57

Thaddeus Clegg no hubiese podido estar más contento con el hombre en que se había convertido Aliver Akaran. Tal vez nadie recordaba más que el antiguo canciller lo mucho que el príncipe se parecía a su padre en las facciones y el timbre de la voz, en la intensidad e inteligencia de sus ojos castaños, y en la erguida elegancia de su torso. Era muy semejante a como había sido Leodan en su juventud. Pero Aliver había tomado todos aquellos rasgos y los había refinado hasta investirlos de una mayor agudeza.

Leodan había soñado y meditado la acción, la reforma y la justicia, pero nunca había llegado a actuar realmente. Ahora Aliver vivía y respiraba todas aquellas cosas y se esforzaba por dar forma al mundo de acuerdo con ellas. Thaddeus había estado preocupado por la reticencia inicial de Aliver a asumir completamente su responsabilidad, pero ahora eso parecía agua pasada. Desde que regresó de su búsqueda de los santoth, el príncipe no había flaqueado. Cuando se le pidió que volviera a llevar la Confianza del Rey, Sangae no vaciló en recuperarla para él. Con ella colgando de su costado, Aliver Akaran tenía todo el aspecto de un héroe en proceso de gestación.

La primera tarea de Aliver —la de ganar para su causa a los halaly—, no había sido fácil. Se negó a unirse a ellos en una guerra mezquina para exterminar a sus vecinos. En lugar de eso, los convenció de que dejaran atrás las contiendas provinciales. Compartían un enemigo común mucho peor que cualquier amenaza que una tribu talaya pudiese representar para otra. Contribuir a la derrota de Hanish Mein, argumentó, sería la mayor obra individual que ninguno de ellos pudiera hacer para cambiar sus fortunas. Prometió que, cuando fuese rey, recordaría cada acción que se hubiera llevado a cabo en pro de él y cada acción que se hubiera llevado a cabo en contra. Las recompensaría todas de múltiples maneras. Los halaly, había dicho, podían ser líderes entre los talayos, o por el contrario podían ser el único pueblo que se quedara sin voz en el mundo venidero. Serían objeto de mofa para generaciones futuras que mirarían atrás para cubrir de ridículo a un pueblo tan ciego a los cambios posibles, que había pasado a ser intrascendente debido a ello. Mirar a los ojos a Oubadal y decir tales cosas no podía haber sido fácil, pero Aliver supo hacerlo.

Los primeros informes de todo aquello que llegaron al canciller provenían de otros. Cuando el príncipe volvió de Halaly e inició la marcha hacia el Norte, el anciano tuvo ocasión de verlo con sus propios ojos. Aliver estaba disponible para la cada vez más numerosa multitud que acudía a él. La gente se congregaba para oírlo cada tarde, cuando hacía largos discursos a quienquiera que le buscase. Hablaba con el fervor de un profeta y sus saltos visionarios iban haciéndose más y más grandes con cada día que pasaba. Detallaba creencias e intenciones que Thaddeus no había esperado, no había plantado en él, o imaginado él mismo. Sin embargo eran ideas de una nobleza tal que no podía hallarle el menor defecto al joven.

Cuando Aliver dijo que recompensaría a aquellos que lo ayudaran, no se refería a hacerlo al antiguo estilo, con riquezas, otorgando poder a una tribu en vez de a otra, elevando a uno sobre los hombros de otro. Quería romper esa vieja costumbre a lo largo de su retorcida columna vertebral y arrojar bien lejos todos los fragmentos. Pedía a las tribus, ya fuese en Talay o en Candovia, en Aushenia o en Senival o en cualquier otro sitio, que pensaran en las demás como miembros de familias ampliadas. No tenían que quererse ciegamente la una a la otra o estar de acuerdo en todo o dar sin la expectativa de recibir a cambio. Pero él haría que se sentaran juntas en un consejo y buscaran modos para que pudieran beneficiarse mutuamente de políticas pensadas para beneficiarlas a todas. Cada una de ellas podría encontrar la prosperidad para sí misma, y también sonreír ante los logros de las demás. ¿Por qué debería ser de ninguna otra forma?

