Mena siempre sabía cuándo estaban bajando hacia ella. Oía el impacto de las duras suelas de sus botas en los estrechos peldaños de madera. Maeander siempre entraba primero, seguido por su sombra, el traidor acacio llamado Larken. Siempre se quedaban de pie al otro extremo de la habitación, meciéndose levemente con el movimiento de la embarcación mientras la miraban con perplejidad. No acababan de asimilar cómo les había caído en las manos. Le habían preguntado varias veces por qué fue a la casa del magistrado aquella mañana. Ella había respondido lo mismo cada vez. Había oído decir que la andaban buscando, decía. Esa sencilla afirmación nunca dejaba de hacer que Maeander sonriera y mirara a su amigo.
Había habido mucho más que eso, naturalmente, pero Mena no sentía necesidad de decirles nada más. Estaban devolviéndola al centro del mundo, a la misma Acacia. Justo lo que ella quería. Sin saberlo estaban haciendo lo que quería ella, en vez de lo contrario. Mejor guardar silencio al respecto, no obstante. No les dijo nada de los acontecimientos directamente anteriores a que ella apareciera en la casa del magistrado. Podrían haber averiguado mucho más acerca de ella de lo que sabían ahora si no hubiesen partido tan deprisa, pero eso también le convenía. La mujer que veían ante ellos era joven y tirando a menuda. Se sentaba recatadamente en una postura erguida, ataviada igual que un pájaro, emplumada y adornada, una sacerdotisa que había llevado una vida enclaustrada. Sin duda sabían que Mena era virgen, y extraían no poca diversión del comentarlo entre ellos.
Nunca podrían imaginar que ella había vuelto de Uvumal en plena noche. Había subido desde la costa a través de las sombras de un sendero pegado al bosque. Cojeaba sobre su maltrecha pierna derecha, tan llena de morados que la totalidad del muslo se le había puesto azul, púrpura y negro. Jadeaba a causa de una lesión infligida a su pecho. El daño podía haberse producido durante la caída a través de las copas de los árboles, con todo aquel rebotar de rama en rama que había llegado a hacer, siendo pinchada y arañada y arrojada de un lado a otro igual que una cosa muerta hasta que acabó descansando enredada en un cruce de ramas. O podía ser que hubiera contraído la enfermedad pulmonar a causa del resfriado que había pillado cuando subía lentamente a través del bosque, arrastrando tras de sí una pesada carga y luego navegando bajo la lluvia hacia Vumair. Eso nunca lo sabría.
Ruinat había estado silencioso y empapado, oprimido bajo la negra manta de una nubosa noche de lluvia. El agua se acumulaba en rodadas de carros, pisadas y toda clase de hondonadas. Mena caminaba sin tener ningún cuidado con los charcos. Simplemente los atravesaba, con el barro llegándole hasta la altura de los tobillos. Llevaba la espada sujeta a la espalda y remolcaba tras de sí un peso lo bastante grande para que le dolieran todos los músculos. Se había pasado la cuerda unas cuantas vueltas alrededor de la cintura, y luego la había atado y se la había pasado por encima del hombro. El otro extremo había sido firmemente anudado alrededor del ave de presa atada, apretándole las alas contra el cuerpo. Mena la estaba llevando a casa, una ofrenda al pueblo de Vumu, una con la que ellos mismos tendrían que decidir qué hacer.
Subir los escalones del templo requirió un considerable esfuerzo. El cadáver se enganchaba en cada esquina, y Mena tuvo que inclinarse hacia delante para ascender. En cuanto llegó al último escalón, aflojó la cuerda que ceñía su cintura y la lanzó sobre la talla de piedra de Maeben. Tiró con todo su peso, que sólo dio para arrastrar el ave hasta colocarla en una posición más o menos erguida. Allí la dejó. Después simplemente dejó caer la cuerda y dio media vuelta sin pensárselo dos veces.
