El secretario de Hanish volvió a los despachos del caudillo en un torbellino de movimiento, un fajo de papeles apretados contra el pecho, el sello real y barritas de cera sobresaliendo de entre los dedos de su mano. Ni siquiera se dio por enterado de que tuviera delante al hombre que había estado aguardando su regreso hasta que dicha persona carraspeó. Entonces se detuvo, dejó los papeles y suspiró, como si Rialus Neptos hubiera puesto a dura prueba su paciencia por el mero hecho de indicar su presencia mediante un sonido vocal.
—Ahora no puede verte —dijo el secretario—. Has llegado un día demasiado tarde, Neptos. Envió un mensaje, no obstante. Hoy parte hacia el Territorio Continental para atender ciertos asuntos que no pueden ser pospuestos. No tendrá inconveniente en reunirse contigo, o con Calrach, a su regreso. Dentro de una semana, quizá. Tal vez quince días. Mientras tanto cuenta con el apoyo de los numreks en el curso del inminente conflicto. Ellos son su robusto brazo derecho, su hacha de guerra, y no olvidará recompensarlos en cuanto Aliver haya sido aplastado. Calrach debería responder ante Maeander, habida cuenta de que será él quien estará a cargo de las fuerzas meinish. Cualquier otro detalle ya lo especificará a su debido tiempo. Ése es el mensaje.
El embajador sabía que en el futuro iba a lamentar todo lo que dijera en respuesta a aquello, pero no pudo contenerse.
—Pero el mismo Calrach me pidió que presentara una propuesta…
El joven mein barrió el aire con un movimiento de los dedos, como si estuviera desplegando un abanico entre su persona y el embajador.
—He dicho todo lo que Hanish me pidió que dijera. Ahora puedes irte.
«Mocoso arrogante —pensó Rialus—. ¡No me indiques que debo irme de aquí extendiendo el brazo, chiquillo! ¡No me pongas la mano encima y no te atrevas a cerrar la puerta cuando todavía no he accedido a marcharme!» No dijo nada de eso, naturalmente, y el secretario le indicó que se fuera extendiendo el brazo, le tocó el codo, y cerró firmemente la puerta detrás de él.
Un instante después, fuera ya del despacho, Rialus estaba en el pasillo en compañía de un guardia con aspecto de bruto que lo miraba desde arriba, al abrigo de una cornisa de cejas doradas. El hombre lo ponía un poco nervioso, pero Rialus no se movió. Aparte del guardia el pasillo se hallaba desierto, nada sino unas cuantas estatuas de tamaño natural que de algún modo hacían que el espacio pareciera mucho más desolado. Rialus, no ocurriéndosele nada más que hacer, se quedó quieto en el sitio.
Bueno, pensó, aquello había sido un completo fracaso, uno que estaba seguro le traería problemas. Calrach no lo había enviado a Hanish en una mera misión de rutina o para aclarar los detalles de cómo y dónde lucharían los numreks. Había encargado al embajador que abordara el tema de los numreks recibiendo pagos de Cuota. En lo que a Rialus concernía, eso era una idea absurda. Los numreks vivían todo lo libremente que deseaban. Cazaban con regularidad a las gentes de las colinas que moraban en las Montañas Teh. Utilizaban a los campesinos capturados para los mismos propósitos que utilizarían a los esclavos de la Cuota. Así que no veía a santo de qué se les ocurría exigir todavía más de Hanish, quien ya había sido, en opinión de Rialus, extremadamente generoso con ellos.
