Los mares bajo la costa sur de Talay eran más negros y violentos que ninguno de los que los incursores de las Islas Exteriores habían visto nunca. Allí las corrientes convergían desde dos lados opuestos del Continente, mezclándose con las aguas que se habían enfriado por estar a la sombra de la curva del mundo. Durante cinco días seguidos, olas como montañas subieron y bajaron el Ballan. El barco se inclinaba con cada subida, llegando a la cresta de la ola como un pájaro que se dispone a emprender el vuelo, y luego se precipitaba por el otro lado en una breve carrera hacia las profundidades. Marineros que no se habían mareado en la vida sentían que les fallaban las rodillas, se ponían amarillos, renunciaban a toda pretensión y fanfarronada. Devolvían todo aquello que habían comido. Después de eso, producían cosas que no lograban reconocer y, todavía más tarde, trataban de aflojar sus órganos internos y ofrecérselos también al mar.
Allá en el norte la costa de Talay se extendía en una desolación carente de rasgos, nada sino un lejano borrón de playa llena de dunas, sin árboles o montañas o asentamientos humanos que pudieran romper la monotonía. Con todo y lo melancólico que era aquel paisaje, Espadín anhelaba arrastrarse hasta sus costas para quedarse sentado allí, empapado y con la nariz llena de mocos, despidiendo con la mano al Ballan que se alejaba. Aunque no hicieran otra cosa, fantasías tan improbables ayudaban a pasar las horas.
Presenciaron cosas acerca de las que previamente sólo habían oído contar historias. Luces que ondulaban a través de los cielos por la noche, cintas multicolores que se agitaban. Espadín intentó oír el sonido de aquellas luces, seguro de que unas contorsiones de color tan masivas tenían que rasgar el aire como el trueno. Su silencio nunca parecía apropiado. Una vez una familia de ballenas ejecutó un ballet aéreo a estribor: una tras otra saltaron por el aire, inclinándose hacia un costado, y estrellándose contra el mar en un surtidor de espuma. Otra vez pasaron junto a una enorme isla de hielo flotante. El vigía que la avistó dio el grito de alarma con una voz de adolescente a punto de quebrarse. Después admitió que había temido que hubieran llegado a una tierra de fantasmas, una cosa que las gentes del Mundo Conocido no deberían ver, una intrusión por la cual serían castigados. Espadín lo había despeinado cariñosamente. Por dentro, sin embargo, el mismo pensamiento no dejaba de hormiguearle a través de la mente. ¡En qué extraña empresa se habían embarcado! Apenas podía creer lo que estaba sucediendo, y todavía lo asombraba recordar lo poco que había costado que su tripulación accediera a hacerla posible para él.
Había sucedido sólo un par de días después del ataque a las plataformas. Cuando estaban reunidos en la cubierta del Ballan mientras se ponía el sol, Espadín había levantado la vista de su té y dicho:
—Tengo cosas que decir. Puede que algunas de ellas os parezcan un disparate, pero aquí van de todas maneras.
Empezó jurando que le había encantado cada minuto del tiempo pasado entre ellos. Había sido maravillosa la manera en que iban de un sitio a otro por todas las Islas Exteriores, viviendo peligrosa y libremente, sin acatar más leyes que aquellas a las cuales se adherían mutuamente. Consideraba a cada uno de ellos su hermano o hermana, tío o tía. Habían sido una nación en si mismos, ¿verdad? Habían tenido un verdadero enemigo en la Liga Naval, y los habían superado en más ocasiones de las que les habrían correspondido sólo en razón de la suerte. Estaba orgulloso de ello.
