Los complejos residenciales de los acantilados de Manil eran impresionantes. Negros como el cielo nocturno, los muros de basalto se elevaban más de cincuenta metros por el aire como para alejarse de las olas marinas, siempre en la vertical más absoluta hasta llegar a sus cimas. Un gran número de residencias habían sido ubicadas en las fisuras que subían y bajaban a lo largo de la extensión de piedra. Algunas colgaban de las protuberancias, mantenidas en su sitio por complejidades de la arquitectura ante las cuales Corinn sólo podía maravillarse. Pintadas de tonos violeta y azul pálidos, se hallaban adornadas con banderolas que danzaban en las tumultuosas corrientes de aire.
Como las casas eran lugares de diversión donde los mercaderes ricos tenían ocasión de codearse con la nobleza, los Akaran nunca se habían dignado comprar una propiedad allí, pero otros entre la numerosa familia real sí que lo habían hecho. Una amiga de la infancia cuya familia tenía una casa de vacaciones en Manil había alardeado ante Corinn de que los suelos inferiores estaban hechos con gruesos paneles de cristal que proporcionaban vistas de las olas a más de cien metros por debajo de ellos. Aseguraba que podía salir de la cama y caminar a través de su habitación sin dejar de ver en ningún momento los senderos que iban trazando las gaviotas al volar por debajo de sus pies. Corinn nunca había visitado esa villa en particular. Había dudado si creer a la chica, pero el recuerdo había perdurado, lo bastante intenso para que se acordara de él en cuanto puso los ojos en Manil.
Para llegar a las propiedades desde el mar, uno atracaba dentro de la protección de un puerto clausurado, circundado por grandes bloques que habían sido bajados allí para actuar como rompeolas. Una mañana ya muy avanzada la primavera acacia, Corinn descendió de una embarcación de placer a aquel muelle de piedra, con Hanish Mein a su lado. Subieron a un carruaje descubierto e iniciaron el tortuoso ascenso por una serie de rampas. Por mucho que lo intentara, Corinn encontraba cada vez más difícil mantener su altivo distanciamiento. Hanish se mostraba constante en sus atenciones, últimamente más que nunca. En las semanas transcurridas desde Calfa Ven había solicitado su compañía en cada viaje. Y había habido varios. De un modo u otro, Hanish siempre se las había arreglado para servirle como guía a los círculos superiores de Bocoum. Mediante preguntas cuidadosamente ubicadas —durante lo que sin duda tenían que haber sido momentos de soledad orquestada—, Hanish conseguía una y otra vez que ella abriera la boca y le respondiera educadamente. Corinn continuaba lanzándole pullas siempre que podía, pero ahora él estaba demostrando ser más consistente con su cortesía de lo que podía ser ella a la hora de rechazarlo.
La villa donde se iban a alojar era suntuosa de un modo en que sólo lo eran las residencias vacacionales, diseñadas como estaban para atestiguar la riqueza de quien las poseía, para mimar a los invitados en el curso de breves períodos de tiempo. Habría pertenecido a una familia acacia, tal vez a una conocida por Corinn. No preguntó al respecto. Esas cosas ya no la turbaban de la manera en que lo habían hecho antes. En tiempos pasados, aparentemente, todo había pertenecido a los acacios. Ahora pertenecía a los meins. Corinn sabía que hubiese debido considerarlo como una afrenta personal, pero la indignación era difícil de mantener un año tras otro. Ya hacía tiempo que hablaba con fluidez la lengua meinish. Aspectos de su cultura que antaño le habían parecido ajenos ahora se fusionaban —al menos dentro de los círculos cortesanos— tan intrincadamente con las maneras acacias que costaba saber dónde terminaban unos y empezaban los otros.
