47

Aunque se aseguró de que nunca dejaba de lado sus deberes como Maeben, ahora una parte más grande de la atención de Mena había pasado a centrarse en sus lecciones con Melio. Cada día él iba a su encuentro en el complejo, después de que ella hubiera cumplido sus obligaciones para con la diosa. En vez de hablar como hacían en sus primeros encuentros, ahora él la instruía únicamente en el manejo de la espada. Melio aseguraba haber perdido la práctica y no haber sido nunca ningún maestro de la esgrima, pero siempre se metía en el papel como si hubiera nacido para él.

Unos días después de que Mena hubiera expresado su interés, Melio se había aventurado por las altiplanicies del interior en busca de madera apropiada para espadas con las que practicar. Aunque era distinta del fresno empleado en Acacia, encontró una madera rojiza de un grano muy sólido que iba admirablemente bien. Al final de la primera semana, los dos bailaban de uno a otro lado blandiendo espadas de adiestramiento. Eran más ligeras de lo que le hubiera gustado a Melio, pero aun así estaba complacido. Sus dedos acariciaban las suaves curvas de las hojas como si quisieran aprenderse de memoria hasta el último centímetro de ellas. Cada día volvía a las lecciones habiendo hecho pequeños refinamientos, ciertas adiciones, habiendo tallado y lijado, aceitado y afilado las armas de maneras que eran tan funcionales como estéticas.

A Mena no le costó demasiado aprender las posturas, la forma correcta de sujetar la espada, y cómo se hacía para poner los pies en el sitio debido. Cualquier error corregido por Melio pasaba a quedar desterrado para siempre. Mena nunca necesitaba que se le dijera una cosa dos veces. Al principio eso sorprendió al preceptor, pero con el paso de los días, la aptitud de su discípula empezó a parecerle cada vez más algo que simplemente debía dar por hecho. Volaron de una lección a la siguiente. Trabajando los distintos golpes, el cómo canalizar mejor hacia arriba el poder de las piernas a través de la tensión del torso de manera que fluyese en dirección a la hoja. Sus ratos de nadar en la ensenada y sus inmersiones entre las ostras la habían mantenido en forma, pero Melio la impulsó a emplear músculos no descubiertos previamente.

La Primera Forma, la de Edifus en Carni, Mena se la grabó en la memoria física a lo largo de tres días. El combate entre Aliss y el Loco de Careven requirió la totalidad de dos días. Melio sugirió que se saltaran la Tercera Forma, aquella en la que el caballero Bethenri iba a batallar con los tridentes del diablo, pero Mena no quiso ni oír hablar de ello. Lo ayudó a modelar versiones de las armas cortas, tan parecidas a las dagas. Los dos atacaron y lanzaron tajos, se inclinaron y giraron, acometiendo y retirándose en el curso de una larga tarde. Levantaron nubes de polvo y atrajeron las miradas de la servidumbre, que se mantuvo a una respetuosa distancia para observar con fascinación el espectáculo de su señora mientras ésta se desplazaba a través de los movimientos mortíferos del arte de la guerra. Mena hacía cuanto podía para pasar por los ejercicios manteniendo la tranquila fachada de la diosa. Jamás pregonaba fatiga alguna. Nunca protestaba de un reto. Se limpiaba el sudor de la cara y permanecía erguida incluso cuando los pechos le subían y le bajaban en un rápido jadeo.

En la soledad de sus cámaras cuando llegaba la noche, se hacía un ovillo sobre el costado y se apretaba las piernas contra el pecho, abrazándoselas y llorando ante el tormento padecido por su cuerpo. No reconocía sus propios brazos. Ahora eran más delgados en algunos puntos, más gruesos en otros, más angulosos, tallados de maneras distintas en torno al músculo. Afortunadamente, siempre podía reconocerse a sí misma en las nuevas formas. Los contornos alterados de sus antebrazos, el discurrir de las venas en el dorso de sus manos, los tendones estriados en la base del cuello: siempre eran ella misma, Mena. No era tanto que cambiase para convertirse en algo diferente como que emergía de debajo de un disfraz largamente mantenido. En la intimidad de sus habitaciones interiores se quedaba de pie, desnuda, admirando los cambios. En público, naturalmente, hacía cuanto podía por ocultarlos.

