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Se desnudaron. Fue un procedimiento incómodo, cada uno de ellos en equilibrio sobre una u otra pierna. La embarcación oscilaba debajo de ellos en el oleaje. Se despojaron de toda la ropa y permanecieron inmóviles un instante bajo las estrellas, mirándose uno al otro y acostumbrándose a su desnudez. Así nadarían mejor. Las gotas se escurrían de la carne más deprisa de lo que podían ser exprimidas de la ropa, y eso importaría cuando llegaran a su objetivo. Y entonces empezaron a ponerse sus armas, cantimploras, envoltorios a prueba de agua, y algunos suministros sujetos a sus torsos desnudos. Cada uno pasó algún tiempo ciñéndose bandas en torno a las muñecas y los tobillos. Ganchos de metal habían sido cosidos al cuero de tal manera que sobresaliesen hacia fuera, afilados espolones de unos cinco centímetros de largo.

—Bien —dijo Espadín, una vez que se hubo pasado el arco diagonalmente por encima del hombro, espada corta en su cadera, daga sujeta a su pantorrilla—, demos inicio a la inauguración de estas festividades. Asegúrate de que no te enganchas contigo misma o con nadie más. Y ten mucho cuidado con esa píldora, Wren. La necesitaremos para medicar al gigante.

Un corto período de tiempo después se tiró de cabeza al cálido mar de aguas agitadas. Otros diez lo siguieron: todos incursores veteranos, ocho hombres y dos mujeres acostumbrados a vérselas con la muerte. Una de las mujeres —Wren, a cuya espalda estaba sujeta la «píldora», un objeto redondo del tamaño aproximado de un huevo de avestruz— había compartido su cama desde los meses de invierno. Pero evitaría pensar en eso durante la misión. Si cualquiera de ellos moría en el curso de la misma, podrían ser llorados después. Ahora mismo, este momento y los inmediatamente siguientes eran todo lo que importaba. Espadín daba la bienvenida al peligro porque la concentración que requería no iba a permitir otro pensamiento que no fuera el presente. Casi había llegado a desear el torbellino. Los momentos de tranquilidad lo encontraban dando vueltas a todo lo que reclamaba Leeka Alain. Esa familia suya… esas responsabilidades… la llamada de un futuro que no guardaba ningún parecido con la vida en la que había crecido él… sentía con una claridad cada vez mayor que no podía rehuir aquellas cosas, pero tampoco estaba plenamente preparado para asumirlas.

En aquella época del año la corriente aún fluía desde el sur. La temperatura del aire, sin embargo, mostraba el frío del comienzo de la primavera. Nadaron alejándose del esquife que los había transportado hasta allí. En cuestión de segundos no fue más que una sombra detrás de ellos, un retazo en la oscuridad, pronto completamente perdido de vista para los nadadores. El esquife no llevaba ninguna linterna, e iría desprovisto de luces hasta que ellos hubieran iniciado el camino de vuelta. Entonces los escasos tripulantes que habían dejado a bordo encenderían una baliza para guiarlos. El destino de los nadadores, no obstante, no podía ser más obvio para todos ellos, iluminado como estaba por hileras sobre hileras de luces resplandecientes.

Tanto de día como de noche, el buque de guerra de la Liga era un navío impresionante de ver. Conforme nadaban fue elevándose en la lejanía, tan inmóvil como una masa de tierra en su anclaje de aguas profundas. Era una auténtica monstruosidad, del doble de largo que una barcaza mercante, apilada nivel sobre nivel como los altos complejos inmobiliarios de Bocoum. A lo largo de cada una de las ringleras se alineaban centenares de cestas para los ballesteros y de aspilleras para los arqueros. La enormidad del conjunto había sido concebida para que abrumase con su mera escala marcial. Algo que conseguía sin lugar a duda.

Hasta el momento, los cuatro bajeles como aquél a los que se habían enfrentado los incursores los habían hecho pedazos. Sus proas estaban reforzadas por árboles inmensos, enfundadas en metal, grandes y lo bastante sólidas para hacer añicos navíos normales. Las cubiertas quedaban tan arriba que el abordaje era imposible. La uña de Espadín había resultado obsoleta, un mero alfiler que intenta pinchar la piel de una ballena. Aquellos buques de guerra no eran cosas que atravesar y sobre las que abalanzarse, como había sido la técnica de Espadín hasta ahora. Eran auténticas fortalezas flotantes que impartían la muerte desde detrás de un bastión inexpugnable. Eran mucho más grandes que los barcos-lobo de los incursores, y sugerían una intención agresiva que la Liga no había mostrado nunca anteriormente. Sin que hubiese ninguna advertencia, uno de ellos había atracado en los bajíos ante la costa de Palishdock y descargado un ejército entero. Los soldados enseguida se hicieron con el lugar, cobrándose una venganza instantánea que cogió por sorpresa a los incursores.