Dentro de su complejo, se movió con más facilidad. Sabía dónde dormía cada una de las sirvientas y que ninguna habría alterado su rutina mientras ella se hallaba ausente. Así fue como reparó en una persona extra durmiendo en una de las habitaciones. Melio. Le bastó con oír su respiración y sentir su olor flotando en el aire adormilado para saber que era él. Eso sí que no se lo había esperado. No lo había tomado en consideración a la hora de planificar los acontecimientos de la noche. Pero sabía que tenía que comunicarse con él de alguna manera. Sería incompleto, lo sabía. Sin duda lo dejaría muy preocupado. Pero tenía que darle algo a cambio de todo lo que él había hecho por ella.
Tardó unos momentos en escribirle una nota. La mantuvo apretada contra su pecho mientras entraba en la habitación de Melio. Respiraba con breves sorbos de aire y se movía con el silencioso sigilo que le sobrevenía siempre en los momentos de necesidad. Apoyó la espada en la pared, donde él tendría que verla al despertar, y luego fue hacia su forma dormida. Sabía que no lo despertaría, así que puso el cuadrado doblado de papel cerca de su cara, a salvo dentro del cobijo descrito por su brazo desnudo. Arriesgó unos momentos extra mirándolo. Bebió ávidamente la generosidad de sus facciones dormidas y, por primera vez desde que lo conocía, no se preguntó por qué sus ojos se demoraban tan tiernamente en sus facciones. Eran perfectamente imperfectas. Nunca había visto una cara que la hiciese sentir tan bien. No, al menos, desde la última vez que había mirado la cara de su padre mientras él les relataba los mitos de los tiempos antiguos.
Aunque lo que ella sentía ahora por Melio era distinto de lo que había sentido por su padre en aquel entonces, continuaba sabiendo que a esa emoción la gente la llamaba amor. Había sabido que era eso lo que sentía antes de entrar en la habitación. Quería tanto a Melio que si lo hubiese despertado nunca habría seguido adelante con su plan. Por eso había dejado que siguiera durmiendo y en lugar de despertarlo escribió en letras acacias, afeadas por el mucho tiempo que llevaba sin utilizarlas…
M,
Tenías razón en todo, naturalmente.
He tardado en descubrirlo, pero ahora lo sé,
M.
Debajo de eso, no una ocurrencia del último instante sino un colofón que requirió unos minutos para ser redactado, escribió dos líneas más.
Te quiero.
Si el mundo lo permite alguna vez, te lo demostraré.
Hicieron falta unas cuantas horas de callada preparación para poner en marcha su plan. Ahora sólo quedaba un último engaño necesario para abrir el camino hacia el corazón de las cosas. Mena fue sigilosamente a las cámaras que componían su tocador, se desnudó y se lavó en la jofaina de agua perfumada con pétalos de flores. Acto seguido se vistió con los ropajes de la diosa, deslizándose dentro de las prendas en el espacio cerrado de las cámaras de su tocador. Se aplicó el maquillaje guiándose por el tacto. Cuando sintió que tenía una apariencia pasable y percibió la proximidad del día, salió de su complejo y fue a la casa del magistrado, donde el grupo meinish yacía durmiendo.
Lo demás sucedió muy deprisa. Maeander sólo necesitó hacerle unas cuantas preguntas para quedar satisfecho en lo concerniente a su identidad. Media hora después Mena estaba a bordo de su navío, y a los pocos minutos éste ya había soltado amarras y se hallaba en movimiento. Mena sintió cuándo salieron de las tranquilas aguas de la ensenada y empezaron a cabalgar sobre los riscos en continuo movimiento del oleaje, que en esta época del año discurrían del Sur hacia el Norte.
Maeander pareció disfrutar del tiempo que dedicó a interrogarla, a pesar de que Mena no podía decirle nada que él no supiera ya. Lo único que sabía ella acerca de sus hermanos y su hermana era lo que Melio había sido capaz de contarle, y nada de eso era un dato particularmente concreto. De hecho, Maeander la informó de mucho más de lo que llegó a contarle ella. Fue por él como supo que Aliver estaba, de hecho, vivo y bien en Talay. Estaba reuniendo un ejército en el centro de esa nación, avanzando gradualmente hacia el Norte a medida que iban creciendo sus efectivos.