Si los sacerdotes sabían algo de su rutina cotidiana —y tenían que saberlo— jamás hablaban de ella. Mena no les daba ninguna excusa para encontrarle defectos. Se mostraba todavía más pronta que antes en el cumplimiento de sus obligaciones. Siempre llegaba puntual a las ceremonias vespertinas, a las exhibiciones especiales organizadas para los dignatarios de visita, y se la encontraba más fácilmente dentro de su complejo que antes, cuando pasaba sus momentos libres en una solitaria exploración del suelo de la ensenada. Permanecía sentada a lo largo de las reuniones luciendo los atuendos de Maeben sin que hubiera ni una sola grieta en su resolución. En el espacio de dos semanas había tenido que reunirse dos veces con padres apenados, unos cuyos hijos habían sido tomados por la diosa. Se encontró hablando a través de la diosa de formas pensadas para complacer a los sacerdotes. Ella nunca había hecho aquello antes, y no le gustaba recordar algunas de las cosas que había salmodiado ante los padres, penitentes y llorosos. «No miréis al cielo —había dicho en una ocasión— si queréis que Maeben vea vuestra reverencia».

Qué injusto, pensaba, decirle a la gente que temiera algo tan presente en todo momento como los cielos sobre su cabeza. Ella misma solía buscar con la vista la forma del ave de presa suspendida sobre las montañas interiores. ¿Por qué había prohibido a aquellas personas que hicieran lo mismo? Sus palabras, cayó en la cuenta, fluirían de una boca a otra. Pronto el pueblo entero, y finalmente el archipiélago entero, conocería a Maeben en la nueva proclamación de la Tierra. Irían por sus vidas cotidianas con la cabeza baja. Vaminee, el primer sacerdote, tenía que haberse sentido sumamente complacido con ella, aunque, de ser así, no se dignó mostrarlo.

Melio, en cambio, no se recataba en expresar su desaprobación al servicio que ella prestaba a la diosa. Continuaban reuniéndose de noche para hablar de aquello que habían practicado durante el día y hacer planes para el futuro. Ambos eran acacios, le recordaba él. Aquellas deidades isleñas no representaban nada para ellos. Eran meros poderes insignificantes, eso aun suponiendo que fueran poderes. Adorarlas no hacía nada para sanar la brecha entre la humanidad y la Donante. Eso era lo que importaba. Eso, tal vez, podía ayudar a restaurar el orden apropiado en el mundo. Si Mena deseaba rezar, debería hacerlo en acacio y a la Donante. Aliver la llamaría cualquier día de estos, así que ella tenía que estar preparada de todas las maneras posibles.

—¿Pero en lugar de hacer eso, adoráis a un águila marina?

Mena estaba sentada frente a él en la tenue luz de un puñado de velas; el aire nocturno a su alrededor era lo bastante inmóvil para que las llamas se mantuvieran rectas.

—¿Qué hay de los niños? Vuestra Maeben roba niños y se los lleva gritando a…

—¡No! —le espetó Mena. La palabra se le escapó de los labios con toda la fuerza de una estocada. No podía oírlo hablar con tanta ligereza de los niños arrebatados—. No tengo elección. Soy Maeben. Ella fue algo que me sucedió. Yo no era nadie cuando…

—Erais una princesa de Acacia.

—… cuando llegué aquí. No sabía nada. No tenía nada. ¡No era sino una niña huérfana! No hablaba la lengua del lugar. No conocía a un alma. ¡Estaba sola! ¿Puedes entender lo que era eso?

—Así que la diosa se os llevó también. ¿Y estáis agradecida por eso? —Cuando Mena no respondió, Melio sacudió la cabeza, se dio la vuelta y miró el cielo nocturno—. No, confieso que no entiendo ni una palabra de todo lo que me contáis. Sois una mujer joven, Mena. Esa niña de la que me habláis ya no existe. No sois ninguna diosa, y lo sabéis. Los sacerdotes lo saben. Esos desgraciados que os reverencian lo saben. Es como si todos estuvierais representando un delirio compartido. ¿Maeben llevándose niños para que la sirvan en su palacio? Menudo disparate. Vuestra diosa no es más que un ave de presa. Vive en esta misma isla al norte de aquí, y no en un palacio. En lugar de adorarla, alguien debería abatirla. Yo mismo la he visto suspendida en lo alto. Si hubiera tenido un arco, os aseguro que no habría vacilado en usarlo.

