43

Aquella primera noche Mena sólo escuchó. Dejó entrar al hombre que decía llamarse Melio, y que aseguraba conocerla a ella y a su familia, en el patio interior de su complejo de habitaciones. Antes nunca había hecho tal cosa con ningún hombre. Era un acto prohibido a las sacerdotisas de Maeben, uno que el día anterior hubiese parecido imposible. Pero en compañía de aquel hombre sucedían cosas impensables. Se sentaron en el duro suelo de tierra apisonada. Inquietas por una presencia masculina, las sirvientas de Mena se mantuvieron entre las sombras, listas para acometer en cualquier momento. Mena se limitó a mirar al hombre que, aparentemente alentado por el silencio de ella, dio inicio a un largo discurso.

Hablaba acacio, por lo que Mena sabía que sus sirvientas no entenderían una sola palabra de todo lo que dijera. Lo que la asombró fue que ella sí lo entendía. Sentada en el suelo, fue redescubriendo la plenitud de su primera lengua en una larga inmersión. Centraba su atención una y otra vez en una palabra que había dicho Melio. La hacía rodar dentro de su mente, percibiendo sus contornos. A veces la boca se le abría de golpe, los labios moviéndose como si en lugar de respirar estuviera bebiendo las palabras de Melio.

Había sido un soldado de Acacia, un joven marah que tuvo que hacer frente al primer ataque en masa padecido por el imperio en muchas, muchas generaciones. Las cosas que presenció en aquella guerra eran demasiado horribles para que se pudiera hablar de ellas en nada que no fueran los términos más generales. Melio había perdido todo lo que un hombre puede perder excepto su vida. Había visto a la mayoría de las personas que le importaban muertas o esclavizadas, o las había visto traicionar a su nación por un nuevo señor. La superioridad acacia había sido algo que siempre dio por hecho, y el que Hanish Mein hubiera desmantelado tan completamente el poderío militar de su nación todavía lo llenaba de asombro.

Había sido herido en una de las pequeñas escaramuzas después de los Campos Alecios. En el curso de una patética retirada, la fiebre hizo presa en él. Cuando despertó de ella, el mundo había cambiado por completo a su alrededor. Se sintió tan derrotado, dijo, que si la voluntad de morir bastara para causar la muerte, no estaría ante ella ahora. Incluso se habría quitado la vida, de no ser porque semejante acción era imposible para un soldado adiestrado como era él. Durante un tiempo se unió a la resistencia en Aushenia, sirviéndose de aquella tarea para ganarse una muerte honorable. Cosa en la que también fracasó.

Finalmente fue salvado de orquestar su propia muerte por el poder del rumor. Una noche de borrachera, un mercenario teh lo informó de que los pequeños Akaran habían sido llevados a un lugar seguro. El portador de esa noticia no podía nombrar ninguna fuente creíble mediante la que verificar su afirmación, pero expuso una simple lógica. Sólo habían capturado a Corinn, ¿sí? El hecho de que Hanish la exhibiera constantemente no hacía sino subrayar la ausencia del resto de sus hermanos. Habría hecho lo mismo con los demás si los hubiera capturado, ¿no? Por otra parte, ¿alguien podía probar que les habían dado muerte? ¿Se habían exhibido cabezas o cuerpos? ¿Se le había mostrado al público algo que confirmara, de una manera o de otra, el destino padecido por los Akaran? Las respuestas eran obvias, y con ellas surgían nuevas posibilidades. La más simple de ellas —y también aquella a la que se había aferrado Melio— era que si el linaje Akaran no estaba extinguido, podía ser devuelto al poder.

Decidió seguir vivo como pudiera buenamente, esperar a que pasara el tiempo con la esperanza de que hubiese algo de verdad en las historias. Durante los tres últimos años había trabajado para los mercaderes flotantes. Su ruta seguía las corrientes estacionales que circulaban por el Mar Interior. Por tres veces se había aventurado hasta tan lejos como el archipiélago de Vumu, con el que comerciaban los mercaderes. Nunca se había quedado mucho tiempo y nunca había visto a las sacerdotisas de Maeben antes. Cuán afortunado había sido que la hubiese encontrado. ¡Estaba viva! Así que había razón para creer que Dariel lo estaba también. Y seguramente Aliver vivía y en este preciso instante estaba haciendo planes para recuperar el trono. Los rumores eran ciertos, y Melio daba gracias a la Donante de que no hubiera muerto antes de descubrir aquello por sí mismo.