—Cuentan que ha llegado a ser todo un orador —dijo Maeander—. Ha sido tocado por la mano de un hechicero y ahora está inflamando alas masas con su oratoria. Habla de liberar al Mundo Libre de la supresión, de los trabajos forzados, de las tasas más gravosas, incluso de la Cuota. Extraño que parezca haber olvidado quién creó el orden mundial en primer lugar.
Corría el rumor, aún no confirmado pero creíble, de que Dariel se había reunido con él. Hasta hacía poco el menor de los Akaran no había sido sino un ladrón incursor de las Laderas Grises. Y Corinn, dijo Maeander, había sido convertida a la causa meinish por los placeres que hallaba en la cama de su hermano.
—Muchos la llaman la puta del caudillo a espaldas suyas. Yo nunca haría tal cosa, naturalmente.
—No —añadió Larken, como siguiendo una indicación—. Si tú fueras a llamarla algo, se lo llamarías a la cara.
Mientras escuchaba todas aquellas revelaciones, Mena se las arregló para controlar la emoción que sentía crecer en su interior. Ya se había ocupado de una gran parte de ello, a su manera. Mientras arrastraba el cuerpo de Maeben a través del bosque se había visto bombardeada por recuerdos de su infancia. La herían con el mismo brío que las ramas de los árboles y los amasijos de raíces nudosas y los insectos chupadores de sangre. Incluso llegó a hablarles a sus hermanos mientras caminaba, intentando explicarse a sí misma, preguntándoles en qué se habían convertido, tratando de ver si podían volver a unirse y ser los mismos de antes. Por supuesto que no, sabía ella. Nada podía ser lo mismo que antes. Nadie podía haber imaginado que ella se convertiría en lo que era ahora, y ella tampoco podía imaginar qué eran ellos ahora. Pero decidió que no había ninguna duda en su mente, que los quería sin importar lo que hubiera podido suceder. Nada de lo que dijo Maeander cambió eso en lo más mínimo.
Maeander desembarcó en Aos. Tenía un asunto que atender allí pero probablemente llegaría a Acacia al mismo tiempo que lo hicieran ellos. Mena fue dejada al cuidado de Larken. Fuera de la sombra de Maeander, el acacio era otro hombre. Se pavoneaba del mismo modo, sonreía con idéntica arrogancia, estaba pendiente de su cuerpo con la misma continua adoración de sí mismo. Pero esas cosas eran connaturales a su carácter. Lo que había cambiado era que ahora se presentaba a sí mismo como un hombre libre, no un mero parásito. Hablaba con una despreocupación que casi sugería desdén por la autoridad de Maeander, aunque Mena no acababa de estar segura del por qué se la percibía de esa manera. No era nada que él llegara a decir, únicamente algo en su actitud.
El anochecer en que zarparon de Aos, Larken entró con unos cuantos sirvientes acacios siguiéndole los pasos. Mena había reparado en que todos los sirvientes eran acacios, mientras que la mayor parte de la tripulación estaba compuesta de talayos. Sólo el capitán, el primer oficial y los guardias punisaris eran de sangre meinish. Los sirvientes traían consigo bandejas llenas de quesos y aceitunas, pequeños peces hervidos y una garrafa de vino de limón. Se le había ocurrido que compartiría esta última comida con ella, dijo Larken. Al día siguiente llegarían a Acacia y Mena dejaría de ser suya exclusivamente.
Mena no vio razón para objetar. Tampoco se trataba de que Larken le gustase o deseara su compañía. Él sentía que ahora el destino de Mena estaba en sus manos y no tardaría en estar en manos de Hanish. Mena, por su parte, no tenía ni voz ni voto en lo tocante a la situación. Pero al dar por hecho que iba a ser así, Larken se mostró un tanto descuidado a la hora de hablar.
