50

Mena no le dijo a nadie lo que tenía intención de hacer, ni siquiera a Melio, quien sin darse cuenta la había ayudado a formar el plan. Cogió únicamente la espada marah y las pocas cosas que podía llevar dentro de un saco echado al hombro. Salió sigilosamente de su complejo de habitaciones y fue a través de las calles desiertas, agrisadas por el clarear del día. Una parte de ella tenía miedo de ser descubierta. Otra se movía con una tranquila seguridad en sí misma. Mena podía caminar sin hacer ruido cuando quería. Años antes, de jovencita, había pasado sin ser descubierta junto a los guardias marah para descubrir los horrores de las minas de Kidnaban. Si había sido capaz de hacer eso, ningún pueblerino de Ruinat o sacerdote adormilado despertarían para interrogarla ahora. Naturalmente, eran los extranjeros quienes habían motivado esto, haciéndolo apremiante. Eran meins, había dicho Melio con decepción en la voz. Tenían que hacer algo, había dicho. Así que ahora ella estaba haciendo algo. No era la cosa que había propuesto Melio, pero era algo.

Eligió un esquife de entre los que había atracados en la playa, echó dentro su saco, y empujó la embarcación dentro del agua. Una hora después viraba alrededor de la punta más lejana de Vumair y divisaba Uvumal. La isla asomaba del mar verde y quebrada, como fragmentos de un cristal roto torpemente disfrazados bajo una cubierta de vida vegetal. Quedaba a una corta distancia de navegación, pero Mena nunca había hecho el viaje antes. Nadie lo hacía nunca. La isla estaba considerada como sagrada para la diosa. Era su hogar y su santuario. Desde el surgimiento del culto a Maeben se la había dejado en su estado natural. No había sido talada o utilizada como territorio de caza, ningún terreno en las laderas había sido despejado para plantar cosechas. Hervía con toda una densidad de fieras. El sotobosque era un amasijo de vida vegetal. Aquí y allá árboles gigantescos emergían del dosel. Eran gigantes torcidos, con largos tramos de tronco que de pronto hacían erupción en nudos de ramas. Deformados por la edad y marcados por las inclemencias del tiempo, cada uno de ellos era un tótem a la más salvaje antigüedad. Tal era el destino de Mena.

La playa a la que arrastró el esquife era una sublime extensión de arena blanca como el hueso, no tocada por pies humanos. Palmeras aseguradas a la arena de más arriba se inclinaban hacia el agua. Restos naturales cubrían la playa; trozos de madera traídos por la corriente, cocos y sus cáscaras. Los cangrejos correteaban de lado a través de las frondas caídas y… Algo atrajo la mirada de Mena, un objeto lo bastante sorprendente para que capturase su atención y necesitara un instante para poder dar crédito a lo que estaba viendo. La cabeza cuarteada, el brazo levantado y la porción superior del torso de una muñeca infantil sobresalían de la arena. Era una inquietante forma sin ojos y con un brazo paralizado en lo que parecía un frenético gesto de saludo.

Tampoco era el único objeto hecho por el hombre que había presente. Un trozo de cuerda y una boya de pescadores estaban tirados a poca distancia. Un poco más lejos, un trozo de tela envolvía una piedra como colada puesta a secar. Los ojos de Mena volaron de un lado a otro durante unos cuantos frenéticos segundos, hasta que tuvo la seguridad de que estaba sola. Las personas podían no haber viajado hasta allí, pero su basura sí que lo había hecho. Mena dio unos pasos en dirección a los artículos, nerviosa por el temor a que la diosa detectara los insultos antes de que ella pudiera recogerlos. Si los sacerdotes llegaban a saber de aquello, prohibirían la costumbre de arrojar residuos a la corriente en la punta sur de la ensenada. Mena empezó a formar las palabras con las que abordaría el tema ante Vaminee. Existen mil maneras de profanar a la diosa, empezaría. Uno tiene que recordar que algo dejado caer en un sitio no se desvanece simplemente.