Mena le dijo que se fuera cuando se aproximaba el alba, sin prometer nada, sin admitir nada, sin mostrar ninguna señal del efecto que su presencia había tenido sobre ella. Se acostó en su camastro cuando llegaba el día, cálido y despejado como siempre. Tenía la mente sorprendentemente vacía. Sabía que hubiese debido estar hirviendo de temores y dudas, recuerdos removidos, preguntas suscitadas. Pero simplemente no podía centrarse el tiempo suficiente en nada como para afrontar su importancia. Siguió tendida en el camastro hasta que se durmió. Despertó cuando su sirvienta la avisó de que ya era bien entrada la tarde, se levantó, y cumplió con sus obligaciones como sacerdotisa.

Volvió al anochecer para encontrarse con que el acacio la esperaba de nuevo en el sendero. Una vez más lo dejó entrar en el complejo y se sentó a oírlo hablar. Cuando lo despidió horas después, Mena continuaba sin haber prometido nada. No admitió nada, no mostró señal alguna de que pensara nada de las historias que había contado él. Durmió durante toda la mañana, despertó al calor del mediodía, y miró el techo encima de ella, escuchando el rumor de los lagartos que cazaban insectos en la techumbre de paja. Melio tenía una cara sin nada de particular, decidió. Sin nada de particular y sin embargo, por alguna razón, ella tenía muchas ganas de volver a verla.

La noche siguiente él la esperaba en la puerta de su complejo. Se levantó de su postura acuclillada al aproximarse ella, la llamó «princesa», y entró en el recinto cuando Mena le indicó con un gesto de la cabeza que podía hacerlo. En cuanto estuvieron sentados uno frente a otro, Melio reanudó su discurso. Asombroso, realmente, que después de dos noches de hablar aún encontrara cosas que decir. Había oído contar que los agentes del príncipe estaban dispersos por todo el país, dijo, trabajando en secreto para unir a los sectores divergentes de la resistencia. Incluso había habido una revuelta en las minas de Kidnaban, acaudillada por un profeta que juraba haber soñado con el regreso de Aliver. Aliver no tardaría en llamar a los suyos para unir sus ejércitos, decía. Muchos ardían en deseos de creerlo.

Mena oía y archivaba todas las cosas que le contaba él. También pasó algún tiempo confirmando que la cara de Melio no tenía, de hecho, nada de excepcional, estudiándola rasgo por rasgo para estar segura. El pelo largo y descuidado, a menudo cayéndole sobre los ojos, de modo que tenía que apartárselo, ojos castaños sin nada de particular, dientes demasiado prominentes cuando sonreía, mejillas que parecían pertenecer a un querubín, pero sólo vistas desde determinados ángulos: corriente en todos los aspectos. No desprovisto de atractivo pero no particularmente noble o fuerte o sugeridor de una gran sabiduría. Así que ahí estaba, confirmado. Parecía extraño que ella hubiera llegado aunque sólo fuese a pensar en su apariencia.

Y con esta pregunta a espaldas suyas, Mena lo interrumpió.

—¿Dices que un profeta de las minas soñó con Aliver? Dime, ¿ese profeta describió sus rasgos? ¿Sabía qué aspecto tenía mi hermano, cómo hablaba? ¿Sabía de su carácter? Mi hermano nunca vio las minas de cerca; ¿cómo es que alguien en las minas sabe tanto acerca de él?

Costaba decidir si la expresión atónita de Melio era una reacción a lo que había dicho ella o meramente al hecho de que hubiera desgranado tantas frases seguidas. La miró con más fijeza de lo que hacía mientras hablaba, cuando sus ojos tendían a saltar rápidamente de un objeto a otro.

