Maeander había sabido desde la infancia que sus dones no podían ser más distintos de los de su hermano. Hanish poseía una mente despierta, una memoria enciclopédica, una capacidad para llevar adelante al mismo tiempo tanto grandes planes como detalles minúsculos, una habilidad para inspirar adoración por parte de las masas y una aguda comprensión de cómo manipular el mito en favor suyo; todo lo cual estaba muy bien, pero Maeander era el que andaba con la ira tangible, marcial de su pueblo palpitando a través de él. Su fría impasibilidad, su sonrisa, sus lentos ojos disfrazaban el agitado núcleo de violencia que siempre estaba presente en su interior.
Él nunca se ponía ante ningún hombre sin ponderar cómo podía darle muerte en cuestión de segundos, con un arma o sin ella. Mientras otros sonreían y charlaban y hacían comentarios sobre su apariencia o sobre el tiempo, Maeander imaginaba qué cantidad de fuerza se necesitaría para hundir la cuña de sus dedos tensados a través del cuello de una persona, de manera que pudieran agarrar la arteria que bombeaba la sangre a su cabeza y arrancarla del sitio. Él siempre había imaginado esas cosas, y aún tenía que hartarse de la inquietud que su mirada infundía en los demás.
Maeander sabía que él, no su hermano, encarnaba más plenamente la ira de los tunishnevre. Los mismos antepasados así se lo decían. Y le aconsejaban sobre cuál era el favor que estaba virando hacia él; sólo tenía que esperar a que llegara, seguir siendo fiel a sí mismo, y estar preparado. Ésa era también la razón por la que había preparado a Larken durante todos aquellos años. El acacio era tan buen asesino como cualquier mein, y sería un aliado perfecto cuando llegara el momento.
Enviando a Maeander en busca de los Akaran, Hanish le había asignado una misión secundaria con respecto a la encomendada a Haleeven. Pero al final, creía Maeander, sería la de mayor importancia. Los tunishnevre necesitaban sangre akarana. Nada convenía más a sus necesidades que el líquido vertido por las venas de los hijos de Leodan Akaran, descendientes directos del propio Tinhadin. Corinn podía bastar como un último recurso, pero si los otros vivían aún, los tunishnevre querrían y necesitarían su sangre también. ¡Pensar en cómo sería recompensada la mano que entregara semejante ambrosía! Los antepasados, cuando hubieran sido liberados de la maldición, cubrirían de favores a quienes habían hecho posible tal cosa. ¿Por qué él no debería ser el primero entre los así recompensados? ¿Por qué la ira de los tunishnevre no debería vivir en él, en una presencia física y tangible que podría remodelar el mundo mucho más completamente de lo que Hanish había soñado aún?
Maeander se embarcó en su cacería con el mismo vigor que había mostrado a la hora de ponerse en campaña. Reunió en torno a él toda una jauría de sus asesinos más veteranos y de mayor confianza y de los mejores de los jóvenes, los más habituados a su propia fatiga y al sufrimiento de otros. Los condujo, rabiosos y aulladores, en busca de un rastro que tenía nueve años de antigüedad. Fue río Ask arriba; desembarcó al pie de los Bajíos; y avanzó hacia el Este, serpenteando a través del bosque de árboles de anchas hojas que circundaba el Borde Methaliano. No había ninguna pista particular que lo llevara allí, pero una gran parte de la dispersa población del área seguía siendo leal al rey muerto de los Akaran. Maeander buscó entre ellos, interrogando, castigando, dejando tras de sí pueblos en llamas y jóvenes, cuya arrogancia lo había irritado particularmente, clavados al tronco de un árbol por las manos y por los pies y convertidos en un alfiletero de flechas. Unas cuantas lenguas aflojadas por el miedo balbucieron disparates, pero Maeander supo reconocer esto como lo que era en realidad y se cobró la pérdida de tiempo de maneras que nadie en los bosques olvidaría pronto.
Mientras contorneaba la barrera de montañas que separaban Aushenia de la altiplanicie del Mein, y a pesar de todos sus esfuerzos, seguía sin saber más que antes. Le había, sin embargo, cogido una cierta afición al trabajo. Desde hacía mucho tiempo, Maeander tenía la firme creencia de que el terror y el dolor que uno instilaba en una víctima eran directamente proporcionales al placer a recibir como torturador. De ser así, él había causado mucho terror y dolor. Sabía que eso no era lo que Hanish había solicitado de él, pero esta misión era suya para proseguirla del modo que creyera más adecuado.
