Maeander lo había pensado antes, pero ahora sabía que era cierto sin lugar a duda: nada le aceleraba tanto el pulso como la promesa de hacer la guerra. Conquistas carnales, juegos de proeza física, adquisición de riquezas, cacerías de presas animales y/o humanas, y escaramuzas: todo eso palidecía hasta quedar reducido a la insignificancia comparado con la promesa de la carnicería a gran escala. Se había sentido mejor con el derramamiento de sangre de la Primera Guerra, y desde entonces su vida se había reducido básicamente al aburrimiento. En varias ocasiones había intentado convencer a Hanish de que le dejara hacer la guerra a un pueblo u otro, pero su hermano siempre hacía oídos sordos tomándolo por un bromista. Ahora, por fin, tras nueve años de paz, Maeander sentía que el corazón volvía a latirle más deprisa. Aliver Akaran había vuelto, y se había traído consigo a suficientes amigos como para que la cosa fuese interesante.
Mientras desembarcaba a sus tropas en puntos ubicados a lo largo de la costa central talaya y las hacía marchar una corta distancia, Maeander pensó en el inminente conflicto como una gran diversión. No pudo localizar en parte alguna de su ser ningún zarcillo de miedo, preocupación o inquietud porque el destino pudiera tenerle reservado algún desenlace desagradable. Él no podía perder. Eso lo sabía muy bien. Nunca había conocido a otro hombre con una mente tan apropiada para la matanza como la suya. El legendario Tinhadin quizá podría haber rivalizado con él, pero pocos más podrían hacerlo. Sus tropas estaban entrenadas y a punto. Hanish se había asegurado de que no pudieran regodearse demasiado en su victoria militar y se ablandaran, como habían hecho los acacios. Conseguirlo no había sido fácil, ya que la mayoría de ellos se habían hecho ricos de la noche a la mañana. Pero Hanish les había hecho jurar que acatarían un estricto nivel de disciplina. Con unas pocas excepciones, todos habían sabido estar a la altura de su juramento.
Eran una fuerza más formidable de lo que habían sido en la Primera Guerra: más capaz, mejor aprovisionada, con mayor amplitud de miras y mayor adiestramiento, e igual de orgullosa. Ahora no había en ellos la avidez que estuvo presente en aquel conflicto anterior, sino que estaban determinados a preservar lo que habían ganado. Los más jóvenes anhelaban una gloria similar a la de su padre, su tío y su hermano mayor. Habían obtenido armas para las que Aliver no estaría preparado, sorpresas que podían resultar aún más espectaculares de lo que lo habían sido incluso los numreks.
Además de la fe que Maeander tenía en sí mismo y sus tropas, los tunishnevre le habían prometido que triunfaría sobre el príncipe Akaran. La sangre de Aliver sería derramada por su mano; los antepasados así se lo habían asegurado. Le habían dado permiso para matar al joven personalmente, si era necesario. Corinn bastaría para liberarlos de su maldición en la ceremonia, pero no se podía permitir que Aliver continuara viviendo como un peligro para ellos.
Mientras contemplaba el gran ejército del príncipe advenedizo desde lo alto de unos riscos que daban a lo que iba a ser el campo de batalla, Maeander estaba tan excitado como un muchacho que imagina tales escenas dentro de su cabeza. Dedicó unos días a disponer sus tropas en campamentos desde los que podrían ser desplegadas. Si Aliver creía que las revueltas surgidas por todo el imperio dejarían a los meins escasos de aliados, se llevaría una decepción. Hanish había apelado al liderazgo asentado en cada provincia, a aquellos que se habían enriquecido apoyando causas meinish, a aquellos a los que les gustaba tanto verse elevados por encima de sus iguales que lucharían para preservar su condición. Esos grupos habían actuado para sofocar las rebeliones en casa y respondido a la petición de tropas hecha por Maeander. Los numreks aún tenían que llegar. Se decía que estaban a tan sólo dos días de distancia. Únicamente se perderían un poco de la acción, y de cualquier manera Maeander no estaba seguro de que fuera a necesitarlos.
Talay estaba mayormente fuera de sus manos, pero controlaba Bocoum y la mayor parte de la costa con recursos infinitos para el abastecimiento por vía marítima. Navíos de la Liga punteaban el mar a millares, a la espera de satisfacer cualquier necesidad que pudiera surgir. Sus fuerzas ascendían a treinta mil hombres. Cada uno de ellos era un combatiente, adiestrado y seleccionado para aquella batalla. Su ejército, creía Maeander, era una hoja de acero que se abriría paso a través de las abultadas fuerzas de Aliver. Habría sido estupendo tener aún a Larken como su mano derecha, pero eso no era posible gracias a Mena, una extraña, engañosa criatura.