La villa había sido anclada a las llanuras encima de los acantilados. Se extendía sobre el borde superior y se prolongaba unos cuantos pisos hacia abajo. Una habitación fluía dentro de la siguiente creando una sensación casi de resbalamiento, como si las habitaciones fueran moviéndose para adaptarse al deambular de sus moradores. Uno llegaba a una habitación simplemente con iniciar un movimiento encaminado hacia ella. Corinn lo encontró un tanto desconcertante, pero de un modo placentero. Todas las paredes encaradas hacia el mar aprovechaban al máximo las vistas, con patios tan largos como el edificio o ventanales puestos lo más abajo posible en las paredes para revelar el movimiento del mar que se extendía muy lejos debajo de ellos. La pauta de mosaicos en el suelo simulaba olas del océano, espumeantes y coronadas por blancas crestas. Las marsopas saltaban entrando y saliendo de ellas. Los pescadores se agarraban a botes minúsculos, ladeados en ángulos precarios que habrían volcado a embarcaciones de verdad. Dejada a solas en su habitación, Corinn pasó una parte de la tarde arrodillada en el suelo, dedicada a estudiar los detalles mientras deslizaba los dedos a través del tumultuoso movimiento. Le encantaba el modo en que los pescadores siempre parecían hallarse al borde de la destrucción, le encantaba que sus caras sonrientes sugirieran que pensaban que todo aquello era un gran juego.
La primera noche, ella y Hanish asistieron a un banquete organizado por una familia de nuevos ricos meinish. En tiempos pasados Hanish habría entretenido a los comensales a expensas de Corinn, encontrando algo acerca de lo que pincharla. Pero el séquito habitual no había venido en este viaje. Hanish estuvo lo bastante cordial con sus anfitriones, pero nunca llegó a relacionarse realmente con ellos, pese a sus repetidos esfuerzos por llevarlo al centro de las cosas. Simplemente no parecía tan interesado, ni en ellos ni en la música; ni en la comida y bebida que tanto abundaban alrededor de ellos; ni en los gestos con que trataban de congraciarse tanto hombres como mujeres; todos ansiosos por un igual de loar a Hanish Mein, su héroe, el único mein que había ascendido al trono de un imperio, el único que aún podría levantar la vieja maldición. Era el mayor caudillo jamás habido en la historia de su pueblo, y gentes como aquéllas nunca se cansaban de encomiarlo por ello.
En vez de hacerles ningún caso, Hanish delimitó un espacio en torno a ellos dos para que lo compartieran privadamente. Corinn ya no podía negar —al menos no a sí misma— que disfrutaba hablando mientras él escuchaba. Disfrutaba respondiendo a preguntas, le gustaba tener los ojos grises de Hanish posados en ella, le gustaba saber que el resto de la habitación los observaba desde fuera del tirón gravitatorio ejercido por él. La seguridad en sí mismo que antaño ella había pensado no era más que arrogancia ahora, de hecho, estaba dotada de una cierta atracción.
Y Hanish se relajaba en presencia de ella, incluso cuando le pasaban por la cabeza turbadoras cuestiones de estado. Le habló de la campaña en curso contra los incursores de las Islas Exteriores iniciada por la Liga. Las cosas no habían ido tan sobre ruedas como había predicho la Liga, dijo él. En absoluto. Al parecer un capitán de los bandidos se hacía llamar «Espadín»; un juego de palabras irónico, sin duda, ya que había un pececito minúsculo e intrascendente al que se conocía con ese nombre. El tal Espadín no tenía nada de intrascendente. Además de dejar fuera de combate a un buque de guerra y matar a un hombre de la Liga, había hecho estallar una parte de las plataformas de la Liga. La onda expansiva inicial hizo pedazos los almacenes y esparció en torno a ella una lluvia de brea en llamas que prendió fuego a toda la estructura. Incluso la sustancia que cayó al mar continuó ardiendo. Flotaba en la superficie, y llegó cabalgando sobre el oleaje a las otras plataformas con cada cambio en las mareas. Los incendios, dijeron las fuentes de información de Hanish, ardieron durante una semana antes de que fueran contenidos o disipados. Los incursores habían causado tantos daños que la Liga pospuso el envío primaveral de niebla. Tardarían meses de trabajo en recuperarse, atrasados en cada provincia.
—Todo por un pececito de nada —dijo Hanish, quitándole importancia al asunto con un ademán—. En fin, de todos modos sólo es un contratiempo pasajero. La Liga tiene mil armas que poner en juego. Eso es lo que están diciendo; me gustaría creerlos. Cuando ellos quedan lisiados, nosotros quedamos lisiados también.