—¿Es cierto? —preguntó Mena—. Las cosas que dijo de mis hermanos, quiero decir.
—Oh sí —respondió Larken, pasándose los dedos por encima del pómulo, hacia abajo y por debajo de los labios, un gesto que hacía a menudo mientras hablaba. Se sentó en un taburete, lo bastante cerca de ella para que pudiera extender la mano y tocarla si se inclinaba hacia delante—. Maeander no miente nunca. Lo que dice siempre es cierto. Es cuando guarda silencio que uno debe temer que algo va mal.
Mena se llevó una copa de vino a la nariz e inhaló. El olor le resultó familiar, pero no estuvo segura del porqué; ella nunca había bebido vino anteriormente.
—Tengo muchas ganas de ver a mi hermana. Porque la veré, ¿verdad? Hanish no me mantendrá alejada de ella.
Larken consideró la pregunta, pareciendo sopesar no tanto la respuesta propiamente dicha sino en cuánta medida debería suministrarle.
—Digamos que Hanish tiene un propósito para ti y otro para tu hermana. Pero son completamente distintos, destinos separados.
Mena puso la copa sobre la mesa sin haber consumido nada de vino. Acababa de comprender la razón por la que aquel olor le había parecido tan familiar. Había estado presente a menudo en el aliento de su padre por la noche, cuando les contaba historias a ella y a Dariel. Entonces él siempre tenía una copa de vino cerca. Bebía un sorbo y hablaba, bebía un sorbo y hablaba, y cuando le daba el beso de buenas noches ella lo había sentido en el aire caliente que era exhalado desde el interior de su padre.
—¿Qué te hace pensar que mi hermano no habrá borrado del Mundo Conocido a Hanish Mein antes de que hayamos llegado a estar demasiado alejadas una de otra en esos destinos separados?
—No se tardará tanto tiempo. —Larken sonrió y bajó los ojos de un modo indicador de que se estaba callando algunas cosas—. Y aparte de eso, es una simple cuestión de logística. Odio tener que decírtelo, Mena, pero el caso es que estamos preparados para su venida. La agradecemos, de hecho. Los meins son luchadores. No son felices cuando la paz dura demasiado. Los chicos que no eran lo bastante mayores para combatir la última vez ahora son hombres jóvenes. ¡Oh, cómo quieren demostrar de lo que son capaces! Y también están los numreks, claro. Me ha sorprendido lo bien que se adaptan a una vida de ociosidad, pero se pondrán lo bastante contentos para volver a coger sus hachas y sus lanzas. Y también tenemos otras armas. No estoy hablando de la misma clase de armas que Hanish utilizó la primera vez, porque hay ciertas cosas que sólo pueden usarse una vez. Pero tenemos otras armas, créeme. El tipo de cosas que te harán despertar gritando por la noche. Pero no son ninguna pesadilla. Créeme, Hanish está más que preparado para enfrentarse a Aliver Akaran y una horda políglota carente de adiestramiento, sin importar lo grande que sea o el grado de frenesí que llegue a insuflarles tu hermano.
Mena lo miró en silencio por un largo instante, acariciando mientras tanto el pendiente en forma de anguila que llevaba colgado del cuello.
—Larken, dime una cosa… Eres un acacio. Siempre lo serás. ¿No sientes cierto deseo de redimir tu honor? ¿Es que eso no se encuentra presente en algún lugar dentro de ti? Podrías hacerlo incluso ahora. Podrías unirte a mí y a mi hermano y ayudarnos a recuperar todas esas cosas a las que traicionaste hace tiempo. Con lo que sabes, seguro que le serías de una inmensa ayuda a mi hermano. Podrías anular tu crimen.