Por eso, esperaba que Aliver aceptara su invitación a parlamentar. Le gustaría ver de nuevo a Mena y buscar en ella signos de sus habilidades marciales que se le hubieran pasado por alto durante su primer encuentro. Se preguntaba qué aspecto tendría Aliver en persona. Lo preocupaba un poco que su apariencia pudiera ser decepcionante —siempre era mejor imaginar un enemigo hábil y gallardo—, pero aun así tenía curiosidad y sabía que Aliver probablemente estaría difunto antes de que se presentara otra oportunidad.
Los Akaran, no obstante, declinaron la oferta. Enviaron un mensaje para recordarle que durante la última guerra los meins habían utilizado la honrosa tradición de parlamentar sólo para desencadenar un arma vil. No se permitiría que eso volviera a suceder, decía Aliver. Si Maeander deseaba presentar su rendición, la de su hermano y la de cada mein que hubiera combatido al Imperio Akaran o se hubiera beneficiado de la caída de éste, entonces podía ser que tuvieran algo de qué hablar. De lo contrario, deberían dirimir la cuestión en el campo de batalla.
Maeander respondió que le parecía muy bien. Él tampoco tenía gran cosa que decir al príncipe. Eso no era del todo cierto, como quedó claro por el siguiente mensaje que envió. Llegados a ese punto, decía, ni siquiera habría aceptado la rendición incondicional de Aliver. Maeander creía que el príncipe había decidido su destino el día en que optó por salir de su escondite. A partir de ese instante, su vida había iniciado la cuenta atrás hacia su conclusión. A tenor de esta consideración, no había ninguna posibilidad de que el hecho de hablar fuera a servirles de algo a ninguno de los dos, y aquel simple intercambio de mensajes servía razonablemente bien a los propósitos del parlamentar. Antes de la Primera Guerra nunca habría enviado un mensaje tan prolijo, pero ahora parecía bastante natural que lo hiciese. La vida cultivada disponible en Acacia quizás estuviera teniendo un cierto efecto sobre él, haciéndolo más dado a la verborrea.
Antes del alba de la mañana siguiente, envió a las llanuras a un contingente de trabajadores reclutados por la fuerza para que despejaran de escombros el campo de batalla. El sol se alzó sobre las tropas reunidas. Entre los dos ejércitos había una gran extensión de terreno vacío, punteado aquí y allá por matorrales y unas cuantas acacias. Las tropas de Aliver eran casi el doble de las de Maeander. Formaban en filas ordenadas, divididas en unidades que tenían que contar con líderes autónomos, pero eso no ocultaba la diversidad políglota de sus integrantes. Maeander los llamaba acacios, pero en realidad predominaban los talayos, con toda clase de otros pueblos mezclados entre sus efectivos. Una gran cantidad de ellos lucía el naranja de los Akaran. Algunos llevaban camisas o pantalones de ese color; otros se habían atado tiras de tela alrededor de la frente o de los brazos o hecho cinturones con material de dicho color. Las tropas de los balbara —que iban casi desnudas— se habían marcado el pecho con pintura ocre. Entre unos y otros, presentaban una imagen de lo más abigarrada. Maeander tenía una razón particular para sentirse complacido por ello. Se verían estorbados, creía él, por barreras lingüísticas, por la disparidad de costumbres existentes entre ellos, por un abanico tan grande de destreza y bravura y preparación para el combate que a él le bastaría con sembrar el caos en su seno y liquidarlos mientras hacían implosión.
Empezó con dos maniobras simultáneas pensadas para negar a Aliver toda oportunidad de hacerse con la iniciativa. Maeander puso en marcha a sus tropas e hizo que las catapultas empezaran a lanzar peñascos de brea en llamas sobre cada ala de las fuerzas de Aliver. El ejército de Maeander estaba rígidamente formado, disciplinado. Progresaron hacia delante con un paso firme y seguro que no podía ser ignorado. Las primeras líneas de los acacios habrían oído sus cantos y el rítmico batir de sus pies y las ráfagas de aullidos gritadas por los distintos clanes en respuesta a los estímulos de sus nombres de familia. Todo suficientemente aterrador.