—¿Habéis considerado deshaceros de ellos?
—¿De la Liga? —preguntó Hanish.
Corinn titubeó un momento.
—Sé que la Liga lleva siglos en activo, pero si ni siquiera pueden defenderse a sí mismos de una banda de incursores… ¿por qué no llevar el negocio directamente?
—Imposible. No os podéis imaginar lo consolidada que está la Liga. Tienen ganchos de acero hincados en cada aspecto de los asuntos del mundo. Normalmente son eficientes en lo que hacen. Y lo que quizá sea todavía más importante: han hecho inimaginablemente ricas a muchas personas poderosas. Eso era cierto en tiempos de vuestro padre, y lo es también en los nuestros.
—Nunca pasáis por alto la ocasión de subrayar que mi pueblo dio inicio a todas las injusticias que hay en el mundo —dijo Corinn, sintiendo un chispazo de su antigua ira—. Somos los villanos que crearon la Cuota, trajeron la niebla al Mundo Conocido, buscaron esclavos para que trabajaran en las minas. Queréis que sepa que esa vileza ha estado dentro de mí todo el tiempo. Os comportáis como si hubierais recibido el mandato legítimo de poner fin a todo eso, pero ¿cómo habéis mejorado el mundo vos? Matasteis al jefe de los traficantes de esclavos, pero en lugar de liberarlos lo único que hicisteis fue ocupar su puesto…
Hanish la interrumpió, hablando en un tono displicente que ignoraba por completo la importancia del argumento al que había recurrido ella.
—¿Bailaréis conmigo?
Corinn mostró su irritación con una mirada que no podía ser más gélida.
—La música meinish no es apropiada para bailar. —Se trataba de algo más que un mero insulto, porque lo cierto era que sus melodías seguían resultándole extrañas a los oídos. Comparadas con la elegante plenitud de los conjuntos de músicos acacios, las notas arrancadas a los instrumentos meinish eran discordantes, las melodías limitadas e impredecibles. Corinn era incapaz de imaginar cómo bailar con ellas. Nadie más estaba bailando.
—¿Así que bailaríais, si dispusiéramos de la música adecuada?
Cuando ella no respondió inmediatamente, Hanish la cogió de la muñeca. Apretó sus finos huesos entre el pulgar y el índice y tiró de ella en dirección al centro de la habitación.
—En los ya muchos siglos que los músicos llevan tocando melodías meinish, estoy seguro de que alguien ha bailado a los compases de ésta. Alguien ha percibido dentro de los sonidos un ritmo apropiado al movimiento de dos cuerpos. Así es como me gusta pensar en ello. Uno tiene que encontrar ritmos que los oídos de los demás no oyen.
La mano en la muñeca de Corinn se deslizó de algún modo dentro de la presa de su palma. La otra fue por detrás de su espalda. Hanish la atrajo hacia sí. Corinn sacudió el brazo para liberarlo del suyo y retrocedió, pero en lugar de quedar libre se encontró con que Hanish iba hacia delante; el movimiento del brazo de ella pronto se convirtió en una coreografía. Su paso hacia atrás había estado tan perfectamente ajustado al movimiento de él hacia delante que casi creyó que había sido ella quien inició la intimidad. Por mucho que lo intentara no podía romper el flujo de los movimientos de Hanish, y no tardó en dejar de intentarlo siquiera. Era asombroso, realmente, lo bien que se movía él y cuánto disfrutaba el cuerpo de ella con la pauta de giros que describían por el suelo.
—Corinn —dijo Hanish—, no puedo fingir que tengo una noble respuesta a vuestra pregunta. No he hecho que el mundo fuese mejor de lo que era. Lo sé. Pero lo he hecho mejor para mi gente. Nos lo merecemos, creedme. Ningún otro pueblo ha sufrido del modo en que lo ha hecho el mío.
—Supongo que eso también es culpa mía.
Hanish dejó pasar unos segundos después de que ella dijera eso, siguiendo los pasos del baile y con los ojos súbitamente furtivos de un modo en que Corinn nunca los había visto antes, vueltos hacia un lado.
