46

Espadín despertó. Tenía abiertos los ojos. Estaba libre del sueño. Nada de todo aquello era real. Trató de acallar el miedo que tan salvajemente lo había expulsado del sopor, pero no era fácil. La tenue claridad de la lámpara suspendida junto a la puerta destartalada de su camarote no hacía nada para disipar la amenaza que sentía palpitar desde las paredes. Había amenaza latente en el taburete de tres patas con la chaqueta extendida encima de él, y una ominosa importancia en la botella de vino medio vacía en el estante de la pared. Desde fuera llegaba un ronco jadear de aliento oceánico. Espadín sabía que no había nada que temer en ninguno de aquellos objetos o sonidos cotidianos. En cierto modo, ni siquiera dentro del sueño había habido nada que temer. En cualquier caso, nada comparable con los peligros a los que él hacía frente continuamente en su labor cotidiana porque así lo había querido. Saberlo, sin embargo, no le sirvió de mucho durante la travesía entre los instantes que separaban el soñar del mundo consciente.

La pesadilla de la que acababa de huir era otra variación sobre las visiones que no habían dejado de cebarse en sus sueños desde que Leeka Alain llegó a las Islas Exteriores, insistiendo en llamarlo por aquel nombre medio olvidado. Cada sueño empezaba con la consciencia de lo pequeño que era él. Porque era un niño, diminuto, de piernecitas flacuchas, brazos delgados. Veía el mundo desde media altura. Se sabía un objetivo, acosado por una posibilidad sin forma ni nombre. Si esa criatura llegaba a dar con él, entonces sucedería algo terrible. No sabía en qué iba a consistir exactamente, pero no podía quedarse quieto para averiguarlo. Erraba por corredores subterráneos, un laberinto oscuro y absurdamente complejo. El mundo existía únicamente enfrente de él, y él existía únicamente moviéndose hacia delante a través del mundo. Las cosas se desvanecían tras él. Corría a través de los cruces, temiendo adónde pudieran conducir. Extrañas criaturas extendían sus garras, sus picos y sus cabezas rematadas por cuernos desde la piedra de los muros, cada una de ellas atrapada en muecas de rabia. Cuán fácil sería para cualquiera de ellas hacerlo pedazos, cuán aterrador que todas ellas mantuvieran con semejante constancia la pretensión de que no eran más que piedra.

Porque no lo eran, naturalmente. Si escuchaba con suficiente atención, oía el hálito de su respirar.

Aunque los corredores variaban y no había dos veces en que siguiera la misma ruta, siempre acababa llegando al mismo destino. Al final entraba en una habitación brillantemente iluminada. Estaba llena de gente, toda ella bulliciosa de risas y música, con un tintineo de cristales que sonaban casi igual que las gotitas de agua cuando caen de una cascada. Un centenar de rostros se volvían hacia él, todos con una sonrisa en los rasgos. Se habían reunido allí para honrarlo. Porque era su cumpleaños. ¡Eso era lo que había estado buscando durante todo el tiempo! La celebración de su décimo cumpleaños. Avanzaban hacia él, llamándolo por el mismo nombre del que se había servido Leeka. Ese nombre, en realidad, era la única palabra que decían: hablada en una miríada de timbres, enhebrada en frases, subiendo y bajando de tono como preguntas, imperiosa como acusaciones. Hablaban una lengua que estaba hecha de una sola palabra. Su nombre.

Y entre ellos había una chica, la más joven de todos, que extendía la mano hacia él, su blanca palma vuelta hacia arriba, los dedos curvados en una llamada. Verlo lo llenaba de miedo. La joven iba hacia él, susurrando y sin dejar de hacerle gestos, como si intentara explicarle que no había ninguna razón para tener miedo. Cuanto más insistía ella, más creía él que todo aquello era mentira. La joven tenía los ojos castaños, tan inmensos que parecían ser demasiado grandes para su cara. Entonces comprendía en un solo, prolongadísimo instante que la joven no era quien él había pensado, al mismo tiempo que se daba cuenta de que ni siquiera había llegado a concebir una identidad para ella. Esa paradójica comprensión era lo que lo propulsaba hacia la consciencia.

La experiencia lo dejaba muy afectado, como le sucedía en cada ocasión. ¿Quién había pensado él que era la muchacha? ¿Cuándo se había dado cuenta de quién era realmente? A veces pasaba una gran parte del día acosado por su imagen, obsesionado por sus ojos. Sabía que la identidad de la joven estaba oculta dentro de él. Era como si tuviese un dado de cien caras, con la verdad escrita en una de todas esas caras. Por muy incansablemente que llegara a lanzar el dado, nunca conseguía encontrar la respuesta.