Pero no hubo manera de razonar con Calrach. Se le había metido la idea en la cabeza, y ninguno de los sutiles intentos de Rialus por disuadirlo había funcionado. Ahora, no obstante, el alivio que hubiera podido sentir por no tener que hablar de aquello con Hanish lo llenó de temor. Iba a tener que regresar sin nada para Calrach. Se dijo que siempre le quedaba el recurso de fingir que había hablado con Hanish. El caudillo se lo estaba pensando, podía decir. Tendría una respuesta cuando volviera, algo así. Pero eso era un engaño peligroso. Nada le garantizaba que Hanish no hiciera acudir a Calrach, en lugar de ir a través de Rialus. Ya lo había hecho antes. Se reunirían y en los primeros segundos el caudillo de los numreks sabría que Rialus había mentido. Si eso llegaba a suceder, Rialus no daba mucho valor a su pellejo. ¿Por qué parecía que cada situación en su vida se hallaba ubicada en una convergencia con varios dilemas? Siempre había sido así, pensó, y quizá siempre lo sería.
Se quedó de pie allí durante unos minutos más —intentando recordar un momento en el que su destino no hubiera sido ése— antes de que se diera cuenta de que lo estaban observando. Una de las formas inmóviles del pasillo, que él había dado por sentado que era una de las estatuas de tamaño natural, no era una estatua. Se trataba de una forma femenina. Cuando se apartó de la pared y lo llamó con un ademán, Rialus supo exactamente quién era.
—¿Princesa Corinn? —preguntó, yendo hacia ella.
La princesa no respondió. Se dio la vuelta y lo precedió por el pasillo, dentro de un corredor lateral y a través de una pequeña puerta. Todo sucedió muy deprisa, y Rialus necesitó un instante para reconocer la espaciosa cámara atestada de objetos en la que acababan de entrar. Era la biblioteca, con un olor a libros viejos flotando en el ambiente, iluminada por ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. A juzgar por el silencio y la inmovilidad del aire, estaba vacía.
Corinn lo llevó a través de la cámara hasta uno de los ventanales. Allí se volvió hacia él.
—A esta hora del día nadie viene por aquí. Las otras puertas están cerradas, así que estamos a salvo. Si alguien empieza a entrar, lo oiremos y podremos escabullirnos. —Dijo todo eso con una fría seguridad en sí misma, pero cuando él abrió la boca para preguntarle a qué venía aquello dio un paso hacia él—. Rialus —murmuró, el cuerpo muy cerca del suyo—, ¿serás veraz conmigo?
Rialus inhaló el olor a limón de su cuerpo. No había pasado mucho tiempo en presencia de Corinn. Ni siquiera habría podido asegurar con certeza que supiera cómo se llamaba él. El hecho de que lo supiera y la perfección de sus facciones lo aturdieron. Cada forma, cada proporción y cada tono de la piel eran impecables, exactamente tal como se suponía que habían de ser. Tartamudeó que por supuesto que lo sería.
—Entonces dime —pidió ella—, ¿alguna vez miras atrás con nostalgia?
—¿Con nostalgia, princesa?
Ella lo estudió en silencio por un instante. Rialus tuvo la sensación de que lo medía con la mirada, determinando si podía o no decir lo que deseaba, y no pudo evitar desear que lo encontrara de su agrado.
—Me refiero —dijo ella— a si lamentas la caída del Imperio acacio. Te volviste contra tu propio pueblo, Rialus.
—Tenía razones para ello —dijo él, poniéndose a la defensiva—. No tenéis idea de lo que…
Corinn detuvo sus palabras con un roce de las yemas de los dedos sobre sus labios.
—No seas duro conmigo. Sé, Rialus, que te sentías menospreciado. Sé que aspirabas a cosas más grandes que vivir en el erial meinish. Creo, sin embargo, que culpaste injustamente a mi padre. ¿Sabes que él habló de ti una vez que yo recuerde? Lo hizo. Estaba triste por una de las cartas que le escribiste. Dijo que por supuesto que Rialus Neptos era un buen hombre; fue el consejo el que te exilió a Cathgergen, no mi padre. Dijo que tendría que obligar al consejo a que te relevara de tu puesto y te devolviera a una posición digna en Alecia. Y lo hubiese hecho, embajador, pero tú no le diste tiempo para ello.