Mena guardó silencio un tiempo y luego dijo:

—Tienes razón. Ya veo que no lo entiendes.

Cualesquiera diferencias que hubieran tenido durante la velada quedaron olvidadas mientras seguían con sus sesiones marciales durante el día. Mena aprendió la Cuarta Forma —la de Gethack el Odioso— con suma facilidad. Al llegar a la Quinta, sin embargo, se encontró teniendo que esforzarse. No se trataba de que su capacidad fuese menor, sino todo lo contrario. Sus habilidades, o al menos eso sentía ella, se veían cada vez más estorbadas por la Forma. ¿Qué más daba cómo puso manos a la obra el Sacerdote de Adaval cuando se enfrentó a los veinte guardias con cabeza de lobo de la tribu rebelde de Andar? Aprender la Sexta Forma no sirvió sino para clarificar aún más las dudas de Mena. Llegó a percibir que había una diferencia entre los mandobles asestados mientras practicaba con la espada y el modo en que atacaría si su meta realmente fuese matar a la persona con la que se enfrentaba. Una vez distinguida esa diferencia, se preguntó por qué perdería uno el tiempo atacando de un modo que ya era esperado por el oponente. Sí, cierto que los movimientos a los que obligaba librar el duelo siguiendo el curso prescrito por la Forma fortalecían el cuerpo y agudizaban los reflejos, pero dicha práctica parecía carecer de sentido.

Una tarde se detuvo a mediados de la Sexta Forma, exasperada.

—Esto se parece demasiado al bailar. No me extraña que nuestro ejército sucumbiera con tanta facilidad. —Melio empezó a protestar, pero Mena le indicó con un ademán que no pretendía ofenderlo. Se secó el sudor de la frente, y pensó por un instante en cuál sería la mejor manera de expresarse a sí misma—. ¿Por qué deberíamos aprender los pasos del mito? ¿El Inicial haciendo retroceder a los dioses de Ithem? ¿Qué tiene que ver eso con nada de todo esto? No lucharemos con los dioses de Ithem. ¿Por qué pretender que vamos a hacerlo?

Melio ya tenía lista una respuesta para eso, pero Mena no se detuvo a escucharla.

—Todo eso que me estás enseñando está muy bien —dijo—, pero me parece que lo único que hace es constreñir la espada en lugar de liberarla. Me has enseñado que las Formas son el fundamento de nuestro sistema militar, ¿no?

Melio asintió.

—Bueno, pues entonces ya ves dónde radica el problema.

Melio no estaba seguro de verlo.

—Sé que lo que tengo en la mano ahora es una espada de madera —dijo ella—. Pero se supone que he de pensar en ella como una espada de verdad, una cuya hoja fue concebida, forjada, batida y afilada por una razón, ¿sí? ¿Cuál es esa razón?

La respuesta del preceptor tuvo los tonos de las máximas aprendidas de memoria.

—Es el eslabón entre el espadachín y su oponente —le dijo—. Cuando se la usa de la manera apropiada, la hoja de tu espada es una extensión del cuerpo, de la mente. Un filo bien aguzado es la herramienta de una mente aguzada…

—No. —Mena sacudió la cabeza, impaciente—. ¡Herir! Porque ésa es la única razón que hay. ¿A qué tanto hablar de «una extensión de la mente»? Cada vez que es desenvainada, la intención de la espada debería ser herir. No hacer una parada, no bailar, no asestar un golpe que el oponente ya sabe que está a punto de llegar. Una espada es un arma. Quiero aprender a usarla como tal.

—El verdadero manejo de la espada no se parece en nada a lo que vos y yo hacemos aquí —respondió Melio—, especialmente cuando se la esgrime contra oponentes que ignoran la Forma. Pero disponer de todo un surtido de respuestas conocidas te hace más rápido cuando precisas disponer de un poco de velocidad.

Mena bajó la cabeza; dirigió los ojos hacia arriba para estudiar a Melio mientras lo oía hablar; su voz estaba impregnada por toda la autoridad de un preceptor. Clavó la mirada en el suelo y apretó los labios, como si el gesto fuera necesario para cortar el paso a unas palabras que querían escapársele.