Wren se removió en el camastro. Se dio la vuelta para ponerse de lado, apartando la cara. Él sintió como si pudiera oír el ruido que hacían sus párpados al abrirse de golpe. Sus ojos no se parecían en nada a los de la joven que veía en sus sueños. Wren pertenecía a un pueblo costero que vivía muy al norte, más allá de Candovia. La finura de su pelo plateado no tenía nada que envidiar al de una mujer del Mein, pero sus ojos eran estrechos, situados al mismo nivel que su cara en vez de encajados en ella. Le daban un aspecto un tanto adormilado, aunque eso no podía estar más en desacuerdo con la agudeza propia de una depredadora que caracterizaba a su mente. «Los sueños no tienen poder alguno más allá de su reino», le había dicho ella antes. «Eso sólo las acciones lo tienen». Entonces Espadín había estado seguro de que ella tenía razón, pero no estuvo seguro de si debía interpretar esa aseveración como un consuelo o como un desafío.

Más tarde, cuando se reunió con el corro de incursores que estaban tomando su refrigerio matinal, fue entre ellos, sonriendo y bromeando, tomándoles el pelo con la tranquila facilidad que gastaba con sus hombres. Estaban sentados en bancos puestos alrededor de unos fogones que habían salido de las cocinas en Palishdock, unos utensilios descomunales hechos en hierro forjado. Espadín había encabezado el pequeño grupo que volvió al asentamiento para salvarlo de las cenizas y la destrucción que el buque de guerra de la Liga había infligido al lugar. Su aparición en ese momento —justo allí, en la isla meridional que había pasado a ser su tercer escondite en otros tantos meses— había sido muy buena para la moral.

Detenido en la arena ante los fogones mientras inhalaba el olor del beicon que se freía encima de ellos, inclinado hacia delante y disponiéndose a coger una tira con los dedos, Espadín no reparó en la llegada del general hasta que éste habló. Leeka se había parado a una cierta distancia, inmóvil al otro lado de los fogones. Habló lo bastante alto para que todos pudieran oír lo que decía.

—¿Por qué no les habéis contado lo de la llave? —preguntó—. ¿Por qué no les habéis contado lo que dijo el prisionero?

El apetito de Espadín, su buen humor, su transitoria sensación de equilibrio: todo eso se disipó en un instante. Había sabido que aquel momento se aproximaba, naturalmente. Habían transcurrido ocho días desde su ataque al buque de guerra. Había hecho jurar silencio a los pocos que habían oído para qué servía la llave, pero los secretos no duran mucho tiempo entre los incursores, especialmente cuando hay un práctico de la Liga mantenido prisionero entre ellos. Espadín se maldijo a sí mismo por habérselo traído consigo. Tendría que haberlo matado esa misma noche, pero no pudo evitar querer saber lo que le diría el hombre. Se había asegurado de que sólo quienes habían estado con él en la habitación del práctico le llevaban comida y agua al prisionero, y Espadín y Dovian fueron los únicos que lo interrogaron. Pero eso no había impedido que estuviera presente en la mente de todos desde su regreso.

—Aquí las decisiones las tomo yo, no tú. Cuando hago algo, es porque hay una razón para ello.

—Creía que este grupo lo dirigía Dovian —dijo Leeka—. Vos sólo sois uno de sus incursores, ¿no? Vos mismo lo dijisteis. Espadín, el incursor. Uno más entre muchos…

Volviéndose hacia él a través de las ondas de calor emanadas de los fogones, Espadín dijo:

—En cualquier caso, tú no decides por nosotros. —Hizo que su voz sonara tensa y peligrosa. No había tenido intención de responder con una ira tan obvia, pero las pasiones siempre tendían a inflamársele en cuanto aquel hombre empezaba a pincharlo. ¡Si había mantenido en secreto la utilidad de la llave no había sido a causa de ninguna timidez, maldita fuese! Lo había hecho únicamente porque necesitaba pensar a fondo en su significado, porque debía investigar lo que podía hacer con ella ahora que la tenía en su poder. Leeka no hubiese debido llamarlo a capítulo por ello.

—Dovian está de acuerdo conmigo —dijo el soldado.

Como si le hubieran dado pie, el viejo incursor se levantó de allí donde había estado sentado en la periferia del grupo. Vino hacia ellos cojeando, su mole era como la de un oso herido. Fuera cual fuese el dolor que le causaba el movimiento, lo mantuvo bien sujeto entre los dientes. Quizás hubiera estado mejorando durante aquellas últimas semanas. Ciertamente ahora se lo veía de pie más a menudo que antes, pero Espadín no estaba seguro de cuánto de su enfermedad les estaba ocultando.