—Difícilmente —dijo Larken—. Te oigo, sin embargo. No sería el primero al que le sobreviene semejante cambio de ideas. Pero no es… una forma de ser que cuadre conmigo. He unido mi suerte a la de los meins, y estoy muy satisfecho. Deberías ver la villa que tengo en Manil. Dispongo de sirvientes para todo, Mena. Para todo. Vivo una vida que nunca podría haber alcanzado siendo un guardia marah. Cuando Hanish o Maeander me llaman, acudo y les sirvo, pero la mayoría de los días no me diferencio en nada del más rico de los nobles.
—¿Sólo piensas en ti mismo, entonces?
—¿Acaso hay algún otro en quién pensar? No soy más que yo mismo…
—¡Conviértete en algo mejor, entonces! Basta con que lo hagas y ya estará hecho. Eso es algo que he descubierto por mí misma.
En lugar de responder directamente, Larken le preguntó si había oído contar alguna vez la leyenda meinish del oso gigante llamado Thallach. El tal Thallach era un enorme oso del norte, dijo, contra el que los primeros hombres del Mein ponían a prueba su valor. Uno tras otro, iban a la boca de su cubil y libraban combate singular con él. Y así iban muriendo uno tras otro, un festín tan regular que Thallach nunca necesitaba dejar su cubil, porque su alimento iba hacia él por su propio pie. Las cosas siguieron así durante muchos años. Muchos hombres murieron. Un día, un hombre santo convenció a la gente de que probara otra manera. ¿Por qué enviar una y otra vez a sus mejores hombres, los más fuertes y queridos, a sus muertes? ¿Por qué no hacer la paz con el oso? La gente, debilitada y temerosa, pensó que había cierta sabiduría en aquello. El hombre santo fue al cubil a la cabeza de una delegación, ofreciendo a Thallach una pluma de la paz, prometiéndole que a partir de ese día lo alimentarían y cuidarían de él, y lo adorarían igual que a un dios.
—¿Sabes qué le respondió Thallach?
Larken había acercado su taburete al banco de Mena. Dejó que la pregunta flotara en el aire por un instante, aunque por lo satisfecho de sí mismo que parecía era evidente que no pretendía que ella le respondiera.
—Thallach dijo… —Se inclinó hacia delante, enseñó los dientes y gruñó, un largo hálito de sonido y vibración y el calor de su aliento en el oído de Mena—. Entonces los devoró, a todos y cada uno de ellos, tal como había hecho con los demás. ¿Qué otra cosa, realmente, esperarías que dijera o hiciese un oso? Thallach no podía ser nada más que lo que era. Yo tampoco puedo. ¡Ni deseo serlo! Así que no intentes hacer de mí algo que no soy. Te diré una cosa que no sabes acerca de mí. Después te preguntaré si todavía piensas que puedo ser redimido.
Le explicó el papel que había desempeñado en la entrega de Corinn a Hanish. Quería que ella entendiera que no se había limitado a cambiar de bando desde el atolladero de un soldado derrotado. No se había limitado a jurar lealtad a un nuevo amo. Había vivido su vida en preparación para semejante clase de traición. Se había comportado de un modo que le granjeara el mayor grado posible de confianza dentro de la jerarquía marah. Había sido un soldado perfecto, sin una sola mácula en su historial. Había perfeccionado su dominio de la espada con un tesón que siempre era comentado por sus maestros. Había hecho frente a cualquier tipo de adiestramiento que se le impusiera sin ni tan siquiera un murmullo de protesta, y se había ofrecido voluntariamente como candidato para misiones especiales. Pero había hecho todo eso para que, si alguna vez surgía la oportunidad de algo más grande, pudiera aprovecharla.
Había visto cómo Hanish Mein irrumpía en el mundo, y enseguida supo que hacerle frente era una empresa condenada al fracaso. Se sirvió de Corinn con una inmensa alegría en el corazón. Ella había sido tan fácil de atrapar… «Puedes creer en mí. Vivo únicamente para protegerte», fue cuanto tuvo que decir. Cuando la entregó, no sintió el menor remordimiento. Hubiese hecho lo mismo con cualquiera del resto de ellos, hasta con la misma Mena, si ella hubiera tenido el infortunio de caer en sus manos.