Y al fin habló:

—Levanta tu espada. Intenta herirme… si eres capaz de hacerlo antes de que yo te hiera a ti.

—¿Una carrera para ver quién hiere antes, entonces?

—Bueno —dijo Mena—, se podría decir que sí.

Ambos adoptaron la posición de preparado. Mena asintió con la cabeza; Melio hizo lo mismo. Sólo tendría que transcurrir un instante y entonces, eso los dos lo sabían, el duelo podría comenzar. Uno de ellos estaba más preparado para librarlo que el otro. El ataque de Mena no pudo ser más simple, directo y ejecutado sin vacilación. Se agachó y asestó un mandoble contra la pierna izquierda de Melio, justo debajo de la rodilla. Melio no tuvo ocasión de detener el golpe, y cuando la pierna cedió debajo de él, se retorció con el dolor de la herida. Cayó al suelo de dura tierra apisonada. Mena se alzó sobre él, la punta de su espada presionándole suavemente el abdomen.

—Lo siento, pero esto es lo que quería decir: ¿por qué bailar a través de cincuenta movimientos cuando bastaría con uno solo?

Melio la miró con una expresión de alarma en los ojos. Ella extendió la mano y lo levantó del suelo, sonriendo como si lo que acababa de decir hubiera sido alguna clase de broma.

A partir de entonces, sus sesiones con la espada no se parecieron a nada de cuanto habían sido antes. Mena aprendió el resto de las Formas, memorizando y dominando los movimientos rápidamente. Lo hacía todo mecánicamente, como sólo por darle gusto a Melio. Centraba toda la atención en el manejo del arma, convenciendo a Melio de que atacara una y otra vez «hasta herir». Al principio, Mena siempre llevaba delantera en el marcador. Melio parecía renuente a comprometerse con las reglas declaradas, las cuales estipulaban que desde el inicio de la sesión cada uno de ellos intentaría dar inmediatamente con el filo de su arma en la carne del otro. Dolorido de tanto recibir un golpe tras otro, no tardó en apresurarse a igualar a Mena. Las rápidas tandas de tres o cuatro movimientos que practicaban al principio no tardaron en prolongarse gradualmente hasta alcanzar los siete u ocho. Poco después, las tandas se adentraron en las dos cifras.

De noche Mena se retorcía, incapaz de conciliar el sueño, su cuerpo era como una mala hierba que se contorsiona en un rápido crecimiento. Estaba llena de morados y abrasiones, los huesos y los músculos sometidos a tensión disgregándose y volviendo a unirse cada día. Pero sabía que estaba mejorando. Empezó a pensar en técnicas que Melio no le había enseñado jamás, como cuando apretaba el cuerpo contra el suyo y se pegaba a él como si estuvieran hechos de cola, de modo que por un tiempo ninguno de los dos podía golpear efectivamente. En otra ocasión lo acometió bruscamente con el hombro, utilizándolo como si también fuera un arma y saliendo rebotada del impacto con un vigor que lo pilló por sorpresa. Aprendió cómo golpear el filo del arma de él con una colisión que por varias veces se la arrancó de la mano, y cómo entrechocar los filos de un modo que hacía que éstos se quedaran pegados en vez de rebotar. A veces reducía inesperadamente el ritmo de sus movimientos, sintiendo que el centro de su elección del momento irradiaba de su abdomen. Mediante una profunda contracción interna, cambiaba el ritmo tan completamente que Melio se las veía y se las deseaba para adaptarse.

No podía saber con certeza cuán hábil era realmente su preceptor, pero una mañana a finales del último mes de primavera practicaron hasta llegar a un punto muerto. Mena lo aturdió golpeando varios puntos distintos de su cuerpo en el curso de un solo mandoble. Aunque Melio paró la cometida, la conmoción apareció claramente en su rostro. Fue tan consciente como ella de que mediante un solo mandoble hacia abajo había faltado muy poco para que lo hiriese en el cuello, en el costado y en la parte de atrás de la rodilla, sin que eso la obligara a perder ni una sola fracción del ímpetu inicial.

Después de aquello, Melio permaneció inmóvil unos instantes, jadeando mientras la observaba desde detrás de los oscuros mechones de pelo que se le habían pegado al sudor de la frente.