El barco de guerra estaba anclado por cuatro puntos, cuatro cables tan gruesos como pinos maduros que descendían hacia las profundidades del océano. Los incursores llegaron a uno de ellos, el que estaba cerca de la popa. Se mantuvieron inmóviles en el agua con las bocas abiertas para tragar aire, cabalgando el oleaje, escupiendo chorros de agua entre los dientes. Aunque estaba impaciente por agarrar el cable, Espadín sabía que eso necesitaba ser una acción bien cronometrada. Cada cresta de ola que pasaba los subía y los bajaba, los transportaba de un punto a otro. Espadín necesitó un tiempo para poder colocarse en posición. Fue el tercero, de hecho, en encontrar su estómago apretado contra las ásperas cuerdas en el punto álgido de una ola. Pasó el brazo alrededor de las protuberancias de la urdimbre, aplastó los tobillos contra ella y sintió hundirse los ganchos. Extraer cada uno requirió un cierto esfuerzo, pero conforme iba llegando más arriba, una extremidad cada vez, Espadín volvía a clavarlos. Así fue alejándose poco a poco de las olas. No tardó en encontrar un ritmo y fluidez en los movimientos, pero aun así supuso un trabajo lento para él y los demás, cada integrante de su grupo era como una hormiga que se arrastra hacia un banquete puesto sobre una mesa muy arriba.

Una hora después, goteando sobre la cubierta, jadeante y fatigado, con los brazos y las piernas como de goma y la piel enrojecida, Espadín se dio la vuelta y ayudó a los demás a pasar por encima de la barandilla. Susurró recordatorios de la necesidad de silencio y sigilo. Una vez que estuvieron todos a bordo, se quitaron el anzuelo de muñeca y las bandas de tobillo y las tiraron al mar. Se pasaron las manos por distintas porciones del cuerpo para eliminar la humedad. La brisa cálida que acariciaba el barco de proa a popa ayudó a secar su piel desnuda. Los arqueros presentes entre ellos ciñeron sus arcos con cuerdas secas que habían llevado dentro de los envoltorios a prueba de agua. Eso requirió unos minutos, pero Espadín indicaba con todos sus movimientos que no debían apresurarse. Cada cosa a su tiempo, cada paso llevado a cabo dentro del compás apropiado.

No les hizo ninguna señal de cuando había llegado la hora de moverse. Se limitó a avanzar, sus pies ágiles y precavidos sobre la resbaladiza cubierta. Los demás lo siguieron. No habían llegado muy lejos antes de que tuvieran que detenerse de nuevo, apelotonados en las sombras proyectadas por un camarote. Había guardias sentados dentro de cestas en los mástiles, tres juegos de ellas con dos guardias en cada una. No podían acercarse más sin ser divisados. Espadín se volvió hacia los demás. Todos estaban muy solemnes, los ojos fijos en su rostro a la espera de instrucciones. Espadín sonrió, se encogió de hombros y consiguió indicar con los ojos que haber llegado tan lejos ya era todo un logro. Estaban en un barco de guerra de la Liga, su presencia ignorada por todos, desnudos y paseándose a su antojo en la noche. El hecho de que fuera capaz de transmitir todo aquello sin necesidad de recurrir a las palabras era uno de sus dones. Las sonrisas se propagaron rápidamente de un rostro a otro. Con ello, Espadín supo que estaban listos.

Avanzaron con sus arcos tensos y las flechas en su sitio. Uno de los guardias los vio inmediatamente, pero antes de que pudiera gritar, un triángulo de metal y un astil de madera detrás de él pasaron a través de la cuenca de su ojo y entraron en su cráneo. Su cabeza osciló hacia atrás con la fuerza del impacto, algo que Espadín recordaría después. Fue sólo el primero. En el espacio de unos segundos una salva de flechas voló desde todas partes en torno a él. Todas salvo una alcanzaron a sus blancos en el pecho o en la cabeza. Una detuvo la boca de un hombre en plena exclamación. El único proyectil que falló el blanco se perdió de vista bajo la luz de las estrellas, sin señal o sonido algunos que indicaran adónde podría haber ido a parar.