—No soy capaz de decir de dónde le viene el don a un profeta —respondió finalmente—, pero creo que ahí hay algo a tomar en cuenta. Y creo que vuestro hermano posee recursos que todavía tiene que descubrir. Eso siempre lo pensé acerca de él, incluso cuando éramos niños. Para la gente en general es un símbolo. Pocas personas en el Mundo Conocido llegan a posar la vista en vuestro hermano, pero todos conocen su nombre. Todos lo imaginan tal como desean que sea. Aliver es esperanza en una época en que la gente la necesita desesperadamente. Puede que en el fondo la resistencia vaya de eso tanto como de cualquier otra cosa. Nos reunimos secretamente, difundimos nuestros mensajes de palabra, nos buscamos los unos a los otros a través de referencias personales. Una vez me reuní con un grupo en una casa cerca de Aos. Había tal vez quince de nosotros, pero tan pronto como las puertas estuvieron cerradas y nos sentimos seguros uno en compañía del otro, nos abrimos y hablamos como viejos amigos. Hablamos de las penalidades que habíamos presenciado y de los seres queridos a los que habíamos perdido y de los sueños que abrigamos para el futuro. Fue una velada maravillosa, y en su centro estaba la esperanza encarnada por los jóvenes Akaran. No me sorprende que no sepáis nada de esto aquí.

Hay pocos en la resistencia que vivan tan lejos como Vumu. Aunque, afortunadamente, yo estoy aquí, y vos también.

Sin atraer la atención hacia el acto, Mena se pasó los dedos por el pelo, separándolo atrás y llevando unas cuantas hebras sobre sus hombros. Ir medio desnuda nunca le había causado embarazo alguno anteriormente. Con Melio, sin embargo, era cada vez más consciente de su cuerpo. Dijo:

—Afirmas que nosotros, los hijos de Leodan Akaran, estamos a punto de reaparecer, al frente de un ejército que acabará con el imperio de Hanish Mein. ¿De qué estás hablando? Mírame. Soy una Akaran. Eso ambos lo sabemos. Bueno, ¿dónde está mi ejército? Mira a tu alrededor. ¿Acaso tengo aspecto de disponerme a iniciar una guerra?

—He pensado en eso —dijo Melio, asegurándose de que sus ojos permanecieran puestos en los de ella—. No puedo explicarlo. Quizás en vuestro caso algo no salió bien.

Su guardián muerto podía ser considerado como algo que no había salido bien, ciertamente. Pero Mena no admitió nada. En lugar de eso, le dijo que tenía que irse. Podía, sin embargo, volver por la mañana. Por una vez, bien podían hablar a la luz del día. Lo cierto era que no había planeado decir aquello. Las palabras se le escaparon de los labios como si tuvieran voluntad propia. Después, se preguntó por qué. Y entonces se dio cuenta, y le pareció extraño que pudiera actuar de cierta manera y no saber qué la había impulsado hasta después de que hubiera actuado.

La mañana siguiente Melio esperaba ante su puerta. Mena hizo una seña para que se le dejara entrar. Mientras él iba hacia ella, con los ojos entornados ante el sol hasta llegar a la sombra, dijo:

—Nunca contraje la fiebre.

—Todos la contrajeron —dijo Melio—. La fiebre se extendió por el mundo.

—Sí, vino a través del archipiélago. Pero no llegó a extenderse hasta mí. —Lo dijo como si tal cosa, en un tono cortante que vetaba cualquier discrepancia. Cambió de tema con sus siguientes palabras—: En la cultura vumu las mujeres no tienen permitido empuñar las armas. Pero en Acacia no es así, ¿verdad?

Melio, remiso a olvidarse de su afirmación anterior, tardó unos instantes en decidirse a responderle.

—En nuestro país cualquier muchacha que se sintiera inclinada a ello podía recibir el adiestramiento. No se las consideraba excluidas del servicio, y bastaba con que supieran estar a la altura de lo que se les exigía a los hombres.

—¿Hubo muchas que supieran estarlo?

—La mayoría de las que lo intentaron, creo. La Séptima Forma es la de Gerta. Luchó con los hermanos gemelos Talack y Tullus y sus tres perros lobos. Necesitó doscientos dieciséis movimientos para derrotarlos, pero lo hizo. Ambos hermanos perdieron la cabeza, y los perros uno o dos miembros cada uno. Así que a veces las mujeres no sólo estaban a la altura, sino que fijaban el nivel de lo que se exigía.

Mena miró en la media distancia, absorta en sus pensamientos por un instante. Sabía por qué había dispuesto que Melio estuviera ahí y lo que le iba a pedir. Volvía a ser lo bastante dueña de sí misma como para controlar el momento. Aun así, sus deseos la sorprendían y la llenaban de confusión. No tenían nada en común con el papel al que tan acostumbrada había llegado a estar. Ella era una sacerdotisa de Maeben. Lo había sido durante años, y hasta ahora se había conformado con serlo. Pero aun así abrió la boca y se acercó un poco más a lo que quería preguntar.

