58

Hanish lo había pasado bastante mal durante su última separación de Corinn. La había mirado a la cara mientras se despedía, inseguro de cómo reaccionaría ella, listo para hacer frente a todo un despliegue de emoción nacida del enfado. Quizás incluso anhelaba semejante estallido. En lugar de eso, ella se había mostrado extrañamente reservada. No había protestado porque él fuera a marcharse para ir al encuentro de Haleeven y la caravana que transportaba a los tunishnevre. Tampoco había pedido que se le permitiera acompañarlo, algo que Hanish había previsto que iba a hacer. Aunque le deseó éxito y que todo le fuera bien durante el viaje, sus labios no habían tenido vigor alguno durante sus últimos besos. No había apretado su cuerpo contra del suyo como hacía normalmente. No le dio nada aparte de cortés indiferencia. Hanish medio se preguntó si no habría empezado a cansarse de él ya, pero era un pensamiento ridículo que enseguida hizo a un lado. Lo cierto, pensó, era simplemente que ella había aprendido a ocultar mejor sus sentimientos, más a la manera en que lo hacía una mujer meinish.

Mientras zarpaba de la isla con rumbo hacia Aos, Hanish se convenció a sí mismo de ello. Corinn había estado llena de una emoción que deseaba esconder, decidió: un temblor en los bordes de sus labios, una nueva intensidad en sus ojos, algo delatado por la mueca de irritación con que apartó el mechón de pelo que le había caído sobre la frente. Sí, estaba todo ahí. Hanish no hubiese podido precisarlo en términos exactos, pero Corinn no era tan distinta de la frágil muchachita que había experimentado la pérdida de su familia. Había sido abandonada y la sombra de ese abandono aún se cernía sobre ella. No le hacía ninguna gracia tener que despedirse de él, aunque había intentado estoicamente no mostrarlo. Irónico, pensó Hanish, considerando que era su regreso lo que ella necesitaba temer.

Sospechaba también que se había enterado de la aparición de Aliver en Talay. Quizás incluso había oído rumores de que Mena y Dariel estaban vivos también. No estaba seguro de cómo la afectaría eso. De hecho, a él mismo le costaba digerir la noticia. ¿Cómo era posible que todas las partidas de búsqueda a lo largo de los años no los hubieran encontrado? ¿Por qué no los había traicionado nadie para hacerse con las riquezas que él les habría entregado de tan buena gana? Había sido una frustración perpetua, y ahora era una molestia de lo más inoportuna. Al menos tenía a Maeander en quien confiar. Él y su afición a las matanzas, con sus armas de guerra y aquellas criaturas retorcidas que tanto lo entusiasmaban: él se ocuparía de los Akaran.

Después de haber puesto un poco de orden en sus pensamientos, hizo cuanto estaba en su mano para poner a buen recaudo cualquier emoción que sintiera hacia Corinn. Ordenó a los punisaris que la siguieran de cerca en todo momento. Trazó unos límites muy claros más allá de los cuales no le estaba permitido ir. Los guardias debían evitar que eso resultara evidente para ella, naturalmente. Dejar que se sintiera tan libre como quisiera, pero mantenerla enjaulada en la seguridad del palacio. Eso era cuanto necesitaba hacer ella para estar en su sitio a fin de desempeñar su papel. Si ninguno de los otros Akaran podía ser aprehendido para ocupar el puesto de Corinn, entonces ella tendría que morir sobre el altar para liberar a los antepasados. Eso causaría una gran pena a Hanish, cierto, pero ya se ocuparía de ello más tarde. Era lo bastante fuerte y estaba lo bastante lleno de propósito para que pudiera hacer lo que fuese necesario, y lo haría.