Rialus no tuvo palabras, pero se las arregló para sacudir la cabeza. No entendía qué estaba tratando de hacer ella, pero lo que estaba diciendo no podía —no podía— ser cierto.
—¿No me crees? —preguntó ella—. ¿Cómo sabría yo de las cartas que le enviaste? ¿Cómo sabría que eras desgraciado en el Norte? Yo estaba muy unida a mi padre, Rialus. Lo quería muchísimo y él me quería. Solía hablarme de las cuestiones que lo preocupaban, tú incluido. Y te diré una cosa: existe una razón para que haya recordado tu nombre. Es porque unas semanas después fuiste tildado de traidor. «No, no puede ser él», pensé yo. «No el Rialus de quien mi padre hablaba en términos tan elogiosos». Pero eras tú. Traicionaste a mi padre, y ahora estás aquí a causa de ello. Lo que quiero entender es si sientes que escogiste bien. ¿Tu vida de ahora es todo lo que soñaste que sería?
Rialus no supo cómo responder a eso. Las palabras de la princesa eran insultantes. Hubiese debido recriminárselas. Ciertamente tenía más que suficiente que decir acerca de cómo se lo había vilipendiado. Pero no había habido condena alguna en su tono o en sus gestos o en su cara, que parecía toda ella curiosidad y amplitud de miras. Rialus había esperado su rencor, pero no percibía ni una sola partícula de esa emoción emanando de ella. Lo que percibía… bueno, era algo que no había sentido por parte de otra persona en muchísimo tiempo. Ni siquiera estaba seguro de que recordase aún la palabra que lo identificaba. Al menos no hasta que Corinn se la había traído a la memoria.
—No te lo pregunto porque quiera enjuiciarte. Empatizo contigo, y te lo digo sinceramente. Yo también he traicionado a aquellos a los que quiero. Entiendo lo que supone cometer errores honestos, de esos que luego lamentas y deseas, deseas, deseas que te fuera posible enmendar de alguna manera. Pensaba que quizá fueras igual que yo, Rialus.
Empatía. Ésa era la palabra. La princesa empatizaba con él. Era algo demasiado complejo para que la mente pudiera llegar a abarcarlo, tanto la emoción en sí misma como las posibilidades que sugería. A modo de defensa, Rialus recurrió a una vieja cantinela.
—No se nos puede considerar iguales, princesa. Yo soy un embajador. Es una posición de autoridad e importancia…
Corinn indicó que ya había oído bastante.
—Perfecto. Tu vida es justo como deseabas que fuera. No me lo creo, naturalmente, pero tampoco voy a discutirlo contigo. Dime una cosa, entonces… ¿qué opinas del regreso de mi hermano?
¿Hablarle de Aliver? Rialus casi le preguntó por qué deseaba saberlo. Las razones eran obvias, aunque también contradictorias. «Es mi hermano y lo quiero», hubiese podido decir ella. Pero eso no era lo que él quería oír, y por toda una serie de razones. Aliver representaba una amenaza para Hanish, hubiese podido decir ella. Pero eso, pese a la certeza que sugería con respecto a sus lealtades actuales, tampoco llegaba a ser del todo lo que él quería oír. Así que intentó mantener su respuesta lo más neutral posible.
—Aliver continúa siendo un misterio, princesa. No puedo…
—No me mientas. No tienes necesidad de hacerlo y yo no te mentiría. Lo cierto es, Rialus, que no tengo ni un solo amigo en este palacio. No hay ni una sola persona a la que le importe lo que vaya a ser de mí. Hanish no es mi amigo, ¿entiendes? Nunca podrá llegar a saber que hemos hablado o a enterarse aunque sólo sea de una de las palabras que nos digamos. Júrame que entiendes eso.
Él asintió con la cabeza, si bien lo hizo de una manera titubeante que pretendía indicar que no estaba dando su conformidad a la totalidad de cualquiera que fuese el engaño que podía estar proponiéndole ella.