—He tenido ese infortunio —dijo Mena, un chiste contado sin ninguna pretensión de humor.
Pasó la noche en vela examinando un pensamiento que no había considerado antes. ¿Y si Larken la hubiera capturado todos esos años antes? ¿Y si ella hubiera crecido en el palacio del modo en que lo había hecho Corinn? ¿Sería la misma persona que era ahora? Imposible. ¿Habría sido mejor que hubiera crecido hasta ser algo distinto? Por supuesto que no. Mena era incapaz de imaginar que eso fuera cierto. No podía concebir no haber llegado a la madurez en Vumu, con la gente del pueblo a su alrededor. No podía imaginar no haber llegado a ser Maeben sobre la Tierra. Eso formaba tan parte de ella… Aunque había tenido que romper con la diosa, aunque había descubierto que era un fraude y la había precipitado a su muerte, seguía sin querer ser nadie más que quien era ahora: la Mena que había emergido de la sombra de Maeben.
El destino que su padre tenía pensado para Corinn se había visto aún más desviado y deformado de lo que lo había sido el de Mena. Larken le había robado el reto de llegar a ser ella misma en un mundo alejado de Acacia. Ése era el regalo que les había hecho su padre, pero sólo ahora —una adulta dentro de ella misma, apenas empezando a descubrir en qué se habían convertido sus hermanos en sus respectivos exilios— empezaba a entender el regalo por lo que era realmente. A causa de Larken, Corinn había visto cómo le era negado. Mena, que en el curso de sus discusiones con aquel hombre no había sentido hacia él ninguna emoción a la que pudiera poner nombre, nombró una ahora. Lo odiaba. Pasó la noche decidiendo qué iba a hacer al respecto. A la mañana siguiente cuatro guardias punisaris fueron a buscarla. Larken la esperaba cerca de la popa. Lucía la totalidad de su atuendo militar, el torso envuelto en un thalba, dos espadas de distinta longitud en su cintura, una pequeña daga envainada horizontalmente a través de su liso abdomen. Los ojos de Mena lo estudiaron con un rápido vistazo. Si él se dio cuenta, fue sólo con una cierta dosis de vanidad.
—Bien, has tenido toda la noche para pensártelo —dijo—. ¿Sigues pensando que soy redimible?
—Sí —dijo Mena, sin dejar de ir hacia él—, en cierto modo, lo eres.
—¿Qué modo es ése?
Mena avanzó con zancadas firmes, sin darse ninguna prisa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener los ojos fijos en los de Larken bajo la intensa claridad del sol de la mañana y no darse por enterada del bombardeo de movimiento y sonido propios de un navío en plena travesía.
—Explicártelo ahora no serviría de nada —dijo—. Cuando suceda, puede que lo entiendas o puede que no. Pero la verdad es que tanto da.
—Te has vuelto resignada. Eso casi da pena, princesa. Casi da pena…
Mena llegó ante Larken. Se detuvo tan cerca de él que uno podría haber pensado que iba a besarlo. Pero en lugar de eso, lo que hizo fue extender la mano y aferrar la empuñadura de su larga espada. Los dedos de la mano con que él manejaba la espada temblaron, pero no hizo ademán de apartársela. Hasta aquello le resultaba divertido.
—Eso es un contacto muy íntimo, Mena. Deberías tener más cuidado con lo que coges.
La hoja cantó en el aire al ser desenvainada con un solo y fluido tirón.
Larken levantó los brazos en un gesto de fingida alarma.
—Impresionante, Mena. ¿Sabes que desenvainar la espada de otro hombre no es tarea fácil? Es el tipo de jugada que suele salirle mal a uno: error en el ángulo con que se tira de ella, movimiento apresurado o inseguro… ese tipo de cosas, ya sabes…
Mena dio unos cuantos pasos atrás, comprobando la sensación dela hoja, sopesándola. Sabía que los guardias circundaban la cubierta detrás de ella, pero Larken había detenido cualquier ataque con un movimiento de sus dedos. Ella había calculado que lo haría.
