49

Aliver volvió al mundo de los vivos. Se despidió de los santoth, con toda una serie de promesas hechas por ambas partes, y se encaminó gradualmente hacia una comprensión de su cuerpo corpóreo. Al principio, sus miembros oscilaban torpemente en torno a él, pesados como si fluyeran con metal fundido. Elevar las piernas era una pesada tarea. Cada vez que bajaba un pie se sentía culpable por descargar el peso de su persona sobre la tierra. ¿Por qué nunca había reparado en eso antes? El flujo del tiempo, la progresión del sol, el brutal calor del día, y el frío cortante de la noche; tantas cosas que recordar… Parecía como si el volumen del mundo estuviera completamente desordenado. Los que deberían haber sido los más minúsculos de los sonidos —el viento removiendo los granos de arena para que rodaran por el suelo, un gruñir de truenos en la lejanía, el estampido que salía de su pecho cuando tosía— afectaban todo su ser. Una y otra vez tuvo que detenerse, sostenerse la cabeza, respirar despacio y sin tragar mucho aire. Con cada paso consideraba si volverse por donde había venido. Pero en realidad eso nunca era una opción. Era como el anhelo irresistible de volver a sentir la nube verde que acosa al fumador de niebla. Aliver no tenía ninguna intención de ceder a él. De hecho, nunca se había sentido más determinado a afrontar su destino allá en el Mundo Conocido.

Encontró a Kelis justo allí donde el hombre había prometido que estaría. Algo vinculado al hecho de estar con otra persona derrumbó las últimas barreras entre Aliver y el mundo. Oyó la voz de otro humano por primera vez en lo que parecía habían sido eras. Abrió la boca en respuesta y se sintió aliviado al descubrir que su habla ya no era el repiqueteo discordante que había sido hasta entonces. Para cuando llegaron a Umae, él y Kelis estaban corriendo de nuevo, ambos con un aspecto muy parecido al que tenían cuando se fueron de allí hacía semanas.

Umae, sin embargo, no era como había sido antes. Su tamaño se había doblado, rebosando de la suave hondonada que lo alojaba para expandirse en todas direcciones. Tiendas improvisadas se apelotonaban alrededor del pueblo principal, asentamientos satélite impregnados ya por un incipiente aspecto de permanencia. Cuando él y Kelis se aproximaron, empezaron a sonar voces anunciando su llegada. La gente colmaba los senderos entre los campos, encaramada a las acacias, sentada en cada porción de suelo que hubiera disponible. Al andar entre ellos, Aliver oyó inflexiones que marcaban los dialectos de tribus vecinas. Vio tocados balbara hechos con plumas de avestruz y collares de conchas de la costa este y los pantalones de cuero ceñidos a la piel que llevaban los montañeses de las colinas de Teheen. Un grupo de guerreros de pómulos muy marcados los saludó con un grito coreado. Aliver no tenía ni idea de cuál podía ser el pueblo al que pertenecían. Les respondió con una nerviosa inclinación de cabeza, que —a juzgar por las sonrisas con que los guerreros respondieron a ella— bastaba admirablemente para la ocasión.

Thaddeus y Sangae los aguardaban en el centro del pueblo. Ambos lucían expresiones similares de alivio paternal, orgullo, impresionado respeto. Una vez retenido a buen recaudo dentro del recinto del jefe, Aliver hizo cuanto estaba en su mano por responder al rápido bombardeo de preguntas. Para ellos eso tuvo que ser muy insatisfactorio. Aliver se mostró vago en cada detalle, y él lo sabía. Sus frases se perdían en el silencio antes de que hubieran llegado a ser concluidas. A menudo hacía largas pausas, inseguro de cómo podía explicar las experiencias que había vivido entre los santoth. No podía hacerlo, de hecho. La mayoría de ellas habían ocurrido en un lugar sin palabras. Algo de ello —ahora que volvía a estar firmemente plantado entre el tumulto de la humanidad— parecía tan nebuloso como el mundo de los sueños.

