Hanish permaneció inmóvil durante un buen rato, consciente durante cada segundo de ese período de tiempo de la presencia del cuerpo apretado contra el suyo. No quería despertarla, tener que hablar y sonreír y empezar el día con todos los lugares comunes de un amante. Al menos, así fue como se lo explico a sí mismo. Mejor minimizar lo delicioso que le resultaba sentir los contornos desnudos del cuerpo de ella en los lugares donde tocaban con el suyo. Mejor no admitir por completo lo adecuado que era sentir los rizos del pelo de ella entrelazados en sus dedos.
Hanish sabía que vestigios de Corinn se aferrarían a él de muchas maneras distintas. Eso lo complacía, pero era mejor no reconocer que a cierto nivel se mantenía inmóvil para poder absorber todavía un poco más de ella en su piel. La saborearía todo el día en su lengua, en las comisuras de sus labios, como un olor emanado de su propio cuerpo que percibiría en el aire cada vez que volviera la cabeza. Le habría gustado no haber pensado en todas aquellas cosas, pero el caso era que no podía pensar en nada más.
Antes de Corinn Akaran ninguna mujer había impuesto tan profundamente su presencia dentro de cada momento consciente de la existencia de Hanish. Desde aquella noche en Calfa Ven ella nunca estaba enteramente ausente de sus pensamientos. Hanish se negaba a poner una palabra a la emoción que sentía por Corinn, pero eso no quería decir que no percibiera la palabra —vaga y sentimental como era— acechando en el aire entre ellos dos. Aquella primera noche Corinn se había mostrado tímida, insegura de sí misma, temerosa con su cuerpo y tanto más atractiva a causa de ello. Su reticencia duró poco, sin embargo. Parecía que si iba a entregarse a sí misma, quisiera hacer tal cosa completamente, con el máximo abandono. Al besarlo su boca obraba impulsada por un hambre que lo dejó atónito, con sus labios, su lengua y sus dientes devorándolo todo a la vez. Era casi como si fuese ella quien lo había conquistado a él, en lugar de al contrario. Un pensamiento de lo más inquietante.
Era notable lo eufórico que lo ponía tenerla cerca. Cuando Corinn no estaba junto a él, o pensaba activamente en ella o iba de un lado a otro turbado por una vaga sensación de inquietud. Estaba descuidando a sus compañeros, y sabía que ellos se sentían desdeñados. Habida cuenta de la fragilidad de sus egos, no debería dejar transcurrir mucho tiempo sin encontrar formas de alabarlos y reconocer su presencia, pero el mero hecho de pensar en ello se le antojaba agotador. Nadie más en el mundo parecía tan interesante como Corinn. Ninguna otra cara le hacía experimentar tal sensación de bienestar al mirarla. Nadie lo escuchaba del modo en que lo hacía ella. Con nadie más unos pasatiempos tan prosaicos como la arquería, a la cual dedicaban horas, se convertían en placeres infalibles. Corinn era mucho mejor con el arco que él. Por alguna razón ese hecho lo divertía como si fuera una broma orquestada por él mismo.
¿En qué había estado pensando cuando dio inicio a aquello? Se había dicho que mantendría a la princesa cerca de él, para vigilarla y asegurarse de que estaba allí si los tunishnevre tenían necesidad de ella. ¿Cuándo, entonces, se convirtió ese esfuerzo en aquel torbellino de emoción? Era peligroso; eso Hanish lo sabía muy bien. Sus pensamientos no estaban nítidos y centrados como habían estado siempre antes. El mismo día anterior, se había quedado atónito cuando reparó en que se le acababa de formular una pregunta que él no había oído en absoluto. Un círculo de caras lo miraba con preocupación y sorpresa en sus facciones. Hanish no era del todo él mismo, hasta el punto de que no quería y no podía desprenderse de la cosa que lo debilitaba. Debería devolverla a su lugar. Debería cortar el afecto entre ellos mediante la afilada hoja del sarcasmo público. Corinn era, después de todo, muy fácil de insultar. Tardaba poco en irritarse. Ahora unos cuantos comentarios mofándose de ella provocarían una llamarada de ira, lo cual sería mucho mejor que la situación en que había pasado a hallarse Hanish.