Ése era el propósito de aquel viaje, después de todo. Iba a ayudar a Haleeven a llevar a los tunishnevre durante el último tramo de su viaje a Acacia, a la cámara que había hecho construir especialmente para ellos. Ahora no había responsabilidad mayor que ésa. Nunca la había habido y nunca la tendría después de que aquella tarea hubiera sido llevada a término. Ni siquiera la inminente guerra con Aliver y esas hordas suyas que no paraban de crecer podía comparársele. Maeander era más que capaz de encargarse de eso. Hanish confiaba plenamente en la destreza marcial de su hermano. Tener éxito en derrotar a Aliver era de crucial importancia, ciertamente. Por eso había dado permiso a Maeander para utilizar todos los recursos que pudiera llegar a necesitar, incluido el de desvelar a los antoks, unas criaturas que jamás habían sido utilizadas durante una batalla en el Mundo Conocido. Pero aun así, un resultado adverso en los campos de Talay no decidiría la contienda. Liberar a los tunishnevre, en cambio, sí que lo haría.

Hanish desembarcó en Atos y subió directamente desde los muelles, sin detenerse a admirar la esplendorosa grandeza del lugar. Bajo el gobierno acacio, la ciudad portuaria había sido desarrollada como un próspero asentamiento. Pero eso fue antes de la guerra. Ahora un puñado de nobles meinish y un buen número de punisaris de elite residían allí, rodeados de riqueza y belleza como jamás habían podido imaginar cuando tenían que acurrucarse contra el frío en Tahalian. Tal vez fuese el recuerdo de aquello lo que hizo que Hanish se mantuviera en movimiento sin levantar la vista. Su pueblo había llegado muy lejos, pero aún tenían que transformarse a sí mismos en una auténtica nación imperial. Todavía eran, en muchos aspectos, meros ocupantes que se pavoneaban dentro de las pieles de aquellos a los que habían conquistado, yendo adornados con sus atavíos. Hanish esperaba cambiar pronto todo eso con la ayuda de sus antepasados liberados.

Caballos frescos estaban aguardándolos a él y a su contingente de punisaris. Montaron y se alejaron al galope de la ciudad, sin prestar atención a los magistrados que esperaban para darles la bienvenida. Luego cabalgaron durante dos días a través de los retazos de tierras de labranza que proporcionaban al imperio una parte tan grande de sus recursos alimentarios. Cada noche acampaban de la manera más simple posible, sin ni siquiera erigir tiendas, ya que el tiempo era muy bueno en verano, y los cielos azules y libres de nubes. El tercer y el cuarto día atravesaron los pastizales, pasando junto a rebaños de ovejas y reses atendidos por hombres y mujeres jóvenes que miraban a los meins como si fueran lobos disfrazados.

A Hanish lo llenó de asombro —como hacía siempre, a pesar del tiempo transcurrido— atravesar el cúmulo de riquezas que controlaba ahora. Todo aquello era suyo, se recordó a sí mismo. Todo legítimamente suyo y de su pueblo. El mundo pertenecía a quienes eran lo bastante osados para tomarlo, ¿y quién había sido nunca más osado que él?

Esa noche, acampado en la linde de los bosques de Eilavan, dedicó un buen rato a reflexionar sobre aquella pregunta. Rebuscó entre las generaciones de guerreros meinish para ver si daba con alguien a quien considerara su igual. Había habido un tiempo en que todos le parecían impresionantes, pero ahora, mientras iba eliminándolos uno por uno, encontró que cada uno de ellos carecía de algo. Sólo Hauchmeinish parecía un hombre de innegable grandeza. Entonces vivían tiempos tan tumultuosos que Hauchmeinish nació en la guerra y vivió la totalidad de su existencia en el centro de un torbellino. Ciertamente había sido un feroz guerrero, un líder dotadísimo sobre el que recayeron grandes retos para poner a prueba su temple. ¿Quién más habría podido conducir a los meins mientras marchaban, desolados y vencidos, a un gélido exilio concebido para aniquilarlos? Hauchmeinish se había asegurado de que perseveraran, pero al final la suya fue una historia de derrota. ¿Qué le diría Hanish cuando lo mirase a la cara? ¿Debería inclinarse ante semejante antepasado? ¿O debería doblar la rodilla ante él?