Los dos mayores parecieron entenderlo. Los emocionaba que hubiera establecido contacto con los santoth, los deleitaba que los hechiceros hubieran reconocido a Aliver, y los colmaba de alegría que hubiera regresado sano y salvo. Explicaron que, desde el día en que se fue, el rumor de su misión había escapado del pueblo y volado a través de las llanuras. ¡Aliver Akaran estaba entre ellos! ¡El hombre que había matado a un lárix! ¡El príncipe había ido en busca de los hechiceros desterrados! Ni Thaddeus ni Sangae habían planeado que la nueva escapara. Sucedió espontáneamente. Personas que habían mantenido en secreto la identidad de Aliver cada día durante nueve años de pronto ya no podían seguir haciéndolo. El mundo, parecía, estaba ávido de tener noticias de él. Los peregrinos empezaron a llegar en cuestión de nada.

—Los que se han congregado aquí no son más que los primeros en unirse a vos —dijo Thaddeus—. Podemos ir en dirección Norte desde aquí en cualquier momento, reuniendo a nuestro ejército conforme avanzamos. Reuniremos una hueste como el mundo no ha visto nunca, un ejército tan grande, hecho de tantas naciones, que Hanish Mein tendrá que hacernos frente. —El antiguo canciller se calló, pareciendo darse cuenta de que estaba yendo demasiado deprisa—. Príncipe, ¿os complace este plan?

—No podemos limitarnos a reunir al mayor número de personas posible —se oyó decir Aliver—. También tenemos que adiestrarlas. Sin disciplina y coordinación nuestra hueste no será más que un rebaño que sacrificar para los meins y los numreks.

Thaddeus miró a Sangae. Le envió algún mensaje con un leve movimiento de cejas, como tomando nota de un tanto anotado, y luego volvió nuevamente la mirada hacia Aliver. Se alegraba de oír que el príncipe pensaba a semejante escala y buscaba detalles dentro del plan, dijo. Explicó que él llevaba algún tiempo haciendo lo mismo. A lo largo de los años se había mantenido en contacto con varios antiguos generales acacios. Todos habían ido nutriendo el apoyo entre los grupos más íntimos. Habían jurado guardar el secreto y esperaban su llamada a las armas. Uno de ellos, Leeka Alain, antiguamente de la Guardia Norteña, había encontrado al hermano menor de Aliver.

—¿Encontró a Dariel? —interrumpió Aliver.

Thaddeus asintió.

—Recibí correspondencia a dicho efecto mientras estabais fuera. No deberían tardar en ponerse en camino hacia nosotros. Y no son los únicos. En cada rincón del imperio hay personas que siguen siendo leales a los Akaran.

¡Su hermano estaba vivo! La noticia de que uno de los suyos había sido encontrado y ganado a este esfuerzo llenó a Aliver de alivio, que fue seguido rápidamente por un fogonazo de preocupación. ¡El pequeño Dariel! ¿Cómo podría sobrevivir entre el caos inminente? Estuvo a punto de decir que Dariel debería permanecer escondido, pero se contuvo a tiempo. Se estaba imaginando al pequeño que había sido su hermano. Aquel niño ya no existía. Los años lo habrían cambiado tanto como habían cambiado a Aliver. Todavía más, teniendo en cuenta lo joven que era él cuando empezó el exilio. Por un instante quiso agarrar al anciano canciller y hacerle una pregunta tras otra. ¿Dónde estaba su hermano? ¿Qué clase de vida había vivido? ¿En qué se había convertido?

Formularía todas esas preguntas más tarde, decidió. Antes tenía que preguntar otra cosa.

—Decís que en cada rincón del imperio hay personas que continúan siendo leales a mi familia. ¿Estáis seguro de que es así? Fue tan poco lo que hicimos por ellas…

—Porque recuerdan la nobleza de tu familia —respondió Sangae. Dijo eso solemnemente, con su mentón lleno de arrugas adelantado. Sin duda lo creía a pies juntillas, sintiendo de alguna manera que él mismo tenía su cuota de propiedad sobre aquella nobleza.