El problema era, había dicho, que él no podía seguir así siempre. Había venido del Mar Interior, del corazón de los engranajes del Mundo Conocido. Había huido de un gran caos e intentado olvidarlo. Había intentado dejarlo tras de sí y fingir que él no tenía nada que ver con eso. Casi había funcionado. Pero no del todo. Porque en realidad nunca había olvidado. No podía fingir que carecía de respuesta a su país nativo, su sangre, y su destino. Le había llegado el momento de ajustar cuentas con el destino que había estado posponiendo continuamente durante unos años. Así que eso era lo que iba a hacer ahora.
Casi disculpándose, hizo notar que con Dovian desaparecido el Ballan era suyo. No mandaría a nadie que no quisiera unirse a él, pero iba a llevar el barco hacia abajo alrededor de Talay, luego subiendo por la costa este, y dentro del Mar Interior. Si Leeka Alain estaba en lo cierto, se preparaba una guerra. Él tenía razones para odiar a Hanish Mein, y si estaba en su mano, iba a ayudar a poner fin a su reinado. Esperaba que por lo menos unos cuantos de los que le escuchaban vinieran con él. Pero todos tenían que decidir por sí mismos. Sería peligroso y las posibilidades de victoria eran escasas y las recompensas que se cosecharan cuando todo hubiera terminado inciertas, pero…
—Bueno, más o menos eso es todo lo que puedo decir al respecto.
Se había quedado sentado en silencio por un instante. De hecho, había más que decir. En realidad, la única parte de aquello que le resultaba realmente dura era la parte que aún quedaba por decir. Dovian lo había instigado a ello —de hecho, le hizo prometer que lo haría— y así él mismo había llegado a creérselo. Tenía que decirlo. Necesitaba reclamar su identidad.
—Antes de que os decidáis, hay algo más…
Titubeó de nuevo. Un hombre no puede convertirse de nuevo en un chico, y sin embargo lo que sentía ante aquello era precisamente eso, como entrar una vez más en la temerosa existencia de un niño, un acto de fe en un mundo que ofrecía escasas pruebas de que esa fe fuera merecida. Si decía lo que quería decir, estaría admitiendo ser el niño que había sido dejado tembloroso, asustado y solo dentro de una cabaña medio derruida en las montañas. Impotente. Abandonado. Mirando a través de las grietas para ver un mundo descomunal al que él no le importaba en lo más mínimo. ¿Y quién lo salvaría esta vez?
—Espadín, que no estamos dentro de tu cabeza, hombre —dijo Nineas, cascarrabias como de costumbre—. Sea lo que sea lo que estás pensando, escúpelo de una vez para que podamos oírlo.
—Lo que os estoy pidiendo es que dejéis de llamarme Espadín. —Bien, la primera parte ya estaba dicha. Tampoco había sido tan terrible. Las caras que lo observaban no le parecieron sorprendidas o disgustadas o desdeñosas. No vio hilaridad alguna en sus ojos—. Ése era un nombre para un chiquillo que se escondía del mundo. Le estoy muy agradecido, pero ahora ya no me escondo. Si me llamáis algo a partir de este momento, llamadme Dariel. Dariel Akaran. Ése es el que soy.
Odió el momento de silencio con el que fue recibida aquella revelación. ¿Dónde estaba su confianza en sí mismo? ¿Dónde la seguridad que sentía cuando estaba al mando de la batalla? Algo en el simple acto de pedir que se lo llamara por su verdadero nombre lo humillaba tan completamente que le entraron ganas de volver a encerrarse en sí mismo. Pero no lo lamentó. Su liderazgo de aquellos hombres y mujeres que combatían no significaba nada si no tenían muy presente quién era él. La batalla contra Hanish Mein no era suya para librarla si no la querían, y lo mínimo que podía hacer era sincerarse con ellos.
—Si eres un príncipe —dijo una voz—, entonces todos los que estamos a tu alrededor somos miembros de tu corte. ¿No es así?
—Siempre he sabido que yo tenía algo de nobleza en la sangre —trinó Geena, entornando los ojos en lo que pasaba por su expresión de alegría.
Clytus se puso de pie, sonriendo, y dio un paso hacia Dariel.