—¿Quién habría pensado que la princesa Mena Akaran sería la primera en retarme con el verdadero uso de la espada?

—No te sorprendas tanto por ello —dijo Mena—. Lo único que he demostrado es que estamos a la par.

—Eso se dice enseguida, pero quizá no sabéis lo que significa.

—Claro que lo sé. Significa que tendré que encontrar a algún otro más con quien combatir. ¿Conoces a los luchadores de palos?

Melio expresó repetidamente su rotunda oposición a la idea. Explicó cosas que Mena ya sabía pero que él no podía evitar proclamar en voz alta, ya que le parecían demasiado importantes para que ella las ignorara. No se la había adiestrado en la pelea con palos. El arte y la técnica de esa forma de lucha se diferenciaban enormemente del combate con espadas que habían estado practicando hasta entonces. Los palos no cortaban, cierto, pero eso no quería decir que no fueran peligrosos, incluso letales. Los que luchaban con palos provenían de las aldeas que había en las montañas de las islas. Eran los más pobres de entre los pobres. Aseguraban tener sangre de guerreros, pero lo único que podían hacer con ella era ponerse a prueba a sí mismos el uno contra el otro, intentando ganar un rápido botín mediante el apostar. Bailaban como si fuesen artistas del espectáculo, pavoneándose y exhibiéndose, y divirtiendo a la multitud que cruzaba sus apuestas, pero cuando atacaban lo hacían con toda la fuerza de que eran capaces. Dislocaban hombros con golpes lanzados hacia abajo, rompían antebrazos con molinetes, hundían el palo en los abdómenes con una fuerza tal que los cuerpos sangraban por dentro. Él había visto romper el cráneo de un hombre, cómo otro perdía la visión de un ojo, a otro con la clavícula hecha añicos de un modo que nunca llegaría a curarse apropiadamente. Y otro de los luchadores, todo un maestro de la técnica, había conseguido imprimir tal fuerza al molinete dirigido contra la espalda de un oponente que la víctima quedó incapaz de andar. Cayó al suelo, devastada por lo que le acababa de suceder y nunca volvió a levantarse para sostenerse sobre sus piernas.

—¿Ésos son los hombres contra los que queréis poneros a prueba?

Si Mena entraba en el círculo con uno de ellos, se arriesgaba a sufrir cien heridas distintas y no sacaría nada a cambio. ¿Por qué hacerlo? Simplemente no tenía sentido. Era vanidosa más allá de todo lo razonable si creía que un mes de práctica con la espada la había preparado para semejante prueba. Y, de todos modos, si se la descubría, la ira de los sacerdotes caería sobre ella, poniéndolo todo en peligro.

Así despotricó Melio. No sirvió de nada. Mena eligió el día en que fue al temible círculo de los luchadores con palos. Se tiñó la piel con zumo de moras, dejándole un tinte extraño pero no del todo antinatural. Se envolvió el torso en una tela bien ceñida que aplanaba todavía más sus ya pequeños senos, vestida como un trabajador del campo, y se ató el pelo del modo en que lo hacían los hombres de Vumu. Mantuvo los ojos abiertos encima de un fuego humeante durante el tiempo suficiente para enrojecérselos, como los de un fumador de niebla. Sin duda tenía un aspecto insólito, pero nadie que la viera imaginaria que se hallaba ante la sacerdotisa de Maeben.

Con Melio como guía, encontró a la congregación de luchadores con palos en el otro extremo de Ruinat. Descubrirla fue la parte fácil. Entrar en el círculo, pensaba ella, tal vez fuera más difícil. Se abrió paso a codazos entre el gentío masculino. Había jóvenes y viejos, reloj eros y trabajadores del campo, granjeros de las colinas y rapazuelos de la ciudad: su olor corporal era acre e intenso, y el aire estaba cargado por una nube de sudor y humo de niebla. Ella conocía a aquellas personas. Reconoció caras vistas en las ceremonias. Pero ahora no era Maeben. Ahora no había ninguna distancia que la separase de ellas. No iba ataviada con la apariencia de una diosa.