—Creen en vos, Aliver —dijo Thaddeus—, igual que querían a vuestro padre. Probablemente quieren más a vuestro padre en la muerte de lo que lo querían cuando vivía.

Ninguna de las respuestas sorprendió a Aliver, pero ninguna le pareció satisfactoria tampoco. Se volvió hacia Kelis.

—¿Cómo lo ves?

El talayo carraspeó y respondió con absoluta honestidad, como Aliver sabía que haría.

—Porque el mundo entero padeció las consecuencias de la guerra iniciada por Hanish. Ahora la vida es peor que antes para ellos, bajo la nueva tiranía de los meins. Pero tú… eres un símbolo de un mal menor. Eres todo aquello en lo que la gente puede creer y tener esperanza. Así que sienten que es justo y bueno que hayas regresado.

—Eso no basta —dijo Aliver. La respuesta llegó sin dificultad, y al oír las palabras sintió en ellas una certeza que lo sorprendió. Ser un mal menor no era lo bastante bueno. Si iba a hacer aquello, tenía que apuntar más alto—. No quiero que luchen sólo para volver a la vieja posición de cautiverio. Si gano esta guerra, Thaddeus, tiene que ser con la promesa de hacer que todo cambie para mejor. Decid a la gente que si combaten a mi lado, combatirán por ellos mismos para que ellos y sus hijos siempre sean libres. Esto es una promesa que les hago.

Thaddeus lo miró por un largo instante con un rostro indescifrable. Tan indescifrable, de hecho, que tuvo que haberse esforzado muchísimo para volverlo así. Finalmente preguntó:

—¿Estáis seguro?

—Sí —dijo Aliver.

—Hablais de un ideal que puede resultar muy difícil de llevar a la práctica. El mundo se encuentra corrompido de arriba abajo. Talvez más de lo que vos sabéis.

El príncipe lo miró sin inmutarse.

—Estoy más seguro de esto que de ninguna otra cosa. Esta guerra tiene que ser una lid por un mundo mejor. Todo lo que esté por debajo de eso es un fracaso.

—Comprendo —dijo Thaddeus—. Me aseguraré de que ese mensaje sea conocido. Vuestro padre estaría orgulloso de oíros hablar así.

Aliver se levantó y fue a una de las ventanas. Levantó el postigo y, entornando los ojos contra la astilla de intensa luz que le dio en la cara, estudió la escena de fuera.

—¿Todas esas personas —preguntó— han venido aquí por voluntad propia? ¿Se les ha dicho la verdad? ¿Nada más que la verdad?

—Sí —respondió Sangae—. Hemos sabido de todas las tribus del sur, príncipe. Conocen la misión que te has marcado. La mayoría de ellas quieren ayudarte. Por eso han enviado emisarios aquí, para atestiguar su fe en ti. Pueden urdir sus propias historias sobre tu grandeza, sobre cómo encontraste a los santoth. Incluso puede que lleguen a transmitir historias de las proezas que llevaste a cabo en tu infancia. La clase de proezas prodigiosas, Aliver, de las que quizá te sorprenda oír hablar. Pero Thaddeus y yo, todo lo que hicimos fue admitir que vivías y estabas listo para retomar el trono de Acacia. Eso fue cuanto necesitaron oír para acudir en tropel.

—Dices que la mayoría de ellos quieren ayudarme. ¿No todos?

Sangae sacudió la cabeza con expresión apenada. Los halaly, explicó, eran la única tribu poderosa que había dejado de responder entusiásticamente. No habían enviado un solo soldado o peregrino o representante portador de regalos y palabras de encomio. Enviaron un mensajero diciendo estar enterados de las proclamas que se estaban haciendo en nombre de los Akaran. Celebrarían, dijeron, un consejo sobre ellas. Teniendo en cuenta lo altivos que eran los halaly, parecía improbable que se movieran a menos que se los instara de alguna manera. No eran sino una tribu de muchas, pero después de los talayos eran la segunda en número.

