, pero no todos.

Así pues, los antoks llegaron entre una gran confusión. Embistieron a la apretada masa de humanidad y se abrieron paso a través de ella. Tenían los pies rematados en pezuñas que batían la tierra como si fuera la piel de un tambor, haciéndola vibrar con cada impacto entrecortado. Aplastaron a la gente bajo su galope, hicieron que saliera despedida hacia atrás, agitaron sus mandíbulas de lado alado. Cogían a las personas del suelo y las lanzaban, ensangrentadas y gritando, por el aire. Cada uno abrió su propio sendero de destrucción, cuatro en total. A veces se entregaban con tal frenesí a su tarea de matar que simplemente seguían a su hocico en un curso que no podía ser sino aleatorio, pareciendo, extrañamente, cachorros en su ilimitado entusiasmo. En otras ocasiones trabajaban juntos, con meditada astucia, conduciendo a su presa como peces espada que se abren paso a través de un banco de anchoas. Se movían en súbitos arranques de velocidad, que siempre excedían inmensamente cualquier capacidad de igualarla o escapar que pudieran poseer los soldados. Dejaban a su paso senderos arrasados rebosantes de los cuerpos despedazados de sus víctimas. Aquellos soldados que eran lo bastante valientes para enfrentarse a ellos con las armas desenvainadas, nada podían hacer. Tanto las flechas como las lanzas rebotaban en su blindaje. Quienes blandían la espada difícilmente podían aproximarse lo suficiente para golpear con ella sin ser pisoteados.

Uno de los antoks pasó tan cerca de Aliver que la saliva de su hocico le dio en la cara. Para cuando se hubo limpiado de los ojos el líquido manchado de sangre la criatura estaba lejos, haciendo nuevos estragos. La mirada del príncipe se posó en una mujer que permanecía inmóvil a un par de zancadas de él. Sentada en el suelo, estaba erguida en una extraña posición propia de las fracturas de espalda. Su cuerpo, aplastado a la altura de la pelvis, había sido embutido en el suelo. Tenía los ojos ribeteados de lágrimas y sus labios se movían, diciendo algo que Aliver no pudo oír. Los brazos de la mujer intentaban extraer algún sentido a partir de las cosas, la disposición del terreno y su ubicación con respecto a él. Barría el suelo con las palmas de las manos, como si alisara las arrugas de una sábana. Aliver había visto muchas heridas tras los combates del día anterior, pero la absoluta, patética fragilidad revelada por la forma aplastada de la mujer lo horrorizó.

Volvió a pasear la mirada por el campo de batalla. Dariel no era visible en parte alguna. Entrevió a Mena en la lejanía. Estaba corriendo, yendo en pos de una de las criaturas, cazándola, aunque ésta no le prestaba la menor atención, algo que era muy comprensible habiendo tantos cuerpos que despedazar. Las criaturas no mostraban ninguna fatiga. Ningún interés en detenerse sobre los muertos. Ningún deseo de alimentarse, siquiera. Ellas simplemente querían matar. Aliver vio cómo un antok aprisionaba bajo su pezuña la parte inferior del cuerpo de un soldado. Lo contempló debatirse por un instante y luego bajó la cabeza para morder. Partió al hombre por la mitad, zarandeó el torso como si fuese un juguete y lo lanzó al aire. Aliver sabía que tenía que hacer algo. Todas aquellas personas se habían congregado allí en su nombre. No podía abandonarlas a su suerte. Proyectó hacia arriba un cántico tranquilizador y trató de mantener el pensamiento firmemente centrado en su mente. Los santoth. Si conseguía llegar hasta su presencia, ellos les suministrarían protección. De esa manera él podría explicarles lo que estaba sucediendo, y ellos podrían obrar su hechicería para consumir a las bestias antes de que llegaran a moverse. Trató de contactar con ellos. Dos veces sintió cómo su llamada se desenroscaba desde su cuerpo como inmensos rollos de soga lanzados al aire, pero la conexión se rompió en ambas ocasiones. Costaba tanto concentrarse, con gritos de horror abofeteándolo en oleadas…

Acababa de dar inicio a un tercer intento cuando Kelis gritó su nombre.