Conteniéndose a tiempo, se irguió y maldijo en voz baja. Era tan fácil recaer en el papel que se le había prescrito… Ella no estaba allí como la doméstica de la diosa. No estaba allí como sus ojos y su boca. No planeaba llevar ningún mensaje a los sacerdotes.

Pasó el resto de la mañana adentrándose en el bosque. Había imaginado que el interior de la isla sería silencioso y meditabundo, un lugar por el que tendría que avanzar sigilosamente, temiendo el crujido de cada ramita bajo sus pies. En lugar de eso, el aire saturado de hojas vibraba con una cacofonía de cantos de pájaros. Las llamadas de los monos se abrían paso en oleadas a través de los árboles. Los insectos chirriaban, zumbaban y siseaban con abandono. Mena andaba sobre la mezcolanza entretejida de raíces de manglar, sus pies chapaleando a través de un espeso barro que apestaba a huevos podridos. La espada sobre su espalda se enganchaba una y otra vez. Al final llegó a estar tan enredada en la espesura que a veces simplemente dejaba de moverse y se quedaba suspendida, descansando. Y luego seguía adelante.

Comió un desayuno tardío sentada en un guijarral junto a un arroyuelo. Pensó en la muñeca de la playa. ¿A quién habría pertenecido? Había mil formas de explicar cómo podía haber sido perdida. Quizás era vieja. Podía haber sido desechada por una niña que ya no sentía nada por ella, utilizada como juguete por un perro que no había tenido el menor cuidado con ella. ¿Era un tesoro perdido barrido a la playa junto con la marea, llorado con pequeñas lágrimas? ¿Habría sido arrojada al mar por padres afligidos? ¿O habría caído del cielo? Mena lamentó haberla dejado en la playa. Al menos tendría que haberla sacado de la arena y dejarla en el esquife, y prometerle que volvería y la llevaría lejos de allí.

A mediodía estaba subiendo, a menudo a cuatro patas, por las colinas interiores. Pese a todas las dificultades del terreno, no tardó mucho en encontrar lo que andaba buscando. Subida al tronco de un árbol caído y mirando a través de la rendija que su descenso había abierto en el dosel, Mena divisó el nido de águila. Estaba ubicado cerca de la cima de una colina a tres riscos de distancia. El árbol que lo alojaba atravesaba el dosel y se elevaba hasta una altura singular. Era como una viga gigante, maltrecha y torcida. Una gran parte de ella parecía muerta, blanca como el hueso allí donde largas franjas de corteza se habían desprendido de ella. Muchas de sus ramas estaban partidas por la mitad o habían sido arrancadas cerca del tronco. El nido se encontraba cerca de la punta. Desde lejos parecía una confusión de restos, partículas arrastradas por el mar que hubieran sido depositadas allí por un extraño acto de la naturaleza. Mena no pudo ver movimiento alguno en él.

Desde el momento en que echó a andar en dirección al nido, lo perdió de vista, tan frondosa era la vegetación. Bajando por un risco y subiendo después por un segundo risco, bajando por otro y luego arriba de nuevo, arriba y abajo. Cuando coronaba cada nueva elevación del terreno, Mena se desviaba intencionadamente hacia la derecha. En cuanto hubo llegado a lo alto de la tercera hilera de riscos torció hacia la izquierda y fue a lo largo de ella, con la esperanza de que eso la llevara a su objetivo. Necesitó dos horas, un período de tiempo durante el que no pudo ver a más de treinta metros de distancia. Temía que pudiera pasar a un tiro de piedra a cada lado de él sin reparar en su presencia.

Al final lo encontró mediante el olfato. Había un hedor. Una pestilencia a podredumbre, de cosas echadas a perder. Mena sintió un fuerte deseo de evitarla. La repelía, y ésa fue la razón por la que se volvió hacia ella. Unos minutos después se aproximaba a la base de un tronco colosal. Era más grande que cualquier otro de los árboles cercanos, lo bastante ancho en derredor para que hubieran hecho falta cuatro o cinco de las longitudes de los brazos de Mena para abarcarlo. El olor emanaba de una pútrida mezcla de excrementos de ave y carne y huesos que cubrían el suelo: cajas torácicas, fémures partidos por la mitad, trocitos de órganos resecos, un cráneo de roedor, una sandalia de cuero, el palito encogido de un antebrazo… el antebrazo y la mano de un niño.