—Haríamos bien en atraerlos a nuestro bando —dijo Kelis—. Son buenos combatientes. No tan buenos como ellos se piensan que son, pero aun así…

—En ese caso, perfecto —dijo Aliver, sorprendido de nuevo ante la rapidez con que le llegaba la decisión—. Iré a solicitar su ayuda.

El reino de Halaly estaba circundado en tres de los lados por colinas. Se centraba en torno a una gran cuenca de la cual fluía un río. El lago de aguas poco profundas que había allí era tal hervidero de peces y aves que los halaly nunca pasaban hambre, ni siquiera durante los períodos de sequía prolongada. Dependían de los diminutos peces plateados que proliferaban en el lago; una fuente de proteínas que era freída o introducida en sopas, puesta a secar o escabechada o machacada hasta reducirla a una pasta que luego era fermentada dentro de vasijas de barro enterradas en el suelo. Como tótem, no obstante, habían elegido un animal más acorde con lo que ellos creían era su naturaleza en tanto que pueblo. La elección no tuvo nada de original.

—¿Es que cada hombre en esta tierra cree que fue engendrado por un león? —preguntó Aliver, mientras él y Kelis iban hacia los muros de barro de Halaly. La fortaleza alcanzaba tres veces la altura de un hombre, recubierta en el extremo superior con amasijos de hierro afilado. Formidable en apariencia, en realidad servía básicamente para impresionar a los visitantes y para mantener encerrados a buen recaudo a sus moradores lejos de las criaturas que cazaban en la noche, y se alzaba como un telón de fondo sobre el que había clavadas pieles de león.

—En absoluto —dijo Kelis mientras estudiaba las pieles—. A veces fue un leopardo el que hizo tal cosa.

Habían partido de Umae en secreto, sólo ellos dos. Aliver quería coger por sorpresa a Oubadal, honrarlo con una visita y escuchar en privado lo que fuera que éste tuviese que decirle. Se le había advertido de que el caudillo halaly esperaría alguna clase de recompensa a cambio de su apoyo. En cuanto a lo que podía querer, Aliver no estaba seguro.

Como había pocas cosas que cogieran por sorpresa al caudillo de los halaly, estaba esperando a Aliver bajo un gran cobijo, una estructura en forma de cono sostenida por un amasijo hecho con los troncos nudosos de arbustos enanos, abierta a los lados y cubierta por una techumbre. Sentado en el centro, Oubadal se hallaba flanqueado por unos cuantos ayudantes. Un grupo de hombres de edad estaba sentado en el límite del cobijo, justo dentro de la línea proyectada por la sombra. Siguieron la aproximación de Aliver con ojos amarillos y una beligerancia muy poco acorde con sus cuerpos envejecidos y retorcidos por la edad, como si cada uno de ellos fuera capaz de levantarse de un salto y estrangular a los recién llegados en caso de que plantearan alguna clase de amenaza o lanzaran cualquier insulto a su monarca.

Oubadal lucía su condición real con una compostura modelada sobre su tótem, con la gran curva de un pecho desnudo y un robusto cuello. Sus gestos eran lentos, los ojos lánguidos y pesados en sus movimientos, sus facciones redondeadas y prominentes. Lucía un anillo de oro en uno de los agujeros de la nariz, intensamente brillante contra la negrura como calcinada de su piel. Estudió con un nada disimulado interés los rasgos de Aliver, intrigado sin duda por la fina nariz aguileña y los delgados labios y el color diluido de su piel de acacio.