—No pongas esa cara de sorpresa, príncipe Dariel Akaran. Ninguno de nosotros te llevará la contraria. La mayoría siempre hemos sabido quién eras. Siempre lo creímos. Dovian se aseguró de ello.
La mención de Dovian —de Val, ahora que él volvía a ser Dariel— hizo que casi se echara a llorar. Lo ocultó adoptando una expresión fanfarrona. Preguntó cuál de ellos, entonces, tenía pelotas de ir a la guerra contra Hanish Mein. La voz de Wren fue la primera en responder, seguida por muchas otras.
Así fue como empezó su viaje, con fácil entusiasmo y alegre camaradería. Dariel agradecía ese recuerdo. Ni por un solo instante dio por hecha la lealtad de su tripulación. Tampoco se mantuvo separado de ellos. Era su capitán, cierto. Eso todos lo sabían. Pero lo del «príncipe» no cambió nada entre ellos. Él no se dio aires de grandeza y ellos no ofrecieron ningún nuevo grado de reverencia. Así que las cosas eran exactamente como él deseaba que fuesen.
Contorneando la curva de Talay y finalmente yendo de nuevo hacia el Norte, el Ballan pasó justo al lado de un mercante de la Liga que iba hacia el Sur. El navío alineó a sus ballesteros y mostró todos los signos de que les encantaría que hubiese una escaramuza. Pero los incursores tenían el viento tras ellos, y pasaron rápidamente sin ni siquiera una inclinación de cabeza en señal de saludo. Dariel mandó izar la bandera del barco. «Que sepan quiénes somos y se pregunten qué estamos tramando», pensó.
Pasaron una semana dejando el Norte para adentrarse en mares más cálidos. Durante unos días costearon el sur de Tel, discutiendo dónde atracar. Por consejo de Leeka, Dariel no navegó alrededor del cabo. Teh estaba poblada por hordas de numreks amantes del sol. Y más allá el Mar Interior estaba demasiado repleto de barcos. Así que el Ballan atracó en una ciudad mercantil llamada Falik, un puerto balbara que servía como conducto desde el este de Talay hasta el interior.
Desde el momento en que pisó el muelle y empezó a negociar las tarifas de atraque, a Dariel no le cupo duda de que estaba a punto de entrar en una cultura grande, populosa y claramente distinta. Podía sentir la palpable ajenidad del lugar por todas partes en torno a él. Las culturas ajenas a su herencia acacia tampoco eran nada nuevo para Dariel. Su tripulación era un combinado de razas, con orígenes y costumbres que mantenían con una especie de orgullo de inmigrante. Pero hasta entonces básicamente siempre se había enfrentado a la diversidad a pequeña escala, entre un puñado de personas unidas por inclinaciones comunes. En Falik un muro de caras oscuras le hería la vista mirara donde mirara. Olores de comidas que le eran extrañas seguían a su nariz compitiendo entre sí para distraerlo, confundirlo. No podía estar del todo seguro de si el habla que bombardeaba sus oídos era de una sola lengua o de muchas lenguas entremezcladas. En cualquier caso, nunca había oído una confusión tan ininteligible de habla humana.
Aunque los miraba con ojos como platos, los balbara mostraron escaso interés en él. Iban a sus cosas como si Dariel no fuera más que un vapor de hombre, no mereciendo mayor atención que la requerida por su breve cruce de palabras. Él se sentía patéticamente pálido en comparación con ellos, como un vaso de té flojo a la deriva en un mar de café negro. Ni siquiera era que la población fuese enteramente balbara o incluso homogéneamente talaya. Había muchas otras razas entre el gentío. Quizá cuatro de cada diez personas mostraban de alguna manera sus distantes orígenes. Pero los balbara eran tan avasalladores en su presencia —con el sólido impacto del color de su piel y la anchura de sus rasgos y la masa muscular de sus cuerpos— que siempre parecían más populosos de lo que habría correspondido a su verdadera cantidad.