—Edifus estaba equivocado —dijo Aliver una tarde, en palabras que resonarían una y otra vez en la mente de Thaddeus después—. Tinhadin estaba equivocado. Demasiadas de las generaciones que los sucedieron aceptaron las mismas injusticias. Mi padre, Leodan Akaran, ni siquiera él fue capaz de ver alguna manera de liberarse de la tiranía en su propia estatura dentro del mundo. Él sabía que eso estaba mal. Yo sentía que era así; lo sabía sin necesidad de saberlo; me esforzaba por no verlo porque sabía que nadie quería que lo viera. Pero entonces llegó Hanish Mein. Entonces llegó el mal mayor que ardió a través de la Tierra y la dejó calcinada y dañada de tantas maneras distintas. Aborrezco a Hanish Mein por el sufrimiento que infligió al mundo. Detesto que incluso ahora tenga que pedir a miles que den sus vidas en combatirlo. Pero hay una cosa por la que le estoy agradecido. Cuando Hanish Mein rompió la cadena del dominio akarano, preparó el escenario para un cambio en las fortunas del mundo. Hanish no es el inicio de una nueva era. Sólo es la pausa entre dos frases. Los primeros Akaran pronunciaron la primera frase y fue una decepción; yo y aquellos que vengan después de mí dirán la segunda frase, y será una de justicia.

Hanish Mein reducido a la pausa entre dos frases… Thaddeus nunca había imaginado plantear la situación tan osadamente. Y Aliver tampoco se detuvo ahí. Prometió acabar con los trabajos forzados en las minas. Cancelaría la Cuota y nunca volvería a tomar parte en el comercio de la niebla. Juró que su máxima responsabilidad sería gobernar de un modo que beneficiara al mayor número posible. No aceptaba la creencia de que el orden natural de la humanidad consistía en que unos pocos se beneficiasen del trabajo y el sufrimiento de las masas. Quería a sus antepasados, que nadie se atreviera a decir otra cosa. Ellos se equivocaron al estructurar el mundo tal como era ahora, pero también lo habían hecho posible a él. En su nombre, y en el de sus antepasados, moldearía un futuro mejor.

Cualquier vacilación que Aliver pudiera haber tenido de joven se había disipado. Él la había quemado de su esbelto cuerpo como si fuera grasa infantil, y durante las horas diurnas se movía con un vigor que nunca desfallecía. A veces, de noche, cuando había poca gente alrededor, su cara y su cuerpo mostraban fatiga, preocupación. Pero eso, pensaba Thaddeus, era de esperar.

Para cuando llegaron a las llanuras abiertas que se extendían hasta allí donde alcanzaba la vista yendo hacia el Norte hasta llegar a Bocoum, muchos llamaban a Aliver más que meramente el Rey de la Nieve. Fue proclamado profeta de la Donante. Nadie, decía la gente, había dicho jamás tan nobles verdades a tantos oídos. La Donante obraba a través de él. Con esta guerra la Donante estaba poniendo a prueba al mundo para ver si era justo. Quizá cuando triunfaran, la Donante volvería al mundo y caminaría de nuevo entre la gente.

Aliver nunca había hecho semejantes proclamaciones, pero las ideas prendieron como las llamas cuando tocan los herbazales resecos de Talay. Fluían de persona en persona, de aldea en aldea, dentro y fuera de distintas lenguas. Saltaban cordilleras y surcaban los mares. La gente estaba hambrienta de un mensaje como aquél. Lo engullían con bocas llenas de avidez y lo recibían con ojos límpidos, especialmente a medida que una persona tras otra se sacudía de encima su antigua dependencia de la niebla. A veces Thaddeus despertaba en plena noche con el temor de que los acontecimientos estuvieran yendo demasiado deprisa, pero ahora ya no había vuelta atrás.