—Me preguntaba cuándo vendrías a mí —dijo—. Supe de tu triunfo sobre el lárix. Felicidades. Deberías estar orgulloso; yo lo estuve en mi época. Ahora soy demasiado rico para ir detrás de los animales queriendo cazarlos. Otros se encargan de hacerlo por mí. Tampoco he hablado nunca con los legendarios santoth. Eres un prodigio, príncipe Aliver. —Mostró un impresionante juego de dientes, no era una sonrisa exactamente pero contenía una cierta medida de jovialidad.

—Veo que no hay mucho que Oubadal no sepa —dijo Aliver—. Teniendo en cuenta eso, también sabrás por qué he venido a hablar contigo.

El caudillo tamborileó unas cuantas veces sobre los muslos con sus gruesos dedos, una señal de que Aliver estaba yendo demasiado deprisa. Encauzó nuevamente la conversación hacia las amenidades sociales, interesándose por la salud delos talayos y poniendo a prueba los conocimientos de su visitante sobre las familias aristocráticas de aquella nación. Aliver respondió lo mejor que pudo, mientras se reñía silenciosamente a sí mismo por haber ido al meollo de su visita demasiado deprisa. Aunque se sentía muy cómodo en aquel país, todavía olvidaba con demasiada frecuencia las formalidades tradicionales en su premura.

Cuando Oubadal se quedó callado media hora después, los dos hombres pasaron unos instantes escuchando el zumbido de los insectos fuera y los gritos de los niños en la lejanía. Ambos sorbían un preparado de palma, frío y refrescante en aquel calor que te hacía languidecer. Aliver miró a Kelis, quien confirmó que había llegado el momento.

—Noble Oubadal —comenzó Aliver—, quizá ya sepas de qué deseo hablar contigo. El mundo no tardará en verse empujado a otra gran guerra, una contienda que reparará todo el mal que se hizo cuando Hanish Mein condujo a su pueblo y a un ejército extranjero contra Acacia. Puede parecer que los meins prevalecieron, pero lo cierto es que mi nación fue cogida por sorpresa y vencida sólo temporalmente. Mi padre ya había iniciado un plan para unir a los grandes poderes del mundo contra los meins. Ahora comparezco ante ti para pedirte tu apoyo en esta lucha. A cambio de tu sabiduría y de los fuertes brazos de tus luchadores, Acacia te recompensará generosamente.

Oubadal sostenía en la mano izquierda un palo fetiche, un báculo con forma de cruz bañado en oro, envuelto en bandas doradas y adornado con las plumas de cierto pájaro. Antes de responder se sirvió de la punta del fetiche para rascarse el cuello.

—¿Por qué debería mi pueblo verter su sangre por ti? Eres un príncipe sin una nación, mientras que Hanish Mein tiene ambos puños firmemente cerrados en torno a una espada, y cada uno de ellos es capaz de matar.

—No carezco de ejército —dijo Aliver—. ¿No has oído hablar de cómo los soldados acuden a mí? Y esta contienda no es sólo en beneficio mío. ¿O es que Hanish Mein no extiende su brazo hasta aquí y se hace con vuestra riqueza, tomando ora esto y ora aquello según le viene en gana? Roban a los niños de vuestra tierra y los venden a algún amo desconocido que vive en el otro extremo del mundo. Eso me suena a la obra de vuestro enemigo. No los llamas amigos, ¿verdad?

—No, claro que no. —El caudillo miró en derredor como si fuera a escupir sólo de pensarlo—. Pero ¿por qué debería importarme cuál es la raza de hombres pálidos que nos roba? Esos meins no son muy distintos de los acacios que vinieron antes que ellos. ¡No pongas cara de sentirte insultado, príncipe! La verdad no puede ofender. Los meins han doblado la Cuota en esclavos, cierto, pero no preguntan de dónde los obtenemos, ¿comprendes? Eso es una diferencia que roba más a nuestros enemigos que a nosotros mismos. ¿Me entiendes?

Aliver se sintió dolido en lo más vivo por el insulto de ser clasificado como un hombre pálido, pero lo pasó por alto sin ningún comentario.

