La nota estaba junto a él encima del camastro. La esquina estaba caliente por el punto donde su antebrazo había descansado sobre ella. Para Melio era imposible creer que alguien pudiera haberla puesto allí. Él tenía el sueño muy ligero, dado a despertar con sólo el sonido de la respiración de otra persona. Como parte de su adiestramiento marah, había aprendido a ser consciente del mundo incluso cuando estaba vagando a través de los sueños. Y sin embargo allí estaba. Un cuadrado de papel que sólo podía haber sido puesto en aquel lugar por la mano sigilosa de alguien. Melio habría cogido la misiva rápidamente de no ser porque temía que su misteriosa ubicación fuera un presagio de noticias a las que no sería capaz de hacer frente. Cuando reparó en la espada marah de Mena apoyada contra la pared, se preocupó todavía más.
Se quedó apoyado en el codo durante un rato, mirando la carta, el arma, oyendo los sonidos del mundo que empezaba a despertar fuera de las ventanas abiertas y, a través de las delgadas paredes, el lento gotear causado por las fuertes lluvias de la noche. Desde que Mena había desaparecido hacía una semana, Melio no había puesto los pies fuera del complejo de la sacerdotisa. Las sirvientas, asustadizas y supersticiosas, habían aceptado su presencia. Incluso hallaban consuelo en su presencia. Habían llegado a ser más dependientes de él de lo que ninguno de ellos hubiera predicho. Llevaban tanto tiempo recibiendo órdenes de Mena que ahora no sabían cómo actuar sin alguien que las guiara. Necesitaban el foco que él les proporcionaba mientras empezaba a organizar una partida de búsqueda. Incluso tendido allí, Melio sabía que se encontraban a tan sólo una palabra de distancia. Estuvo a punto de hacerlas venir para preguntarles cómo podía haber llegado la carta hasta su lado, y así tener su compañía mientras la leía.
Al final, sin embargo, desdobló el papel y lo leyó en soledad. Una vez que hubo digerido las palabras, saltó del camastro. Corrió de edificio en edificio, de habitación en habitación, diciendo el nombre de Mena. Su voz alternaba el crecer con el ahogarse, desesperada y rígidamente controlada. Las sirvientas iban tras él. Se desplegaron hasta cubrir el último rincón del complejo de la sacerdotisa.
Unos minutos bastaron para dejar claro que Mena no se hallaba en lugar alguno del recinto. Ninguna de las sirvientas había visto u oído nada de ella, y las alteró muchísimo que Melio tuviera en su poder una evidencia física de que Mena había estado entre ellas. Él no divulgó el contenido de la carta. Hizo una bola con ella y se sentó sobre la tierra mojada del patio. Para gran consternación de las sirvientas, lloró en sus manos apretadas. Sabía que era injusto no decirles qué provocaba aquellas lágrimas. Sabía que las sirvientas sólo podían malinterpretar su emoción de las maneras más aterradoras para ellas. Pero no lo pudo evitar.
Su arrebato no duró mucho. El hombre que hacía regularmente el primer viaje matinal a los mercados volvió inopinadamente, muy afectado por algo que había visto fuera del templo. Al mirar su cara, ahora una pálida sombra del oscuro tono rojizo natural, Melio encontró una forma de volver a actuar.
Para cuando él y las sirvientas llegaron a la entrada principal del templo de Maeben, ya se había congregado una pequeña multitud que iba creciendo con cada segundo que pasaba. Las puertas estaban cerradas, pero no era tener acceso a los terrenos sagrados lo que quería aquella gente. Todos miraban —silenciosos y con los hombros encorvados, algunos con las manos en la boca, unos cuantos de rodillas, uno con un brazo levantado en actitud de señalar, como si dudara de que los demás pudieran ver lo que veía él— el cadáver de una gran águila marina.
La cuerda atada al cuerpo había sido arrojada sobre una de las figuras esculpidas con la cabeza de Maeben. El águila muerta medio colgaba debajo de ésta, torpemente apoyada en el pilar de madera con la cabeza torcida en un ángulo que sólo se hallaba al alcance de los difuntos. Empapada por las lluvias nocturnas, estaba ensangrentada y manchada de barro. Una costra de suciedad cubría sus ojos abiertos, inmóviles, fijos. Como una depredadora viva había sido enorme, impresionante y aterradora, pero Melio sabía que no era eso lo que causaba el asombro boquiabierto de aquellas gentes.