El anciano aún aconsejaba al rey emergente, pero se encontraba cada vez más a menudo llevando a cabo los deseos de Aliver. Thaddeus se encargó de las comunicaciones con el gran mundo a través de todos los canales que podía emplear. Alertó a la resistencia callada en cada rincón del Mundo Conocido respecto a que Aliver Akaran se había anunciado a sí mismo. Ya no tenían por qué seguir callados. Imaginó las escenas que irían teniendo lugar a medida que corriera la voz. Rápidos ataques de guerrilla contra los intereses meinish. Convoyes mercantes atacados. Puestos avanzados incendiados. Mineros alzándose en rebeldía. Soldados eliminados de uno en uno o de dos en dos. Aliver quería que se les hiciera la vida difícil a los meins en todos los lugares y de todas las maneras posibles. Pero esos actos de resistencia deberían ser mantenidos pequeños, decía. Quería sembrar discordia consciente en cada lejano rincón, al mismo tiempo que reunía su ejército y se disponía a actuar desde el corazón de Talay. Lo organizaría todo de tal modo que su fuerza fuera una ola tan colosal que a Hanish Mein no le quedara otra elección que ir a su encuentro, en lo que prometía ser una batalla tan grande como cualquiera de las que se habían librado en la Primera Guerra.

El nuevo ejército de Aliver hablaba distintas lenguas, tenía distintas costumbres, hacía la guerra de distintas maneras. Había jóvenes y viejos, hombres y mujeres, soldados experimentados y novatos recién incorporados. Había pescadores y jornaleros y trabajadores de las minas, ganaderos y granjeros, eran de todas las profesiones imaginables. Unificar grupos tan diversos en una sola fuerza combatiente planteaba un conjunto de problemas increíblemente complejo. Hanish no se opuso a su avance hacia el Norte, sino que fue reagrupando a sus guardias provinciales hacia un punto central. Recibieron informes de que estaba acumulando tropas a lo largo de la costa talaya. El momento en que las dos fuerzas se enfrentarían estaba muy próximo.

Afortunadamente, Leeka Alain estaba impaciente por volver a ostentar el mando militar. La leyenda del general que montaba un rinoceronte no había sido olvidada. Leeka era, después de todo, el primer hombre en separar una cabeza numrek del cuello que la sostenía. Había sobrevivido a un ejército entero y combatido en batalla tras batalla a lo largo de la Primera Guerra. Si bien unos años mayor, aún era un general al que otros seguirían en la contienda. Se consagró a ordenar y adiestrar el creciente ejército de Aliver.

Los disgregó en unidades pensadas para sacar provecho de sus diversos talentos. Dio instrucciones a los oficiales a sus órdenes que pensaran creativamente en cómo se podía utilizar a cada persona de manera que fortaleciese al todo. Simplificó las órdenes de batalla, seleccionando las mejores palabras de las distintas lenguas de modo que las llamadas fueran concisas y comprensibles y que cada persona oyera al menos una de sus palabras articulada en los labios de sus oficiales. Los hizo pasar por una serie de ejercicios de adiestramiento que los acostumbraron a operar como unidades. Escenificando simulacros de batallas en las que los nuevos reclutas hacían frente a una acometida de veteranos, los acostumbró a la confusa turbamulta de dos ejércitos que chocan uno con otro. Los hacía trabajar mucho, pero siempre les dejaba conservar justo la suficiente energía para que pudieran cubrir la distancia prevista para el día mientras avanzaban hacia el Norte. Los nuevos reclutas eran aceptados en el mismo instante en que se ofrecían voluntarios y se los incorporaba a la rutina sin tardanza. Cabía la posibilidad de que no pudiera llegar a tenerlos completamente preparados para hacer frente a unidades de punisaris u hordas de guerreros enviados por los numreks —¿quién podía estar realmente preparado para tales cosas?— pero los tendría tan preparados como fuera humanamente posible, aunque para ello tuviera que prescindir de una gran parte de la tradición militar acacia y repensar toda la empresa.