—Mi padre no tenía deseo alguno de robar a nadie, y yo tampoco lo tengo.

—Muchos se adentraron en su nombre por nuestras tierras y nos robaron. O eres un artista del engaño o ignoras cómo funciona el mundo. Vivías en un hermoso palacio, ¿no? Una isla entera a la que llamabas tuya. Caballos y joyas y magníficas viandas, sirvientes para atenderte… ¿Cómo crees que era costeado todo eso? Te contaré una cosa. Acércate.

Oubadal le hizo una seña con su báculo. Aliver se inclinó hacia delante y se apoyó, un tanto torpemente, sobre las manos y las rodillas. El caudillo halaly se inclinó hacia él, oliendo a madera de sándalo con una nota acre de sudor.

—Los hombres como tú y como yo no estamos bendecidos por la Donante. Ésa es la mentira que se traga la gente. En realidad, gobernamos porque sabemos mejor que nuestro pueblo lo que la Donante nos ha dejado. No hay más mundo que el que hacemos, y el mundo sobre el que presidía tu padre era uno que hacía muy ricos a unos pocos y mantenía muy pobres a muchos.

Algunos de los ancianos sentados en la periferia murmuraron su aprobación. Uno chasqueó la lengua elevándola hasta el paladar, con lo que produjo una especie de crujido.

—No fue sólo oro lo que tu gente tomó de nosotros, no sólo esclavos —continuó el caudillo halaly—. Tu pueblo cogió a mi hermano pequeño, a mi hermana, y a la segunda esposa de mi padre, para mantenerlos cautivos. Mi gente, ¿entiendes? De mi propia sangre. Leodan los mantuvo encerrados con una mano y apretó el corazón de mi padre en la otra, y le hizo saber que si los halaly osaban tratarlo con desdén alguna vez, los hijos de mi padre sufrirían las consecuencias. Desde entonces no los he vuelto a ver. Ni siquiera sé si están vivos. ¿Puedes devolverme a los míos? ¿Puedes prometer eso?

Aliver parpadeó antes de hablar, mantuvo los ojos cerrados por un largo instante, y luego los abrió poco a poco.

—No lo sé. Algo así pudo haber sido gestionado desde Alecia. Mi padre pudo no saber…

—¿Qué rey puede pretender ignorancia?

—Uno más sabio que aquel que asegura poseer todo el conocimiento —le espetó Aliver—. Acacia era una nación enorme. Una gran parte de su administración se hallaba en manos de los gobernadores. Si hubieras conocido a mi padre, entenderías que valoraba la familia por encima de todo lo demás. Él no habría hecho daño a los tuyos de un modo acerca del cual hubiera tenido conocimiento.

Oubadal sacudió la cabeza.

—El poder absoluto trae consigo la responsabilidad absoluta. Nuestro pueblo nos hace un gran regalo cuando nos aclama; el precio que pagamos a cambio de ello es que nuestras almas llevan las heridas de sus pecados. Si no puedes aceptar eso, no mereces la corona que buscas. Vete a gatas y sé un niño; busca la teta de tu madre.

Un gorrión se metió debajo del cobijo y revoloteó dentro de él, posándose primero en una viga y luego en otra. Aliver alzó la mirada y lo observó. Aquello no estaba yendo según había planeado él. Se sentía entre estúpido y ridículo, como ese niño al que acababa de aludir el caudillo halaly.

—Bueno, ya está bien de esto —acabó diciendo Oubadal. Alteró el timbre de su voz y bajó bruscamente de la majestuosa oratoria que había empleado hacía unos instantes—. Ningún hombre puede volver a la teta de su madre, así que sigamos con lo nuestro. Hay una manera de que consigas lo que quieras. ¿Sabes de mis enemigos, los balbara? Se han cebado en mi pueblo desde los primeros días de la Tierra. Los halaly llevan ya un tiempo siendo señores suyos, pero durante los últimos años se han envalentonado. Nos señalan con el mentón y se extienden alrededor de nuestras tierras y a veces llevan a cabo incursiones en las aldeas de los confines. Ya me he hartado de ello. Deseo aniquilarlos.