—Contabais con un arma que podría haber incapacitado a la Liga —continuó Leeka—. Tendríais que habérnosla dado a conocer, y hubiésemos debido juntarnos para planear cómo había que usarla.

Espadín volvió la mirada desde el acacio hasta el candovio, expresando su disgusto a través de los ojos. Dovian se limitó a devolvérsela, con el rostro entristecido, lleno de disculpa, y un ribete de decepción debajo de los ojos.

—Hablaremos de ello más tarde…

—No —dijo Leeka—, hablaremos de ello ahora mismo. ¿O acaso hay alguien que no quiera hablar de ello? Vuestro joven capitán lleva colgada del cuello una llave acerca de la que todos deberíais saber. Queréis oír hablar de ella, ¿verdad?

Nadie respondió. No hacía falta que lo hicieran. Su silencio tenía una cualidad que cualquiera podía leer. Por supuesto que querían saber. Y, Espadín era muy consciente de ello, merecían saber. Arrojó su comida sobre los fogones, sin apetito ya por comerla.

Esa misma tarde habían tenido la reunión abierta que tanto deseaba Leeka. Se sentaron en la arena cerca del océano, bajo las cintas de sombra proyectadas por los cocoteros con el cielo vacío de nubes encima de sus cabezas, una cúpula azul claro perturbada únicamente por el progreso de la blancura llameante del sol. Espadín no intentó dirigir la reunión. Wren y Clytus, Geena y todos los que habían tomado parte en el ataque al buque de guerra de la Liga estuvieron encantados de poder romper el silencio que se les había impuesto y cantar a coro.

—Pensemos en hace unos meses —dijo Geena—, cuando se llevaron el bergantín con el clavo de Espadín. Salimos de allí con una buena cantidad de tesoro, ¿verdad? Había una pieza, no obstante, más valiosa que el resto.

—¿Veis ese pendiente que Espadín lleva colgado al cuello? —preguntó Wren—. De eso es de lo que hablamos. Todos lo hemos visto, pero no conocíamos su valor hasta que el práctico del buque de guerra lo explicó. Es una de un puñado de llaves que abren las plataformas del borde exterior.

—Sólo hay veinte —dijo Nineas—. Sólo veinte. Y nosotros tenemos una.

—Y nos trajimos al práctico —dijo Clytus—. Además, me juego lo que quieras a que Espadín ha estado sonsacándole toda clase de cosas, ¿verdad? Así que ahora tenéis que preguntaros si hay algo a lo que podamos aplicar tanto esta llave como nuestra nueva fuente de información.

Durante las horas siguientes los incursores consideraron entusiásticamente la cuestión. Todos propusieron esquemas e ideas, llenos de una sed de venganza y con la posibilidad de un inaudito botín. Los hombres de la Liga eran enormemente ricos, y sus gustos de lo más extravagantes. ¿Qué podían alojar aquellas plataformas? ¿Esclavos a millares? ¿Almacenes abarrotados de niebla? Quizás encontrarían concubinas de una hermosura nunca vista. Oro y plata con los cuales llenar muchas barcazas. Palacios flotantes adornados con flores y enredaderas, los suelos pavimentados en mármol. Podrían envolverse en ropas de seda y beber vino de cálices tallados en turquesas, y comer y comer y comer como nunca habían comido antes. Podrían pasar el resto de sus vidas entregados a la búsqueda del placer. Podrían ahogarse en el exceso, como suenan todos los incursores. ¡Incluso podrían hacerse con el comercio de niebla! Entonces sí que tendrían cogido por las pelotas a Hanish Mein, y su fortuna no conocería límites.

Con el consentimiento de Dovian, trajeron al prisionero. Con las manos atadas y la ropa hecha jirones, el práctico se alzó tímido y lleno de mugre en el centro de aquella vorágine; un hilillo de sangre coagulada le manchaba el labio superior. A veces necesitó ser pinchado o golpeado, amenazado o pateado, pero respondió a las preguntas que se le hicieron. Lo que dijo no hizo sino avivar aún más el entusiasmo del grupo.

Espadín los dejó hablar, asombrado ante la facilidad con que perdían de vista el mundo real. Había algunos obstáculos monumentales ante ellos, pero en su frenesí nadie mencionó ninguno. Leeka no habló mucho. Incluso Dovian parecía creer que todo aquel hacer planes servía a un propósito. No fue hasta que empezaron a hablar más despacio cuando carraspeó ruidosamente, y habló por fin.