Dariel dejó a la mayor parte de la tripulación con el Ballan. Acompañado por un pequeño grupo, que incluía a Leeka y Wren y Clytus, se puso en camino hacia el pueblo al que se suponía que su hermano había llamado hogar durante todos aquellos años. El primer día de su llegada a Palishdock, Leeka había nombrado el pueblo de Umae como el escondite de Aliver. Había ordenado a Leeka que le trajera a Dariel cuando el joven estuviera preparado. Ahora, parecía, Dariel estaba preparado, aunque no acababa de sentirse del todo como si lo estuviera.
Saliendo de Falik, se unieron al flujo de caravanas que iban hacia el interior, viajeros cubiertos de polvo que también hacían los kilómetros a pie, algunos tirando de camellos y caballos y mulas cargadas con toda clase de artículos. Por el bien del anonimato, era agradable moverse dentro del tráfico de gente, sólo uno más entre los muchos que pisaban la ruta de dura tierra a través de un paisaje de matorrales y acacias. Dariel esperaba que el número de viajeros fuera disminuyendo en cuanto se alejaran del puerto, cuando los individuos se volvieran hacia sus distintos destinos. Tres, cuatro días en el viaje, no hubo ninguna señal de que eso fuera a suceder. Dariel no tenía manera de juzgar cuál podría haber sido la afluencia normal de peregrinos y mercaderes en la región, pero no tardó en comprender que la migración dentro de la cual fluía él distaba mucho de la normalidad. El número de viajeros no paraba de incrementarse. Al despertar cada mañana, encontraba más tiendas que habían brotado en torno a él durante la noche. La gente, llegó a entender, hablaba de revuelta, de cambio, de guerra. Estaban poniendo rumbo hacia la misma conflagración que Dariel.
Leeka caminaba junto a él más a sus anchas que nunca antes. Ahora que se hallaban en movimiento, el hombre parecía relajarse. Su larga labor de convencer a Dariel para que se encarara con su destino había quedado atrás. Esto, parecía, tenía algo de viaje de placer. Sus adustas facciones se habían suavizado. Por primera vez Dariel se preguntó si Leeka había sido un padre. ¿Había estado casado? Ahora podía ser un abuelo, y podía, a juzgar por su aspecto, haber sido uno muy agradable.
—Pareces bastante contento de ti mismo —dijo en un momento dado.
—Lo que estoy es contento del mundo —fue la respuesta de Leeka.
Entrado ya el quinto día, Dariel le preguntó si se estaban aproximando a una gran ciudad o a un puesto de comercio. Pensaba que sólo habría pueblos durante todo el camino hasta Umae, que en sí mismo era un pueblecito. Leeka respondió que aquella ruta conectaba los puntos de pueblo a pueblo. Pero no, dijo, no había ninguna gran ciudad en el horizonte.
Dariel estudió la lejanía como si dudara de ello, como si se fijara lo suficiente fuera a ver edificios elevándose de entre las coronas de las acacias dispersas.
—Quizá deberíamos apartarnos de la ruta principal y viajar solos —dijo. No ofreció razón alguna para ello. De hecho, no estaba seguro de que la tuviese. Se sentía razonablemente a salvo. Era sólo que en el curso de su vida como incursor, Dariel siempre había estado entre pequeños grupos de gente. Habían vivido esparcidos por las cadenas de islas. Empezaba a ponerlo un poco nervioso tener tanta humanidad alrededor, especialmente cuando se suponía que estaban recorriendo las extensiones más desérticas de las tierras de matorrales talayas.
—No podemos separarnos de ellos y aun así llegar a nuestro destino —dijo Leeka, con una chispa de humor en los ojos—. Incluso si lo hiciéramos, encontraríamos a otros andando detrás de nosotros.