Más que ninguna otra cosa, sin embargo, la llegada de Dariel había hecho muchísimo por Aliver. Lo reafirmó en su propósito como no lo había hecho ninguna otra cosa hasta entonces. La noche de la llegada de Dariel, Thaddeus había corrido a la tienda del consejo y encontrado a los dos hermanos fundidos en un estrecho abrazo. Debían de llevar un buen rato así. Sentados en taburetes con los brazos entrelazados, conversaban en susurros. Tímidamente, Thaddeus se les acercó. No estuvo seguro de qué hacer hasta que Aliver puso los ojos en él. Entonces el príncipe extendió una mano y atrajo al viejo canciller al abrazo. Dariel —su rostro, ahora el de un hombre, si bien el niño aún estaba presente en la forma de sus ojos— le dio la bienvenida con una triste sonrisa. Thaddeus se las arregló para murmurar un saludo al joven príncipe antes de que la emoción le hiciera un nudo en la garganta.

En los días que siguieron, los hermanos volvieron a conocerse entre el discurrir de los acontecimientos cotidianos. Estaban juntos a menudo durante el día, tocándose el codo, escuchando las mismas reuniones del consejo, tomando decisiones juntos, entretejiendo los años que habían pasado separados en la urdimbre de su atareada existencia diaria. Thaddeus se había preguntado si surgiría alguna fricción entre ellos. ¿Serían desconocidos el uno para el otro? ¿Se medirían mutuamente, ahora hombres y quizá competitivos, considerando la posibilidad de que uno de ellos pronto pudiera ser rey? ¿Habrían todos esos años separados dañado su relación de maneras que no serían fáciles de remediar? Pero Thaddeus no vio nada de eso. Debían ponerse al día respecto a muchas cosas, sí, pero ninguno de los hermanos parecía sentirse incómodo en compañía del otro. Quizá Leodan los había moldeado, en aquellos primeros años, para que fueran mejores hermanos que la mayoría.

Deteniéndose en la entrada a la tienda de Aliver un anochecer, Thaddeus no pudo evitar ponerse a escucharlos. No había pretendido hacer tal cosa, y ciertamente no lo animaba ninguna mala intención. Pero oír la voz de Aliver al otro lado del faldón de la tienda lo detuvo en seco. No era la misma voz con la que el príncipe hablaba habitualmente. Había en ella una abierta franqueza, una nada disimulada sinceridad. Era la voz de un hombre que le habla a su hermano, a una de las pocas personas en el mundo a las que no necesita ocultar nada.

Aliver estaba hablando de lo duro que había sido para él verse arrojado a la cultura talaya. Fue abrumador. Al principio, había odiado su pálida piel y su lacio cabello y sus delgados labios. Durante un tiempo se había afeitado la cabeza y pasado demasiadas horas al sol e, incluso, fruncido los labios para hacerlos parecer más carnosos cuando hablaba con mujeres jóvenes. Afortunadamente, ya hacía años de eso. Durante los últimos años había empezado a sentirse más a gusto dentro de su piel. Ahora sabía quién era él, sabía lo que tenía que hacer, y, por fin, podía mirar a Dariel y ver a su familia reflejada en su hermano.

Lo que era un regalo maravilloso. Hablando a través de una carcajada, dijo:

—Así que gracias por haber vivido tanto. Por favor, continúa haciéndolo.

Dariel compartió en igual abundancia con Aliver, detallando lo extrañamente solitario que se había sentido creciendo entre los incursores. Había habido personas a su alrededor en todo momento, yendo y viniendo dentro del torbellino de aventura y camaradería, y sin embargo había estado solo. Los quería a todos, dijo, especialmente a Val. Aquel gigante de hombre había sido todo lo padre que podía. Había dado su vida por Dariel, en más de una manera. Deudas así nunca podían ser saldadas. Regalos como ésos nunca podían ser ganados, dijo.