Mena vomitó. Fue una liberación momentánea, que cesó casi de inmediato. Se limpió la boca y miró el brazo, fascinada, tan aturdida que durante no supo cuántos segundos fue incapaz de pensar. Ésta era la razón por la que había ido allí. Una parte de ella lo había sabido todo el tiempo. Se había sujetado la espada a la espalda por una razón, pero también había ido hasta allí con un tozudo nódulo de esperanza oculto en el centro de su ser. Quizá —deseaba una parte de ella— se encontraría con que Maeben vivía en un palacio en la copa de los árboles. Quizá realmente se llevaba a los niños para que fuesen sus sirvientes. Quizá se encontraría con pruebas de todo lo que se le había dicho que creyera, todo aquello que había pasado años representando para las gentes de Vumu.

Pero fueran cuales fuesen las esperanzas que pudiera haberse hecho, aquel brazo las refutaba por completo. Había dedicado su vida a una mentira. Había comparecido ante personas inocentes para juzgarlas. Las había reprendido por… ¿qué? ¿Por querer a sus hijos con todo su corazón? ¿Por querer unas vidas en las que no hubiera límite alguno a la alegría? Y durante todo aquel tiempo su diosa no había sido sino una bestia que se alimentaba de carne humana.

Se acercó un poco más al miembro. Había algo en el modo en que los dedos —con todo lo apergaminados y oscuros como el cuero que estaban— permanecían apretados. Poniéndose en cuclillas, Mena pudo entrever un destello de metal. Extendió la mano, sujetó el objeto entre sus dedos, y lo liberó de un tirón.

Era el pendiente que representaba una anguila plateada. Ella ya había visto una forma así antes… en el agua junto al muelle, hacía unos meses. Le encantaron sus contornos en el ondular de las límpidas aguas, y ahora era igual de magnífica. Un agujero atravesaba el bulbo redondeado de la cabeza. Los restos finos como una hebra del cordel que lo había sujetado antaño se desprendieron. Mena imaginó a su propietaria llevándolo alrededor del cuello. Tal vez hubiera sido la primera cosa que buscó con la mano cuando la muerte se abatió sobre ella desde lo alto y le hincó las garras a través de la carne. Mena volvió a sentir náuseas, esta vez con el recuerdo de que ella había advertido a la gente del pueblo que no levantara la vista hacia el cielo.

Se levantó, sujetó el pendiente al cuello de su camisa y alzó la mirada hacia el árbol. La escalada no iba a ser fácil. La corteza era áspera y estaba lo bastante llena de hendiduras para que encontrara amplios asideros donde poner las manos y los pies, pero también había algunos sitios en los que se había vuelto quebradiza, podrida y agujereada por las termitas como estaba. Mena arrancó unos cuantos trozos con las manos. Era asombroso, realmente, que el árbol consiguiera seguir en pie. Encontró un asidero para la mano y una hendidura para el pie, se izó del suelo, y dio inicio a la lenta ascensión.

Una hora después emergió del dosel arbóreo, habiendo pasado a través de regiones de vida animal e insectil que nunca había concebido que pudieran existir. Parpadeó ante la súbita luminosidad del mundo y sintió la caricia del aire en movimiento sobre su piel empapada de sudor, y notó cómo se mecía el árbol. Pese a la brisa que se reforzaba por momentos, el hedor se incrementó. Las ramas pasaron a estar recubiertas por cada vez más costras de excrementos. Le ensuciaban las manos y hacían que fuera más difícil poder confiar en ellas, hasta el extremo de que ahora Mena se veía obligada a clavar las uñas en la sustancia. Cuando llegó al tramo intacto de corteza desnuda justo debajo del nido, se puso a horcajadas sobre una rama, apoyó la espalda en el tronco y se dedicó a recuperar el aliento.