Aushenia le ofreció una gran expansión de campos y bosques, ciudades y pueblos, en los que poner aún más a prueba aquella ecuación. Oficialmente, la provincia seguía siendo una posesión numrek, pero tantos de los forasteros habían abandonado el lugar a favor de la costa talaya que el territorio había revertido a un estado de relativa autonomía. Los numreks daban más quebraderos de cabeza que otra cosa, pensaba Maeander. No había nada más difícil de justificar que el carácter de los «amigos» de uno. Extraño también que tierras derrotadas sólo unos años antes se negaran a aceptar el nuevo orden de las cosas. La propensión a mostrarse recalcitrantes de los aushenios crecía como las malas hierbas en cada grieta y hendidura del lugar. Y, lo que era todavía más importante, siempre había habido rumores de que los bosques del norte ocultaban a bandas de exiliados acacios, gentes que se habían pasado al nomadismo, errando de un lugar a otro, negándose a reconocer la realidad. Los hombres de Maeander se adentraron en Aushenia como lobos que caen sobre innumerables ovejas, buscando signos de oro acacio entre todos aquellos vellocinos lanudos.
No todos los aspectos de su estrategia empezaban y terminaban con la brutalidad, sin embargo. Maeander también agitaba ante la gente recompensas a ganar por la conducta apropiada, para tentarlos, para atar en nudos sus lealtades, para demostrarse a sí mismo y demostrarles a ellos que había un precio para todo. Nada podía ser comprado más barato que el honor. Dicho en pocas palabras, hacía correr la voz de que pagaría generosamente toda información útil. «La persona que me entregue a un Akaran será rica más allá de cuanto haya soñado jamás —decía— y se habrá ganado la lealtad imperecedera del Mein. Recibirá un millar de monedas de oro, una isla o una ciudad o un palacio, cien cortesanas de la clase que él quiera. Consideradlo. Medidlo y actuad sensatamente».
Dicho mensaje se difundió por todos los confines del imperio, y durante dos semanas Maeander fue en pos de las pistas más creíbles. Envió hombres como azogue vertido sobre los contornos de la tierra, escurriéndose en una miríada de direcciones, capturando a los líderes de poblaciones sospechosas, interrogando, amenazando, engatusando. Puso una trampa a lo largo del camino principal entre la Cascada de Aushenguk y el Norte porque —se le había dicho— una banda de acacios rebeldes pasaría por ella con un cargamento de armas y monedas destinadas a alimentar una insurgencia planeada. Ningún artículo o persona con dichas características fue descubierto. Tomó por asalto una aldea, prendiendo fuego a cabaña tras cabaña sobre la base del testimonio jurado de que un miembro de la realeza acacia residía allí. No se encontró a ninguno. Y, un anochecer, ordenó a sus hombres que se abrieran paso a cuchillo hasta el interior de una asfixiante morada subterránea que se le había dicho alojaba al mismísimo Aliver Akaran. Pero lo que encontraron allí dentro, en lamentable realidad, fue un cubil de libertinaje numrek, lo bastante repugnante para que después rondara incluso por los sueños de Maeander.
Al final de un mes en Aushenia se había hartado de su propia estrategia. Mantenerse abierto al testimonio de cualquier taimado campesino no era una buena táctica. Algunos de los que acudían a él traían información equivocada; algunos, espoleados por la avaricia, se lanzaban a grandes saltos de conjetura que nunca reflejaban la realidad. Muchos basaban sus declaraciones en rumores carentes de ninguna validez verificable. Algunos eran puros y simples mentirosos. En los ojos de unos cuantos creyó discernir una oculta hilaridad. Eso lo irritó más que ninguna otra cosa. ¡Aquellos trotadores de la turba pensaban poder hacerlo quedar como un imbécil!
Cuando la información de verdad encontró a Maeander, sin embargo, no se trató de la clase de pista que esperaba él. Una joven sirvienta de un antiguo guardia marah llegó jurando que su señor sabía algo de la hija desaparecida de Akaran, Mena. Maeander prometió a la joven que, si contaba alguna falsedad, le hundiría una punta de lanza bien reluciente y todavía roja de las fraguas a través del ombligo. Se cocería de dentro para fuera. La joven, pálida y temblorosa, se mantuvo apegada a su historia.
El supuesto marah ya no era un soldado. Por la razón que fuera, había optado por llevar una pequeña granja incrustada entre dos riscos rocosos. Maeander llegó allí entre el movimiento de su banda, el repicar de cascos y el tintineo de sus armas agitadas. Encontraron al hombre en su campo, de pie junto a un caballo solitario, observándolos como podría esperar un anciano a los portadores de la muerte. Oyó en silencio la razón de su llegada, no miró a la joven ni expresó gran cosa de cualquier emoción. Se limitó a señalar su cabaña.