Pero era sencillamente incapaz de hacerlo. ¿Por qué tendría que hacerlo, después de todo? No había más que pensar en todos los logros que había alcanzado en su vida. Todo lo que había sabido ganar para su pueblo. ¡Había conquistado el Mundo Conocido! En este preciso instante los tunishnevre estaban viniendo desde el Borde Methaliano, a pocas semanas de su liberación. Eran sus éxitos los que habían hecho posible que Maeander llevara hasta Vumu su búsqueda de la otra joven Akaran. Si la encontraba, tendrían una segunda fuente de la que obtener la sangre que precisaban. Corinn no necesitaría sangrar, no necesitaría morir. Considerando todas esas cosas, ¿por qué debería negarse a sí mismo el amor?
Oh. ¡Ahí estaba esa palabra! El hecho de que hubiera formado semejante frase en su mente lo impulsó a levantarse. Se obligó a apartarse de la princesa, no queriendo despertarla ahora, no deseando tener que hablar. Tardó una infinidad en extraer el brazo, pegajoso con la humedad mezclada de sus cuerpos, de debajo de su cuello.
Vestido un rato después, la espalda bien recta en un thalba y pareciendo perfectamente a sus anchas dentro de su gélida compostura, Hanish leyó las cartas que sus secretarios le trajeron a su despacho. La primera era del registro que llevaba Haleeven. Era meticuloso en sus entradas, detallado y riguroso y honesto. Debido a que recibía tal correspondencia por lo menos dos veces a la semana, Hanish había ido siguiendo cada paso del transporte de los tunishnevre. Ni uno solo de aquellos pasos había sido fácil. Sólo el sacarlos de donde habían estado enterrados ya había sido una prueba terrible. La cámara había sido construida para alojarlos indefinidamente. Los arquitectos originales no habían tomado en consideración la posibilidad de que los antepasados tuvieran que ser extraídos de allí algún día. Estaban apretujados unos contra otros, amontonados en alcobas que eran como las celdillas de una colmena.
Haleeven había hecho instalar toda clase de rampas y poleas, cosa que supuso un trabajo incómodo y laborioso en aquel espacio tan reducido. Obtener de los trabajadores el necesario nivel de cuidado y precisión no habría sido fácil en la mejor de las circunstancias, pero resultó especialmente complicado con todos ellos nerviosos por la presencia incorpórea que se agitaba en derredor. Una noche, casi cincuenta de los trabajadores reclutados por la fuerza huyeron de su campamento improvisado fuera de las puertas de Tahalian. Todos y cada uno de ellos tuvieron que ser perseguidos y capturados. A continuación fueron castigados de formas que actuaron como potentes factores disuasorios para cualquier otro que pudiera abrigar ideas similares a las de los fugitivos.
Mantener controlados a los trabajadores; envolver, almacenar y transportar a los antepasados; halagar a los sacerdotes; mantenerse dentro de los caminos reblandecidos por el deshielo primaveral; avanzar a través de enjambres de insectos hambrientos; llevar a cabo el empinado descenso desde el Borde hasta los bosques de Eilavan: cada tarea suministró una miríada de desafíos a las habilidades de Haleeven. Ahora, por fin, estaban haciendo camino a través de los bosques y se adentraban en las tierras de labranza que los conducirían hacia la costa. La parte más difícil había quedado atrás, aunque en su último despacho Haleeven advertía de que el progreso sería lento. Ahora se estaban moviendo por caminos pavimentados, pero no podían ir más deprisa por miedo a los efectos perturbadores que eso tendría sobre los antepasados. Su fragilidad requería que se los manejara con mucho cuidado, tanto ahora como siempre.
También había varias piezas de correspondencia más. Una provenía del encargado que cuidaba del terreno de la isla fuera del palacio y la parte inferior de la ciudad. Aseguraba que las acacias, que él había aserrado obedientemente hasta bien cerca de las raíces, estaban empezando a rebrotar. Eran unos árboles más resistentes de lo que habían pensado. En realidad nunca morían del todo, aparentemente, e iba a suponer todo un esfuerzo continuado por parte de él si quería impedir que los árboles volvieran a aparecer.