Hanish sabía que los antepasados esperarían verlo llegar con la cabeza inclinada hacia ellos, humilde, lleno de gratitud. Siempre le habían hablado en susurros que decían que sin ellos él no era nada. Simplemente el producto de sus esfuerzos, nada más que eso. Todos sus logros eran poseídos por el colectivo. Ningún hombre solo importaba comparado con la fuerza que ellos encarnaban juntos. Hanish había vivido su vida según aquel credo, y no le había fallado. Teniendo en cuenta eso, ¿por qué ahora su mente parecía rebelarse contra sus antiguas certidumbres, precisamente cuando se hallaba tan cerca de finalizar su trabajo?

Lo llenó de turbación darse cuenta de que aquellos a los que más respetaba eran héroes acacios. Edifus podía haber sido su igual. Tinhadin a buen seguro lo fue. Si hubiera guerreado con ellos, no estaba nada seguro de quién habría prevalecido. Edifus había luchado tan tercamente, sin flaquear, debatiéndose con todos y cada uno de los que se habían alzado contra él… No había sido un hombre astuto o taimado, sino que había combatido en las primeras filas de cada batalla importante de su carrera. Tinhadin había sido de otro tipo, todo él traición y artimañas, un modelo para la duplicidad que no se detiene ante nada, un hombre dispuesto a abrazar los horrores de una visión tan amplia que pocos aparte de él la hubiesen concebido siquiera. Hanish cayó en la cuenta de que había aprendido mucho de los fundadores de Acacia. En cierto modo, los reverenciaba, incluso a pesar de que habían sido los mayores enemigos de su pueblo. Al final se quedó dormido con la mente extendida alrededor del reconfortante —y decepcionante— pensamiento de que ahora no había hombres como aquellos dos para hacerle frente.

Más tarde, abrió los ojos a la cremosa pincelada de estrellas pintadas en el cielo nocturno. Miró en derredor un instante, sus sentidos dando el grito de alerta por todo su cuerpo. Localizó a los guardias inmóviles en ocho puntos alrededor de él y a otros durmiendo en el suelo, los caballos próximos. Todo estaba tranquilo, tan apacible como cuando se había quedado dormido, el aire lleno con las llamadas de los grillos. Lo que lo había despertado no era nada que estuviera sucediendo a su alrededor. Había estado soñando con una hembra Akaran, una mujer que era exactamente igual que Corinn. Pero la mujer no era Corinn, y no había sido un encuentro amoroso. Tenía que haber sido… Mena. Mena empuñando una espada. Una diosa iracunda: así era como ella se había descrito a sí misma en el sueño. Había alzado su arma para mostrársela. La hoja estaba empapada en sangre. Goteaba de ella como si el metal fuese un manantial de líquido rojo. Fue la visión de aquella arma y las manos de la mujer sobre la empuñadura lo que lo había arrancado bruscamente del sopor. Pero ¿por qué soñar con ella? ¿No era Aliver quien encabezaba la rebelión? ¿Por qué despertar temiendo a quien, en las horas diurnas, él todavía consideraba una chiquilla?

Era poco lo que sabía de Mena aparte de que había matado a Larken con su propia espada, dado muerte a varios punisaris después y hecho que la tripulación iniciara una revuelta. La última parte probablemente fue la más fácil. Una de las infortunadas realidades de la vida imperial era que cada mein tenía que depender de una hueste de pueblos conquistados para hacer que el mundo siguiera funcionando, para tripular los navíos y preparar las comidas y hacer caminos. Aun así, eludirlos tan completamente no debería haber sido posible para la menuda Mena.

Hanish decidió que si se presentaba la oportunidad, sacrificaría a Mena durante la ceremonia. Mejor quitarla de en medio. Quizá Corinn incluso podría llegar a perdonarlo. Quizás aún podrían tener una vida juntos cuando todo aquello hubiera terminado. Hanish cerró los ojos e intentó dormir y no pensar en Corinn. No consiguió hacer ninguna de las dos cosas.