—¿Y tú conoces todas las Formas?

—Sólo aprendí apropiadamente las cinco primeras.

—¿Y el resto?

—Las conozco —dijo Melio—. Aprendí las últimas Formas deprisa y corriendo, más por textos que por el verdadero adiestramiento. Entonces el mundo ya se estaba desmoronando…

—Melio, quiero que me enseñes a manejar una espada. —Ya estaba. Lo había dicho. Sabía que era una traición y un alejarse de todo aquello en lo que se había convertido, pero debía admitir que en el fondo se sentía más tranquila de lo que hubiese imaginado. Porque el caso era que quería aprender a servirse de la espada. Lo había querido durante mucho tiempo. Solía abrigar pensamientos violentos mientras Vaminee la sermoneaba, o si no, de noche, tenía sueños en los que bailaba por el mundo con su espada marah, despertando de pronto para preguntarse si no habría algo que fuera mal en ella.

—¿Habláis en serio?

La pregunta fortaleció aún más su certeza.

—Pues claro que hablo en serio.

—Princesa, no soy ningún instructor. Y ya no tengo armas. No puedo enseñar sin…

Mena lo interrumpió levantándose del suelo.

—La diosa proporcionará todo aquello de lo que careces. Ven conmigo.

Al cabo de un rato, en un almacén en la parte de atrás del complejo, con la luz filtrándose a través del encañizado de las paredes y el techo, polvo flotando en el aire entre los dos, Mena estaba de pie con los brazos extendidos ante ella. Las palmas de sus manos sostenían la espada envainada que traía consigo cuando llegó a nado hasta la costa de Vumu, nueve años antes. El rojo de la oxidación manchaba algunas de las tallas que adornaban el metal.

Ya no brillaba como hubiese debido, pero seguía habiendo mucha belleza soterrada en el arte con que la hicieron.

—Esto fue lo único que me llevé conmigo de Acacia —dijo—. Era como si se negara a separarse de mí. Los sacerdotes nunca se atrevieron a quitármela. Tiene que haberles parecido una especie de encantamiento. Con tal de que yo accediera a ocultarla, permitieron que la tuviera conmigo y desde entonces no han hablado de ella. ¿Conoces esta arma? Las espadas que son como ella, quiero decir.

—Es una espada marah. Muy parecida a la que yo mismo tuve en tiempos.

Mena aferró la empuñadura y sacó la hoja de la vaina. El sonido que hizo al deslizarse pareció absurdamente ruidoso en aquel espacio lleno de silencio, un rechinar que subió de tono hasta convertirse en un silbido cuando la hoja desnuda hendió el aire.

Melio se apartó y dijo:

—Creía que vuestro destino era ser Maeben.

—¿Por qué te alejas de mí? Fuiste tú el que vino y me encontró, ¿recuerdas?

—Naturalmente, pero…

—Quizá no soy tal como tú esperabas que fuera, y lo que te acabo de preguntar quizá te haya sorprendido también. Pero ¿y qué? La vida ya te ha dado otras sorpresas antes.

Él no tenía ninguna refutación directa para eso.

—Los sacerdotes…

—Los sacerdotes no tienen nada que ver con ello.

La expresión llena de fruncimientos que apareció en el rostro de Melio se las ingenió para decir que los defectos contenidos en semejante afirmación no podían ser más obvios. Antes de que él intentara expresarlos en palabras, Mena continuó:

—De los sacerdotes ya me ocuparé yo. Ellos no son de tu incumbencia. ¿Tienes alguna otra excusa?

Melio parecía perplejo, incapaz de retirarse pero sin saber de qué manera proceder. Miró detrás de él en dirección a la puerta por la que habían entrado en el almacén, como si pudiera ser factible desandar lo andado y llegar al terreno más estable en el que había estado hacía sólo unos instantes. Mena, ahora impaciente, le preguntó que era la Primera Forma. Edifus en Carni, respondió él. ¿Era una forma de manejar la espada? Sí, por supuesto, dijo él. La mayoría de las Formas lo eran.

