53

Corinn empezaba a creer que podía recuperar la alegría. No iba a ser fácil. Siempre habría recuerdos que pesarían sobre ella en los momentos tranquilos. El espectro de la muerte siempre acecharía en las regiones más oscuras de sus pensamientos, pero el dolor de la pérdida se iría atenuando con el paso de los años. Las viejas penas perdían intensidad, especialmente cuando quedaban a la sombra de un nuevo afecto, que tan delicioso podía llegar a ser. Era posible vivir con una cierta medida de alegría, olvidar durante cortos períodos de tiempo todo lo que no fuera la felicidad. Su padre siempre había querido que ella fuera feliz. Hubiese agradecido su contento, sin importar cuál fuera el recipiente que lo había llevado hasta ella.

El responsable de que su mente hubiera dado origen a aquellos pensamientos, naturalmente, era Hanish Mein. La sumisión de Corinn a él no era, eso en primer lugar y por encima de todo, una mera cuestión de sexo. No tenía nada que ver con el acto amoroso de aquella noche en Manil o con las intimidades físicas que habían compartido desde entonces. Se trataba de algo mucho más aterrador. Era el acto de permitirse querer que Hanish la viera, admitiendo ante él que quería que la conociera, que la entendiera, que le importara lo que fuera a ser de ella. Corinn llevaba tanto tiempo concentrada en defenderse del mundo que permitir al fin que sus barreras bajaran era el mayor acto de fe en una persona que había llevado a cabo desde la infancia. Tenía que recordarse continuamente a sí misma los muchos secretos que le había confiado Hanish. Ambos estaban dando, ambos estaban otorgando confianza. Ambos eran vulnerables. Tenía que ser así, porque bajo ninguna otra circunstancia se habría permitido ella bajar sus defensas.

Pero se alegraba de haberlo hecho. Nueve años después de las tragedias de la guerra, había encontrado un orden a la vida, una posición que tenía sentido, y un compañero con el que compartir todo eso. La relación que los unía era fresca y recién creada, y sin embargo era tan parte de ella que Corinn no podía imaginar otra manera de existir. Estaban tan juntos como lo permitían las circunstancias de las obligaciones inherentes a la condición de Hanish. Cada noche compartían la misma cama. Corinn estaba tan absolutamente hambrienta de él, tan insaciable y embarazosamente ávida de su presencia…

Una noche hizo que Hanish tuviera que esperarla en la cama. Cuando entró en la habitación, lo hizo viniendo desde el extremo más alejado. Llevaba tan sólo una diáfana camisola, tan corta que en realidad no era más que una camisa. Mientras iba hacia él, sintiendo sus ojos fijos en ella y sabiendo que la luz de las velas realzaría los contornos de sus caderas y abdomen y pechos, no dejó de canturrear con una nerviosa excitación. Fue el más extraño de los sentimientos imaginables. Se sentía experimentada y un poco como de vuelta de todo, con los labios humedecidos con aceite y los ojos sombreados como los de una cortesana. Pero también había un hormigueo de inocencia como si volviera a ser una niña, toda ella infantil, mientras caminaba hacia el resplandor de una mirada apreciativa que, de algún modo, parecía paternal. Muy extraño, pensó, pero también decididamente de su agrado.

Continuó acompañando a Hanish en los viajes por motivos de estado, y en el espacio de sólo unas semanas se hizo indispensable en las cuestiones sociales. Estuvo a su lado cuando Hanish se encontró con los líderes de las tribus candovias en una cumbre próxima a Elos. En Alyth, dio clases de arquería al taciturno hombre de la Liga Sire Dagon. Al final del día se ganó sus cumplidos, tanto por su habilidad con el arco como por su fascinante temperamento. Hizo de anfitriona en una barcaza de placer que embarcó a su pasaje en Alecia para describir un gran círculo de regreso al puerto varias horas más tarde. Estaba perfectamente capacitada, al parecer, para servir de intermediaria entre los ricos mercaderes —muchos de los cuales eran acacios— y la aristocracia meinish que gobernaba el imperio.