Una vez dentro de aquella estructura húmeda y agobiante, Maeander optó por quedarse de pie, yendo de un lado a otro, mientras el hombre se sentaba. Tenía el cuerpo de un guerrero, desde luego, si bien ahora un tanto torcido y deformado por toda la labor en la granja. Tenía manos de dedos delgados que puso encima de las rodillas, y los ojos rojos y bulbosos de un fumador de niebla. Preguntó si podía encender una pipa y Maeander asintió.
No fue ni rápido en hablar ni remiso a hacerlo. Parecía haber retenido su información el tiempo suficiente para que fuera al mismo tiempo una parte de él y algo de cuya carga no le importaba ser liberado. Respondió despacio, contestando a una pregunta y después a otra con respuestas concisas y honestas. Había estado entre los guardias que llevaron a los hijos de Leodan Akaran a Kidnaban después de que se hubiera dado muerte a su padre. No había estado particularmente próximo a la familia real. Observó desde cierta distancia cómo se iba desarrollando su historia. El verdadero centro de su atención era otro marah, un oficial al que odiaba desde hacía tiempo y del cual deseaba vengarse. Fue siguiendo a ese oficial como descubrió que los niños estaban siendo enviados a un escondite. Aquel hombre, su enemigo, se convirtió en el guardián de Mena Akaran. Él lo siguió de manera encubierta, abandonando su puesto. Lo vio hacerse a la mar desde la isla a bordo de un esquife y lo persiguió hasta un puerto costero en la costa talaya. Allí los vio subir a otra embarcación, repleta de suministros, y hacerse a la vela. La siguió. No los alcanzó hasta que habían llegado al océano profundo fuera de la protección del Mar Interior. Allí mató al hombre.
—¿Por qué mataste a ese guardián?
El hombre exhaló una nube de niebla desde el ángulo de la boca antes de responder.
—Señor, él había ridiculizado a mi padre.
—¿Había ridiculizado a tu padre?
El hombre asintió con la cabeza.
—Muy bien, ridiculizó a tu padre. ¿De qué manera? —insistió Maeander.
—Mi padre era de una aldea al pie de las montañas en el norte de Senival. Hablaba con un acento que aquel marah, talayo de nacimiento, encontraba ridículo. Así lo dijo.
Maeander levantó las cejas, los labios fruncidos con una comicidad que no era nada propia de él.
—¿Eso fue todo? ¿Ese hombre se rio de tu padre porque hablaba con la ge dura? ¿Por eso lo mataste?
—Hizo otra cosa, también. Yo tenía una hermana…
—¡Ah! Esa hermana… por fin estamos llegando al meollo de la cuestión.
El soldado lo miró de soslayo.
—No fue lo que pensáis, señor. Sólo era una cría, mi hermana. Tenía unos cuantos kilos de más. Siempre había pesado demasiado, incluso de pequeñita. Un día ella y yo íbamos por la calle, cuando yo todavía era un crío, y aquel marah llamó a mi hermana. Le dirigió ruidos obscenos y gestos salaces. Ella no necesitaba oír eso de él, ni ver aquellos gestos. No era algo que yo pudiera perdonar. Viví con ello durante años sin ponerle un dedo encima a aquel hombre. Creía que era intocable, pero poco a poco fui haciendo acopio de valor. El odio que me inspiraba hizo un guerrero de mí. Entonces la guerra que trajo vuestra gente lo cambió todo, hizo posibles nuevas cosas. Yo quería verlo muerto, así que hice que lo estuviera.
Maeander estableció contacto ocular con varios de sus hombres, yendo de cara en cara para ver que la hilaridad estaba apenas oculta debajo de sus facciones, lista para hacer erupción si él así lo permitía. Optó por no hacerlo. Intentó imaginar al hombre marchito que tenía enfrente como aquel chico, flaco de hombros y temblando con una ira que carecía de arrestos para liberar. No pudo imaginárselo del todo. Pero los demás, había descubierto antes, rara vez se comportaban de una manera que tuviera sentido para él. Ciertamente se habían iniciado guerras por afrentas menores que aquélla.
—Así que tenías un motivo para matar a ese hombre. ¿Y la princesa qué?
—No le hice daño ni la ayudé.
—¿Pero la dejaste con vida?
El hombre asintió, ahora el movimiento no tan rígido como antes, sin duda suavizado por la niebla.
Maeander hizo una seña a uno de sus ayudantes para que quitara la pipa de la mano del hombre.
—¿Pretendes hacerme creer que el destino de la princesa Mena se determinó en base a un insulto lanzado por un joven a una cría gorda, recordado únicamente por ti?
—Creed lo que queráis, señor. La verdad sigue siendo la que es.
Maeander acercó un taburete al antiguo marah, sonriendo como si fuera un viejo amigo llegado para compartir unos tragos.
—Cuéntame más cosas acerca de ello, entonces —dijo—. ¿Cuándo fue la última vez que viste a la princesa?