—Vuestra no, pero de vuestra gente… sí. Fue vuestra gente la que dio a luz a los tunishnevre. Ellos los crearon. Al ganar el trono mediante toda clase de ardides (y si creéis que yo soy traicionero, deberíais conocer mejor a los de vuestra propia sangre, Corinn), Tinhadin se revolvió contra mis antepasados y los maldijo. Él era un hechicero. Le bastó con decir una cosa para hacer que sucediera.
—Los santoth, claro —dijo Corinn—. Estáis hablando de los santoth.
Hanish asintió.
—Tinhadin tenía un don que quizá vos tengáis también, sólo con que supierais cómo utilizarlo. Maldijo al linaje de Mein con un purgatorio inacabable. Desde entonces, ninguno de los hombres de mi familia ha encontrado paz en la muerte: ni uno solo en más de veinte generaciones. Nuestros cuerpos no se pudren. Nuestra carne muerta no se consume. Nuestras almas permanecen atrapadas dentro de ella. No estamos vivos, pero perduramos. Simplemente perduramos.
Varias parejas más se habían unido a ellos en el espacio abierto. Giraban en imitación del baile de Hanish con rostros ansiosos del contacto ocular que él les negaba. Corinn pensó que ahora él quizá cambiaría de tema por miedo a ser oído, pero continuó con lo que decía sin ni siquiera bajar la voz.
—No existe maldición más grande que estar atrapado para siempre entre la vida y la muerte —dijo—, sin que ni la una ni la otra te estén permitidas. ¿Podéis imaginar lo que significa ser un espíritu contenido dentro de un cadáver durante un año tras otro, sin que haya ningún fin a la vista para ello? Tarde o temprano la muerte les llega a todas las cosas. A todas las cosas, humanos y bestias, árboles y peces, y a todo le está prometida la liberación excepto a mis antepasados. Excepto a mí. Esto es lo que son los tunislmevre. Ésa es la razón por la que su número crece un poco más con cada año que pasa. Ésa es la razón por la que vuestro pueblo se asegura de que sus cadáveres sean reducidos a polvo y esparcidos al viento. Vuestras costumbres recuerdan la maldición y la temen, por mucho que vos no lo hagáis. Me he encontrado con que las cosas suelen ser así. La memoria colectiva posee una sabiduría que los individuos son incapaces de igualar. Me gustaría encontrar una forma de liberarlos para que pudieran hallar la paz y el descanso de la muerte. Quizás, en el caso de que alguna vez llegarais a encontrar eso en vuestro corazón, podríais ayudarme a hacerlo.
—¿Yo?
Hanish asintió.
—Puede que poseáis una importancia que todavía no habéis imaginado.
—¿Es cierto que habláis con ellos?
—En cierto modo, sí.
—¿Qué os cuentan?
Chocaron con una pareja que se había acercado demasiado. Hanish dejó de moverse, bajó los brazos y habló en un murmullo, de un modo que convirtió su voz en un acto de intimidad.
—Mis antepasados me cuentan muchas cosas, Corinn. Ahora mismo me están diciendo que este lugar empieza a ponerse demasiado concurrido. Sugieren que nos retiremos.
Pasaron la totalidad del día siguiente juntos. Hanish parecía no tener nada que hacer aparte de entretener a Corinn. Recorrieron a caballo el camino costero que fluía hacia el Norte contorneando la altiplanicie, el mar a un lado, el mosaico de las tierras de labranza extendiéndose hacia el Oeste. Su escolta de guardias punisaris se mantuvo un buen trecho por detrás de ellos, demasiado alejados para que pudieran oír su conversación. Así, y por primera vez, hablaron sin la posibilidad de que alguien los oyera. A pesar de ello, no emplearon la soledad para hablar de nada significativo.
En un paraje famoso, se detuvieron ante una fisura en la pared rocosa que canalizaba el poder de los rompientes en una erupción de agua espumeante. Ésta llegaba rítmicamente, como las emanaciones expulsadas por algún inmenso fuelle submarino. Y después del almuerzo cazaron perdices, que iban siendo liberadas una por una para placer suyo. Las aves alzaban el vuelo frenéticamente; el batir de sus alas era audible incluso desde lejos.