A lo cual había que añadir los tremendos movimientos de fractura de las catapultas mientras trazaban rutas llameantes en el cielo, arqueándose, arqueándose, cayendo por delante de una estela de humo negro. Habían modificado las armas a partir de las que los numreks habían traído por primera vez al Mundo Conocido. Éstas eran más grandes, versiones mejoradas de las originales, con enormes engranajes y la capacidad de lanzar los proyectiles dos veces más lejos que antes. Con ayuda de ingenieros de la Liga, se las habían ingeniado para convertir la brea en esferas estables que podían hacer rodar sobre el brazo de la catapulta, previamente tensado, antes de prenderles fuego. Una vez en el aire, las esferas mantenían su forma y ardían sin que disminuyera la llama hasta que se estrellaban contra el terreno. Incrustados en ellas había pequeños trípodes de hierro. Al impactar se dispersaban a través del suelo, y los ganchos de sus afiladas puntas casi siempre acababan apuntando hacia arriba. Eran unas armas pequeñas, pero Maeander estaba seguro de que dejarían lisiados a centenares de hombres y caballos. Aliver no contaba con ningún arma semejante, y tampoco estaría preparado para su devastador poder. En respuesta, sus tropas ofrecieron cortinas de flechas lanzadas al unísono que —si bien infligieron algún daño— parecían tener tan poca trascendencia como un enjambre de mosquitos.
Los primeros orbes hicieron explosión antes de que los ejércitos hubieran llegado a encontrarse. Las deflagraciones se esparcieron en todas direcciones, incinerándolo todo dentro de un radio de cincuenta metros y proyectando glóbulos de materia fundida aún más lejos. Los soldados huyeron de los impactos en una frenética carrera, trepando unos sobre otros, impulsando cuerpos hacia el centro. La confusión ya había sido sembrada. Maeander hizo reposicionar y recalibrar algunas de las catapultas. En cuestión de minutos, la primera de ellas dejó caer un orbe sobre la retaguardia de la fuerzas de Aliver. Borró de la faz de la Tierra a una unidad que quizás esperase no presenciar ninguna clase de acción en todo el día.
Que se sientan rodeados, pensó Maeander, atrapados por el fuego y la destrucción en tres lados y haciendo frente a sus verdugos en el otro. Viendo el humo que se elevaba hacia el cielo y los confusos movimientos que tenían lugar en las filas enemigas, se volvió para ofrecer una sonrisa de sarcasmo al hombre que tenía a su lado. Ese hombre no era Larken, sin embargo. Pensar en ello le agrió el humor. Sólo por un instante, no obstante.
Los dos ejércitos se encontraron mientras la lluvia de fuego caído del cielo continuaba. Viendo lo que sucedió después, Maeander no habría podido sentirse más satisfecho de cómo había planeado aquella acción. Había ubicado una cuña de caballería en el centro de su línea. Aliver no podía oponerles un rival a su altura ni aunque quisiera; no contaba con ninguna unidad de caballería, meramente una dispersión de hombres montados aquí y allá. Los jinetes de Hanish iban sólidamente acorazados, portadores de lanzas con las que atravesaban a los infantes, perforando pechos, cuellos y caras antes de arrancar las armas para clavarlas de nuevo. Eran hombres imponentes y musculosos que se habían adiestrado y adiestrado y adiestrado para un momento semejante. Podían repetir sus movimientos de alancear centenares de veces sin fatiga alguna. Sus caballos eran los más grandes que había en el imperio, monturas inconmovibles y beligerantes adiestradas para aplastar hombres bajo sus cascos.
En cosa de media hora habían abierto un surco en dirección al centro de las tropas acacias. Eso podría haber parecido una maniobra arriesgada, ya que no tardaron en adentrarse en las filas del enemigo y quedar rodeados por tres de los lados. Pero detrás de los jinetes fluyó un río de infantes, balanceando espadas y hachas. Las armas eran de una calidad tal y habían sido afiladas hasta tal punto que se abrían paso a través de carne, músculo y hueso, cuero y cota de malla. Las tropas parcamente acorazadas de Aliver cayeron ante ellos en sanguinolentos pedazos. La infantería de Maeander se adentró por el centro, dejando al grueso del ejército enemigo como básicamente blancos inmóviles para las catapultas.
En muchos aspectos, Maeander sintió como si controlara con sus propias manos la carnicería subsiguiente. Ésta se prolongó durante horas, a lo largo de la mañana y hasta bien entrada la tarde. Sólo ver aquella sangrienta labor resultaba agotador. Cuando indicó a sus tropas que retrocedieran, Maeander estaba empapado en sudor y con los músculos doloridos como si hubiera pasado todo el día en lo peor de la refriega. En todo ese período de tiempo no había sucedido nada que él no hubiera planeado y de cuyos hilos no hubiera tirado. Había perdido pocos hombres y dado muerte a muchos enemigos, parecía. Era sólo debido a la pura abundancia de las tropas de Aliver por lo que algunos de ellos aún estaban con vida.