—Es delicioso de imaginar, ¿verdad? —Se levantó de la arena y describió un lento círculo enfrente del grupo. Pese a su edad y su mala salud, aún sabía hacerse con la atención de todos los presentes, incluso cuando no hacía más que trazar un círculo en la arena con la ayuda de sus enormes pies—. Sé que es delicioso de imaginar. Y todos sabéis que tengo una historia que contar acerca de las plataformas, ¿verdad? Las vi una vez cuando era joven. Pasamos navegando junto a ellas, eso fue lo que hicimos, como si nos burláramos de la Liga. Tuvimos a una flota entera echándonos de allí y dándonos caza hasta tan lejos al Norte que vimos trozos de hielo flotando en el mar. Casi acaba con nosotros, esa pequeña travesura. Pero las vi. Las plataformas son tal como os las imagináis, y todavía más increíbles de cuanto pueda deciros vuestra imaginación.

Se detuvo. Miró en derredor un momento, buscando sin advertirlo el bastón de paseo que había desdeñado recientemente. Dándose cuenta de lo que hacía, se irguió y miró en torno a él; sus ojos iban de una cara a otra.

—No podemos tener su tesoro, sin embargo. Ésa no es la razón por la que estamos aquí. Un ejército entero no podría poner sitio al lugar, y de todas maneras no tenemos un ejército. Y sus riquezas… A decir verdad, no las quiero. ¿Hablabais de esclavos? ¿De concubinas, quizá? Vamos, vamos… No creo que haya nada de malo en saquear un poco. Nunca me lo he pensado dos veces ala hora de coger lo que quería. Ir de incursión es un trabajo honesto, ¿no? Lo hacemos con nuestras manos, con nuestros redaños. Aquello en lo que trafica la Liga queda a un nivel de miseria completamente distinto. Vosotros no queréis eso, amigos. Podríais, no obstante, querer borrarlos de la faz de la Tierra. ¿Queréis recompensas? ¿Qué os parece el amor de todos los niños que no serán vendidos a través del océano? ¿Qué os parece la gratitud con la que os cubrirían sus padres? ¿Qué os parece el mero hecho de saber que habéis cambiado el mundo para mejor? —Dovian hizo una pausa, inspeccionando sus rostros en busca de la respuesta. Sus ojos pasaron sobre el de Espadín, pero los resultados del escrutinio al que lo sometió no se diferenciaron en nada de los que obtuvo de los demás. —Lo que estoy diciendo es que sólo hay una cosa que podamos hacer con esta llave, y es precisamente lo que deberíamos hacer con ella.

Ni uno solo de los incursores, que tan ávidos de saqueo parecían estar unos segundos antes, alzó su voz en señal de queja. Tal era la influencia que Dovian ejercía entre ellos. El planear no requirió nada de tiempo, ya que la empresa era más una de puro coraje insensato que otra cosa. La misión, como la explicó Dovian, en el fondo era de lo más simple. Sólo tenían que superar tres obstáculos: llegar a las plataformas sin ser detectados y servirse de lo que sabía el práctico para encontrar la puerta apropiada, insertar la llave y esperar que las cerraduras no hubieran sido cambiadas, y encontrar determinado almacén. Él creía que cada uno de esos retos era alcanzable.

Cuando se aproximaran, por ejemplo, lo que tendrían que evitar por encima de todo era llamar la atención. Estables e inmensas como eran las plataformas, era muy improbable que la Liga esperase ninguna clase de ataque contra ellas. Llevaban años sin tener que hacer frente a ninguna clase de oposición, y ciertamente no temerían a una sola embarcación de pequeño tamaño.

—Podrían reparar en una embarcación de esas dimensiones, cierto. Pero también podría ser que no. Una cosa hay segura, y es que no estarán alerta para verla venir. No existe ninguna armada en el mundo para amenazarlos, y ni en sueños se les ocurrirá que vayamos a intentar lo que vamos a hacer. —Aun así, naturalmente, tendrían que ir con cuidado. Había un atolón a menos de un día de vela de las plataformas. Si se hacían a la mar desde él, escogiendo el momento correcto, con las condiciones de navegación adecuadas, podrían llegar a su objetivo a cubierto de la noche.

La pregunta de si la llave seguía siendo útil, en cambio, ya era otra cuestión.

—¿Y si han cambiado las cerraduras? —preguntaron varias voces en un rápido coro—. ¿O puesto guardias en los puntos de entrada?

Dovian no creía que unos cuantos meses fueran tiempo suficiente, incluso suponiendo que hubieran querido cambiar las cerraduras. La artesanía de la llave era tal que no podría ser reemplazada o alterada fácilmente. Además, sólo un puñado de hombres de la Liga llevaba encima una llave semejante. Juraban protegerla con su vida.