—No tengo ni la más remota idea de lo que hice para merecerlo.

—Val tenía una vida que vivir, también, ¿verdad? —preguntó Aliver—. Hacer lo que hizo quizá fue su manera de vivir con honor, su manera de encontrar algún significado. A menudo, pienso, los hombres que sacan el máximo provecho posible de sus vidas son los que más temen… no ser dignos de la fe de aquellos que los quieren. Naturalmente, eso también hace que nuestras vidas se vuelvan más difíciles. Tú y yo, por ejemplo, estamos obligados a ser mejores de lo que hubiéramos podido ser en otras circunstancias. Somos eslabones de una cadena, ¿no?

Al oír aquello, Thaddeus estuvo seguro de que hasta cierto punto el príncipe estaba hablando de él. Eso lo hizo sentir incómodo, y además sabía que por mucho que llegara a hacer por ellos nunca podría estar tan unido a aquellos niños como ellos lo estaban el uno del otro. Los quería absurdamente, con una intensidad que no había dejado de crecer en el curso de los años. Era como si hubiera tomado lo que Leodan sentía por sus niños y lo hubiera añadido a sus propios sentimientos, y luego lo hubiera mezclado todo dentro del gran vacío dejado por la muerte de su esposa y su hijo. Era padre y tío, a la vez que doliente y penitente por crímenes pasados; la combinación casi era insoportable. Un castigo apropiado, pensó.

Como el menor de los herederos Akaran necesitaba ser introducido en lo que querían llevar a cabo, saberlo todo, tomar parte en todo lo que estaba sucediendo, Thaddeus tomó el relevo de Leeka Alain y se hizo cargo de la educación del joven. Un anochecer, mientras estaban acampados a unos cincuenta kilómetros de Bocoum y la costa talaya, compartió una tienda con Dariel, Aliver y Kelis, quien ahora en muchos aspectos parecía un tercer hermano. Dariel se interesó por los numreks, unos seres en los que aún no había puesto los ojos. Preguntó si las historias que se contaban acerca de ellos eran ciertas.

—Depende de a qué historias os refiráis —dijo Thaddeus—. Algunas son decididamente ciertas. Otras decididamente no.

—¿Es cierto que fueron obligados a dejar su tierra? —preguntó Dariel—. He oído decir que ésa fue la razón por la que cruzaron los Campos Helados y se unieron a Hanish.

Thaddeus asintió con la cabeza.

—Aquellos a los que los acacios nunca pudieron derrotar en el campo de batalla vinieron a esta tierra como un pueblo vencido, huyendo de fuerzas alas que temían lo bastante para llegar a adentrarse en lo desconocido. —Dejó que el significado de lo que acababa de decir se asentara por un instante—. Este mundo es más grande de lo que sabemos, con mucho más que temer en él de lo que hemos imaginado nunca. No dejéis que esto nuble vuestros pensamientos, empero. De momento el enemigo es Hanish Mein. Si no lo derrotamos primero, nunca necesitaremos preocuparnos por lo que pueda venir después.

—Bueno —dijo Dariel—, si nunca fueron derrotados durante la Primera Guerra, ¿cómo planeamos derrotarlos ahora?

Había dirigido la pregunta a Thaddeus, pero el canciller se defirió a Aliver para la respuesta. El príncipe estaba sentado en un taburete de tres patas, las piernas separadas y el cuerpo inclinado hacia delante, un codo apoyado en una rodilla mientras se masajeaba la frente con los dedos. Indicó que había oído la pregunta tan sólo cerrando la mano en un puño y apretándose el cráneo con los nudillos. Cuando lo estudió, Thaddeus se dio cuenta de que había algo que lo preocupaba más que de costumbre.

