Cuanto más tiempo pasaba Aliver entre los santoth, más sentía que pertenecía a aquel lugar. Los santoth conservaban todas sus extrañas peculiaridades. Continuaban fluyendo como espectros, dejando estelas tras de sí. Aliver siempre se sobresaltaba cuando de pronto se movían con un súbito estallido de celeridad, tan repentino que le era imposible determinar cómo se habían desplazado de un sitio a otro. Tampoco conseguía acostumbrarse al modo en que sus expresiones faciales cambiaban en un abrir y cerrar de ojos. Pero en muchos de los aspectos más importantes, los hechiceros lo envolvieron en un cálido abrazo de bienvenida. Eran como parientes encontrados por primera vez y reconocidos a un nivel más fundamental que aquel que entendía la mente consciente de Aliver.
Sus facciones apagadas llegaron a hacérsele familiares. A veces, cuando miraba los nebulosos contornos de una de sus caras, se quedaba absorto contemplando una imagen idéntica a la suya, como si el ser que tenía delante fuera en realidad un espejo viviente, un reflejo de él mismo sólido e incorpóreo al mismo tiempo, fiel a él y sin embargo diferente de maneras que requerían estudio. Aliver no había abierto la boca para decir una palabra en voz alta desde que oyó la monstruosidad de su propia voz aquella primera vez, y tampoco se le pasaba por la cabeza siquiera escuchar a través de sus oídos. Las voces de los santoth carecían de resonancia auditoria, pero eran tanto más íntimas a causa de ello. Adquirían el compás de pensamientos enmarcados dentro de un lugar silencioso dentro de la mente de Aliver. Llegó a sentirse más cómodo en su comunicación con ellos que en ninguna de las interacciones compartidas que había conocido antes.
Sentía que, en el agitado discurso entre ellos, los santoth iban tomando pequeñas porciones de su consciencia. Buscaban pequeños fragmentos y briznas de recuerdos e información, cosas almacenadas en los rincones más recónditos de la mente de Aliver y olvidadas hacía ya mucho tiempo. Conforme iba liberando esas cosas, Aliver las revivía en cierto grado. Volvía a deambular por momentos de su infancia. Veía imágenes con las que no había soñado en años, oía historias contadas en la cadencia de la voz de su padre, escuchaba mientras su madre le cantaba para que conciliara el sueño. Volvía a sentir la paz absoluta del acunarse contra su seno, los brazos de su madre en torno a él, la suave expulsión de su aliento acariciándole la cara. También recordaba cosas que no eran tan agradables.
Los santoth sentían una lenta, insaciable curiosidad por todo lo que había visto y experimentado Aliver, por la historia tal como la entendía Aliver y por acontecimientos de lo que para ellos era el pasado más reciente. Aliver percibía lo impresionante que fue para ellos enterarse de que Tinhadin se había permitido a sí mismo morir dentro del lapso normal de una existencia humana. Ése no era el hechicero que habían conocido ellos, no era el ambicioso que extendía los brazos con la esperanza de circundar el mundo entero. Igualmente difícil de aceptar para ellos era el hecho de que los antepasados directos del hechicero no supieran nada de la lengua de la Donante. ¿Cómo podían los descendientes de Tinhadin no saber nada de La canción de Elenet? ¿Cómo podía haberse escurrido de la existencia semejante conocimiento? Aliver sentía el temor que latía detrás de aquellas preguntas y podía sentir que los santoth no creían enteramente todo ello. Porque, aunque sabios y muy entrados en años, los santoth estaban atados a la vida como todas las criaturas. No sabían lo que podía reservarles su propio futuro y temían, igual que hace cualquiera cuando ha de afrontar la incertidumbre.
No obstante, los santoth ofrecían a Aliver más de lo que tomaban de él. Podían no haber sabido nada acerca de los acontecimientos que habían tenido lugar en el mundo durante los últimos cientos de años, pero eran enciclopédicos en su conocimiento del tiempo distante que los había moldeado a ellos y a todo lo que sucedió antes. Nutrían a Aliver con historia y sabiduría. Le detallaron la Retribución de un modo que reescribió por completo su entendimiento de la fundación de su dinastía. Hablaban de Edifus y Tinhadin y Hauchmeinish como si se hubieran despedido de ellos el día antes. Contaban de batallas y duelos no preservados en las Formas. Lo alimentaban con una dieta compuesta enteramente de conocimiento.