Otra misiva estaba marcada con el sello de Sire Dagon. Solicitaba una audiencia. «Pedía», era como estaba escrito, y sin embargo el hombre de la Liga nombraba el momento más avanzado ese día con tan inapelable convicción que era más bien una exigencia. Perfecto, pensó Hanish. Ya iba siendo hora de que la Liga Naval le presentara su informe. Tanto si ésa era la intención de Sire Dagon para la reunión como si no, Hanish decidió que convertiría el asunto en el centro de ésta.
Hanish siempre se sentía sorprendido por el aspecto de los hombres de la Liga. El hecho de que fueran tan delgados y frágiles no casaba demasiado bien con su porte de calma absoluta, aquel control imposible de retar. Sire Dagon llevaba un gorro ceñido por bandas de oro. Sus flacas facciones estaban tan pálidas como de costumbre. Su cuello parecía más largo que la última vez en que se reunieron, pero Hanish supuso que los ojos le estarían gastando alguna jugarreta.
Se saludaron con una reverencia mutua, y Sire Dagon tomó asiento. Dejó caer su cuerpo en él y exhaló un suspiro lleno de fatiga. Luego metió una mano dentro de su túnica, y la sacó sosteniendo una pipa de niebla no muy larga. Parecía estar hecha de cristal azul, con una pequeña cazoleta y el zarcillo minúsculo de una boquilla. Sire Dagon subió la tapa de la cazoleta con una de sus largas uñas y comprobó el material que había apretado dentro. Éste brilló por un instante, como si estuviera encendido previamente o hubiera cobrado vida con un chispazo en cuanto se abrió la tapa.
—Os ofrecería una pipada —dijo—, pero dudo que pudierais aguantar semejante pureza.
Hanish ladeó la cabeza y luego volvió a erguirla, frunciendo los labios justo lo suficiente para transmitir el respetuoso desdén que le inspiraba la droga.
—Sé demasiado poco acerca de cómo está respondiendo la Liga al ataque sufrido por las plataformas —dijo—. Tenéis que ponerme al día.
Antes de hablar, el hombre de la Liga dejó pasar el tiempo suficiente para demostrar que hacía tal cosa porque le venía en gana, y no en obediencia a la orden de Hanish. Empezó reiterando en términos bastante vagos que las pérdidas sufridas por las plataformas eran múltiples, lo cual creaba problemas tanto ahora como para muy adelante en el futuro. Esos problemas venideros la Liga los abordaría de la manera más apropiada. Por hoy estaba la cuestión inmediata de que se habían retrasado en la entrega de un envío de Cuota a los lothan aklun. No era sólo el tiempo lo que constituía un problema, sin embargo. Las explosiones y subsiguientes incendios en las plataformas habían quemado los almacenes en los que se depositaba la Cuota antes del transporte. El área utilizada para ello era un gran complejo de edificios, una metrópolis en miniatura, realmente. Durante el caos resultante, el producto —como se refería él a los niños esclavos— se rebeló. Irrumpieron en otras secciones de la plataforma. Empezaron a esparcir los fuegos a su paso, corriendo por los senderos con antorchas untadas de brea. La Inspección Ishtat aplastó el levantamiento, pero no antes de que toda la plataforma rozara la destrucción. Al final tuvieron que cortar las amarras de la unidad almacén y arrastrarla bien lejos para que ardiera hasta consumirse. Todo el producto fue destruido. Una remesa entera.
—Deberíais haberme contado esto antes —dijo Hanish.
Sire Dagon dio una chupada a la pipa. Exhaló una nube de humo azulado y dijo, con un aire de lo más impasible:
—No consideramos que los asuntos de la Liga sean de vuestra incumbencia.
—Todo es de mi incumbencia. ¿Cuándo no han estado alineados nuestros intereses?
El hombre de la Liga clavó en Hanish una mirada que habría podido ser iracunda, aunque costaba leer emociones en la configuración escuálida de sus rasgos.
—La Liga es una empresa comercial. Para nosotros, todo el mundo es un adversario, nuestros clientes ricos más que ningunos otros. Me sorprende que a estas alturas aún no os hayáis dado cuenta de ello.