El hombre que llevaba el círculo fue hacia ella, midiéndola de pies a cabeza con una sonrisa en los labios. Mena pensó que quizá le pediría que se explicara, que justificara el hecho de estar ahí. Pero no tenía ningún interés en sus credenciales. El hombre fue directo al grano. Informó a Mena de que todos los luchadores nuevos tenían que ganarse el derecho a competir. Su primer combate siempre era con el que ostentaba el título del círculo. El nuevo tenía que correr con la tarifa de entrada. La suma, naturalmente, en esencia era confiscada. Mena perdería el combate, pero después podría competir con luchadores de inferior categoría.

—Si gano —dijo Mena, manteniendo la voz baja y cortante—, ¿entonces paso a poseer el título?

El hombre rió.

—Si ganas, te has ganado un sitio en el último peldaño de la escalera, nada más. ¿Aún quieres luchar?

—Naturalmente.

—Entonces lucha con Teto —dijo el hombre del círculo.

Teto, el así llamado campeón del círculo, accedió sin hacerse de rogar. Se abrió paso a través de los cuerpos sudorosos y entró en el círculo de arena despejada, donde lo aguardaba Mena. Su palo, que sostenía con la punta hacia arriba y apretado contra la parte de atrás del brazo, se deslizó a través de sus dedos aflojados hasta que su puño se tensó en torno a la empuñadura envuelta en cuero. Se movía con un porte completamente distinto del de Melio. Sus pies descalzos eran cuidadosos a la hora de posarse en el suelo, pero alegres al mismo tiempo. Ágil y flexible sobre los dedos de los pies, sus piernas eran sendas bandas de músculos que sostenían un cuerpo suspendido, tranquilo. Su cabeza parecía la parte menos pesada de su cuerpo, los ojos hundidos en el cráneo fijos en ella.

Mena no dispuso de tiempo para pensar demasiado. Teto abrió el duelo; ella respondió. En cuestión de segundos ya había decidido que lo combatiría mediante la defensa que obstaculiza. No era algo que hubiera practicado antes o nombrado por anticipado. Pero desde los primeros instantes, Mena supo que la fuerza de Teto era el mayor de sus atributos y lo orgulloso que se sentía de eso probablemente fuese su mayor defecto. En vez de invertir una energía extra en el impacto propinado por sus palos, Mena dejó que su propia fuerza cediera cuando tenía que parar. Detuvo el golpe de Teto, pero sin el impacto normal al que estaba acostumbrado él. Teto volvió a golpear repetidamente con una fuerza creciente; su ira era visible en el rostro y en la rápida aceleración de sus golpes. Pero cada vez que tocaba el palo de Mena, éste cedía contra el suyo con una flaccidez que él encontraba claramente inquietante, como si hubiera golpeado una gruesa soga que de alguna manera disipaba su fuerza.

El final de la contienda llegó tan deprisa que los espectadores se quedaron atónitos. Teto se abalanzó sobre Mena con el palo recto ante él con la intención de empalarla o aplastarla mediante el ímpetu de la acometida de su cuerpo. Mena se limitó a tocar su palo con el suyo, se escurrió hacia un lado y mantuvo en su sitio el arma de Teto con la presión de la suya deslizándose sobre ella.

Elevó el palo para salvar el obstáculo que suponía la empuñadura de Teto y lo dejó caer a través de la base de su cuello expuesto, impulsándolo con toda la fuerza que podía reunir su cuerpo. Y eso fue todo.

Teto se desplomó sobre la arena, con las manos aferrándose a la garganta mientras se retorcía presa de la agonía. Sus gritos de furioso dolor eran el único sonido audible dentro del coliseo de cuerpos silenciosos. Los espectadores miraron confusamente en derredor unos instantes. Sus ojos iban de una a otra de las dos figuras que habían combatido para luego moverse de nuevo alrededor de ellos en un intento de, a partir de la escena que tenían delante, entender el vertiginoso movimiento que la había precedido. Parpadeaban como si hacerlo fuera a permitir que el mundo encajase de golpe en el orden apropiado, con el desenlace de la pelea súbitamente invertido. Mena los dejó estudiar aquello durante unos momentos, y luego giró sobre el talón en la arena y se abrió paso a través del gentío.

—¿Dónde estaba vuestro miedo? —preguntó Melio, trotando para mantenerse a su altura mientras iban por el sendero posterior que llevaba al complejo del templo.