—Quienquiera al que le correspondiese proteger ésta no lo hizo —dijo Leeka—. No iba con ella, y la envió a bordo de un barco desprotegido. Fue lo bastante imbécil para dejarse la llave en ese barco, y me juego lo que queráis a que no ha comunicado su pérdida. Hacerlo significaría su muerte. Hasta los hombres de la Liga le tienen aprecio a la vida, ¿verdad? —El general dirigió aquella pregunta al prisionero.

—Por regla general sí, aunque al parecer yo soy una excepción —respondió éste, abatido.

—El hombre de la Liga espera que no sepamos lo que es esa llave —dijo Dovian—. Y no lo sabíamos, ¿verdad? Espadín la llevaba colgada del cuello como recuerdo. Igual podría haberla derretido o arrojado por encima del hombro sin pensárselo dos veces. Si fuerais el hombre de la Liga, ¿renunciaríais a vuestra vida por la vaga posibilidad de que alguien reconociera este objeto por lo que es y concibiera cómo utilizarlo?

Estaba, finalmente, la cuestión de qué hacer una vez que hubieran llegado a las plataformas. Con respecto a eso, sin embargo, Dovian parecía sentirse de lo más confiado. De los muchos cuadrantes que ocupaban las plataformas flotantes, uno en particular estaba dispuesto lejos del resto, separado por un largo muelle de pontones.

—Los almacenes de brea —dijo Dovian—. El sitio donde preparan esa cosa, y el sitio donde la almacenan. No existe sustancia más combustible en la Tierra. Todos hemos tenido ocasión de verla en acción. Se inflama al contacto de una chispa y arde como los fuegos del infierno, incluso debajo del agua. Lo único que tenemos que hacer es acercarnos a ella y prender una chispa encima. Hará que todo el lugar salte por los aires. Lanzará grandes masas de la sustancia lo bastante arriba para que una buena cantidad de ella acabe cayendo sobre las otras plataformas. Lo dejará todo perdido, creedme.

Espadín, pese a encontrarse solo en toda aquella discusión, sentía cómo el cuerpo le hormigueaba con las posibilidades. Era una idea increíble, un plan de lo más atrevido, y aun así lo bastante sensato para que tuvieran que intentarlo. Pero tenía un defecto.

—Alguien tendrá que prender esa chispa en la plataforma cuando llegue el momento —dijo—. Empero, ese alguien no saldrá con vida de allí.

Dovian pareció disgustarse porque hubiera sacado a relucir ese detalle, pero los demás se pararon a considerarlo. Geena sugirió una mecha para retrasar la explosión. Podían disparar una flecha encendida, mediante un oven incursor enviado por delante del grupo. Otra voz propuso catapultar otra «píldora» por encima de las paredes. Pero todas esas ideas tenían suficientes defectos para que hubiera que rechazarlas. Las mechas largas no eran de fiar. Podían consumirse hasta quedar apagadas o ser descubiertas mientras chisporroteaban y crujían en su lento progreso. Si un guardia de las plataformas se encontraba con algo así, podía aplastar sus planes con la puntera de su bota, con toda la facilidad del mundo. Una flecha encendida o una píldora catapultada —incluso si daban con una disposición de las plataformas que pudiera llevar a semejante ataque— seguiría significando una explosión inmediata que podía llevarse consigo a la tripulación entera. No, para sobrevivir tenían que estar bien lejos.

Uno de ellos tenía que encender la brea desde cerca y asegurarse de que iba a estallar. De otra manera sería un plan demasiado traído por los pelos, con demasiadas probabilidades de fallar.

—Bueno, a ver qué os parece esto, entonces —dijo Dovian—. Cuando lleguemos a la plataforma, echaremos a suertes quién entra en ella. Todos los que vayamos a tripular el Ballan tomaremos parte en el sorteo. Quien no esté dispuesto a que le toque, entonces que no vaya. Cada uno de los que vayan a navegar tomará parte, y el que saque la paja marcada irá allí. Quizá parezca extraño dejar que el azar se encargue de decidir algo semejante, pero planearemos perder sólo a uno. Aquel al que perdamos se llevará consigo a no pocos hombres de la Liga.