Una bandada de loros amarillos sobrevoló las copas de los árboles en un rumbo que los llevaba hacia el Norte, con rápidos aleteos seguidos por largos planeos. Debajo de ella, los periquitos aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, manteniéndose lo más a cubierto posible. Nada más grande flotaba en el aire, ninguna gran ave de presa, nada de origen divino. Mena reparó en las nubes que empezaban a espesarse por el Este, una tormenta en gestación, tal vez el primero de los aguaceros del verano.

El nido encima de ella parecía hallarse vacío. Allí arriba reinaba el silencio, salvo por los rumores ocasionales del material con que había sido hecho. Mena podía subir y entrar en él, echar un vistazo, decidir qué haría a continuación. Esperaba que ese último conocimiento acudiera a su mente, porque no tenía las ideas muy claras aún.

Abriendo la solapa de su bolsa, sacó un rollo de cuerda. Había sido urdida con finas hebras de plantas, de un tacto aceitoso en los dedos. La sacudió para deshacer los nudos. Dejó que un extremo de la cuerda cayera al vacío e intentó ignorar la pavorosa altura que los anillos suspendidos en el aire pasaron a delatar por debajo de ella. El extremo que tenía en la mano lo había sujetado a un anzuelo de tres ganchos, una herramienta adaptada por la misma Mena a partir de un cebo que se empleaba para los peces de las profundidades. Lo lanzó hacia arriba por encima del nido. El anzuelo se enganchó al primer intento. Los primeros y cautelosos tirones cedieron ligeramente. Unas cuantas ramitas se partieron antes de que el anzuelo quedara firmemente asentado.

Cuando agarró la cuerda y salió de la rama, el pendiente en forma de anguila quedó libre de su pecho y luego volvió a chocar con él. Mena permaneció suspendida un instante, con todo el peso de su cuerpo confiado a la cuerda. Entonces se dio cuenta de que había empezado a invocar una plegaria a Maeben. La cortó en seco y se tragó la parte que aún no había llegado a pronunciar. En cuanto hubo dejado de oscilar en el aire, trepó, mano sobre mano. Por alguna razón pensó en Melio, quizá porque su buena forma física actual tenía mucho que ver con el adiestramiento impartido por él. Pero entonces llegó al amasijo de ramas quebradizas que era el nido, y ya no pudo pensar en nada que no fuese seguir trepando hasta pasar por encima de la curva del borde.

Estaba agarrada allí, jadeante, tratando de encontrar un emplazamiento mínimamente decente para sus manos, cuando una cabeza de ave se irguió dentro del nido. Estaba a poco más de un brazo de distancia de Mena, un rostro grotesco y ganchudo. Abrió el pico y graznó. Había algo que no estaba bien en ella, sabía Mena, pero no podía pararse a pensar en eso. Esperaba que el ave remontara el vuelo en cualquier momento, y se movió todavía más frenéticamente por miedo a que eso pasara. Retrocedió todo lo que pudo. El nido se bamboleó con el brusco desplazamiento de su peso. Ramas y tallos se partieron. Mena tardó un tiempo absurdamente largo en poder ubicarse lo bastante bien para liberar la mano derecha y desenvainar la espada. Una vez que tuvo el arma en la mano, sin embargo, supo exactamente qué hacer. La hizo girar en el aire, utilizando toda la torpe fuerza de que fue capaz. La espada le dio al ave en el cuello, pero el ángulo de la hoja no era el adecuado y la herida que causó no fue demasiado profunda. Mena tiró de ella —todavía sorprendida de que hubiera tenido tiempo de hacer tal cosa— y golpeó de nuevo. Esta vez tanto el ángulo como la fuerza del mandoble fueron los adecuados. La cabeza de la criatura salió despedida de su cuerpo, para acabar cayendo junto a él.