Muy poco de lo que llegó a saber acerca de las acciones de la gente empezaba o terminaba con los nobles ideales o con la maldad demoníaca que le habían enseñado que subyacía detrás de todas las grandes contiendas. Había algo de reconfortante en ello. Para empezar, la naturaleza del mundo y de los crímenes cometidos por los hombres al darle forma cobró sentido para Aliver. Había una verdad, comprendió. Las cosas habían sucedido de ciertas maneras. Era posible entender los acontecimientos, si bien sólo desde una posición ajena a cualquier juicio y sólo cuando uno los miraba sin el deseo de darles forma para crear ciertos significados, para validar, para explicar. Los santoth no intentaban hacer nada de eso. Ellos simplemente le informaban, y parecían carecer de toda opinión propia sobre el catálogo de crímenes y padecimientos que le detallaban.
Lo habitual era que esa conversación tuviera lugar con una consciencia colectiva, dentro y fuera de la cual fluían a voluntad las voces individuales. De vez en cuando Aliver se encontraba sentado junto al santoth que le había hablado por primera vez. Antes llevaba por nombre Nualo, aunque en su nueva existencia aquí no había necesidad de individualizarlo mediante él. Si un pensamiento estaba concebido para él, Nualo simplemente lo sabía; similarmente, si un pensamiento provenía de Nualo, Aliver sabía a partir de su cadencia y forma y sensación resultante de quién se había originado dicho pensamiento.
En un momento dado —Aliver no habría podido decir si durante la noche o durante el día, una semana o un año después de su llegada al lejano sur—, Nualo dijo que acababa de entender algo, un defecto en la concepción del mundo que tenía Aliver. Concernía a la historia de Bashar y Cashen.
La historia, como sabía cualquier niño acacio, era que dos hermanos de sangre real que fueron incapaces de compartir el poder igualitariamente se convirtieron en grandes enemigos. Combatieron en las montañas y a veces, durante grandes tormentas, su ira volvía a crecer y podías oír el rugir de su batalla en curso. Era una historia, dijo Nualo, que ocultaba una verdad que Aliver debería conocer.
«No hubo ningún Bashar —dijo—. No hubo ningún Cashen».
Hubo, sin embargo, dos pueblos: uno llamado basharu y uno llamado cularashen. En el remoto pasado había dos naciones de gentes talayas. Vivieron hace tantísimo tiempo que no hay manera de medir los años. Provenían de antepasados comunes, pero crecieron de formas separadas y se tenían a sí mismos por seres completamente distintos. A medida que ambas naciones prosperaban y aumentaban en número, aprendieron también el orgullo. Los basharus se creían favorecidos por la Donante. A eso los cularashens lo llamaban herejía; los amados de la Donante eran ellos. Ambos pueblos encontraron toda clase de pruebas para verificar su opinión: en la bendición que les otorgó la Donante, en la abundancia de sus cosechas en un año dado, en la enfermedad desencadenada sobre el otro, en el sol que favorecía las cosechas de uno, en las inundaciones que destruían las del otro. Cada año —cada mes o cada día o cada hora, de hecho— confirmaba y retaba sus aseveraciones.
Finalmente, ambas razas accedieron a elevar una petición a la Donante. A través de plegarias y sacrificios, ofrendas y ceremonias, le pidieron que diera a conocer su preferencia. Querían que eligiera entre los dos pueblos, de manera que todos vieran y entendieran a cuál de los dos favorecía más. La Donante, sin embargo, no les respondió. No, al menos, a través de un signo sobre el que ambos bandos pudieran estar de acuerdo. Así que lucharon para decidir la cuestión ellos mismos.
La suya fue la primera guerra entre las naciones de los hombres, pero en ella aprendieron todas las degradaciones que los humanos se verían en la necesidad de practicar en adelante. Los basharus acabaron imponiéndose. Los cularashens huyeron de Talay. Navegaron hasta una isla en el centro de lo que para ellos era un vasto mar. Se llevaron consigo muchas cosas, las semillas de las acacias incluidas. Las plantaron por toda la isla de manera que pudiesen sentirla como un hogar. Desde entonces habían vivido en aquella isla.
«Ese nombre, cularashen, ha sido olvidado —dijo Nualo—. Al igual que el otro, basharu. Pero esas gentes —los cularashens vencidos— son las gentes a las que llamas acacios. Tú, príncipe, eres uno de ellos».