—¿Aniquilarlos?

—Sí. Mataré a todos sus guerreros, castraré a sus hijos adolescentes y venderé a sus mujeres como concubinas para que den a luz niños halaly. Si nos ayudas a borrarlos de la faz de la Tierra y reconoces a mi pueblo como igual a Talay y nos prometes el derecho a recaudar tributo en tu nombre…

—No quiero ningún tributo.

—¡Ja! Cuando tu pueblo se hallaba en el poder, Acacia bebía los tributos como un hombre sediento el vino. Todo volverá a ser como antes, estoy seguro de ello. Cuando se nos haya hecho iguales a Talay, estarás de acuerdo en que nuestras tierras deberían pasar a ser llamadas Halaly: no sólo en nuestros mapas, sino también en los tuyos. ¿Por qué debería toda la Tierra desde uno hasta otro horizonte ser llamada Talay? Y si todavía viven, devolverás a mi familia y no tomarás más cautivos de nuestro pueblo. Concédeme lo que te pido, y los halaly te ayudaremos en tu guerra. No encontrarás combatientes más fuertes que los míos. Puedo llevar diez mil guerreros a tu causa en una semana. Nunca has visto combatientes como los míos, príncipe. No sé gran cosa sobre esas gentes que luchan para los meins —los noom-reek—, pero los haremos huir ante nosotros como perros, con las colas entre las piernas. —Volvió a mostrar su sonrisa—. Puedo garantizar que los bethunis también se mantendrán leales a ti. Si quieres, podemos intercambiar una bebida de sangre para atarnos el uno al otro, de manera que el acuerdo no pueda ser roto, incluso si tú o yo perecemos.

Aliver lo miró en silencio por un largo instante. Ya no se sentía asustado por los profundos ojos y el tranquilo aire de superioridad del caudillo halaly, ni humillado por su propia ignorancia, no cuando la versión del liderazgo de aquel hombre era tan vil. Tendría que encontrar otra manera.

—No te ayudaré a aniquilar una nación entera. Si tan poderosos sois, ¿por qué no lo hacéis vosotros mismos? ¿Por qué no se lo pedís a los bethunis, si también los controláis?

—Los bethunis se encuentran atados por lealtades más antiguas —dijo Oubadal—. Tienen un vínculo de sangre con los balbara. No podemos combatir contra ellos, pero tampoco los amamos. Te seré sincero, príncipe. Sin tu ayuda, la conclusión de la guerra entre nosotros y los balbara será incierta. Lo cierto es que no carecen de bravura.

—Quizá debería estar hablando con los balbara —dijo Aliver—. He venido a hablar a la nación equivocada.

Aquella observación pareció divertir a Oubadal.

—En el caso, oh príncipe, de que fueras amigo de nuestro enemigo y vinieras contra nosotros, te encontrarías maldecido de muchas maneras distintas. ¿Quiénes serían tu ejército? ¿Los balbara y los talayos? Los combatiríamos. Y mientras lo hacíamos, los bethunis atacarían Talay. Las tribus de la costa no nos atacarían, ya que se encuentran atadas a nosotros por el vínculo de la sangre. Si los balbara no vinieran contra nosotros sino que marcharan contigo, caeríamos sobre sus mujeres y sus niños o sus ancianos. Y porque lo saben, ellos nunca harían tal cosa. Y de esa manera no obtendrías nada, excepto la derrota de tu causa antes de que hubieras empezado siquiera.

—Cuando yo sea rey de Acacia ya no me hablarás así —dijo Aliver—. Recordarás que se me debe respeto.