Esa noche su pequeño grupo encendió una hoguera. Wren fue a comprar carne y volvió en compañía de un séquito compuesto por unos cuantos balbara adolescentes. Estaban obviamente enamorados de ella, cada uno intentando proclamar más fuerte que el otro que podía ser de alguna utilidad. Dariel no les dijo nada, pero los adolescentes enseguida se aclimataron y los demás parecieron no ver ningún inconveniente en bromear con ellos. Los chicos hablaban bastante bien el acacio, salvo cuando volvían a su lengua natal para compartir estallidos de carcajadas a expensas de los extranjeros. Un flautista no tardó en reunirse con ellos, ofreciendo música a cambio de comida. Al caer la noche acogieron una festiva reunión, en que la gente llegaba y se iba a su antojo.
Dariel se hallaba sentado en la periferia, sintiéndose extrañamente abatido. No hubiese sabido explicar por qué. Nadie más parecía sentir la misma melancolía. Clytus —a esas alturas ya un poquito bebido— dirigía a los chicos en una canción picante sobre un viejo campesino que quería de una forma nada apropiada a una de sus gallinas y se metía en toda clase de problemas a causa de ello. Leeka estaba sentado en tranquila conversación con un hombre de piel pálida como la miel cuyos orígenes Dariel no lograba ubicar del todo. Hasta Wren parecía sentirse a sus anchas entre aquellas personas, riendo con ellas. De vez en cuando levantaba la vista hacia él y sonreía a menudo, pero no se percataba de su estado de ánimo. Y eso era parte del problema de Dariel. Nadie reparaba realmente en su presencia. Nadie miraba sus facciones y leía su identidad en su frente. Él había querido permanecer anónimo hasta encontrar a su hermano, pero ahora que estaba claro que era anónimo, empezaba a dudar de toda aquella empresa. ¿Cómo podía tener un papel vital en los procesos del mundo cuando nadie sabía siquiera quién era él?
Aun así, escuchando el errático fluir de la conversación oyó unas cuantas cosas que le interesaron. Varias personas afirmaron haber salido de la niebla recientemente. No sabían cómo había sucedido. No lo habían planeado, y cada una de ellas admitió que hasta ese momento había entregado su vida al opiáceo. Habrían trabajado el día entero durante toda su existencia con tal de poder pasar las noches soñando en un trance de niebla. Pero de pronto algo había cambiado. Cada una de ellas tenía una historia distinta que contar, pero en el fondo todas se reducían a lo mismo. La niebla, en vez de proporcionarles alegría, se había convertido en una pesadilla. En vez de abstraerse en sus fantasías más queridas, se veían arrojados a las más vívidas versiones de sus mayores temores. Eso sucedía noche tras noche, empeorando en cada ocasión. Al cabo de una semana las pesadillas eran tan terribles que todas y cada una de ellas dejó de tomar la droga y optaron por padecer la experiencia, tan próxima a la muerte, que traía consigo el síndrome de abstinencia. Fue una prueba que jamás olvidarían, pero no murieron a causa de ella. Y ahora, con la cabeza despejada y libres del ansia, habían reencontrado en el vivir unas alegrías que tenían completamente olvidadas. Era una especie de milagro, y parecía estar propagándose a través del mundo igual que una epidemia.
En algún momento un acacio entró en la conversación. Se ofreció a contar una historia del Rey de la Nieve a cambio de unas cuantas tiras de carne de cabra. Entre pausas durante las que masticaba o bebía, el hombre contó cómo el Rey de la Nieve decidió que sólo los antiguos magos desterrados podían devolver el equilibrio al mundo. Fue en su busca, yendo a través de todo Talay, enfrentándose a manadas de lárix, pasando días enteros sin agua o comida, tambaleándose por regiones que habrían acabado con la mayoría de los hombres. Contó cómo finalmente logró dar con ellos, gigantes como rocas que eran, y cómo había utilizado las tretas y la astucia para convencerlos de que se unieran a la guerra que se aproximaba.