«¿Cómo puede ser? —preguntó Aliver—. Somos tan diferentes delas gentes de Talay. En tantos aspectos…» Quería decir en términos de características raciales, como el color de la piel, la forma y las facciones de la cara. Pero vaciló en proyectar aquel pensamiento. Algo en él lo pinchaba por dentro con unas espinas que no podían ser más incómodas.
Nualo le entendió sin dificultad. Dijo que la Donante se había enfurecido ante la insensatez de la gente. Aborrecía la guerra y la suciedad que tan visiblemente emanaba de su propia amada creación. Si los humanos creían ser tan diferentes unos de otros, entonces él haría que fueran aún más diferentes. Retorció las lenguas de las gentes y las hizo hablar distintamente, de manera que las palabras de una nación eran una jerigonza carente de significado para los oídos de otra. Asó al sol a unos y dejó que otros se marchitaran y empalidecieran en el frío. Estiró narices olas aplanó, hizo a algunas personas altas y a otras bajas, puso ojos muy dentro de las cuencas o los pellizcó del extremo y los volvió rasgados, retorció el pelo en rizos o dejó que colgara laciamente. La Donante hizo todo eso como una prueba para que ellos vieran la verdad. Pero no lo hicieron. En cosa de nada, los humanos empezaron a aceptar que eran diferentes unos de otros, y entones la discordia entre ellos se convirtió en la norma. Y esto, además de la traición de Elenet, era otra razón por la que la Donante, llena de disgusto, había vuelto la espalda al mundo. Desde entonces no había tenido nada que ver con él.
«¿Todas las razas son una?», preguntó Aliver.
«Todas las razas del Mundo Conocido son una sola raza —dijo Nualo—. Olvidarlo fue el segundo crimen cometido por los humanos. Todavía padecemos por él».
Aliver tendría que vivir con aquella nueva versión del mundo durante algún tiempo antes de que llegara a hacérsele real. El viejo orgullo enraizado en su temperamento se mofaba de la idea de que los acacios no fueran más que una tribu talaya que había sido derrotada y expulsada. Aliver había vivido una vida entera con la supremacía acacia como algo que se daba por hecho. Cierto, se había encontrado esforzándose por superar a sus pares talayos en cualquier competición durante los últimos nueve años, pero había tomado eso como un defecto de su persona. Él no estaba a la altura de los patrones de su pueblo. Eso era lo que lo había impulsado a esforzarse todavía más, a llegar a ser apropiado, y a luchar como un guerrero y matar un lárix.
Tan seguro estaba de sus carencias que había tratado de esconderlas cada día de su existencia. Nada de ello había hecho vacilar su convicción de que las diferencias observadas en el exterior de las personas reflejaban diferencias igualmente indiscutibles dentro de ellas. Nualo y los otros santoth le habían quitado esta convicción de debajo de los pies y lo habían dejado a la deriva en un mar de posibilidades jamás imaginadas. Por razones que Aliver no llegaba a reconocer del todo, eso lo inquietaba más que ninguna de las otras revelaciones que había recibido de los santoth.
Pareció que vivía con ellos una eternidad antes de que lo instaran a volver a su propósito. Cosa que hicieron en masa. Los santoth se congregaron alrededor de Aliver, círculo fuera de círculo, un rostro pétreo tras otro, de forma muy parecida a la audiencia celebrada con él cuando llegó allí. Sólo gradualmente fue dándose cuenta Aliver de que tenían un propósito particular. Lo habían aceptado. Habían esperado. Habían aprendido y compartido con él. Ahora querían.
«Tráenos de vuelta al mundo —dijeron, hablando en la voz singular que era todos ellos a la vez—. Libéranos».
Le aseguraron que él era el único que podía hacer tal cosa. Sólo él de toda su generación —es decir, un primogénito del linaje patriarcal de Tinhadin— podía levantar la maldición que los mantenía en un estado separado del resto del mundo. Así era como Tinhadin había urdido la magia. Era una magia muy poderosa, pero el mismo Elenet había decretado que tenía que haber una escapatoria de cada hechizo. Sabía que los hombres siempre erraban de alguna manera cuando hablaban la lengua de la Donante. El defecto podía no ser obvio inmediatamente, las ramificaciones no estar claras durante siglos, pero al final los defectos siempre acababan apareciendo. A Tinhadin no le quedó más remedio que acatar ese edicto, incluso cuando —como en aquel caso— castigaba a otros de su misma categoría.