Una semana después, el Ballan puso rumbo hacia el Norte con una tripulación reducida. Contornearon la gran isla de Thrain y enfilaron entre los promontorios volcánicos conocidos como los Miles. Esperaron dos días en una cala escondida en el extremo oeste de las islas y se hicieron a la mar ala mañana del tercer día. Los vientos no eran ideales para la travesía, pero las corrientes los favorecían. Fueron con rumbo Norte y viraron hacia el Oeste. Un enorme banco de delfines los escoltó durante la mayor parte de la mañana, extendiéndose a cada lado del barco hasta tan lejos como podía llegar la vista, cientos de cuerpos que salían disparados del agua una y otra vez, subiendo y bajando y sumergiéndose en ella. Nineas dijo que eso era un buen signo, ya que los delfines eran unos bergantes y habían notado que los incursores se disponían a hacer alguna gran travesura.

Encontrar el atolón que recordaba Dovian resultó difícil. Lo buscaron sin suerte durante dos días enteros, y al final ya casi habían decidido seguir adelante sin él. El tercer día, sin embargo, amaneció con un diminuto ramillete de palmas en el horizonte. Pusieron rumbo hacia él y pasaron la tarde hablando de todo por última vez, de pie en los rincones con sombra de la playa, bebiendo leche de coco generosamente mezclada con azúcar, un poco de agua y un chorrito de alcohol. No mucho, ojo. Lo suficiente para mantener los ánimos, pero lo bastante escaso para que sus efectos se hubieran disipado al acabar la tarde, cuando volvieron al trabajo físico.

Arriaron todas las velas que utilizaban habitualmente y las sustituyeron por lona azul oscuro. Pintaron los flancos del Ballan de un color terroso, le quitaron el brillo a todo lo que reluciera, colgaron paños sobre las escasas ventanas de cristal. Izando el ancla, persiguieron al sol mientras se hundía en el mar, y luego siguieron adelante adentrándose en una noche muy negra. La voz de Dovian se elevaba desde el silencio, calmándolos. No hablaba con grandilocuencia o daba instrucciones intrincadas. Sólo se refería a cuestiones cotidianas, recordaba aventuras pasadas, comentaba ciertas particularidades que había notado en algunos miembros de la tripulación y que se sentía inclinado a compartir con ellos. Así pasaron las horas.

—¡Luces a la vista! —anunció el marinero instalado en la cofa del vigía.

Un instante después Espadín se agarraba al borde de la pequeña plataforma, habiendo escalado el palo a toda velocidad. Se apretujó contra el joven marinero.

—Si no fuera por lo que sé, diría que es una ciudad —murmuró el marinero—, una gran ciudad, como Bocoum. —Guardó silencio un instante—. No, todavía mayor. Como Alecia.

Incluso eso era quedarse corto. No era sólo el número de luces, pensó Espadín. Era la forma en que puntuaban el oscuro horizonte por lo que tenían que haber sido kilómetros. Aún era difícil ponerle una escala a aquello, pero por mucho que lo intentara, Espadín no podía quitarse de encima la impresión de que estaba contemplando la costa de una gran masa de tierra. Permaneció callado mientras Dovian ordenaba que primero una vela y luego otra fueran recogidas. Cuando llegó el momento de pedir los remos, sin embargo, bajó y habló en susurros a los hombres. Los ayudó a sacar los remos silenciosamente y los encajó en los toletes, que habían sido acolchados con dicho propósito. Se ocupó de uno durante un rato, acompasando el movimiento de sus golpes de remo al lento ritmo que marcaba Nineas, regular y fluido, como el corazón palpitante del barco, pensado más para ser sentido que oído.

Después, Espadín se quedó de pie junto a Dovian, viendo cómo la monstruosidad se deslizaba a su lado, tratando de aprehender su inmensidad, de cuantificar sus dimensiones en términos finitos. No había ningún signo evidente de que la estructura flotara sobre las olas. Parecía tan sólida como si toda ella estuviera hecha de piedra, como si sus fundamentos se prolongaran a través de las brazas y estuvieran anclados directamente en el suelo del océano. Sus muros, lisos y carentes de rasgos, se elevaban treinta metros por encima de las olas. Allí era el único lugar donde la geometría se rompía en balcones y terrazas, torres y ventanas iluminadas. Podía alojar… ¿a cuántos?: ¿medio millón de almas?, ¿un millón? ¿o más? Te hacía sentir como si mil pares de ojos debieran estar observándote desde arriba. Remaron a lo largo de un monstruo, reducidos al silencio tanto por la cautela como por la impresión.

Miraron hacia delante mientras contorneaban el extremo sur de la plataforma. Un gran complejo rectangular se alzaba en la lejanía. Era una forma más oscura recortada contra la noche, una geometría hecha como de negra obsidiana, iluminada únicamente por tenues balizas en cada esquina. Un muelle flotante de medio kilómetro de largo la conectaba a la estructura principal. Tan ancho y de firme tan igualado como los mayores caminos del reino, ondulaba ligeramente con un movimiento que, por un instante, conjuró imágenes de leviatanes salidos de las profundidades marinas.