—¿Y ahora qué? —preguntó Larken—. ¿Qué pretendes conseguir con eso?
—Matarte.
—Me doy por ofendido, pero eso es muy improbable. Tienes agallas, Mena. Nunca se me ocurriría negarlo. Tu problema es que por mucho que lo intente, nadie llega a ser mucho mejor con la espada que yo. No creo que una chica a la que han criado para que fuese una sacerdotisa de Vumu tenga demasiadas probabilidades. Sólo estoy siendo honesto contigo. Podría haber detenido tu mano antes de que llegaras a desenvainar siquiera. Lo sabes, ¿verdad? Y como puedes ver, te encuentras rodeada por mis guardias y por la tripulación de un navío al completo.
—Ya me ocuparé de ellos después —dijo Mena.
Larken no pudo evitar sonreír.
—Me pregunto si todos tus hermanos serán tan osados como tú —murmuró. Extendiendo la mano hacia la espada compañera de la que acababa de perder, una hoja más corta que la otra, pero igual de mortífera por derecho propio, dijo—: También dispongo de otra arma.
Mena se posicionó como si fuera a iniciar la Primera Forma.
—Por eso sólo me he hecho con una.
Larken desenvainó su espada mientras Mena echaba a andar hacia él. Con la muñeca aflojada, movió la espada en un lento barrido, impulsándola de derecha a izquierda en un movimiento dirigido a contrarrestar el ataque, desusadamente bajo, con que Edifus había iniciado su acción. Era un gesto desdeñoso por parte de Larken, y fue el último movimiento sobre el que llegó a tener un control carente de esfuerzo.
El ataque de Mena no guardó ningún parecido con la Forma. Su primer movimiento se apartó de ella, consistiendo en un veloz barrido con su hoja. La punta describió un rápido círculo que ocasionó un breve titubeo en Larken. La espada de Mena hendió su muñeca en un ángulo. La hoja se deslizó fluidamente hacia arriba a lo largo de los huesos, y separó una considerable cantidad de carne y músculo como si fueran queso blando. La mano con que Larken manejaba la espada murió, dejando caer el arma.
Pese a la conmoción y el dolor dela herida, Larken aún tuvo suficientes reflejos para extender la mano izquierda hacia la empuñadura. Se habría hecho con ella, también, si Mena no hubiera movido su espada en un rápido círculo hacia atrás para cortarle la mano con que buscaba el arma. Cuatro dedos giraron en el aire, cada uno de ellos dejando tras de sí finas volutas de sangre a su paso. Mena jamás olvidaría la expresión que apareció en el rostro de Larken entonces, ni en el momento siguiente, cuando le esculpió una sonrisa en el abdomen.
Antes de que Larken hubiera tenido tiempo de desplomarse sobre la cubierta, Mena cercenó el brazo de la espada del punisari más próximo. Un instante después acabó con otro guardia mediante un mandoble que cortó la arteria del cuello y dejó sin sangre la cabeza del punisari. Había otros dos que matar, sabía ella, pero nunca se había sentido más dueña de su destino que en aquel momento. Se apartó de los guardias restantes, saltó a la barandilla, fue a lo largo de ella andando de puntillas, y bajó al otro lado de varias cajas. El movimiento le proporcionó tiempo suficiente para dirigir unas cuantas palabras a los marineros y los sirvientes, todos los cuales la observaban con expresiones de asombro. Mena se nombró a sí misma y exigió —en el nombre de su padre y en el de la causa de ese hermano suyo que sería rey— que se levantaran en armas en ese mismo instante y tomaran el navío con ella.
Cuando un hombre de piel beige originario de Teh gritó alegremente su nombre desde la cofa dentro de la que contemplaba la escena, Mena supo que el navío sería suyo.