—No estoy seguro —acabó diciendo Aliver—. Odio esa respuesta, pero es la verdad. Ojalá pudiera tener encajadas en su sitio todas las piezas antes de poner en peligro más vidas…

—Pero es que no puedes —dijo Kelis, hablando acacio en beneficio de los demás—. Si esperas a tenerlo todo en su sitio, esperarás eternamente. Hay muchas cosas de las que sólo poseemos un conocimiento parcial. Algunos hablan de unas criaturas que los meins recibieron como presente de los lothan aklun. Antoks, las llaman. Pero nadie puede decirnos qué son esas criaturas. No lo podemos saber, pero tampoco podemos esperar eternamente.

Aliver dejó que la interrupción flotara en el aire por un instante, sin mostrar ni acuerdo ni discrepancia con ella.

—Están los santoth —dijo finalmente—. Ellos son la razón por la que no me he resistido a lo deprisa que están yendo las cosas. Conozco su poder. Creo que nos ayudarán. No sé cómo exactamente, pero si hay alguien que pueda derrotar a los numreks, son ellos. Si se unen a nosotros en el campo de batalla encontrarán alguna forma.

Una vez más, Dariel encontró algo que preguntar.

—Has dicho «si» unen a la batalla. ¿Es posible que no lo hagan?

—Prometieron que lo harían, pero existe una condición añadida. Les dije que les daría La canción de Elenet. La necesitan, dicen, para extraer las impurezas de su magia. No dejarán el Sur hasta que les diga que tengo el libro.

—Pero nos movemos un poco más hacia el Norte con cada día que pasa —dijo Dariel.

—La distancia no importa. Nunca dejo de estar en contacto con ellos. El vínculo que me une a los santoth es distendido por los kilómetros, pero no queda roto. Créeme… ellos pueden oír mis pensamientos cuando los envío, y yo puedo recibir los suyos cuando así lo desean. Si el libro me cayera en el regazo mañana, podría convocarlos inmediatamente. El problema es que el libro no me va a caer en el regazo. No tengo idea de dónde está, y nadie se ha presentado para decírmelo. He pecado de lasitud con respecto a eso. No le he hecho saber a nadie lo inequívocos que se mostraron los santoth… Solía pensar que simplemente los convocaría tanto si encontraba el libro como si no. Una vez que se hubieran unido a nosotros, no tendrían más remedio que ayudar. Después, en cuanto hayamos vencido, yo encontraría La canción de Elenet y se la daría. Honraría la promesa, porque lo único que habría hecho sería alterar el orden de los acontecimientos para llegar a la meta final. Pero ya no estoy seguro de eso.

—¿Qué es diferente ahora? —preguntó Thaddeus, sintiendo que aquello podía ser el núcleo de lo que lo inquietaba, deseando que él también hubiera pensado más en ello. Cuando era más joven, y su mente más aguda, no hubiese dejado nada sin explorar. Mientras aguardaba la respuesta del príncipe, supo que no había hecho eso tan completamente como habría debido.

Aliver alzó la mirada, se irguió y pareció ver la habitación como si fuera nueva para él. Se pasó las yemas de los dedos por debajo de los ojos.

—El modo en que la gente ha estado dejando la niebla… es porque los santoth los están ayudando. Les dije que no podía combatir con un ejército drogado que se aturdía cada noche. En respuesta ellos susurraron un hechizo. Lo oí dentro de mi cabeza, y sentí cómo cada noche se deslizaba a través de la tierra dormida. Se movía como un millar de serpientes, cada una buscando a un usuario.

—Es increíble —murmuró Dariel—. He oído decir cómo se estaban liberando de la niebla quienes solían tomarla, pero…

—Sí, es increíble —dijo Aliver. Tras haber expresado su conformidad, sin embargo, se debatió brevemente consigo mismo buscando la mejor manera de expresar las otras cosas que tenía que decir. Por un instante ilustró sus pensamientos con los dedos, pero enseguida se dio por vencido y dejó reposar de nuevo las manos sobre las rodillas—. Pude percibir que había corrupción en el hechizo. Es lo que ellos me han dicho siempre. No sé cómo explicarlo. En realidad no pude entender el lenguaje. Apenas si parecía un lenguaje. Es una especie de música, como si muchas voces arrancaran melodías de millones de notas distintas. Las notas eran como palabras. Y no eran como palabras…