Todo para gran preocupación de los ambiciosos adláteres que componían la corte del caudillo, naturalmente. La proximidad de Corinn no los había molestado cuando ella no era más que un alfiletero en el que Hanish iba clavando sus pullas, pero ahora que había sido elevada, ya era otra cuestión. Nunca oyó a ninguno de ellos decir aunque sólo fuese una palabra en su contra, pero podía imaginar sus pensamientos lo bastante bien. La detestaban. Corinn lo sabía. Podía sentirlo. A veces hasta le parecía ver manifestaciones físicas de su aborrecimiento retorciéndoseles bajo la piel. Ella era, después de todo, una vil acacia, de una raza vencida. Su belleza pertenecía a un ideal de tonos intensos que no se suponía debiera conquistar a los hombres del Mein. Para su forma de pensar, ella nunca sería nada más que una mascota que entretiene. La misma Rhrenna, que en otros tiempos había parecido la amiga más sincera que pudiese aspirar a tener allí, no le hablaba más de lo estrictamente necesario, sin ningún cariño en particular cuando lo hacía.

Su relación tampoco había dejado de tener algunos momentos más sombríos, como cuando ella y Hanish estuvieron uno al lado del otro en las plataformas de observación de las minas de Kidnaban. Miraron dentro de un cráter cuya mera escala negaba toda plausibilidad, y Hanish señaló las banderas akaranas que todavía ondeaban desde las plataformas.

—Esto fue creado por los Akaran —dijo—. ¿Cómo tu gente pudo llegar a concebir semejantes cosas? ¿De dónde sacaron la soberbia para imaginar que podían controlar la labor de millones de personas?

Ella había percibido en aquellas preguntas justo el grado de insulto suficiente para que empezara a considerar una o dos respuestas sarcásticas, pero no dijo nada. En su lengua no habrían sido ciertas. Hanish tenía razón. La escala de la injusticia era increíble. Ahora él podía ser la fuerza impulsora que había detrás de ello, pero no había sido quien lo concibió en primer lugar. Corinn se preguntó cómo había podido vivir tantos años en el corazón de un imperio sin saber por el trabajo de quiénes había sido asegurada su prosperidad.

Allá en las minas, decidió que nunca volvería a ser tan ignorante. Era un pensamiento bastante simple, pero el mero hecho de pensarlo ya había cambiado algo. Desde ese día en adelante parecía recordar con más facilidad detalles específicos de las cosas. Sentía como si cada día aprendiera más, más de la historia y la tradición y el forcejeo político, más sobre la dispersión del poder y los hilos que zumbaban y se agitaban detrás de los procesos visibles del mundo. Incluso sentía una creciente capacidad para acceder a registros guardados en remotas porciones de su consciencia. Podía recordar cosas que no tenía ni idea que hubiera aprendido nunca. Sentía que los engranajes de su entendimiento encajaban unos en otros y cómo un cierto orden iba asentándose poco a poco en los procesos del mundo. Eso, también, le levantó el ánimo y alimentó su sensación de bienestar.

Qué mal se sintió, entonces, cuando empezó a oír notas discordantes. Fue algo pequeño, casi inconsecuente, pero realmente la disgustó muchísimo enterarse de que Hanish había recibido una propuesta de matrimonio hecha muy en serio. La mujer era una prima tercera suya, de la línea familiar que afirmaba ser dueña de las reliquias de Hauchmeinish. Lo que quiera que fuesen esas reliquias, pensó Corinn. Un saco lleno de huesos y harapos, indudablemente. Pero aquella mujer —poco más que una chiquilla, realmente— tenía el tipo de pedigrí preferido por los meins. Se decía que era el ideal de la belleza meinish, pálida y delgada, el pelo rubio como la paja y las facciones afiladas hasta terminar en puntas cristalinas. No había bajado nunca de la altiplanicie y a causa de ello no había sentido nunca el sol intenso en la piel. Corinn no vio nunca su apariencia excepto en su propiamente, donde la joven vivía, alentaba y amenazaba.