No eran blancos a los que fuera fácil acertar con un arco y una flecha. Hanish sólo hizo un contacto de refilón con una de ellas; Corinn se cobró cinco. Había algo satisfactorio en el hecho de dar en el blanco: la manera en que las alas del pájaro dejaban de moverse inmediatamente, la súbita alteración de su curso, el modo en que caía del cielo, un peso muerto que daba vueltas sobre sí mismo con el incómodo apéndice del astil de la flecha incrustado en él. Una de las flechas disparadas por Corinn pasó directamente a través de una de las aves, para luego seguir volando en la lejanía y clavarse en el suelo un buen rato después de que el ave hubiera chocado con él. Hanish aplaudió, y Corinn encontró numerosas ocasiones de buscarle las cosquillas, lo que estaba claro que a él le encantaba.
Cuando le propuso que rehusaran la invitación a la cena de aquella noche, Corinn no puso ninguna objeción. Comieron juntos en extremos opuestos de una mesa excesivamente larga. El plato principal consistió en vieiras puestas a marinar en una salsa de chiles, complementada con hierbas aromáticas. Eran una auténtica delicia para el paladar, una combinación de sabores dulces e intensos que hizo subir la temperatura corporal de Corinn. El vino que bebieron, seco y pálido, hizo que se relamiera los labios sin darse cuenta de lo que hacía. Hanish enseguida la imitó. Entonces ella lo acusó de haber seleccionado el menú sólo para hacerla quedar como una boba. Él no lo negó.
Después, compartieron un licor dulce en la balconada principal de la villa. El mar fue oscureciéndose debajo de ellos conforme el sol se perdía de vista. La luna no tardó en aparecer y brilló tras un delicado encaje de nubes. La brisa traía consigo una sospecha de frescor, pero no de una manera incómoda. Sólo lo suficiente para erizarte un poco la piel. Corinn estaba lo bastante cerca de Hanish para que pudiera oler los aceites aromáticos con los que había sido frotada su piel. Le rozó distraídamente el hombro con el suyo. En un momento dado sintió la sacudida eléctrica de su seno al rozarle el brazo. ¿Había pretendido ella que hubiera momentos así? ¿Los había orquestado personalmente o el vino y el licor —que volvían agradablemente borrosos los contornos del mundo— la habían hecho tan torpe con el cuerpo? No estaba segura.
Extendiendo su pequeña copa para aceptar la oferta de Hanish de llenársela de nuevo, Corinn preguntó:
—¿Qué viene a continuación? ¿Me ofreceréis echarle una caladita a una pipa de niebla?
La pregunta fue hecha como un juego, pero Hanish frotó nerviosamente los nudos de la madera de la balconada, pareciendo por un instante como un niño que intenta dejar una señal meramente con la presión de sus dedos.
—Eso jamás.
—¿Me habéis traído aquí para seducirme? ¿Es de eso de lo que va todo esto?
La sangre afluyó a las mejillas de Hanish. Hasta su frente enrojeció. Corinn nunca había visto semejante exhibición involuntaria de emociones en sus rasgos.
—Os he traído aquí para ofreceros un regalo. Temo que me lo tiraréis a la cara.
—¿Os inspiro miedo, entonces?
—Me llenáis de agitación, Corinn, de un modo en que nadie lo ha hecho antes.
Ella lo miró; sus facciones no revelaban nada de lo que sentía; aguardaba en silencio. Hanish le hizo señas de que se sentara a su lado en un banco que había allí cerca, desde el que se inclinaron hacia delante y miraron por encima de la barandilla.
Estaban sentados uno al lado del otro, lo bastante próximos para que sus piernas se tocaran en la rodilla.
—¿Y si os dijera que todo esto es vuestro? —preguntó Hanish—. Esta villa, quiero decir. No existe razón por la que no debáis tener lo mejor de cuanto hay en el mundo. Erais una princesa; seguís siendo una princesa. Me llena de confusión que no deis crédito a mi palabra en lo que a esto se refiere. Imagino un día en que vos y vuestros hermanos os reuniréis aquí y disfrutaréis…
—No necesitáis comprarme, señor. De todos modos soy vuestra esclava.