Si Corinn reparó en la vaga advertencia que intentaba hacerle, no mostró señal alguna de ello.
—Necesito desesperadamente un amigo… un amigo poderoso. Por eso te estoy hablando ahora. ¿Quieres tú, Rialus, tener un amigo también?
Él respondió antes de que hubiera tenido tiempo de censurarse a sí mismo.
—Sí, muchísimo.
—Entonces seré tu amiga. Nos daremos cosas uno al otro, como hacen los amigos. Primero, háblame de mi hermano. Hanish intenta mantenerme sumida en la ignorancia, pero sólo es cruel. Contarme cosas que todos los demás saben ya no te perjudicará en nada. Sólo ayúdame a entender qué es lo que está sucediendo en el mundo.
Eso podía hacerlo, pensó Rialus. Corinn tenía necesidad de él. Ella misma acababa de decirlo. Y de todos modos, ¿qué mal podía haber en contarle cosas que todos los demás sabían? Rialus no estaba dispuesto a aceptar su empatía, pero lo que le pedía era algo que podía hacer.
Pasó la media hora siguiente poniéndola al corriente de todo lo que sabía. Encontró que su voz se volvía sorprendentemente ágil a medida que detallaba los movimientos de Aliver, la cuantía de sus efectivos y cómo los estaba disponiendo. Le habló de los mitos que volaban en torno a él, rumores de hechicería y demás. Poco de eso impresionaba a Hanish, no obstante. El caudillo estaba molesto por el momento que había escogido Aliver para regresar. Hubiese preferido ver a los tunishnevre más completados. Hanish había traído de las provincias a todas las tropas que podía y las había concentrado alrededor de Bocoum. Los numreks aún no se habían unido a ellas, pero ya estaban listos para ponerse en marcha y planeaban hacerlo en cuanto él regresara. La guerra, dijo, estaba a sólo unos días de iniciarse.
El modo en que Corinn reaccionó a esto lo sorprendió bastante. Una y otra vez pidió detalles, datos precisos y explicaciones. Él se los dio lo mejor que pudo. Cuando ella le preguntó qué suponía la mayor amenaza para el ejército de Aliver, Rialus respondió:
—Pues los numreks, naturalmente. Aquellos ante los que soy embajador.
—Sí, los invencibles numreks… ¿Realmente son tan temibles? Rialus pasó unos instantes cantando sus alabanzas en lo concerniente a cuestiones marciales. Era consciente de la ironía de aquello —particularmente teniendo en cuenta lo mucho que los odiaba—, pero cuanto más solicitaba Corinn de él, más se sentía obligado a ofrecer.
—Si el mundo entero se volviera contra ellos, naturalmente, serían derrotados —concluyó—, pero no antes de que hubieran causado muchos daños. Estoy seguro de que Hanish Mein consideró la posibilidad de actuar contra ellos. Pero eso fue antes.
Ahora está encantado de volver a llamarlos aliados.
—¿Así que los necesita?
—Muchísimo. Hanish puede tener algunas cartas escondidas en la manga, pero mis pupilos son lo que más necesita y aquello en lo que confía por encima de todo.
El rostro de Corinn se oscureció, entre preocupado e indeciso a la vez. Por un instante pareció olvidar a Rialus. Puso una mano sobre el alféizar de un modo que subrayaba la curva de su pecho. Extender la mano casi pareció una medida para impedir que sufriera un desmayo. Sus ojos miraban a través de la ventana de un modo sugeridor de que se hallaba lo bastante concentrada en sus pensamientos como para que no viera realmente. Se mordió la comisura del labio inferior.