A medida que se calentaba el verano, sintió que dentro del palacio iba creciendo una tensión expresada en murmullos, como algo que estuviera siendo discutido justo fuera del alcance de sus oídos. Intentó creer que era sólo excitación ante el lento acercamiento de los tunishnevre, pero no pudo evitar preguntarse si ella no estaba de alguna manera en el centro de todo aquel hablar. ¿Y si Hanish se casaba con otra? ¿Y si todo estaba siendo urdido a espaldas suyas? ¿Y si volvía a verse relegada a su anterior papel de mascota? Eso era cuanto esperaba y por lo que rezaba la aristocracia meinish. Su único consuelo provenía del hecho de que había sido el mismo Hanish quien le habló de la oferta de matrimonio. Se había reído de ella. Mientras la tuviera a ella no tenía ninguna necesidad de contraer matrimonio, dijo. Él no se tomaba en serio tales propuestas, y ésta de ahora distaba mucho de ser la primera. ¿Por qué, preguntó, debería hacerlo ella entonces? Si Hanish era consciente del insulto enterrado en su declaración, no mostró el menor indicio de ello. ¿Por qué, casi preguntó Corinn, no se le había ocurrido considerarla a ella como una prometida? Pero no habría podido soportar oír la respuesta.

Una mañana se levantó tarde. Era su segundo despertar aquella mañana. Muy temprano, Hanish se había inclinado sobre ella en la luz que precede al alba y le había susurrado al oído, apartado el pelo de la cara con un suave soplido, y mordisqueado delicadamente la línea de la mandíbula. Ella había sentido la firmeza del cuerpo de Hanish. Adoraba su cuerpo, tan esbelto y flexible. Él no tuvo que esforzarse demasiado para convencerla de que hicieran el amor, aunque ella temía que el aliento no le oliera del todo bien a esas horas. Si Hanish reparó en eso, no pareció importarle.

Luego se había quedado dormida en sus brazos. Para cuando volvió a despertar, Hanish se había ido. El sol proyectaba doradas geometrías de luz a través de las ventanas. A Corinn no le gustaba levantarse tarde, odiaba que la servidumbre pudiera considerarla indolente. Habló a sus doncellas con una sequedad sugeridora de que, de algún modo, eran las responsables de su tardanza en empezar el día. No lo pudo evitar. Se sentía inquieta, como descentrada y con el estómago revuelto de un modo que le recordó una travesía por alta mar a bordo de una embarcación pequeña.

Se levantó y se vistió. Una vez completado eso, sin embargo, ya no estuvo segura de qué hacer. No tenía nada planeado. Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo se encontró dando vueltas por el palacio. Había un extraño silencio en el lugar, corredores y patios desiertos, puertas a habitaciones ocupadas cerradas, mientras que las que se hallaban abiertas daban a espacios vacíos. Resultaba inquietante, tanto porque semejante calma no era habitual como porque Corinn estaba absolutamente segura de que una rápida actividad tenía lugar allí donde no podía ser vista. Parecía que estaba sucediendo algo, pero lo que quiera que fuese sucedía en lugares donde ella no estaba presente.

No hubiera sido capaz de decir si tenía intención de llegar a la sala de consejos de Hanish, pero el caso fue que de pronto la tuvo ante ella. Un sirviente acababa de entrar llevando consigo una bandeja de agua de lima. Había dejado la puerta abierta tras de sí y ahora iba volviendo a llenar los vasos que reposaban en una mesa enorme. Corinn avanzó lentamente, observando cómo Hanish hablaba al resto de los ocupantes de la sala, todos los cuales se hallaban sentados en torno a la mesa. No podía ver sus extremos ni a todos los presentes, pero reconoció por detrás y por sus perfiles a varios generales veteranos.

Un guardia estaba de pie a un lado de la puerta de la sala de consejos. Era corpulento, todo él puro meinish, envuelto en bandas de cuero descolorido, con un hacha de guerra apoyada en el suelo y las manos sobre sus hojas curvadas. Mantenía fija la mirada en un punto situado enfrente de él, pero permitió que sus ojos fueran hacia Corinn el tiempo suficiente para que expresaran su desdén. Ella no debería estar aquí, estaba indicando con eso, aunque carecía del poder necesario para formularlo en voz alta. Corinn lo ignoró.