Miró en derredor; sus ojos iban de una cara a otra para escrutarlas con la esperanza de que hubieran entendido mejor de lo que correspondería a su capacidad para expresarlo en palabras. Pareció decepcionado por la incomprensión que vio devolviéndole la mirada desde ellas. Thaddeus sintió que debería decir algo, pero ya había comprendido lo que quería decir Aliver. En lugar de refutarlo, se quedó muy quieto, sintiendo cómo la importancia de todo aquello se le iba haciendo cada vez más presente.

—No puedo explicarlo —continuó Aliver—, pero los santoth tenían razón, naturalmente. El hechizo estaba como deformado en los bordes. Ellos no tuvieron ninguna intención de hacer que el sueño de la niebla se convirtiera en un horror, pero eso fue lo que sucedió. Convirtieron el estado de la niebla en una pesadilla viviente que se cebaba en los peores miedos y flaquezas de las personas. Hicieron de él un tormento tal que los usuarios temían más a la droga que a la tortura de la abstinencia, más que a perder para siempre los sueños por los que siempre habían ido detrás de la niebla. ¿Me entendéis? Puede haber funcionado, pero no era la canción que querían cantar los santoth. Ellos los habrían apartado de la niebla con mucha delicadeza, mediante una cariñosa presión. En lugar de eso, para cuando el hechizo se hubo asentado, ya era algo deforme y malévolo. Si eso es lo que pasa cuando se proyectan hacia nuestros aliados para ayudarlos, ¿qué será lo que podrían llegar a liberar cuando ataquen para aniquilar a nuestros enemigos, cuando la canción que pretendan cantar sea una de muerte y destrucción?

Menuda pregunta, pensó Thaddeus. Exactamente como lo habría expresado él. No disponía de respuesta para ella, y permaneció sentado en silencio con los demás.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Dariel pasado un rato, con un atisbo de humor en su voz—. Si todo esto acaba bien para nosotros, tendremos una historia de lo más asombrosa que contar. Una historia de lo más asombrosa, sí. Una que no desentonará en la estantería al lado de El cuento de Bashar y Cashen, como solía decir padre. ¿Os acordáis de cómo lo decía? «El cuento más asombroso aún ha de ser escrito», decía. «Pero será escrito, y merecerá ocupar un espacio junto a Bashar y Cashen».

Aliver dijo que ahora entendía ese cuento de otra manera. Empezó a explicar lo que le habían enseñado los santoth, pero Thaddeus no pudo escucharlo. Supo, en el preciso instante en que las palabras hubieron salido de la boca de Dariel, que algo crucial acababa de ser dicho. Un escalofrío le subió por la espalda para desplegarse a través de su musculatura. Había oído a Leodan emplear esas mismas palabras, pero en otro contexto.

Entonces alguien fue hacia la puerta de la tienda. El guardia apostado en ella preguntó hoscamente qué venía a hacer allí. Una voz femenina se alzó suavemente en respuesta. Thaddeus no pudo oír las palabras que dijo, pero había un tono confiado en ellas. Thaddeus asumió que entendía la situación. Los príncipes eran hombres jóvenes, apuestos y poderosos. Ciertamente había mujeres que competían por ganarse su atención. Lo sorprendía que ninguno de los hermanos hubiera prestado demasiada atención a…

La mujer gritó algo que Thaddeus no entendió, pero tanto Aliver como Dariel se levantaron de un salto y corrieron hacia el pliegue de la tienda. Ambos estaban fuera de ella antes de que Thaddeus pudiera entender a qué venía aquella reacción. Se inclinó hacia delante en su asiento y escuchó los sonidos llenos de excitación que resonaron acto seguido, pero no fue hasta que Dariel lo llamó que se levantó del taburete. Apartando el pliegue de la tienda para salir a la noche iluminada por las antorchas y las estrellas, vio a los dos príncipes compartiendo un abrazo de muchos miembros con una mujer joven. Estaba tan quemada por el sol como ellos, y era igual de esbelta y fuerte. En la cintura llevaba las espadas duales de los punisaris. El hecho de que fuera armada de aquella guisa acaparó hasta tal punto la atención de Thaddeus que le pasó desapercibida la cosa más importante.