—Por favor, Corinn —dijo Hanish—. Esta casa pertenecía a una familia llamada Anthalar. Los conocisteis, ¿verdad?
Corinn asintió.
Hanish admitió que había conocido a uno de ellos. Fue durante la guerra, antes de una batalla. Había dado muerte al joven, dijo. Siempre había lamentado esa muerte. Vio en él fortaleza, orgullo. Le recordó a su hermano Trashen. Tan lleno de furia, tan decidido a hacer lo que era justo por su pueblo. Pero no podía haber sido de ninguna otra manera. Estando dónde estaba aquel día, el joven simplemente tenía que morir. Una vida vivida verdaderamente creaba pesares como ése. No había forma de evitarlo. También lamentaba las cosas hechas a Corinn.
—Sé que no podéis ser comprada —dijo—, pero si hay aunque sólo sea una pizca de bondad dentro de vos, entonces entenderéis que este regalo es uno que debo probar y entregar. Si os he mantenido enclaustrada en el palacio por demasiado tiempo, pido disculpas por ello. Solía tener miedo de permitir que os alejarais de mi vista.
—¿Por qué?
Él sacudió la cabeza, justo lo suficiente para indicarle que no iba a responder a esa pregunta ahora mismo.
—Pero no sois una esclava. Eso lo sabéis, ¿verdad?
—Sí, el caso es que lo sé. —Corinn subió las rodillas, rompiendo así el contacto entre ellos. Ya no se sentía aturdida o alegre por la bebida—. Una vez vi a esclavos de verdad. Me alojaba con la familia de un noble en una aldea cerca de Bocoum. Sabía que estaba mal hacerlo, pero una noche mi amiga y yo salimos a escondidas muy tarde y nos encaramamos al tejado. A veces lo hacíamos para mirar las estrellas y contarnos historias. Pero esa noche encontramos un sitio desde el que mirar la calle de abajo y vimos un extraño… Bueno, al principio pensé que era un desfile. Pero ¿quién hace un desfile a esas horas de la noche? ¿Y en qué desfile están unidos por cadenas todos los que marchan en él? Tenían la misma edad que yo entonces. Diez años, once, justo a punto de iniciar el cambio. Estaban encadenados por el cuello, uno con otro con otro, cientos de ellos. Unos hombres los llevaban con espadas desenvainadas. No hacían ni un solo sonido por encima del rumor de sus pies y el tintineo de las cadenas… y nunca he olvidado ese silencio. Era espantosamente intenso.
—Eso me suena a un sueño —sugirió Hanish.
Corinn sacudió la cabeza.
—Ni se os ocurra ofrecerme esa escapatoria. No fue ningún sueño. Cierta parte de mí lo sabía, incluso entonces. Yo no conocía los detalles, pero sabía que no debía preguntar a ningún adulto qué había sido aquella procesión que vimos. Era la Cuota, naturalmente. La Cuota, de la cual depende todo. —Miró a Hanish por un largo instante. La pequeña cicatriz en el agujero de su nariz era más pronunciada que de costumbre, por el enrojecimiento de la piel a causa del licor, tal vez—. ¿Por qué los extranjeros están tan desesperados por tener a nuestros niños? ¿Qué es lo que hacen con ellos?
—Ciertas preguntas es mejor dejarlas sin respuesta. Pero escuchad, os habéis confesado a mí. Ahora dejad que yo haga lo mismo. Quiero que nos entendáis a mí y a mi pueblo. Padecimos tan terriblemente durante la Retribución… ¿Entendéis ese nivel de padecimiento? Veintidós generaciones, tantas en mi estirpe como en la vuestra. Pero la vuestra reinó suprema; la mía tenía que debatirse meramente para sobrevivir. Todo ese trastorno que causamos a lo largo de los años (las pequeñas disputas y los secuestros, las incursiones sobre Aushenia), nada de eso se correspondía con nuestro carácter. Eso no fue más que ruido que hacíamos con tambores y trompetas, un estrépito tras el que ocultábamos nuestros verdaderos objetivos. Queríamos que los acacios creyeran que nos conocían. Sé que nuestro éxito no os inspira ninguna alegría. Sólo intento explicarme a mí mismo. Tenéis derecho a juzgarnos, pero yo tengo derecho a querer que nos juzguéis justamente.