—Muéstrame —dijo Mena, arrojándole la vaina sin avisar. Él la cogió al vuelo en un gesto lo suficientemente impecable. Un instante después Mena se colocaba en el centro de la habitación, con su espada en la mano. Apartó a patadas unas cuantas cajas para marcar un espacio despejado. Tampoco era como si nunca hubiera venido aquí antes, nunca hubiera desenvainado la espada para asestar mandobles a su alrededor. Lo había hecho tantísimas veces a lo largo de los años… Había sido poco más que una prueba de cómo iban creciendo sus fuerzas, o eso había pensado ella. Ahora, parecía, cierta parte de ella había sentido una súbita necesidad de tocar el arma, de recordarle que no la había olvidado del todo. Como la había empuñado a menudo, sabía muy bien cuál era la mejor manera de adaptarla a su mano. Optó por sostenerla torpemente, sin embargo, con un dedo curvado sobre la guarda, con la muñeca vuelta hacia un lado como si la hoja pesara demasiado para ella. La punta de ésta trazó una corta cicatriz irregular sobre el suelo de tierra.

Lo cual no era una imagen demasiado agradable para nadie que se preciara de conocer la esgrima. Melio no pudo evitar corregirle la manera en que aferraba la empuñadura, tal como ella había sabido que haría. Eso no fue más que un comienzo, naturalmente. Luego le enseñó cómo había que poner los pies, le demostró cuál era la postura apropiada. Fue nombrando las distintas partes de la espada y explicó la función que tenía cada una. En cuestión de minutos ya había perdido una buena parte de su reluctancia inicial.

Melio le explicó que Edifus había luchado personalmente con el campeón de los gaqua, una tribu que controlaba la Brecha Gradthica, la ruta a través de las montañas entre Aushenia y la altiplanicie del Mein. La historia no tenía constancia de cómo se había organizado aquel duelo, pero la batalla en sí estaba detallada hasta el más ínfimo de los movimientos. Melio nunca se los había enseñado a alguien que no tuviera ninguna familiaridad previa con ellos, pero el espacio de unas cuantas paradas e inicios bastó para que consiguiera meterse en la piel del gaquano. Sostenía la vaina igual que habría hecho con una espada, y se movía a través de la serie de ataques y paradas a un cuarto de velocidad. Mena podía ser rápida a la hora de anticipar sus movimientos, y así se lo demostró.

A pesar de sí mismo, Melio acabó dejándose absorber por el trabajo. Pareció olvidar su reluctancia y el hecho de que su pupila no fuera tan alta como él y el espacio, extraño y lleno de sombras, que ocupaban. Las palabras cobraban forma sobre sus labios y su mente parecía darles la bienvenida, canturrear con el regreso de habilidades largo tiempo descuidadas. Cada vez que hacía una pausa o parecía flaquear, Mena clavaba los ojos en él hasta que continuaba. Si se sentía incomodado por la visión del torso desnudo de ella, supo hacer un buen trabajo a la hora de ocultarlo.

Para cuando la mañana llegaba a su fin, Mena se había ejercitado a través de toda la secuencia y se sabía de memoria las primeras porciones.

Finalmente se detuvieron por mutuo, silencioso acuerdo, ambos con la piel brillándoles de sudor. Permanecieron inmóviles unos instantes, recuperando el aliento. Melio se limpió el sudor de la frente con la palma de la mano, aunque las gotitas reaparecieron casi al instante.

Ahora que se habían detenido, una expresión de confusión se propagó por sus facciones. Mirando la vaina que tenía sujeta en el puño, la agitó como si no estuviera del todo seguro de cómo había llegado hasta allí.

—¿Cuánto falta para que nos llame mi hermano? —preguntó Mena.

—Pensaba que no creíais que eso fuera a suceder.

—Y no lo creo, pero ¿cuánto falta para esa llamada que tú crees que vendrá?

—Si sucede, como se me ha dicho, empezará a buscaros esta primavera. Y en el verano llamará a los ejércitos para que se reúnan. Hay muchos de nosotros que hablan de eso. Cuando llame, sabré de ello a través de gente a la que conozco entre los mercaderes viajeros.

—Bien —dijo Mena—, unos cuantos meses. No es mucho tiempo. ¿Como cuánto de buena crees que puedo llegar a ser con la espada en unos cuantos meses?

Melio no podía borrar de la cara su expresión de perplejidad. No lo intentó, y tampoco respondió a la pregunta. En lugar de ello, lo que dijo fue:

—Deberíamos ponerle un poco de aceite a esa hoja. El óxido es una atrocidad. Aunque, naturalmente, deberíamos hacer un par de espadas de adiestramiento. En las colinas probablemente hay buena madera…