No cruzó la puerta, sino que se quedó quieta desde donde podía ver a Hanish. No estaba segura de lo que quería, pero si conseguía atraer su mirada entonces le haría una seña con la esperanza de que él le iba a sonreír o se sonrojaría o apartaría la vista para ocultar de la habitación llena de oficiales sus recuerdos de la pasión que habían compartido hacía tan poco. Mientras lo observaba, empezó a oír lo que estaba diciendo.

—… no debería ir más lejos. Si le hacemos frente, tiene que ser lejos de aquí. —Se inclinó sobre el mapa extendido sobre la mesa y señaló un punto con el dedo—. Hemos de mantenerlo contenido dentro de Talay. Vuestros generales pueden hacerse cargo del reposicionamiento de las tropas. Haced que se ocupen de ello hasta que vuelva Maeander. Cuando lo haga, le… —Calló por un instante. Cuando levantó la cabeza, sus ojos se encontraron con los de Corinn. Rumió un pensamiento por un segundo y luego empezó a contornear la mesa en dirección a la puerta. Se movía despacio y continuó con lo que había estado diciendo—. Cuando vuelva, él se hará cargo de toda la operación. Tanto vosotros como vuestros oficiales podéis remitirle todos los despachos directamente.

—¿Os reuniréis con nosotros en algún momento? —preguntó uno de los presentes.

Hanish había llegado al final de la mesa y se apartó de ella. Varios generales volvieron la cabeza para seguirlo.

—No preveo hacer tal cosa —dijo—. Maeander puede ocuparse de todo. Yo he de volver a acomodar a los tunishnevre.

Llegó a la puerta. Cuando puso los dedos encima de la manija, Corinn dio un paso hacia el corredor. Sonrió, la cabeza inclinada hacia un lado en un gesto que pretendía ser una juguetona disculpa por haberlo interrumpido. Entonces él la miró a los ojos y, sin decir palabra, le cerró la puerta en la cara.

Corinn, paralizada por el estupor, oyó su voz al otro lado. Ya no podía distinguir sus palabras, pero él prosiguió su sonoro discurso. Hizo falta un considerable esfuerzo de voluntad por parte de ella para dar la vuelta bajo la nariz del guardia e irse de allí con dignidad.

Una hora después interceptó a Rhrenna cuando ésta cruzaba uno de los patios superiores. La mujer meinish la miró sin verla, su visión se veía estorbada por la ancha ala de un sombrero pensado para escudarla del sol. Rhrenna siempre hacía cuanto estaba en su mano para mantener una palidez invernal. A Corinn no le parecía que le sentara demasiado bien. El rubio claro de su pelo y sus imperfectas facciones probablemente habrían sido más atrayentes si su piel tuviera algo de color, pero el ideal de hermosura meinish no era ése. Corinn había llegado a sospechar que pocos meins preferían sinceramente su propio ideal por encima de la belleza de otras razas, pero ése no era el tema por el que había estado buscando a Rhrenna para hablarlo con ella.

Al principio ésta se resistió a detenerse para charlar, pero Corinn la convenció de que se sentara en un banco cercano. Estaban al aire libre y eran claramente visibles en el caso de que alguien sintiera interés por ellas, pero también se encontraban lo bastante alejadas para que no fuera posible oírlo que decían. El banco estaba junto a una balaustrada de piedra que dominaba una caída de treinta metros hasta el siguiente nivel de terrazas. Rhrenna se sentó dando la espalda al paisaje, prefiriendo lanzar rápidas ojeadas al patio. Estaba claro que le preocupaba ser vista en compañía de la princesa.

Corinn no se anduvo con rodeos.

—¿Qué está pasando? —preguntó—. Hay algo extraño en el aire. Está pasando algo. ¿Sabes de qué se trata?

Los ojos azules de Rhrenna miraron a todas partes excepto a Corinn.

—¿No lo sabes?

—No, no lo sé.

—¿Hanish no te lo ha contado?

—No.

Rhrenna reflexionó sobre ello por un instante. Su voz no se suavizó.

—¿Por qué debería hacerlo yo, entonces?

—Porque te lo he preguntado. —Cuando eso no obtuvo respuesta, Corinn dijo—: Hanish no me lo cuenta todo. Me oculta muchos secretos.