—Mirad a vuestra diosa —susurró.
La mujer que tenía al lado se volvió. Lo había oído. Sus ojos verdes, con puntitos dorados se medio ocultaban tras una celosía de pelo negro, pero eran intensos, escrutadores. Melio no pudo evitar responder a la muda pregunta que vio en ellos.
—Eso es lo que teméis, ¿no? Que esa ave de ahí sea aquella a la que llamáis Maeben. Pues me parece que lo es. Vuestras sospechas estaban en lo cierto. —Se volvió hacia el cadáver, sintiendo cómo las piezas de la críptica misiva iban encajando entre ellas—. Vuestra Maeben está muerta, y yo sé quién la mató.
Los pueblerinos habían empezado a apartarse de él como si un animal peligroso acabara de materializarse en su seno. Sus ojos iban y venían nerviosamente entre él y el cadáver, inseguros de cuál representaba una mayor amenaza.
Melio intentó dulcificar su voz. Quería que entendieran, no que temieran. Necesitaba que confiaran en él, aunque todavía no estaba seguro del porqué.
—Mena… la sacerdotisa a la que llamáis Maeben sobre la Tierra. Esto lo ha hecho ella…
—¡Silencio! —tronó una voz. El primer sacerdote, Vaminee, acababa de llegar, envuelto en toda la parafernalia de su cargo. Los campesinos le abrieron paso, deferentes e inclinándose ante él. Tanin se detuvo justo detrás de su hombro. Melio nunca había visto a ninguno de los dos, pero los conocía sin necesidad de que se los hubieran presentado. En sus momentos de vulnerabilidad, Mena los había descrito con palabras que no podían ser más apropiadas para las figuras que ahora tenía ante él. Guardias del templo los flanqueaban. En lugar de tener hojas metálicas, sus espadas eran de madera, con los bordes afilados únicamente hasta allí donde lo permitía el material. Los guardias eran extremadamente diestros, recordó Melio, en su propio estilo de esgrima, una técnica que se parecía un poco a la lucha con palos.
—Pero es cierto —dijo entonces, obligando a su voz a que se reafirmase—. Esto es obra suya. Es un mensaje para…
—¡Tú no eres un profeta de Maeben! —replicó Tanin—. No tienes ningún derecho a hablar por la sacerdotisa. Ni por la diosa. Primer sacerdote, acuso a este hombre de estar profanando a Maeben mediante algún truco. Ha matado… a una de las guerreras de Maeben.
La expresión en el rostro de Vaminee no se alteró. Sus facciones estaban rígidas, ira atrapada en piedra.
—Encontrad a la sacerdotisa —dijo—. Traédmela. El resto de vosotros, idos de aquí ahora mismo arrastrándoos sobre las rodillas. Y rezad para que se os perdone el haber presenciado esta vileza. —Los campesinos empezaron a dejarse caer sobre el barro según las instrucciones que acababan de recibir. Vaminee se volvió y buscó con la mirada a uno de los guardias del templo.
Melio entendió lo bastante bien cuál fue el mensaje que pasó entre ellos. En cuestión de momentos sería capturado y atado, quizá golpeado o muerto ceremonialmente. Sabía que a los pueblerinos que tenía alrededor iba a parecerles el acto propio de un criminal, pero no podía dejarse capturar. Aquellos sacerdotes lo falsearían todo. Ni siquiera Mena sería capaz de detenerlos.
Justo a su izquierda había otro guardia, un hombre joven que había olvidado la hosquedad propia de su oficio al ver el ave de presa suspendida. Melio se volvió hacia él con una expresión abierta en la cara, como si se dispusiera a ofrecer una palabra de disculpa o explicación. Después lanzó el canto de su mano izquierda hacia arriba contra la nariz del guardia, con la fuerza suficiente para romperla. Su otra mano encontró la empuñadura de la espada de madera que llevaba y la blandió mientras el joven caía, aullando y esparciendo sangre a su alrededor.