—Y así matasteis a mi padre —dijo Corinn. Había pretendido que su voz sonara fría, llena de ira, pero en lugar de eso oyó en ella algo lastimero, un deseo de ser reconfortada.
—No hay día en que no desee que pudiera haber habido una alternativa. No sabéis cuánto deseo que pudiera haber llegado a conoceros de alguna otra manera. Pero lo que hice contra la bestia que era el Imperio acacio no lo hice contra vos. No soy ningún monstruo. A veces deseo que el mundo me creyera tal, pero a decir verdad la única distorsión que hay en mí es que experimento la pena de todo un pueblo. Primero tengo que pensar en ellos, ¿lo entendéis? No penséis que me gusta el que ahora mismo esté enviando a miles de niños al cautiverio. Lo detesto. Pero mi pueblo ha de prevaler ante todo. Entended eso y me entenderéis.
No era que Corinn no se sintiese conmovida por lo que estaba diciendo él. No era que no lo creyese o que no la enterneciera pensar en toda la delicadeza que ocultaba el corazón de Hanish. Ella sentía todas esas cosas, pero la lengua se le había vuelto tan afilada a causa del hábito que respondió a sus palabras con un pensamiento todavía más cruel, uno concebido para defenderse a sí misma incluso ahora.
—Extraño método de seducción —dijo.
Hanish le levantó la cara hacia la suya, sus ojos súbitamente se habían humedecido. El peso de sus lágrimas cambió de lugar cuando se movió y quedó libre de ambos ojos, para que corrieran por sus mejillas. La transformación fue tan dolorosamente patética que Corinn extendió la mano hacia él. Le tocó el omoplato. Deslizó los dedos en línea con el hueso, a través de la tela de la camisa que llevaba él, y sobre la piel desnuda de su cuello. Llevaba tanto tiempo queriendo tocarlo allí… La carne de Hanish era cálida, suave como ella imaginaba que serían muy pocas otras partes de su persona. Por un instante le pareció que podía sentirle el pulso a través de la piel, pero quizá sólo fuera el palpitar de su propia sangre en las puntas de los dedos.
Cansaba tanto ser fiel a su padre, pensó, era tan agotador esperar que sus hermanos aparecieran de una vez y ejerciesen alguna clase de influencia sobre la vida que llevaba ella… Los ácidos que se veía obligada a cobijar cada día le revolvían el estómago. ¿Por qué no entregarse a Hanish? ¿Quién mejor que él? Ojalá él realmente tuviera el poder de hacerle hacer lo que le viniera en gana. Ojalá ella tuviera el temperamento adecuado para aceptar cualquiera que fuese el papel que él había modelado para ella. Hanish poseía una cierta capacidad para la crueldad. Eso permanecería, sin importar aquella exhibición de vulnerabilidad íntima. Por la mañana volvería a ser Hanish Mein, y el mundo nunca sabría de las grietas que se ocultaban bajo su fachada de control absoluto. Pero por alguna razón —y pese a todo lo que ella sabía que era cierto y justo—, quería aprender esa misma característica de él. Quería comerla trozo a trozo de la boca de Hanish, y llevarla dentro suyo y tenerla por compañera.
No se retiró cuando él la miró a la cara. Hubo, de hecho, una expresión parecida al desafío en ella.
—¿Cómo supiste que debías traerme a esta villa?
—Me tomé muy a pecho el saberlo. Dime que te complace y seré feliz.
—¿Aquí hay habitaciones con suelos de cristal? —preguntó ella, sabiendo ya la respuesta.
Hanish asintió.
—En los dormitorios de los niños. Están debajo de nosotros.
—Muéstramelos —dijo Corinn, en lo que apenas fue más que un susurro.