Hacía mucho que Hanish se había dado cuenta de tales cosas. La Liga había capeado la guerra navegando sobre aguas tranquilas y emergiendo de ella por el otro extremo en mejor posición que nunca, con escasa preocupación aparente por el destino de los Akaran, con los cuales había tratado durante veintidós generaciones. Ahora su falta de lealtad lo inquietaba. Mejor no mostrarlo, sin embargo. En lugar de hacerlo, habló con voz pensativa:
—Supongo que los incursores no pretendían un desenlace semejante. La explicación que más se empeñan en difundir es que están combatiendo a la tiranía organizada. Ellos desean liberar esclavos, no incinerarlos.
—Tales son las consecuencias imprevisibles de la acción violenta enmascarada por una ideología. Los inocentes acaban teniendo que cargar con la peor parte. Siempre ha sido así y siempre será así. —Torció el gesto ante la inconveniencia de tales cosas—. No tardaremos en ocuparnos de los incursores. Ninguna fuerza es más adecuada para encargarse de eso que la Inspección Ishtat. Cuando encontremos a los incursores, los aplastaremos de una vez por todas.
Hanish indicó con un movimiento del dedo que quería hacer una pregunta.
—¿Cuándo los encontréis? Creía que teníais espías en cada una de las rocas que asoman de las Laderas Grises.
—Y los tenemos, pero desde su ataque a las plataformas, el grupo mandado por Espadín se ha esfumado.
—¿De veras?
Sire Dagon miró a Hanish, comparando el tono de la pregunta con la expresión facial de quien la había formulado. Luego puso sus delgados labios en torno a la pipa, inhaló, y mantuvo los vapores dentro de su pecho por un instante.
—Lo que la Liga necesita ahora es reponer inmediatamente aquello que hemos perdido. A tal objeto hemos concebido un plan consistente en tomar las unidades de la ciudad costera de Luana, al norte de Candovia. Recuperaremos las pérdidas en una sola acción.
—¿Qué queréis decir exactamente?
—Quiero decir que tomaremos las unidades de Luana. Llegaremos al amparo de la noche, nos haremos con el lugar y nos iremos de allí con el producto que necesitamos.
—Con los niños que necesitáis —aclaró Hanish—. ¿De qué cifra estamos hablando?
—Dos mil —respondió Sire Dagon con voz átona. Antes de que Hanish pudiera reaccionar, continuó, explicando que allí se celebraba un festival que hacía acudir a toda la población de la región. Los niños, en particular, se congregaban en la ciudad para celebrar el regreso de la primavera. Los reclamaba desde todos los pueblos y aldeas de los alrededores. No sería una operación perfecta, naturalmente. Sería difícil encontrar niños que estuvieran a la altura de sus exigencias habituales. Quizá tendrían que aceptar a algunos que estuviesen fuera de la franja de edad óptima. Pero creían que era el remedio más aconsejable al problema.
Cuando hubo acabado de hablar, Hanish se lo quedó mirando en silencio. ¿Dos mil? Entre aquellas gentes una cifra semejante significaría prácticamente cada niño de la región. Le entraron ganas de cruzar el espacio que se interponía entre ellos y abofetear el rostro huesudo de Dagon por haber dado tal cifra. ¿Dos mil? Iba contra todo lo que garantizaba el sistema de Cuota establecida. Desenmascaraba, de un modo del que quizá no podrían recuperarse, toda la barbarie oculta en el concepto.
Guardó silencio mientras se masajeaba las sienes. Pensó en Corinn. Le hablaría de todo aquello más tarde. La miraría a la cara y escucharía la respuesta de ella, y así obtendría una cierta indicación con la cual sopesar sus propios sentimientos. Eso sería bueno, porque a él se le hacía cada vez más difícil evaluar el efecto que sus decisiones tenían sobre el mundo. Corinn lo ayudaría.
—¿Sabéis? —dijo, hablando a través de una exhalación—, algunos han argumentado que la Liga ha dejado de ser útil. Algunos dicen que tomáis demasiado y dais demasiado poco a cambio.
Sire Dagon sonrió burlonamente.
—¿Qué sabio consejero os ha murmurado eso al oído?
Hanish hizo como si no hubiera oído la pregunta.
—¿Esperáis que os permita tomar a una generación entera de esas gentes? No puedo hacerlo. No lo haré. Bastante tensas andan ya las provincias. ¿Qué nación en el Mundo Conocido no verá semejante acción como una amenaza para ellas? Se indignarán. Podría ser la chispa que encienda toda clase de disturbios. No, tenéis que encontrar alguna otra manera. El mundo aún necesita ser repoblado, no cosechado.