—No lo sé —dijo Mena. Y era cierto. Allí incluso había olvidado que existiera algo como el miedo. Lo único que había sentido mientras se enfrentaba a Teto era júbilo y propósito. Ahora trotaba con una energía decididamente aturdidora—. Sólo sabía que podía vencerlo. Tenía que ir con mucho cuidado, claro. Pero no sentí ningún miedo.

—A él le habría gustado haceros daño.

—Sí, estoy segura de ello.

Siguieron en silencio durante un rato. Cuando salieron de los matorrales cerca del complejo, Melio dijo:

—¿Puedo convenceros de que no lo volváis a hacer?

Mena se detuvo y se volvió hacia él. Cuando miró sus ojos castaños y sus labios torcidos y su pelo revuelto se dio cuenta de que ahora se sentía muy distinta en presencia de Melio a cómo se había sentido la primera vez que él llegó. Estaba más a gusto dentro de sí misma, más en paz, sobre todo cuando se hallaba en su compañía. Era extraño que todas las horas de combatir pudieran aproximarlos así. Todo ese tiempo con sus cuerpos pegados uno al otro en dura competición física, empapados de sudor, cada uno intentando superar al otro, el dolor y la humillación a sólo un error de distancia. Una parte de ella quería reconocer que había algo especial en lo que habían llegado a ser el uno para el otro. Pero no estaba segura de qué decir, o de cómo decirlo.

—Gracias por todo lo que me has enseñado —se limitó a decir.

Él se encogió de hombros.

—No estoy seguro de que os haya enseñado nada, Mena. Más bien es como si os hubiera recordado cosas que ya sabíais. Puede que hayáis nacido para empuñar una espada. No os riáis. No estoy bromeando.

Titubeó un instante. Los surcos que le crecieron en la frente sugerían que quizá tuviera algo más que decir. ¡Sí, tenía algo más que decir! La misma clase de pensamientos que estaba teniendo ella. Mena lo leyó todo en su cara en un momento. Aunque eso hizo que un escalofrío de excitación le recorriera el cuerpo, se movió antes de que él pudiera hablar. Le dio una palmadita en el brazo y se giró y corrió el último trecho hasta el complejo.

Al llegar a la puerta, encontró a Vandi esperándola. La convocatoria que traía era la que ella había llegado a temer por encima de todo. Se la necesitaba en la antesala del templo dentro de poco más de dos horas. Eso sólo podía significar que Maeben se había llevado a otro niño. Era el cuarto en menos de dos meses. Se separó de Melio sin una palabra, dejándolo fuera del complejo. Dentro, Vandi esperó a un lado mientras ella se desnudaba y entraba en su baño, donde se frotó furiosamente la piel para eliminar el tinte de bayas. Vandi la observaba con sus ojos verdosos, los labios rígidamente apretados. No ofreció comentario o pregunta alguna, aunque tenía que haber reparado en cada detalle de su disfraz. Incluso la había visto entregarle el palo a Melio.

Mena se frotó la cara hasta despellejársela sin que pudiera llegar a quitarse todo el tinte. Pero cuando no pudo aguantar más, se dio por vencida. Ella y Vandi fueron presurosamente al templo, donde él la vistió como la diosa. Las que se encargaban de aplicar el maquillaje esparcieron ungüento con liberalidad. Para cuando hubieron acabado de ponerle el tocado, Mena ya tenía el aspecto que correspondía a su papel. Sólo entonces se acordó de respirar más despacio y relajar el cuerpo y eliminar mediante la fuerza del pensamiento las gotitas de sudor que amenazaban con ensuciar su fachada. Volvió a pensar en su afirmación anterior de que no le había dado ningún miedo la idea de tener que pelear con Teto. En aquel momento eso había sido cierto, estaba segura de ello. Intentó volver a invocar el valor. Mirar las caras de padres apenados, sin embargo, no era algo con lo que fuera a sentirse cómoda alguna vez.

Se acomodó en el gran asiento en la antesala del templo. Vaminee esperaba en su sitio habitual junto a ella. Se puso bien las túnicas y mostró a Mena su barbilla en perfil, nada inusual en eso. Tanin, el segundo sacerdote, se posicionó a la izquierda de Mena. Normalmente él no formaba parte de aquellas entrevistas. La observaba con una intensa consideración que le hizo sentir un hormigueo en la piel.