—Si fueras el rey de Acacia, príncipe, me inclinaría ante ti y te chuparía el dedo gordo del pie. —Oubadal miró a sus compañeros, que prorrumpieron en carcajadas, especialmente los viejos—. Pero ahora mismo eres el rey de nada. ¿No es así?

Aliver a duras penas consiguió pasar por las cortesías formales del despedirse, tan impaciente estaba por huir a la carrera de allí, lejos del olor a madera de sándalo y la perezosa, abrasadora intensidad de los ojos de Oubadal.

Kelis lo detuvo cuando aún no se habían alejado mucho de las puertas del poblado. Lo agarró del codo y tiró de él, obligándolo a detenerse.

—Oubadal puede aportamos diez mil combatientes. No puedes irte todavía.

—No sacrificaré a un pueblo que no es culpable de nada —dijo Aliver—. Eso no es lo que pretendía mi padre.

—Ése es el modo en que se han hecho las cosas desde el principio, por todas las razas de los hombres —dijo Kelis—. ¿Quieres alcanzar tu objetivo sí o no? Ya sé qué crees. Tus intenciones son nobles, pero los hombres nobles rara vez dan forma al mundo. Hablan de ello, en tanto que hombres como Oubadal actúan. No te vayas de aquí sin hacer tuyo este momento. Todavía no es tuyo, Aliver. Así que no te vayas.

Aliver se sentó en el reseco suelo gris y apoyó la cabeza en las manos. Thaddeus había dicho que el mundo estaba corrompido de arriba abajo, y allí estaba su primera prueba de ello. Aliver intentó calmarse y ver el bien en alguna parte de aquello, pero no había bien alguno en ello. No podía iniciar aquella guerra de una manera tan vil, no si quería mantener un cierto control sobre su humanidad. Intentó pensar otros términos, los que fueran, que el caudillo halaly pudiera aceptar, pero los entresijos de las alianzas tribales eran tan frustrantes que acabó dando una patada en el polvo. ¡Era estúpido! ¡Era mezquino! Demasiado tosco e insignificante. Aquello no era más que un pequeño ejemplo de todas las prácticas de las cuales quería librar al mundo. Pensando en eso, tuvo una idea.

—¿Y si le dijera a Oubadal que estoy solicitando su ayuda, no pidiéndola? —dijo—. ¿Y si dijera que ahora soy el príncipe Aliver Akaran, pero que en cuanto llegue el otoño seré el rey Aliver Akaran? ¿Y si le recuerdo que soy un león, y digo que no prestaré atención a las disputas de los cachorros que se pelean junto a mis pies? ¿Y si le digo que ahora los hechiceros santoth me responden y que, con la ayuda de ellos, borraré de la faz de la Tierra a todos mis enemigos? Puede unirse a mí y serme de ayuda —de acuerdo con los términos que fije yo—, o puede sufrir la ira de poderes que es incapaz de imaginar.

—Podrías probar suerte con eso, supongo —dijo Kelis—. Tendrás que mirarlo a los ojos mientras lo dices, sin embargo, para asegurarte de que no te arranca el labio de un mordisco. Si lo llamas cachorro lo estarás insultando… a menos, naturalmente, que seas un león. La verdad no encierra insulto alguno.

Aliver se levantó y miró a los ojos a su amigo.

—Sigo sin ser capaz de decidirme, ¿verdad? Tú no crees que deba hacerlo.

—Creo que si cada vez que abras la boca hablas desde tu corazón, no puedes ir desencaminado.

Aliver se dio la vuelta y contempló la fortaleza. Desde aquella distancia, las pieles de león que había clavadas a ella parecían cositas insignificantes. Como los pellejos de unos gatos callejeros. Echó a andar. Cuando oyó los pasos de su amigo al lado de los suyos, preguntó:

—Dime una cosa, Kelis. Todas esas personas que afirman descender de leones… ¿qué prueba ofrecen?

Kelis sonrió.

—No hay ninguna prueba. Ellos simplemente lo dicen e intentan sonar convincentes.