El grupo se dividió. Unos cuantos corrieron a eliminar a los vigías delanteros y a cualquier otra presencia en cubierta. Espadín y el resto fueron alrededor de las estructuras del camarote principal e irrumpieron en el cuarto del práctico. Éste y su tripulación se hallaban inclinados en torno a una carta de navegación. En un primer momento levantaron la vista tranquilamente, como si no los sorprendiera en lo más mínimo la visión de unos intrusos desnudos que empuñaban dagas. Pero el estado de ánimo cambió rápidamente. La carnicería llevada a cabo por los incursores fue rápida y eficiente; no carecían de experiencia en eso, después de todo. Un hombre llamado Clytus agarró al práctico y lo lanzó de bruces sobre la cubierta con una fuerza que rompió dos de los dientes del hombre y los envió resbalando a través de las lisas tablas.

En cuestión de segundos todos los tripulantes estaban muertos o exhalando su último aliento. Espadín aún no había mojado su hoja, pero su objetivo no se encontraba en aquella cámara. Hacia el fondo de la habitación había una puerta cerrada, el quicio alrededor de ella adornado con un relieve dorado, el delfín emblemático de la Liga como motivo central. Espadín apuntó el talón hacia el pestillo y la abrió de una patada. Dentro encontró a la persona que buscaba.

El hombre de la Liga era alto y flaco, los brazos como los de un muerto de hambre. Acababa de levantarse de la cama y trataba de orientarse. Sus costillas, vistas por un instante antes de que se pusiera la bata, se tensaban contra una delgada membrana de carne. Espadín tampoco le puso las manos encima, pero el hombre y la mujer que pasaron junto a él como una exhalación sí que lo hicieron.

En el camarote principal, los brazos del hombre de la Liga fueron inmovilizados a cada lado, el plano de dos cuchillos contra su piel, uno a cada lado de la cabeza justo debajo de sus pequeñas orejas. El cono alargado de su cráneo, cubierto de pelo ralo, parecía ser una desnudez mucho mayor que la de los incursores. A pesar de esto, sólo mostraba desdén por la intrusión y la matanza. No había indicio alguno de miedo en sus altivas facciones. De hecho, parecía incapaz de ver la escena a su alrededor como nada más que una molestia.

Espadín se puso ante los ojos desafiantes del hombre de la Liga. Tenía que ser rápido sin parecer que se daba prisa.

—¿Cómo te llamas?

—¿No lo sabes? —preguntó el hombre—. Yo conozco tu nombre. A menos que esté equivocado, eres aquel al que llaman Espadín. Nunca me habría imaginado que tu nombre fuese tan apropiado. Tan sólo eres un pececillo. Harías mejor en ocultar a la vista de los hombres ese gusanito que tienes. Pero tú ya lo sabes, ¿verdad?

—¿Cómo te llamas? —repitió Espadín.

El hombre de la Liga frunció los labios, como si considerara la naturaleza de la pregunta. Finalmente dijo:

—Soy Sire Pen, vicealmirante de las operaciones navales de Ishat. —Sonrió—. Soy lo que vosotros llamáis un pez gordo.

Durante aquel cruce de palabras Espadín observó con el rabillo del ojo a Clytus y Wren. Mientras él hablaba con el hombre de la Liga ellos interrogaron al práctico atado y con los dientes rotos, que había sido reservado. Clytus le pegó varias veces con el dorso de la mano, amenazándolo en susurros que pretendían no incomodar a Espadín, quien no habría podido decir si estaban haciendo progresos o no.

Uno de los guardias de fuera asomó la cabeza dentro de la habitación e indicó con un gesto que volvían a estar todos juntos pero se acababa el tiempo.

—No puedes esperar tomar esta nave —dijo Sire Fen—. En verdad, sólo te quedan unos minutos de vida, joven forajido. Es el problema con los de tu clase. No pensáis antes de saltar. —Guardó silencio por un instante, la cabeza ladeada, y luego preguntó con sincera curiosidad—: ¿Qué esperabas conseguir aquí? ¿Te has traído, qué, diez ladrones para tomar un barco de guerra?