—Rialus, ¿qué es lo que quieres más que ninguna otra cosa en el mundo? —Se volvió hacia él. La resolución en su rostro y en su voz indicaba que había solventado lo que fuese que la había tenido tan preocupada y estaba lista para seguir adelante—. Creo que lo sé. Quieres ser respetado. Quieres ser recompensado. Quieres que Hanish reconozca que lo ayudaste a él y a Maeander a alzarse con el triunfo contra mi padre. Quieres la clase de despojos que recibieron hombres como Larken. Quieres no tener que despertar nunca sin una beldad a tu lado, una que hará exactamente lo que a ti te apetezca. Ésas son algunas de las cosas que quieres. ¿Y por qué no las ibas a querer? ¿Por qué iba ningún hombre ambicioso a no querer esas cosas? Estoy en lo cierto, ¿verdad?
Rialus abrió la boca, pero Corinn no aguardó a oír su respuesta.
—Hanish nunca te dará ninguna de esas cosas. Él se ríe de ti. Piensa que eres un bobo, un cobarde, un idiota. En una ocasión dijo que si no te hubiera hecho embajador ante los numreks —un trabajo que él considera de lo más vil—, te habría hecho bufón de la corte. Ni siquiera tendrías que practicar tu rutina cómica, dijo. Bastaría con que fueras tú mismo. Eso es lo que Hanish piensa de ti.
—Yo…
—Sabes que te estoy diciendo la verdad. Siempre lo has sabido, y odias a Hanish por ello, ¿verdad?
—O…o…odio no es la palabra que yo emplearía —dijo Rialus—. Princesa, tenía la… la impresión de que vos queríais muchísimo a Hanish. De que…
Corinn echó la cabeza hacia atrás y rió. Abrió la boca hasta tales extremos que Rialus pudo verle el fondo de la garganta. Fue de lo más desconcertante.
—Eres muy gracioso —dijo en cuanto hubo recuperado el control de sí misma—. No quiero a Hanish. ¿Tú sí?
Continuó hablando sin esperar a que él respondiera a aquella pregunta, lo que fue un gran alivio para Rialus.
—Claro que no. Tú eres como yo. —Se puso el canto de la mano entre los pechos y apretó, un gesto que de algún modo era beligerante y no sensual—. Tú y yo hemos acabado con el amor. Nunca volveré a entregar este corazón a hombre alguno. Ni siquiera a ti, Rialus, con todo lo encantador que eres. Puedes concebir los pensamientos que quieras acerca de mí. No puedo sacártelos de la cabeza y me da igual lo que puedas llegar a fantasear. Pero nunca tendrás mi amor; que tampoco deseas, ¿verdad? Te gustaría disponer de la cáscara de mi persona, pero no de lo que contiene. En cualquier caso, habrá otras para ti, muchas otras. Otras más hermosas y vacuas que yo. ¿Comprendes?
Él asintió. Comprendía. La princesa no era, como ella misma acababa de señalar, la vacua beldad que él había imaginado que era. Había mucho detrás de su cara de lo que él no había sido consciente antes. Corinn era, comprendió entonces, algo que él nunca había considerado que fuese. Peligrosa. Eso era lo que era. Rialus no sabía exactamente cómo, no podía imaginar qué clase de poder blandía, y sin embargo ahora creía que no era una mujer a la que fuese prudente contrariar.
Como en respuesta a ese pensamiento, Corinn dijo:
—Hanish me traicionó de maneras que nunca podré perdonar. De maneras que nunca olvidaré. Esta vez no. Rialus, espero que seas más veraz que él. Tengo un mensaje para que se lo lleves a Calrach. Tengo una oferta que hacerle. He estado cavilando en cómo dejar la isla por mis propios medios, pero no se me ocurre ningún modo de hacerlo. Estoy prisionera aquí, Rialus. Pero con tu ayuda… Si conseguimos sacar adelante lo que tengo pensado, serás un hombre muy afortunado. Después de la guerra serás recompensado con todo aquello que pueda haberte parecido que merecías alguna vez. Yo, y mi hermano, nos aseguraremos de que lo tengas.