Sus generales, cuando dieron sus partes más tarde aquella noche, no estaban tan entusiasmados. Habían matado a muchos, sí, pero no a tantos como parecía pensar Maeander. La batalla que describieron guardaba mucha semejanza con lo que éste había presenciado, pero también difería en algunos detalles. Las cifras, para empezar. Los acacios habían sido pisoteados, degollados, apaleados. Algunos de ellos habían caído víctimas de graves heridas. Muchos, sin embargo, consiguieron retirarse pese a heridas que deberían haberlos dejado lisiados. Otros, a los que los infantes creían haber liquidado y pisoteado en su avance, se levantaron un rato después y los atacaron desde atrás. A ojos de sus generales, las catapultas no habían resultado tan destructivas como pensaba Maeander. Habían dado en el blanco, sí, pero sólo murieron los que resultaron directamente abrasados. Los demás salieron despedidos, volando por los aires. Estaban en llamas que se apagaron al poco, y salieron básicamente ilesos un instante después.
—Son difíciles de matar —dijo un oficial—. Eso es lo desconcertante. Simplemente son difíciles de matar.
Todos los generales que habían presenciado aquello desde cerca se mostraron de acuerdo con el oficial. Ninguno de ellos podía encontrarle sentido. Una vez más, Maeander deseó tener allí a Larken para consultarle, o a su hermano, o a su tío… pero dudaba que ninguno de ellos le hubiera aconsejado de ninguna manera que él no pudiese idear por sí solo. Detalles aparte, el día había sido suyo. Si los acacios venían a su encuentro por la mañana, sería su fin. Eso al menos sus generales no se lo discutieron demasiado.
A la mañana siguiente Maeander se unió a las primeras filas de sus soldados. Quería ver al enemigo lo más de cerca posible, desempeñar su sangriento papel en la victoria que anticipaba. Pero desde el momento en que los dos ejércitos se encontraron, nada discurrió con la inevitabilidad que él había imaginado. El enemigo resultó ser difícil de matar. Una vez heridos, sólo retrocedían cuando en buena ley deberían haber caído muertos. Aquellos a los que Maeander pensaba que se había dado muerte, a menudo se apartaban arrastrándose o volvían a ponerse en pie, no tan gravemente heridos como se había imaginado él. Casi parecía como si tuviera que separar una cabeza de su cuerpo para estar seguro de haberse cobrado una víctima.
Y además luchaban improbablemente bien, pese a la inferioridad de sus armas y de su adiestramiento, a pesar de su delgada o parcial o inexistente armadura. En un caso, durante un combate mano a mano con un chico que aún no había cumplido los veinte, Maeander se encontró con que le costaba horrores matarlo. Debería haber sido fácil. El chico era un bethuni de hombros delgados, que luchaba con sólo una lanza; sus brazos, piernas y pecho completamente desnudos eran blancos fáciles. Estaba aterrado, eso Maeander podía verlo. Temblaba, con los ojos frenéticos y desorbitados. Se las arreglaba para moverse justo lo bastante rápido, bloqueando, defendiendo, ocasionalmente atacando. Maeander no pudo evitar reírse de él ante la extraña combinación del miedo del chico unido a su propia incapacidad para acertarle. Resultaba cómico, hasta que el chico le hizo un corte en el hombro. Enfurecido, Maeander se abalanzó sobre él para atacar con más fuerza. Pero entonces, empujado por un repentino estallido de movimiento procedente de uno de los lados, perdió de vista al chico. Tuvo que quedarse en el sitio, echando chispas mientras lo veía escabullirse con algo parecido a la diversión en sus ojos castaños. Ese incidente no fue más que una entre muchas de las frustraciones de aquella mañana.
Más tarde, de nuevo en el risco que servía como centro de mando ese atardecer, Maeander concluyó que las unidades separadas de Aliver estaban operando con una rapidez de la que no se había percatado al principio. Las comunicaciones fluían rápidamente de una parte de la masa de tropas a la siguiente. Con una rapidez excesiva, de hecho, para que pudiera ser explicada. Maeander hizo que las catapultas se centraran en destruir el puñado de torres de vigía móviles esparcidas a través del ejército acacio. No podía saberlo con certeza, pero presumiblemente esas torres cobijaban a generales, tácticos, tal vez incluso a los mismos Akaran. Le parecía ridículo atraer la atención hacia uno mismo de esa manera, pero las torres estaban ahí. Estaban siendo utilizadas para algo. Dos veces vio proyectiles haciendo explosión directamente encima de las torres móviles. Eso fue satisfactorio. Tanto si un Akaran se hallaba en alguna de ellas como sino, cada explosión ciertamente se había llevado consigo a unos cuantos oficiales.