—¡Matadlo! —dijo Tanin.
Sus palabras estuvieron investidas de la suficiente autoridad para que el resto de los guardias entrara en acción sin perder un segundo. Empuñaron sus armas y crearon un círculo alrededor de Melio y cerraron el perímetro rápidamente. En razón del diseño sus armas estaban pensadas para infligir castigo y exigir obediencia, pero ellos habían sido adiestrados para usarlas también con efectos letales. Melio mantuvo un movimiento constante, girando hacia aquí y hacia allá sobre pies seguros. Intentó recordar sus lecciones de cómo hacer frente a una multiplicidad de oponentes, pero nada en su memoria abordaba el cómo salir combatiendo de un círculo de catorce adversarios.
—¡Estáis cometiendo un error! —gritó, tanto para los oídos de los guardias como para los de los sacerdotes y el gentío—. Hacedme daño y la sacerdotisa se enfurecerá con vosotros. ¿Es que no veis lo que ha sucedido aquí?
Los guardias vacilaron; sus movimientos eran ahora un poco más lentos.
—He dicho que lo matéis —repitió Tanin.
Melio apartó una mano de la empuñadura del bastón el tiempo suficiente para señalar el cuerpo del águila marina.
—Esta Maeben ya no existe. Esta Maeben nunca volverá a llevarse a vuestros niños. Y fue la sacerdotisa la que hizo eso para vosotros.
—¡Matadlo ahora mismo!
Uno de los guardias saltó hacia delante, moviéndose por detrás de un bastonazo lanzado hacia abajo. Melio giró el torso para esquivar el golpe. Movió su bastón en un golpe tan feroz como rápido, cruzándole la mejilla al hombre con el borde. La fuerza del impacto lo lanzó por el aire —la cabeza primero y el cuerpo en pos de ella—, y lo dejó tendido en el suelo.
Los otros guardias no se habían movido.
—No deseo pelear con vosotros —dijo Melio, dirigiéndose a ellos—. Ni siquiera deseo pelear con los sacerdotes. Si Maeben era una diosa, entonces la sacerdotisa es una aniquiladora de dioses. Es cierto. La misma sacerdotisa os lo dirá.
Tanin ya había tenido suficiente. Se abrió paso a empujones entre el gentío hasta el espacio dejado vacío por el guardia caído. Cogió el bastón del hombre, sosteniéndolo de un modo que revelaba que sabía cómo utilizarlo. Con él inspirándolos, el círculo formado por los guardias del templo empezó a cerrarse de nuevo.
El momento de hablar había pasado. Melio escogió un palo al azar y lo golpeó, con tanta fuerza que casi lo arrancó de la mano que lo sujetaba. Sintió que otro ataque se aproximaba desde atrás y giró en redondo para hacerle frente. Le dio a un hombre en la rodilla y luego le acertó a otro, con un golpe hacia abajo que le partió audiblemente la clavícula. Tanin pidió a gritos su muerte, una y otra vez. Melio intentó localizarlo entre el hervidero de cuerpos y armas, pero había demasiada confusión. Dejó de pensar en sus acciones. Se limitó a permitir que su cuerpo girara y saltase, esquivara y atacara y golpeara. Ahora los movimientos brotaban directamente de un raudo lugar en su mente instintiva, mucho más rápido que el lento motor de su consciencia. Oyó el chasquido de la madera contra la madera. Sabía que era frecuente que su palo tocara carne, partiera hueso, pero los atacantes seguían viniendo y él no podía ver fin alguno a su llegada.
Aquello pudo haberse prolongado durante muchos minutos, o pudo haber durado no más de unos segundos. Melio perdió toda noción del tiempo hasta el momento en que la descarga de armas empezó a menguar. No tardó en estar girando y atacando, girando y bloqueando golpes en una danza carente de atacantes. Entonces dejó de moverse. Se quedó inmóvil, jadeante y empapado en sudor, los ojos yendo de un lado a otro mientras sostenía el bastón en una posición lista para utilizarlo. Los guardias habían retrocedido. La mayoría de ellos ya ni siquiera lo miraban. Miraban algo más allá de él. Tanin era el único que seguía con los ojos fijos en él; su rostro se veía contorsionado por la ira y la incredulidad, y su boca era un óvalo hambriento de oxígeno. Melio enseguida entendió la expresión. Los guardias del templo no lo habían tocado. Ni uno solo de ellos había logrado atravesar sus defensas y tocado carne con la madera. Había dejado hombres tendidos en el suelo por todas partes alrededor de él sin sufrir una sola herida, lo cual tenía obviamente perplejo a Tanin. Pero ésa no era la razón por la que los guardias habían cesado en el ataque.