—Di a la tripulación que preparen el bote pequeño —dijo Dovian—. Cuando nos hayamos acercado lo suficiente, bajadlo al agua. Dales la llave a Clytus y Wren. Que ellos se encarguen de comprobar la cerradura.

—¿Clytus y Wren?

—Y seis más que remen para ellos, todos bien armados. Pueden hacerlo. Lo sabes, ¿verdad? En cuanto los hayas enviado, vuelve conmigo. Te quiero aquí a mi lado para que oigas lo que tengo que decir.

—Tendremos que echarlo a suertes —dijo Espadín.

—Haz lo que he dicho. Y luego vuelve aquí conmigo.

Espadín así lo hizo. Unos instantes después estaba de vuelta, con el saco de astillas de madera marcadas apretado en el puño. Miró en dirección a los almacenes y contempló cómo la silueta del bote remaba a través de la distancia que lo separaba del muelle y desaparecía dentro de las sombras. Unos segundos después creyó ver figuras moviéndose en el muelle, pero desaparecieron en cuestión de nada. A partir de entonces, los momentos se prolongaron, inacabables y cargados de tensión.

Desde el Ballan sólo podían conjeturar lo que estarían haciendo Clytus y Wren basándose en lo que les había dicho el práctico. «Habrá unos cuantos guardias en la puerta —había asegurado el hombre—, pero si vais con sigilo seguro que los cogéis desprevenidos a todos». Explicó que las plataformas nunca habían sido atacadas seriamente en todos los años de su existencia. La Liga consideraba que la distancia a que se encontraban de tierra firme era protección suficiente por sí misma. A ese límite natural había que añadir la enormidad de sus muros y la reputación para la venganza de la Inspección Ishtat. Más allá de eso, estaban la peculiaridad de las llaves y el hecho de que sólo aquellos en quienes más se confiaba llegaran a obtenerlas nunca y se supusiera que la lealtad entre los sires era absoluta: todas esas cosas los hacían confiar en que se hallaban a salvo. Los guardias eran una medida superficial, y ellos lo sabían. «Con un poco de suerte los encontraréis echando la siesta».

Espadín no había estado seguro de si debería confiar en él. Podía estar llevándolos a una trampa. Pero una vez que el práctico se hubo acostumbrado a su papel de traidor se volvió increíblemente comunicativo. Llegó a estar tan dispuesto a cooperar que Nineas masculló: «Me parece que ahora se imagina que es un incursor». De hecho, parecía anticiparse a todas las preguntas que pudieran tener y trataba de responder a ellas antes de que le fueran formuladas.

Deberían evitar la entrada principal, dijo. Se hallaba ubicada en el punto por donde el muelle se unía al almacén de la brea. En lugar de entrar por ella, deberían ir a lo largo del muro en dirección sur hasta que encontraran la entrada lateral, la que utilizaban los sires cuando estaban entrando en el almacén desde el lado del océano. Era una puerta alta, angosta, con una sola cerradura en el centro. Deberían introducir la llave completamente, como si fuera un bloque de madera geométrico parte de un juego infantil que necesitaba ser introducido en el compartimiento adecuado. La cosa se reducía a eso. No había que hacerla girar. Esa era la razón por la que la llave no se parecía mucho a una llave. Una vez que hubiera quedado alojada, la puerta se abriría deslizándose con la más leve presión ejercida contra ella. Dentro encontrarían una confusión de cosas almacenadas y objetos manufacturados y maquinaria que le era imposible detallar. Pero no hacía falta que lo hiciera. Una vez dentro, estarían viendo el mayor depósito de material explosivo en el Mundo Conocido. En lo tocante a decidir qué hacer con ese material, eso se lo dejaba a ellos.

Mientras sentía transcurrir lentamente los minutos interminables, Espadín deseó estar allí. Debería haber sido él quien corriera el riesgo. Era el que los había llevado hasta allí, tanto si le gustaba admitirlo como si no. ¿Por qué no había ido con ellos? Dovian dio las órdenes, y él las había seguido. ¿Por qué no cuestionó…?

Antes de que supiera lo que estaba sucediendo, Dovian extendió el brazo, cogió de entre sus dedos la bolsa con las astillas, y la arrojó al océano.

—Voy a ir yo —dijo el incursor—. No intentes discutir conmigo. Hasta que me haya ido, estoy al mando. Yo digo que se hará así, y no hay más que hablar. Sólo quería que fueras el primero en saberlo. Se lo diremos a los otros juntos. Ven.