—Sacerdotisa, tal vez os interese saber —dijo— que una delegación de guerreros extranjeros llegó a Galat ayer.

Mena sintió la necesidad de extender la mano y apoyarse en algo para equilibrarse, pero sabía que estaba sentada, equilibrada ya. Poniendo la máxima atención en mantener la voz neutral, completamente falta de interés, preguntó:

—¿Qué quieren?

—Hemos pensado que quizá podríais tener una opinión sobre ellos —dijo Vaminee.

—¿Cómo podría yo saber nada acerca de ellos?

Ninguno de los sacerdotes respondió.

—He… he oído rumores de que la guerra podría estar aproximándose a las tierras extranjeras. Si es cierto eso, esos soldados quizá quieren nuestra ayuda.

—Eso podría ser cierto —dijo Vaminee—, y podría no serlo. Afirman estar buscando a una joven perdida y creen que podría estar viviendo en Vumu. En cualquier caso, eso no es asunto nuestro. Aún no les he dicho nada a los extranjeros. La diosa está disgustada con los isleños. Eso es lo único que debe preocuparnos ahora. Primero tenemos que apaciguar a Maeben. Luego decidiremos el curso a seguir para tratar con la delegación. Las palabras estaban pensadas para poner fin al tema, pero Mena tenía que saber al menos un poco más.

—Los extranjeros… ¿de qué nación son?

—¿Cómo queréis que lo sepa? —preguntó Vaminee.

—Son pálidos —dijo Tanin—. Tienen la piel como carne de cerdo.

Una descripción nada favorecedora, pero viniendo de Tanin era difícil saber hasta qué punto sería precisa.

—Debería reunirme con ellos —dijo Mena—. Como Maeben, quiero decir… Quizás es deseo de Maeben que Vumu desempeñe un papel en el mundo. Si los veo mientras llevo el atuendo de la diosa, a lo mejor podría entender qué desearía que hiciéramos.

—Algo que no se os ha dado muy bien últimamente. El cuarto niño arrebatado desde…

—¡Yo no tengo la culpa! Odio que la diosa se lleve niños. Haría lo que fuese para que parara.

Vaminee cerró los ojos, su cabeza estaba ligeramente ladeada y los músculos de su mandíbula rígidos de ira.

—Olvidáis por completo quién sois, muchacha. No quiero creerlo, pero se murmura que habéis estado jugando con espadas de madera. ¿Es cierto eso?

—Dentro de los muros de mi complejo soy libre de…

—Así que es cierto. —Vaminee cruzó la mirada con el otro sacerdote—. Tenéis que dejarlo ahora mismo. La gente habla, sacerdotisa. Podéis hacer lo que queráis dentro de vuestro complejo hasta cierto punto. No podéis deshonrar a Maeben.

La cortina al fondo de la habitación se separó, indicando que los afligidos padres estaban a punto de entrar.

Vaminee reparó en ello, pero continuó.

—Dejaréis de hacerlo inmediatamente. Y vuestro amigo (sí, sé de él) se irá la semana que viene cuando embarquen los mercaderes flotantes. Si continúa aquí, sufrirá por ello. Y vos sufriréis por ello.

La procesión apareció por la entrada. Los padres, flanqueados por sacerdotes menores, avanzaron lentamente, con una reverencia impregnada de pena. Desde el momento en que vio a la pareja Mena sintió que se le aceleraba el pulso. Tardó un segundo en entender realmente por qué. Los padres iban despacio, con las caras inclinadas hacia el suelo y las manos extendidas ante ellos en un gesto implorante. Parecían tan familiares… Sus formas y sus movimientos… ¡ella los había visto antes! Sí, era la misma pareja que había visto hacía unas semanas cuando perdieron a su hijita. Si sus ojos no le estaban mintiendo… si realmente eran ellos…

—No —dijo Mena—. Ellos no… les prometí que la diosa no se llevaría a su segundo hijo.

Vaminee volvió bruscamente la cabeza hacia ella.

—¡Insensata! Esa promesa no era vuestra para que la hicierais. Mirad a la cara a esos dos y veréis los resultados de vuestro falso orgullo.