Dariel escuchaba en silencio, fascinado por lo que parecía una remota leyenda. Pero nunca la había oído mencionar. Que él recordara nadie había mencionado nunca a aquel Rey de la Nieve, y eso lo sorprendió. Los cuentos épicos que había aprendido en la infancia estaban más presentes en sus pensamientos que ninguna otra cosa de aquellos tiempos. Además, el título que el narrador acababa de aplicar al rey de la historia carecía de sentido. En aquel paisaje reseco y agrietado por el sol no había nada que guardara relación con la nieve. ¿Por qué iba una tierra así a producir alguien llamado por ese nombre?
Finalmente, durante un silencio, preguntó al respecto.
—¿El Rey de la Nieve? ¿A quién te refieres cuando empleas ese nombre?
El acacio miró a Dariel. Su rostro mostraba el desdén que le mereció lo que veía: la típica camisa de un bandolero del mar, holgada y abierta hasta el ombligo; el pelo, que llevaba bastante más largo de lo normal, recogido en una coleta. Pero estaba comiendo su comida y no podía ofenderlos.
El Rey de la Nieve, explicó, era Aliver Akaran, el heredero del trono de Acacia. Adoptó ese nombre la noche en que su padre fue herido de muerte por la hoja del asesino.
—Esa noche nevaba en Acacia. Nevaba, ¿entendéis? Cuando bolas blancas de hielo caen del cielo. Hacía cien años que eso no sucedía, pero los niños de la familia real eran tan valientes que querían jugar en la nieve, lanzársela a la cara y demostrar que no le tenían miedo a nada, ¿sí? Bueno, pues Aliver, el mayor, dijo que cuando acabara esa noche, sería coronado Rey de la Nieve. Era una profecía, ¿veis? Una profecía porque su padre fue asesinado esa misma noche. Por eso lo llamamos el Rey de la Nieve. Es un nombre que él se dio a sí mismo. Me sorprende que no lo hayáis oído nunca. La mayoría de los que estamos aquí vamos de camino para unirnos al Rey de la Nieve. Aliver ha prometido que si luchamos por él, podremos hacer del mundo un lugar más justo. Yo le creo.
—Todos le creemos —dijo uno de los chicos, un sentimiento que fue coreado por algunos más.
—Dice que da igual que cada uno de nosotros seamos pequeños en comparación con el poderío del Mein. Nos recuerda que debemos pensar en las hormigas que viven en las acacias. Las hormigas abren agujeros en los espinos y viven dentro de ellos, y defienden a los árboles contra cualquiera que quiera hacerles daño. Para ellas el árbol es vida. Es su mundo. Viven la vida entera arriba entre las ramas. El Rey de la Nieve nos dice que pensemos en esas hormigas y en el poder que tienen cuando todas recuerdan su propósito y responden a la llamada. Eso es lo que estamos haciendo. Por eso estamos aquí, para defender al árbol que nos da vida a todos.
Aquella noche Dariel no pegó ojo. Pasó el día siguiente sin ser demasiado consciente de la realidad. No estaba turbado por pensamientos o recuerdos, y tampoco estaba expectante y eufórico. Simplemente sentía como si hubiera un vacío en el centro de su ser. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que aquel espacio llevaba años presente en su interior. Había ido creciendo poco a poco dentro de él mientras yacía tembloroso en la choza de la montaña, y desde entonces no había dejado de vivir con él. Sabía que se estaba aproximando al lugar y al momento en que ese vacío sería colmado de una manera o de otra. Él aceptaría lo que llegara, fuera lo que fuese. Quizá por eso dejó de imaginar, tener esperanzas o temer lo que pudiera suceder.