—¡No! —Espadín plantó la mano en el pecho de Dovian, deteniéndolo—. No, íbamos a echarlo a suertes. ¡Fue lo que acordamos! No puedes…

La mano de Dovian cubrió la del hombre más oven, caliente y áspera, sudorosa.

—No me lo pongas más difícil. Estoy enfermo. No voy a mejorar. La verdad es que me estoy muriendo. Llevo tanto tiempo acercándome a la muerte… He estado esperando para entender la mejor manera de decirle adiós al mundo. Ahora la he encontrado por fin.

—No puedes morir. —Espadín sabía que sonaba como un crío, pero no lo pudo evitar—. No puedes dejarme…

—Ahí es donde te equivocas. Te he dado todo lo que podía llegar a darte. He vivido los mejores años de mi vida contigo, muchacho. Te he dado hasta la última brizna de sabiduría que tengo. No era gran cosa, lo sé, pero te he enseñado todo lo que un padre debería enseñar, ¿verdad? En un mundo justo, los padres vivirían para ver convertirse en hombres a sus hijos. Sólo entonces los dejarían. Eso es lo que está sucediendo aquí.

Espadín volvió a entrever un segundo movimiento en el muelle. Observó, sin respiración, hasta que vio cómo el bote emergía de las sombras para remar de vuelta hacia el Ballan. Quiso que se detuvieran. Necesitaba más tiempo. Se dirigió a Dovian y dijo:

—Llegamos a un acuerdo. Éste no es lugar para que tú…

El viejo suspiró.

—Algún día te sentarás en el trono de Acacia —dijo—. Lo harás, por mucho que tú aún no lo sepas. Si hubiera podido hacer las cosas a mi manera yo estaría allí a tu lado, más orgulloso que nada. Pero no puedo ayudarte con eso como me gustaría. Esto sí que lo puedo hacer, no obstante. Esto sí que lo puedo hacer. —Curvó la mano sobre el hombro del joven—. Permite que te enseñe una última cosa… cómo morir gloriosamente.

No llegaron a oír las palabras del grupo que regresaba, pero el mensaje fluyó hacia ellos sobre dedos de electricidad susurrada. ¡La llave servía! El almacén estaba abierto. Habían matado a dos guardias cerca de la puerta principal, pero no había más a la vista.

—Será una llamarada digna de verse, eso te lo prometo. Ah, Dariel, hazme caso. Es lo único que te pido, una cosita de nada… No, más que una cosa. También tengo otra. No me la negarás. Sé que no lo harás, porque te he criado lo bastante bien.

Menos de una hora después, Espadín desplegó la vela negra mientras los demás seguían manejando los remos. El viento había cambiado. Ahora soplaba con fuerza, propulsándolos por el océano a un ritmo constante. La mancha anaranjada que anunciaba la proximidad del amanecer iluminaba el horizonte en el Este. Detrás de ellos sólo había negrura, silencio. Como en su sueño, pensó Espadín. La nada detrás de él. El miedo innombrable del que tenía que huir siempre.

Pusieron una segunda hora tras ellos. Unos cuantos temores, expresados en susurros, de que hubieran cogido a Dovian. Ninguno de ellos sabía a qué se había enfrentado después de haber cruzado ese umbral abierto. Quizá la misión había fracasado. Espadín se apartó de los demás y se quedó inmóvil en la proa del barco. De todos modos, Dovian se había ido. Lo que no parecía real. No parecía posible. Espadín quiso detener el movimiento del barco sobre el mar y el transcurso del tiempo y sólo…

Esas nociones fueron finiquitadas súbitamente de la más concluyente de las maneras. Espadín supo con toda la certeza del mundo cuál era el momento en que Dovian enviaba su alma en busca de la Donante. El estallido de luz que lo anunció convirtió la noche en día e hizo del mar un espejo negro en el que ondulaban y danzaban los contornos de los cielos. Espadín no miró atrás. Temía hacerlo. Estuvo seguro, en ese instante, de que una furiosa conflagración se elevaba hacia arriba a sus espaldas, con el alma de Dovian en su ápice, para rugir dentro de los cielos. Estuvo seguro de que el infierno se propagaría y consumiría el mundo sólo con que se diera la vuelta para afrontarlo. Esos pensamientos tenían tan poca base como los de la lógica del sueño, que no es lógica en absoluto. Espadín lo sabía, pero aun así clavó los ojos en el este del horizonte y afrontó únicamente la llamarada que había allí, huyendo de la que había tras él como en una frenética carrera hacia el día que se iniciaba.