—Mirad —dijo, al tiempo que señalaba con la barbilla algo en el noreste—. Vienen más.

—¿Más qué?

Siguiendo la dirección indicada por el talayo, Aliver divisó un grupo de hombres que se aproximaba rápidamente al extremo norte del campo de batalla. Lo primero que pensó fue que debía de ser el enemigo, aunque la dirección por la que venían no se correspondía con la del campamento de Maeander y tampoco eran muy numerosos. En la fracción de segundo que necesitó para llevarse el catalejo al ojo, consideró la trémula posibilidad de que los santoth estuviesen respondiendo ya a su desesperada necesidad. Escrutó a través del catalejo la temblorosa visión amplificada del mundo, y comprendió que no se trataba de ninguna de esas dos posibilidades.

Lo que se aproximaba era un contingente de tal vez un centenar de soldados. Trotaban a través de la llanura directamente hacia la carnicería. Iban casi desnudos, la mayoría de ellos tenían la piel cobriza, y eran cortos de estatura y delgados. No llevaban estandarte alguno y no lucían colores, e iban ligeramente armados con lo que parecían espadas talladas en madera.

Uno de los antoks había divisado a los soldados que estaban llegando. Se apartó de la franja de destrucción que había abierto hasta entonces y, cambiando su rumbo, corrió hacia ellos en un arranque de alegre velocidad. Aliver intentó afirmar su catalejo. Los soldados, sintiendo venir a la bestia, se detuvieron. Hablaron entre ellos en un frenético debatir, sin que sus ojos se apartaran en ningún momento del antok mucho tiempo. Uno de ellos, más alto que los demás, atrajo la atención de Aliver. Había algo en él que le resultaba familiar, pero ahora no podía pararse a pensar en ello.

Durante la mayor parte de su carrera pareció como si el antok fuera a estrellarse contra los recién llegados. Pero entonces fue reduciendo la velocidad a medida que se aproximaba para ir cada vez más despacio, hasta que llegó un instante en que su avance quedó completamente interrumpido. Los soldados sostenían sus espadas de madera ante ellos. Todos permanecían muy quietos, sin dar ninguna señal de flaqueza, pero con sus torsos desnudos y cobrizos estaban absolutamente indefensos. Eran absurdamente valientes, y Aliver se retorció de vergüenza ante lo que estaba a punto de sucederles.

Pero no les sucedió. El antok no atacó. Se acercó a los soldados, olisqueó el aire, ladeó la cabeza hacia aquí y hacia allá, caminó una cierta distancia a lo largo de la hilera de cuerpos inmóviles. Arañó el sueño con las pezuñas en lo que parecía una súbita confusión, los estudió desde distintos ángulos, y fue como si ninguno de ellos acabara de resultarle satisfactorio. Entonces se dio la vuelta y trotó de regreso en dirección al ejército principal.

Aliver —agradecido, asombrado, feliz— no podía apartar los ojos de aquellos recién llegados. El antok no los había tocado. ¡No le había tocado ni un solo pelo a ninguno de ellos! Había estado a escasos centímetros de sus pechos desnudos, frente a unas armas que no podrían haberle hecho ningún daño, y… y… ¿qué? Un pensamiento se agitó nerviosamente en las profundidades de su consciencia. Saber que el pensamiento estaba allí, sentir la presión de sus contornos mientras intentaba abrirse paso, algo tan sumamente importante, casi resultaba doloroso. Era algo que guardaba relación con los recién llegados… y también con los adiestradores que permanecían de pie junto a las jaulas… Fuera lo que fuese, era la razón por la que no estaban siendo atacados.

Apartó el catalejo de los recién llegados para enfilarlo nuevamente hacia su ejército, y le bastó con sentir el impacto de la imagen para entender lo que estaba viendo. Reflexionó, pero sólo por un instante. Ese fue el tiempo que necesitó para estar tan seguro de ello como si él mismo hubiera adiestrado a las bestias. Se lo susurró a Kelis, y luego levantó la voz para gritárselo a los demás.