Al día siguiente, sentado en un promontorio que proporcionaba una buena vista del tortuoso sendero de la ruta a través de los bosques de Eilavan, Hanish divisó la caravana que se aproximaba. La caballería iba delante y se desplegaba a través de los bosques a lo largo de los flancos. Después venían unidades de punisaris, marchando en apretada formación, encajonadas por el estrecho sendero. Más allá de ellas se extendía una cinta serpenteante de carros, trabajadores y sacerdotes, artefactos tirados por bueyes cargados con centenares de sarcófagos. En cada uno de ellos, sabía Hanish, residía uno de sus antepasados. Oyó el chasquido de los látigos de los conductores que la brisa traía hasta él. Estaba sucediendo, pensó. Realmente iba a suceder.

Cuando se acercó al galope, a través de la caballería y los infantes y en dirección al cuerpo de la procesión, no pudo imaginar cómo se las habían ingeniado para atravesar la escabrosa, maltratada y húmeda tundra de la altiplanicie del Mein. En verano habría sido una marcha traqueteante a través de un fétido paisaje de turba esparcida en una delgada capa por encima de un subsuelo rocoso, con muchísimas ocasiones de inclinarse a cada lado y desparramar su carga, quedar atrapado en alguno de los muchos lodazales. Quizá no habrían sido capaces de llegar a hacerlo sin la ayuda de la tecnología numrek. Eran ellos quienes habían enseñado a los meins cómo hacer carros de semejante tamaño, con aquellas ruedas enormes y con una flexible armazón inferior que no se partía bajo la presión. Aun así, pensar en aquellos artefactos gigantescos avanzando laboriosamente por el empinado sendero que bajaba del Borde lo puso tan nervioso que sintió un hormigueo en la piel. Tendría que preguntarle al respecto a Haleeven más tarde, después de que le hubiera dado las gracias, felicitado. Era una proeza sobre la que haría que un poeta escribiera una balada.

El tío de Hanish sonrió con una mueca de loco cuando vio a su sobrino. Los dos hombres se saludaron uno al otro haciendo chocar sus cabezas. Frente impactó contra frente. Apretaron piel contra piel, cada uno con las manos alrededor del cráneo del otro. Era un antiguo saludo, reservado para parientes próximos y para momentos de gran emoción. Estaba pensado para hacer daño. Pero el dolor que causaba no fue nada comparado con el impacto de la apariencia de Haleeven. Hanish nunca había visto a un hombre tan desaliñado, salvo por los mendigos que recorrían los callejones de Alecia: ropas en mal estado, tachonadas de mugre, labios llenos de las costras producidas por su lengua que asomaba, asomaba, asomaba continuamente para humedecerlos. Sus ojos se escondían bajo unas cejas caídas, y la piel de su cara se aflojaba, como si el tejido mismo hubiera sido fatigado por el trabajo de la última semana. Su pelo era impresionantemente blanco. Hanish intentó recordar si ya lo había sido antes, aunque sólo fuera un poco. Creía que no. Se elevaba desde su cuero cabelludo como si cada pelo fuera un zarcillo de hilo de plata helado por una brisa gélida.

Dando un paso atrás, Hanish dijo:

—Tienes buen aspecto.

La mentira estuvo fuera de su boca antes de que se diera cuenta. Haleeven le hizo saber lo que pensaba de ella con un fruncimiento de ceño, pero volvió a alegrarse al momento siguiente.

—No, tú sí que tienes buen aspecto. Yo… yo no me encuentro muy bien. A menuda misión me enviaste, sobrino. Menuda tarea…

—Pero la has llevado a cabo.

Haleeven lo estudió un momento en silencio, y luego dijo:

—Ven, déjame enseñártelo todo.