«No existe ningún hechizo que no pueda ser deshecho —dijo el santoth—. Siempre hay una puerta trasera que nunca se cierra. Tú eres esa puerta, y sólo tienes que decir las palabras».
«¿Qué palabras?», preguntó Aliver.
Eso, sin embargo, no era una respuesta que el santoth pudiera proporcionar. Sólo el mismo Aliver podía deducirla. Ni siquiera podían enseñársela, ya que su habla divina había sido tan corrompida por el paso del tiempo que nada de cuanto articularan ellos salía como había sido su intención. Los santoth no ocultaron su decepción: «¿Por qué, entonces, nos has buscado? ¿Por qué nos sacaste del sopor?»
¿Por qué, ciertamente? Aliver casi había olvidado la sucesión de años terrenales que conducían al presente. Volver a centrar la atención en lo que había sido su propósito requirió un cierto esfuerzo. Pero en cuanto lo intentó, todo volvió a él. Había venido en busca de los santoth, lleno de importancia, con el propósito suspendido en torno a su cuello como un castigo. Había un mundo entero de personas —a muchas de las cuales quería— enzarzado en una contienda titánica. Él había venido aquí buscando ayuda, no para hallar refugio, no para encontrar un hogar entre los desterrados, no para olvidar el mundo. Había venido para preguntar a los santoth qué podían hacer para salvar a una familia —y a un mundo— que los había expulsado de su seno.
Dejó que todo aquello fluyera de él hacia los hechiceros. Giró en el aire de la respiración entre ellos, se movió en círculos y se entretejió a través de ellos en el silencioso y fluido intercambio que tan natural parecía ahora.
«Pides de nosotros cosas que no podemos hacer —dijeron los santoth—. Podríamos ayudarte desde aquí, pero habría límites».
«Es mucho lo que podéis hacer con vuestros poderes. Estoy seguro de ello. Os… os doy permiso para dejar este lugar y regresar al mundo».
Los santoth necesitaron un tiempo para considerarlo. Aventurarse por el Norte sería bueno, admitieron finalmente. Pero a menos que fueran liberados apropiadamente de la maldición de Tinhadin, nunca podrían actuar en el mundo de la manera en que lo hacen las personas normales. Serían espectros que caminan por un mundo del cual no formaban parte enteramente. Lo que era más, no podían ayudarlo del modo en que él tenía intención de que lo hicieran.
«Deseas que hagamos la guerra».
Esta vez fue Aliver quien titubeó. Lo expresaban de una manera tan simple… Y sin embargo era cierto… o lo era en su mayor parte, al menos. Él no quería tal cosa, pero se aproximaba una batalla. Ahora que recordaba plenamente, estaba claro que toda su vida había estado dirigida hacia la guerra. Una guerra horrible. Una conflagración que o lo liberaría o lo destruiría. Pronto, tendría que volver al mundo y… «Sí, haré la guerra contra mis enemigos». Casi añadió la palabra «noble» o «justa» o «necesaria», pues tal era la clase de guerra que deseaba librar. Las rumió en su mente pero no llegó a liberarlas. Sabía lo que pensarían los santoth de semejantes nociones.
«Puedes invitarnos de regreso al mundo —dijeron los santoth—, pero seremos forma sin sustancia».
«Pero ¿y si fuerais liberados? —preguntó Aliver—. Si yo encontrara el libro de Elenet… si aprendiera cómo liberaros… ¿Entonces podríais combatir por mí?»
Habiendo hecho la pregunta, Aliver se quedó sentado consciente del latir de su corazón, observando los rostros borrosos que lo rodeaban por doquier, sintiendo la gravedad con la que consideraban su respuesta. Era la primera sensación del transcurrir del tiempo que había experimentado desde que llegó aquí.
Algo había cambiado. El mundo había empezado a reclamarlo, y parecía urgente que él tuviera la respuesta a su pregunta. «¿Combatiréis por mí?»
«Si nos liberas, combatiremos por ti —dijeron finalmente los santoth, respondiendo con una rapidez que traicionaba emociones que hasta el momento habían tratado de controlar—. Vuelve a hacer de nosotros unos auténticos hechiceros, gran príncipe, y limpiaremos la pizarra del mundo para rehacerlo como desees».