Leeka aseguró que ya no faltaba mucho para que llegaran a su objetivo, así que siguieron andando durante el crepúsculo y cosa de una hora después de la puesta de sol. El terreno fue adquiriendo una leve cualidad pastoral. Tenían que haber ganado un poco de altitud, porque la noche era fresca y soplaba una brisa muy agradable. Y entonces llegó el momento cuando, con Leeka a su lado, Dariel coronó una loma y contempló Umae. La visión que apareció ante ellos hizo que se detuvieran en seco. El terreno estaba lleno de puntos de luz, tantos como estrellas había en el cielo. Cientos y cientos de ellos, salpicándolo todo hasta donde alcanzaba la vista.
—No son más que fuegos, Dariel —dijo Leeka—. Lámparas y hogueras de campamento.
—¡Pero hay tantos! Es como una ciudad.
—No, os aseguro que no es ninguna ciudad. Sólo es una aldea, pero en torno a ella está el principio del ejército de vuestro hermano. Y vuestro, también.
Fueron juntos hacia el mar de luces; los puntos subían y bajaban lentamente con cada paso que daban durante el descenso. Su entrada en el campamento y su progreso dentro de la ciudad fueron un remolino de confusión que Leeka se encargó de pilotar por sí solo. Dariel no habría podido decir cuánto tardaron en llegar hasta allí, pero de pronto se encontró aproximándose a un complejo en particular. Leeka susurró que era el sitio que buscaban.
Un talayo estaba sentado sobre los talones a escasa distancia de la puerta. Lo único que se movió en él cuando Dariel echó a andar en esa dirección fueron sus ojos, que siguieron cada paso de su lento aproximarse. La expresión del hombre no cambió abiertamente, pero sí que hubo un cambio muy sutil en la cualidad de su mirada. Para cuando Dariel se detuvo ante él, estaba seguro de que ahora había algo parecido a un destello de humor tras la hermosa fachada de inmovilidad de su oscura piel. Dariel abrió la boca para hablar, pero el talayo se le adelantó.
Dijo algo en su lengua nativa. Dariel empezó a decir que no lo entendía, pero el hombre sonrió y le indicó que entrara. En un acacio con mucho acento, dijo:
—Bienvenido, príncipe. Dentro. Por favor, entrad.
La tienda se prolongaba una considerable distancia, sostenida aquí y allá por nudosas vigas de madera que sostenían la tela impulsándola hacia arriba. Iluminada por lámparas de aceite, estaba repleta de escabeles y sofás, mesas y carritos que convertían el caminar dentro de aquel espacio en una sensación parecida a la de adentrarse en un laberinto. Dariel se detuvo y miró alrededor.
Prácticamente en el mismo instante en que divisaba una forma humana inclinada sobre un pequeño escritorio, el hombre levantó la cabeza y lo vio también. Llevaba el pelo corto como un talayo, pero el marrón de su piel era un poco más claro de lo habitual, como si sólo estuviera muy bronceada por el sol. Su rostro irradiaba inteligencia y por un segundo Dariel imaginó que sería alguna clase de consejero, tal vez un estudioso versado en una especialidad particularmente útil a la hora de planificar la guerra.
Entonces el hombre se dirigió hacia él. En movimiento era fluido y fuerte, como un corredor talayo. Un guerrero después de todo, entonces. Llevaba una espada al cinto, la delicada curva de su hoja distinta a todo cuanto Dariel había visto hasta el momento en Talay. Pero no había nada de agresivo en los movimientos de aquel hombre. Andaba con el pecho al descubierto, los brazos extendidos a cada lado. Iba con las manos vacías y sus piernas empujaban tranquilamente las patas de los escabeles que llenaban de estorbos el espacio a atravesar. Casi parecía como si estuviera corriendo hacia él para abrazarlo. La posibilidad era tan improbable que Dariel no hizo sino quedarse quieto, sin dejar de mirar, mientras el rostro del hombre iba rápidamente hacia él. Sonriente y triste al mismo tiempo, le resultaba terriblemente familiar.
Y entonces comprendió.