Con Haleeven a su lado, Hanish visitó a cada uno de los antepasados. Subió a los grandes carros para tocar los sarcófagos con las manos, susurrar sus saludos e invocar viejas plegarias de encomio. Sintió palpablemente la vida que había dentro de los recipientes. Los antepasados latían con una feroz, innegable energía. Su palpitar azotaba el mundo en un silencio apagado, como si cada uno de ellos estuviera gritando como un poseso dentro de una cámara a prueba de sonido y movimiento. Hanish reparó en la fatiga y la inquietud presentes en cada gesto de los trabajadores. Tenían los ojos desorbitados por el miedo, agotados más por el peso emocional de sus obligaciones que por el trabajo físico. Incluso los bueyes, normalmente unas criaturas tan tranquilas, estaban nerviosos y necesitaban que se los controlara estrechamente.

La descripción del viaje que le hizo Haleeven fue una larga historia de penalidades y reveses, contada a lo largo de la tarde y continuada esa noche durante la cena en el campamento. Cuando hubo acabado, los dos hombres permanecieron sentados en silencio mientras la noche se asentaba poco a poco a su alrededor. Hanish no podía ver las estrellas debido a los árboles que las ocultaban, las partes de abajo del follaje reluciendo a la luz del fuego. Haleeven encendió una pipa llena de hoja de cáñamo y fumó de ella, un hábito que Hanish no sabía que hubiera adquirido. Estuvo a punto de decir algo desdeñoso. Pero tampoco era como si Haleeven estuviera fumando niebla. Quizá se había ganado el derecho a tener un vicio. Hanish acababa de empezar a pensar nuevamente en Corinn, cuando su tío rompió el silencio.

—Están tan impacientes… —dijo.

Hanish no necesitó preguntar a quiénes se refería.

—Lo sé.

—Están furiosos.

—Lo sé. He hecho…

El tío saltó hacia delante desde su posición reclinada, alargó una mano y agarró de la muñeca al sobrino. Esperó hasta que Hanish le encontró los ojos y entonces los clavó en los suyos, mirándolo con una abrasadora intensidad.

—¡Qué vas a saber! No los has sentido como los he sentido yo durante todos estos días. Ahora están despiertos del todo. Hierven de propósito. Quieren venganza, y la quieren con un anhelo tal que tiemblan ante su proximidad. Los temo, Hanish. Los temo como nunca he temido a nada en la Tierra.

Hanish apartó la muñeca, despacio pero con una torsión que rompió la presa del hombre. Después habló con la convicción que sabía debería estar sintiendo, intentando creer en sus propias palabras.

—Su ira no está dirigida hacia ti. No tenemos nada que temer de los nuestros, tío.

—Eso es lo que ellos nos han dicho siempre —murmuró Haleeven—. ¿Qué le has dicho a la princesa?

—¿Acerca de lo que les sucederá a los tunishnevre? Le he dicho que ella podía ayudarme a liberarlos. Una gota de su sangre, dije, y su bendición eran cuanto necesitábamos para romper la maldición. No se ha ofrecido a darlas, sin embargo. Y yo no la he acuciado. La princesa piensa que puedo hacerlo sin su bendición.

—Puedes —dijo Haleeven—. ¿Y le contaste lo que significa romper la maldición? ¿O que hay dos maneras distintas de hacerlo, cada una con un desenlace muy distinto?

—Dije que liberaría a los antepasados para que pudieran escapar a la verdadera muerte y descansar por fin. Dije que ellos sólo querían paz y liberación.

—¿Eso fue todo que le dijiste?

Hanish asintió.

Haleeven estuvo callado un instante, y luego dijo:

—Así que le mentiste por omisión.

—Sí, lo hice. Ella cree que los antepasados quieren la paz, cuando de hecho lo que quieren realmente es volver a andar por la Tierra…

—Con las espadas desenvainadas…

—Cobrándose una terrible venganza.

Después de aquello permanecieron sentados en silencio durante un buen rato, sin nada más que decir ahora que habían compartido lo que ambos sabían y habían sabido todo el tiempo. Hanish extendió la mano y pidió la pipa de cáñamo con un gesto de los dedos. Haleeven le dio la vuelta y se la puso en las manos.