Una vumuana se abrió paso entre el gentío; su avance fue precedido por una ola de confusión. La gente gritaba a su paso, la agarraba, le hacía preguntas. La mujer hablaba rápidamente mientras se abría camino entre ellos. Lo que fuera que dijo acrecentó el frenesí, pero ella no se detuvo hasta llegar a Vaminee.
Se arrodilló ante el sacerdote y dio inicio a un apasionado discurso. Melio tuvo que concentrarse para entender lo que decía. Había otros detrás de ella, llegando a la carrera desde la misma dirección por la que había venido la mujer, probablemente portadores de la misma noticia.
Sólo una hora antes, relató la mujer, Maeben sobre la Tierra había llegado a la casa del magistrado. Había entrado por las puertas luciendo todas sus galas. Pasó junto a los perplejos guardias y exigió ver a los extranjeros que se estaban alojando allí en calidad de invitados suyos. Éstos le habían hablado por espacio de unos minutos en su extraña lengua, y luego se habían hecho con ella. Uno de los extranjeros, el alto que tenía el pelo como trenzado con hilo de oro, llegó a poner la mano sobre su divina persona. Se fueron inmediatamente en dirección a su navío y ya se estaban alejando sobre la marea que retrocedía.
Melio oyó todo aquello en el espacio de una inhalación, y no lo entendió hasta que la mujer hubo acabado de hablar. Entonces el impacto le dio de lleno en el pecho, el primer golpe que caía sobre él aquella mañana.
—¿Tienen a la sacerdotisa? —preguntó Tanin, todavía respirando pesadamente.
—Sí —dijo un hombre, un recién llegado—. Ella intentó hablar. Yo la oí. Estaba más cerca que ésta. —Señaló a la mujer con un ademán despectivo. Luego, acordándose de su condición, cayó de rodillas ante Vaminee—. Honorable sacerdote, la sacerdotisa volvió los ojos hacia mí y dijo, «Pueblo de Vumu…» —Se calló sin haber llegado a terminar la frase.
—¿Pueblo de Vumu? —inquirió el primer sacerdote, perdiendo al fin su calma amenazadora—. ¿Qué más dijo?
—Eso fue todo. Los extranjeros se la llevaron. No le dejaron decir nada más.
Melio no puso demasiada atención en el discurso caótico que siguió a aquellas palabras, pero enseguida supo que habían empezado a difundir una versión de los acontecimientos que pasaba por una rápida escalada. Los extranjeros se habían hecho con la sacerdotisa, la habían abducido, se la habían llevado por la fuerza a su extraña nación. Alguien inició un gemido que se propagó de persona en persona. Otro chilló que los extranjeros habían matado a Maeben. La diosa estaba muerta para ellos y la sacerdotisa era prisionera de unos malvados.
Melio sintió el amanecer de una posibilidad. Había algo en esto. Algo que él podía hacer con aquellos acontecimientos, tal vez algo que Mena había imaginado sólo a medias cuando se dispuso a actuar. Se apartó de la pena que sabía estaba suspendida en el aire justo detrás de su hombro. Ya habría tiempo para pensar en eso más tarde. Ahora —aquí mismo— tenía que aprovechar el momento antes de que se disipase para siempre.
—La diosa vive en la que lleva por nombre Mena —dijo—. ¿Me oís? ¡La diosa vive en Mena! Fue a luchar con los extranjeros y a retar al pueblo de Vumu a que se pusiera a prueba a sí mismo. —Hizo una pausa, sólo ahora entendiendo la pregunta a la que estaba llevando su oración—. Pueblo de Vumu, la sacerdotisa corre peligro. Está en manos de un enemigo. Pueblo de Vumu… ¿qué harás para salvarla?