En el nido, unos instantes después, mirando el cuerpo convulso de la cosa, Mena por fin entendió lo que le había parecido tan extraño acerca de ella. El ave apenas tenía plumas, era deforme y patética, de un tamaño no mayor que el de un buitre. Un águila marina que hubiera finalizado el proceso de crecimiento sería dos o tres veces más grande. No era Maeben. Apenas era más que una niña de la especie. Mena medio formó un comentario jocoso sobre las cosas que sólo el amor de una madre podía apreciar, pero no llegó a pronunciarlo en voz alta.

Se sentó enfrente del ave que acababa de matar, pensando en lo extraño que era todo aquello, asombrada de que realmente estuviera allí, en el nido de un águila marina muy por encima de los bosques de Uvumal, frente a un cadáver, con una espada en la mano, bamboleándose mientras el viento que soplaba sobre el viejo árbol medio resquebrajado lo hacía mecerse lentamente de un lado a otro. ¿Quién era ella? ¿Cuándo se había convertido en esta persona? Quizá todo esto fuese una locura, pensó. Era una crisis de su propia creación. Ahora podía ver claramente dos posibles senderos para su futuro: uno de ellos terminaba no más lejos que aquel nido de águila, mientras que el otro era un salto a lo desconocido tan absoluto que apenas podía creer que su mente hubiera sido capaz de llegar a concebirlo. Y sin embargo, de alguna extraña manera, cada uno de los senderos era aceptable para ella.

Cayó en la cuenta de que podía limitarse a bajar de allí. Le había arrebatado una niña a la diosa. Ya habría tiempo de ver cómo le sentaba eso a Maeben. Podía coger la cuerda y lanzarla al aire, y descender de aquellas alturas antes de que la tormenta —que ahora resultaba aún más palpable— descargara su aguacero sobre el dosel de hojas. Podía ir a casa con la sensación de que había logrado algo, un acto de retribución sellado en sangre.

Podía hacerlo, pensó, pero no, no lo haría. Aún no había acabado.

Para cuando distinguió el batir de alas del sonido del viento que iba arreciando, ya había cambiado de posición. Ahora estaba apoyada en el nido con el polluelo muerto en su regazo, sostenido contra su pecho. El cuerpo no tenía cabeza, naturalmente, pero con una mano Mena mantenía la parte seccionada más o menos en su sitio. Así situada, vio regresar a la madre, esperando que el disfraz la ayudaría a aproximarse lo bastante para atacar.

El ave de presa apareció silueteada contra las nubes. Sus alas, descomunales, se desplegaron en toda su envergadura una fracción de segundo justo antes de que se posara, como en un gesto que pretendiera ocultar el cielo entero. El nido osciló cuando el peso del ave reposó sobre él; sus garras estrujaron las frágiles ramas con una fuerza tal que poco faltó para que las partieran. Era realmente enorme. Tenía que ser tan alta como Mena. Maeben.

No cabía duda de que ésta sí era Maeben. Su pico podía cerrarse en torno al rostro de Mena; cada una de sus garras era una daga terrible, capaz de sacarle las entrañas con un solo movimiento de desgarro. Mena no dudaba nada de todo esto; sin embargo estaba contenta, contenta de encararse finalmente con ella. Una emoción colmaba su ser, pero no era miedo. Nunca había odiado con más fuerza de lo que lo hacía en ese instante. Ser una niña arrebatada por ese monstruo… una niña, sólo una niña.

«Espera —pensó—. Espera hasta que se encuentre más cerca».

Hubo un breve silencio, y entonces el águila gritó. La llamada fue aguda, penetrante, de un modo en que no lo había sido la de su progenie. Maeben apartó al polluelo muerto, retrocedió, y luego acometió de nuevo, ahora sabiendo que algo iba mal.

Mena apartó a la niña y se abalanzó sobre la cabeza del ave. Todo podría haber terminado ahí, pero la espada se enganchó en una rama, que cambió el ángulo en que se estaba moviendo, y la hoja tan sólo rozó el pico de la criatura.