Al final del día volvía a sentirse mejor. Daría inicio al día siguiente destruyendo el resto de las torres. Cambiaría de táctica, enviando a la caballería para que flanqueara a los acacios mientras él concentraba las catapultas sobre el centro. Los orbes de brea se estaban acabando, pero los usaría de todos modos. Estaban allí para eso. Acabaría con las tropas y con Aliver mediante una inmensa granizada de fuego. Dos días de matanza y heridas los habrían dejado lisiados, prácticamente carentes de recursos. Los hombres de Maeander aún estaban fuertes, aún eran numerosos. El tercer día pondría fin a todo aquello.
Pero pareció como si el ejército de Aliver hubiera repuesto sus efectivos en el curso de la noche. Nuevos reclutas tenían que haber afluido para reemplazar a los caídos. El ejército que los acacios pusieron en el campo de batalla al tercer día no parecía haberse empequeñecido excesivamente con relación a lo que había sido durante el primero. Que ellos pudieran incorporar tan deprisa a las nuevas adiciones no tenía ningún sentido, pero aun así las pusieron en el campo de batalla el mismo día de su llegada. De algún modo, lucharon con la disciplina y la gracia de unos veteranos.
¿Y el chaparrón de fuego desencadenado por Maeander? Cayó, desde luego, pero causó todavía menos impacto que en los días anteriores. Una torre, alcanzada directamente, se dobló bajo la sacudida, quedó envuelta en llamas y entonces… bueno, entonces el incendio se apagó, como si un hálito de viento lo hubiera extinguido. Maeander vio cómo la estructura parecía recobrar el equilibrio, para volver a alzarse en su forma anterior. La torre humeó y se ennegreció, pero sobrevivió. Para cuando decidió dar por finalizado el día, Maeander sentía como si estuviera en punto muerto. Lejos de regocijarse con la victoria, ahora se encontraba con que no sabía qué hacer. No estaba ganando. Y si las cosas seguían así, el día siguiente vería cómo sus tropas eran obligadas a retroceder.
El primer día lo había dejado un poco desorientado. El segundo lo llenó de confusión. El tercero lo preocupó. Por primera vez, Maeander se permitió abrigar el pensamiento de que Aliver quizás había sido bendecido por alguna forma de hechicería. Hasta entonces había creído que todas esas cosas llevaban mucho tiempo muertas, pero ¿qué otra explicación podía haber? Era lo único que tenía algo de sentido. Con esa comprensión llegó el primer atisbo de duda. Apareció como un cosquilleo en su codo, una sensación muy molesta de la que no conseguía librarse. Si se rascaba con tesón, el cosquilleo se esfumaba, pero sólo hasta que él apartaba las uñas. Entonces volvía a propagarse a través de su piel. Cosa que no le gustó nada.
Los numreks no habían llegado. ¿Dónde estaban? ¿A qué clase de juego estaban jugando? La Liga seguía estando disponible, pero pasarían cuatro días antes de que pudieran reabastecerlo de orbes de brea. Sus hombres estaban empezando a mostrar sombras de preocupación en torno a los ojos. Entonces llegó un mensajero de Hanish, solicitando noticias. Maeander lo mantuvo secuestrado en una tienda, bajo custodia.
Esa noche tomó una decisión. Iba a probar con algo que Hanish le había advertido que sólo debería ser utilizado como último recurso. Tenían un arma que aún no habían revelado a nadie. Había sido un regalo de sus aliados más allá de las Laderas Grises. Esta vez no se trataba de una enfermedad sino de algo inaudito en el Mundo Conocido. A Maeander no le gustaba revelar sus secretos si era posible no hacerlo. Pero la situación a la que se enfrentaban, le decían todos sus instintos, era precisamente esa clase de fea circunstancia.
Envió un mensajero a Aliver, proponiendo una pausa de dos días en el combate. Que mañana fuera un día dedicado a despejar el campo de batalla, atender a los heridos, y que a ése siguiera otro día para honrar a los muertos. Aliver se mostró de acuerdo. Con el retraso en su sitio, Maeander contactó con los navíos que transportaban la carga secreta, atracados, como estaban, en la ensenada de Bocoum. Necesitaba a los antoks, dijo. Que los trajeran a la costa y los prepararan.