—Thaddeus —dijo Aliver cuando reparó en él—, mirad, es Mena.

Por la Donante. ¿Cuándo se había vuelto él tan duro de mollera? ¿Tan lento de reflejos? ¿Cuándo habían perdido sus ojos la capacidad para ver lo que importaba? Mena. Era Mena. Se desenredó del abrazo de sus hermanos y fue hacia él. Sus zancadas eran tan resueltas y sus espadas sobresalían tan evidentemente de su costado que por un instante Thaddeus medio creyó que iba a abatirlo. Mena, que siempre había sido tan lista. Que siempre había entendido a la gente intuitivamente, incluso de niña. Mena, a la que había temido haber perdido, a la que había hablado a veces en sus sueños, que en aquellas pesadillas había nombrado los crímenes cometidos por él contándolos uno por uno en sus pequeños dedos… Por esa Mena, se quedaría quieto y aceptaría cualquier estrago que ella fuera a infligirle.

Pero si aquella mujer joven se acordaba de todas las maneras en que la había traicionado Thaddeus, no mostró señal alguna de ello. Se dirigió hacia él con los brazos abiertos. Se apretó contra su pecho, abrazándolo, la cabeza acunada debajo de su barbilla. Los ojos de Thaddeus se humedecieron inmediatamente. Equilibrar la cabeza de forma que las lágrimas no llegaran a rebasar los bordes de sus ojos requirió un gran esfuerzo por su parte. Mena podría haberle extraído el aire de los pulmones con su abrazo y él no se habría movido hasta que perdiera el conocimiento y cayera redondo al suelo.

Dando un paso atrás, Mena le subió las manos por el cuello y las juntó en torno a su cabeza. Su apretón era sorprendentemente fuerte. Le inclinó la cabeza hacia delante, vertiéndole las lágrimas sobre las mejillas.

—Estáis igual que siempre —dijo. Su voz tenía un acento extranjero, una sombra del habla gutural de Vumu que ella había transformado de alguna manera en música—. Ni una arruga más en vuestra cara. Ni un solo grano o lunar de los que no me acuerde.

Thaddeus renunció a toda pretensión de que controlaba sus emociones. Las dejó fluir, aún más completamente de lo que había hecho al reunirse con Aliver o al abrazar a Dariel. Ahora tres de los hijos de Leodan estaban juntos; todos ellos —todos ellos— ¡estaban vivos! Simplemente era demasiada alegría, demasiado alivio y demasiada pena para que pudiera mantenerlos a raya. Thaddeus les dio rienda suelta.

Lo que hizo más entrada la noche no fue la acción impetuosa que hubiera podido parecer. O eso se dijo a sí mismo. A cierto nivel, sabía desde hacía algún tiempo que había hecho cuanto estaba en su mano para ayudar a Aliver en el curso de su destino. Esa tarea estaba completada. Aliver podía o fracasar o triunfar, pero no daría la espalda a ninguno de esos dos resultados. Disponía de todo lo que necesitaba para ganar aquella guerra, excepto por una cosa. Necesitaba el libro que ayudaría a sus hechiceros a dar la victoria a su causa mediante la canción. Aunque otros habían visto cómo se les pedía que fueran en busca del libro, no había nadie con más probabilidades de llegar a encontrarlo que el mismo Aliver.

A primera hora de la mañana siguiente, antes de que hubiera salido el sol, Thaddeus Clegg partió en busca de aquel libro, encaminándose hacia el Norte por delante del ejército, en dirección a Acacia y el palacio donde esperaba que el volumen mágico siguiera escondido aún.