Maeben se elevó en el aire con un chillido, su rostro denotaba carnívora indignación. Volvió a chillar; fue un alarido tan terrible que los ojos de Mena se cerraron contra él. Por un segundo tuvo la sensación de que el sonido le había rasgado la piel de la cara exactamente igual que habrían hecho las garras. Pero entonces sus ojos volvieron a estar abiertos.

El águila la acometió, con las garras por delante, y todo su poder y su peso. Mena retrocedió bamboleándose. Un talón se le enganchó en las ramas y se desplomó sobre el borde del nido. En un desesperado intento de agarrarse a algo, soltó la espada. Mientras se precipitaba fuera del borde, los dedos de su mano izquierda buscaron a tientas la cuerda que se había traído consigo. Las fibras le desgarraron la palma, escurridizas y abrasivas al mismo tiempo. Mena giró en redondo y consiguió poner la otra mano encima de la cuerda. Eso la detuvo con un brusco tirón. Entonces lo que quiera que fuese que había estado sujetando el ancla del anzuelo se partió. Mena cayó a través del aire durante unos cuantos segundos frenéticos. Chocó con una rama. Ésta se rompió casi inmediatamente, pero había frenado su descenso lo suficiente para que, cayendo de nuevo, Mena mirara abajo y extendiera la mano hacia la próxima rama inferior. Dio en ella con el pecho, se columpió alrededor y cayó, ahora horizontal, hacia la red de ramas que había justo debajo de ella. Eso la detuvo. La cuerda llovió en torno a ella. Los anzuelos cayeron justo a su lado y uno de ellos le atravesó la pierna.

Mena habría gritado, pero ahora los acontecimientos se estaban precipitando sobre ella con tal celeridad que no desperdició ni un solo momento en hacerlo. Golpeado por una furiosa ráfaga de viento y una rociada de lluvia como piedras heladas, el árbol se inclinó más de lo que lo había hecho ya. Una oleada de temblores corrió hacia abajo a través del tronco podrido. Mena lo sintió ceder y supo que se había resquebrajado en algún lugar debajo del dosel de los otros árboles. Iba a derrumbarse.

Maeben se había remontado de nuevo, batiendo el aire con sus alas mientras trataba de llegar hasta Mena sin dejar de lanzar picotazos e intentar hincarle las garras. Mena se arrancó el gancho que tenía clavado en la pierna y lo arrojó a la cara del águila. Le falló la puntería. El gancho pasó junto al ave de presa, por encima de su hombro. Por un instante quedó suspendido allí, como una línea inmóvil que había errado su blanco. La gran ave siguió batiendo las alas, concentrada en su presa y en calcular el momento del ataque, haciendo caso omiso de la importancia del lento movimiento del árbol. El instante pareció no acabar nunca.

Entonces el tirón del árbol atrapado en caída libre creció tan deprisa que rompió la pausa. Mena sintió que se alejaba del ave. Estaba descendiendo con el árbol, pero no apartó los ojos del águila. Vio tensarse la cuerda, vio cómo el extremo más alejado de ésta, que había empezado a caer al otro lado del águila, empezaba a ser arrastrado hacia abajo junto con el ave. La línea se tensó. La cuerda se abrió paso a través del ala, se arrastró sobre las plumas y el hueso hasta que los ganchos encontraron la carne del ave en la articulación del hombro. La cuerda —el extremo más alejado de la cual estaba anudado a las ramas del gigante que se desplomaba— arrastró hacia abajo a Maeben con una fuerza contra la que el ave estaba claro que no podía luchar. El pico se le abrió en una mueca de incredulidad, las alas se le aplanaron detrás del cuerpo, y los ojos, por una vez, se le llenaron de terror.

Mena había visto suficiente. Se apartó del árbol que se desplomaba, giró en el aire y, con los brazos extendidos como si ella también pudiera volar, afrontó el dosel de hojas que se precipitaba hacia ella.

Fin del libro segundo

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