No le gustaba nada tener que decirlo. Ni siquiera estaba segura de que fuese cierto, pero imaginó que oírlo quizás haría que Rhrenna se mostrara más afable. Era lo que todos deseaban, ¿no? Que se les confirmara que Corinn no se había ganado realmente la confianza de su amado caudillo. Que para él sólo era un juguete, nada más. Una parte de ella quería abofetear a Rhrenna allí mismo, escupirle y declarar a voz en grito que Hanish la amaba por encima de cualquier otra cosa en el mundo, más de lo que nunca amaría a una muchachita meinish de piel blancuzca y cara caprina. Pero eso no la llevaría a ninguna parte.

—Sé lo que la corte piensa de mí —dijo con voz cargada de agravio—. Sé que todos me odiáis porque os parece que Hanish me favorece en exceso. No sabéis, sin embargo, cómo están realmente las cosas entre nosotros. Él no siente por mí lo que vosotros creéis que siente. Por favor, Rhrenna, cuéntame lo que sabes. Hubo un tiempo en el que tú y yo éramos amigas, ¿no?

Algo cedió en Rhrenna. Sucedió en el interior y se propagó a través de sus facciones.

—Pero si Hanish no quiere que sepas…

—Rhrenna, tú sabes algo que yo no sé. Quizá todo el mundo lo sabe. Yo podría encontrar la respuesta de mil maneras distintas, pero te lo estoy preguntando a ti. Lo que quiera que me digas ahora, nadie sabrá que lo he descubierto por ti. —Luego añadió—: Estaré en deuda contigo.

Rhrenna levantó por un instante sus ojos azules, preguntando qué poder le quedaba a Corinn para saldar una deuda.

—No es cierto que puedas encontrar la respuesta de mil maneras distintas —dijo finalmente—. Lo que está sucediendo aún no es del dominio público. Pronto lo será, supongo, pero yo lo sé únicamente porque mi padre, que forma parte del consejo de Hanish, se lo contó a mi hermano. Y él nunca tiene secretos para conmigo. —Miró en derredor. Una sombra de disgusto le cruzó por la cara, si bien no estuvo del todo claro si iba dirigido a Corinn o a ella misma—. Es tu hermano.

—¿Qué?

—Tu hermano Aliver. Dicen que ha estado viviendo en Talay. Acaba de salir de su escondite y está reuniendo un ejército para atacarnos. No tiene ninguna posibilidad de llegar a salir vencedor, pero… —Rhrenna se calló, alarmada ante la expresión que vio en el rostro de Corinn— va a empezar una guerra.

Corinn, que había estado de pie durante toda la conversación, ahora se sentó. Tocó la rodilla de Rhrenna con la suya y dejó que la mujer le apretara las manos. De todas las cosas que podría haberle dicho Rhrenna, nunca habría imaginado que las noticias de su hermano fueran una posibilidad. Fue como el impacto de un golpe en el abdomen que le subió directo al corazón. Sintió el rumor torrencial de un gran peso de pensamientos, pero sabía que aún no estaba lista para enfrentarse a ellos.

Durante las horas que llevaron a la cena, en el curso de ella, y hasta el inicio del anochecer, el peso de la noticia permaneció posado encima de su coronilla como una pirámide invertida, con la punta tocándola, y toda la vastedad de la pirámide prolongándose desde allí hacia arriba. ¡Su hermano estaba vivo! Eso resonaba en los oídos. Estaba intentando iniciar otra guerra. Esa parte también era deletreada. Pero Corinn no llevó sus pensamientos al paso siguiente, hacia el formular cuál era la respuesta de ella a esa noticia. De hecho, estuvo toda la velada con la postura erecta y la lentitud de movimientos de una persona que lleva un objeto en equilibrio encima de la cabeza. Hanish, sin embargo, se comportó con normalidad, sin hablar del incidente anterior o mencionar siquiera que había tenido una reunión de consejo.

Más tarde, Corinn se preparó para pasar un rato con él en los baños privados. Los baños de vapor nunca habían sido una costumbre acacia, pero los meins se las habían arreglado para canalizar calor de los hornos subterráneos con vistas a dicho propósito. Corinn había tardado en aprender el disfrute de recostarse durante un rato en el calor, desnuda, sudorosa y sin aliento, pero finalmente había llegado a aceptarlo como parte de su día, un tiempo pasado con Hanish de un modo en que ninguna otra mujer lo hacía.