Sire Dagon cerró su pipa y la guardó. Tras contemplar al caudillo por un instante, dijo:
—No he sido claro acerca de algo, Hanish. Las órdenes ya han sido dadas. La incursión, con toda probabilidad, tuvo lugar ayer. Estoy aquí como una cortesía, para que no necesitéis sorprenderos cuando os llegue la noticia. Enfadaos conmigo todo lo que os plazca, Hanish. Amenazadme. Llamadme de todo. Extended las manos a través del espacio entre nosotros y apretadme el cuello si queréis. Apuñaladme con la hoja que cuelga de vuestra cintura. Estoy completamente a vuestra merced. Sólo sabed que si hacéis tal cosa sois como la hormiga que muerde el dedo pequeño del pie de un hombre. Mordéis un instante, y se os aplasta al siguiente. Gobernáis el Mundo Conocido con el beneplácito de la Liga Naval. ¿Todavía no os habéis dado cuenta? Y la revuelta que teméis ya ha empezado. No hicieron falta nuestras acciones para iniciarla. Mirad las provincias, Hanish. Mirad Talay y pegad la oreja al suelo y oiréis el nombre que esas gentes están murmurando con creciente insistencia. Veréis que ya tenéis suficientes problemas que atender. Dejad que nos ocupemos de nuestros asuntos. Y sabed que cualquiera que sea la revuelta que se aproxima, no es nada comparada con el riesgo de enfurecer a las Otras Tierras.
—Así que le tenéis miedo a alguien —dijo Hanish—. Me insultáis y me ponéis en el sitio que creéis que debería ocupar, pero teméis a los lothan aklun.
Sire Dagon se había puesto de pie, listo para partir, pero algo de lo que había dicho Hanish lo ablandó. La mirada que posó en el caudillo fue casi cariñosa.
—Entendéis tan poco de cómo funciona el mundo… No es a los lothan aklun a quienes tememos. Los lothan aklun no son tan diferentes de nosotros, los de la Liga, excepto por el hecho de que su riqueza sobrepasa a la nuestra. Aquellos a los que tenemos razón para temer viven justo más allá de los lothan aklun. Es con ellos con quienes comercian los lothan, de la misma manera en que vos comerciáis con nosotros.
Los últimos instantes habían introducido demasiada información para que Hanish pudiera asimilarla de golpe. No estaba seguro de en qué debía centrar primero sus preguntas, y sintió una necesidad casi adolescente de no mostrar la sorpresa que sentía. Proyectó su voz con un tono de desinterés, como si la pregunta no fuese particularmente importante para él.
—¿Cómo se llaman esas gentes?
—Auldek —dijo Sire Dagon, tras sopesar por un momento si debería responder—. Nunca habéis puesto los ojos en uno de ellos y nunca tendréis necesidad de hacerlo. Saber demasiado acerca de ellos sólo serviría para que no pudierais pegar ojo en toda la noche. Sí, caudillo, ni siquiera vos podríais dormir. Pero creedme, Hanish, el día en que ellos decidan que vale la pena que se tomen la molestia de volver la mirada hacia nosotros… para castigarnos, para cosechar los productos por sí mismos, incluso por simple curiosidad… ese día el mundo que amáis acabará para siempre. La Liga Naval es lo único que mantiene en equilibrio al mundo.
Hanish detuvo al hombre de la Liga cuando éste se disponía a irse ya.
—No os vayáis —dijo, y se tragó el orgullo—. Yo… os agradezco que me hayáis hablado de lo de Luana. Entiendo que la Liga tiene que actuar con decisión en estos tiempos tumultuosos que vivimos. No os culparé por ello. Todo sería más fácil, sin embargo, si os quedarais conmigo un rato y me contarais algo más sobre esas cosas que desconozco. Mejor que compartáis conmigo que no el que yo trabaje contra vos. ¿No estáis de acuerdo?
Sire Dagon se lo pensó unos instantes. No dijo nada, pero volvió a acomodarse en su asiento y se palmeó el bolsillo para localizar su pipa de niebla.