Solos en el dormitorio de Hanish, se habían quitado la ropa y puesto sus batas antes de que Corinn preguntara:

—¿Por qué fuiste tan brusco conmigo? —No había planeado llamarlo a capítulo acerca de aquello. Simplemente le salió, quizá porque ahora tenía todo un enjambre de otras cosas que ocultarle y ésta parecía pequeña en comparación con las demás.

Hanish se encaró con ella, incrédulo.

—¿Qué quieres decir? ¿Cuándo he sido yo brusco contigo?

—Hoy, cuando me diste con la puerta en las narices. No me digas que lo has olvidado.

—Oh —dijo el caudillo, con un asentimiento de cabeza indicador de que recordaba el incidente pero, de algún modo, también transmitía el mensaje de que Corinn lo había malinterpretado. Fue hacia ella y tomó sus manos en las suyas—. Te aseguro que no pretendía insultarte. En absoluto. Debes entender, no obstante, que lo que se diga entre mis generales y yo es sólo para nuestros oídos. Lo comparto todo contigo, pero eso no significa que mis oficiales deban compartirlo también. Tienen que oírme sin que haya distracciones, y tienen que hablar sin censurarse a sí mismos. Y eso es lo que harían si tú estuvieras presente. Los hombres del Mein…

—Ni siquiera habían reparado en mi presencia.

—¿Quién puede saber lo que ve otra persona? Los hombres del Mein no hablan de asuntos serios en compañía de mujeres. Mi pueblo simplemente es así. Y también está la cuestión de quién sea la mujer en cuestión, claro. —Invitó a Corinn a sonreír. Ella no lo hizo—. Piénsalo de esta manera: me hiciste un gran favor. Estoy en deuda contigo por ello. Sabes, naturalmente, que muchos dicen que me encuentro demasiado unido a ti. Muchos desearían que no estuviéramos tan enamorados el uno del otro. Con la pequeña acción de demostrar que soy yo quien decide hasta dónde te está permitido llegar, me he asegurado la confianza de mis generales. Ahora enseguida les irán con el cuento a los demás. «Sí, puede que Hanish esté colado por la princesa», dirán, «pero sabe cómo mantenerla en su sitio». Deja que lo piensen, Corinn. Si lo hacen, tú y yo podremos disfrutar aún más de nuestra mutua compañía.

—¿De qué estabais hablando, en todo caso? Me pareció que tenía algo que ver con Maeander…

Hanish descartó el tema con un vaivén de la mano.

—Deja de preocuparte por ello. Hay cierta agitación en Talay. No es nada nuevo, sin embargo. Rumores, quejas. De verdad, Corinn, si llega a hacerse importante te lo contaré todo al respecto. Pero, ahora… —Se acercó a ella, cambiando el timbre de su voz de un modo que sugería intimidad carnal. Le pasó un brazo por el hueco de la espalda y la atrajo hacia sí—. Vayamos a los baños, ¿de acuerdo? Nos meteremos en remojo y nos quedaremos repantigados el uno en el otro mientras los masajistas se dedican a amasarnos el cuerpo, con aceite caliente incluido. Y luego, en cuanto hayan terminado de hacer su trabajo… los mandaremos bien lejos y pensaremos qué otras cosas podemos hacer aparte de ir echando vapor.

Mientras se apartaba de ella, Corinn tuvo la incómoda sensación de que había vuelto a darle con una puerta en las narices. Hanish se detuvo en el otro extremo de la habitación. Dejó que la bata le resbalase de los hombros y cayera al suelo. Desnudo, metió las manos en la jofaina llena de aceite y agua perfumada con hierbas aromáticas que había allí, dándose masaje en los hombros y frotándose los músculos del cuello con la mezcla. La lámpara junto a él realzaba los contornos de su cuerpo. Los músculos de su espalda le recordaron a Corinn unas esbeltas alas, plegadas y escondidas debajo de su piel. Entonces Hanish la miró y dijo:

—Ven.

Fue a través del portal y se perdió de vista. Corinn —convulsa y jadeante por dentro, todavía inexpresiva por fuera— lo siguió, aflojándose el nudo que le ceñía la bata mientras avanzaba. Y así, a pesar de todas las cosas que su amante no había llegado a decir, podría haberse permitido no determinar sus lealtades basándose más en el deseo que en el vínculo de sangre. Pero no llegó a pensar en ello con tantas palabras. No dijo: «Sea lo que sea lo que nos depare el futuro, escojo a Hanish. Es aquel a quien amo, necesito, quiero más que nada en el mundo. Es aquel en el que puedo creer porque está aquí a mi lado, ahora. Estoy hambrienta de él, y él me alimenta. Nada más es tan real». Pero si se hubiera visto obligada a decirlo, podría haberlo dicho. E incluso suponiendo que no se la obligara a decirlo, podría haber vivido según ese credo sin necesidad de llegar a pronunciarlo jamás en voz alta.

Habría podido hacerlo, es decir, hasta mediada aquella noche, cuando fue bruscamente arrancada de un sopor carente de sueños. Aguardó un instante en el silencio de la habitación, segura de que una voz acababa de pronunciar su nombre. Giró la cabeza lo suficiente para ver a Hanish acostado boca arriba junto a ella. Estaba despierto. Poco faltó para que levantara la cabeza y le preguntara si se sentía turbado por algo. Los ojos de Hanish estaban abiertos. Miraban fijamente el techo, pero su expresión era vaga, indefinida, las mejillas fláccidas y la boca abierta. Hubiese podido estar dormido, de no ser porque sus ojos grises se hallaban abiertos y parpadeaban de cuando en cuando. Y entonces le oyó decir: «Pues claro que no lo he olvidado».

¿Le había oído decir eso? No, no había oído nada. De hecho, Hanish no había llegado a hablar. Sus labios no se habían movido. La habitación estaba callada como una tumba y el silencio no había sido perturbado por nada más ruidoso que las respiraciones de ambos. Pero de alguna manera, él había dado forma a ese pensamiento y lo había enviado hacia fuera y ella lo había captado.

De nuevo, faltó muy poco para que se incorporase en la cama y hablara, pero entonces fue detenida por algo procedente de otra fuente. Era una fuerza que sintió en el aire y a la que localizó como un ser más allá de los pies de la cama. No se trataba de una sola persona; era un coro de entidades distintas, entrelazadas. Corinn no podía oír sus palabras. Era algo más amorfo que eso. Supo, de algún modo, que ni siquiera se hallaban presentes en la habitación. Simplemente entendió el contenido de su mensaje. Supo lo que estaban diciendo. Las entidades estaban acusando a Hanish de debilidad. Estaban poniendo a prueba su devoción, pinchándolo con repetidas acusaciones de que los estaba traicionando.

«Antepasados —respondió él—, vosotros sois lo único que me importa».

Corinn yacía sin mover un músculo, mirando los ojos abiertos de Hanish, escuchándolo todo, helada hasta la médula, respirando con cortos jadeos entrecortados. Oyó el toma y daca que tenía lugar entre ellos, el cruce de acusaciones negativas. Al principio le pareció meramente una cosa muy extraña, una curiosidad increíble. Lo que estaba sucediendo la tenía tan perpleja que tardó un poco en darse cuenta de que las voces estaban dando vueltas y más vueltas en torno a un tema determinado: ella misma. Cuando al fin lo abordaron directamente, Corinn sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Porque entonces los antepasados preguntaron a Hanish si la mataría. Si se acababa llegando a ello y era necesario hacerlo, ¿derramaría la sangre de la perra akarana?

Hanish no vaciló en responder. «Ella no significa absolutamente nada para mí», dijo. «Si la tengo cerca es sólo para asegurarme de que se encuentra aquí, disponible para vosotros».

Los antepasados no le creyeron. Volvieron a preguntar. Esta vez Hanish respondió directamente, con tal claridad que Corinn no tuvo dificultad para entenderlo. Fue lo bastante claro para que después ella oyera por siempre jamás cómo las palabras resonaban una y otra vez en su mente.

«La mataría sin sentir ninguna clase de remordimiento, antepasados —dijo Hanish—, en el preciso instante en que quisierais verla muerta».