—No estamos intentando tomar el buque —dijo Espadín, si bien ahora su atención estaba centrada sólo parcialmente en el hombre de la Liga. Señaló la puerta con un movimiento de la barbilla, instrucción suficiente para que dos de sus hombres fueran hacia ella con los arcos tensados. Ambos dejaron que las flechas asomaran fuera del portal.

—¿No? —preguntó Sire Pen—. ¿Qué tienes en mente, entonces?

Espadín miró a Clytus, quien se había detenido de una forma concebida para atraer su atención. Estaba inclinado sobre lo que parecía un baúl abierto, aunque por su mirada y la forma en que habló con sólo un asentimiento de la cabeza, Espadín supo que había encontrado lo que pensaban que encontrarían allí. Wren tiró del cordel entre sus pechos. Cogió la píldora con una mano cuando ésta le cayó de la espalda y quitó la pantalla de cristal de una lámpara de aceite con la otra.

—Hay más formas de atacar a un enemigo que las obvias —dijo Espadín.

—Oh —dijo el hombre de la Liga, asintiendo con una nueva comprensión—. Buscáis un prisionero. ¿Un rehén? Pediréis un rescate por mí. ¿Es eso? Una idea muy audaz, lo admito, pero…

—Quieres destruirnos, ¿verdad? —lo interrumpió Espadín, volviendo a poner los ojos en él.

El hombre de la Liga frunció el rostro en torno a la nariz como si oliera algo repugnante.

—A todos y cada uno de vosotros.

—¿Por qué? ¿Tan grande es la amenaza que somos para vosotros?

—No sois ninguna amenaza. Sois como ratas en una ciudad. Cagándoos por todas partes. Robando. Propagando enfermedades. Sí, la Liga planea eliminar hasta al último de los incursores.

Espadín sacudió la cabeza, con algo parecido a la decepción presente en sus facciones.

—Ésa es la razón por la que no entenderás cuál es mi meta esta noche. Tú quieres matar a muchos. Esta noche, en cambio, a mí sólo me importa matar a uno.

El rostro del hombre de la Liga mostró perplejidad en una lenta progresión que siguió su propio curso. Primero, ante las palabras. Luego, cuando bajó la mirada, casi pareció como si enrojeciera de vergüenza. Espadín acababa de clavarle el cuchillo en el pecho, hundiéndoselo hasta la empuñadura. Lo sacó, apretó la empuñadura en su puño y le cortó el cuello a Fen mediante un tajo tan profundo que su siguiente respiración brotó del creciente lunar, burbujeante de sangre. Los dos incursores que lo sujetaban retrocedieron, y el hombre de la Liga cayó al suelo en un amasijo de miembros.

—Matad al práctico —dijo Espadín—, y salgamos de aquí.

—¡No! ¡No! —chilló el práctico—. No me matéis. —Dirigió un dedo torcido hacia el pecho de Espadín—. ¡Puedo deciros qué es lo que cuelga de vuestro cuello! ¡Por favor, señor, puedo deciros qué es!

El incursor detuvo a sus hombres con un brazo.

—¿Qué?

El hombre necesitó unos instantes para recuperar el aliento. Señaló el cordel de cuero en torno al cuello de Espadín, el objeto dorado que había cogido hacía meses del bergantín de la Liga.

—De vuestro cuello. Ese pendiente. ¿Sabéis lo que es?

Espadín no bajó la vista hacia el práctico, como éste parecía querer que hiciese.

—Habla, y deprisa.

—¿Me perdonaréis la vida?

—No, a menos que hables deprisa.

Dicho fuese en su honor, el práctico mostró una gran destreza con la lengua. Las cosas que dijo resultaron ser de lo más interesantes. Lo suficiente para que Espadín, sorprendiéndose incluso a sí mismo, ordenara hacerlo prisionero.

—Tú y yo necesitaremos hablar con más calma. —Por encima de los chillidos de protesta lanzados por el práctico en cuanto le oyó decir aquello, Espadín dijo—: Wren, enciéndela y déjala caer. —Una vez dada la orden, fue hacia la puerta. Un instante después la píldora fue aflojada y cayó a través del entramado de tuberías de que se servía el práctico para enviar mensajes a las entrañas del navío. Su corta mecha chisporroteaba mientras caía.

Ahora la cubierta no podía estar más activa. Los soldados estaban saliendo rápidamente por las diversas escotillas del navío. Se aproximaban —con casco y acorazados, detrás de los escudos— en un decidido avance. Los arqueros de los incursores lanzaron sus últimas flechas, y después todos corrieron hacia la popa del navío. En la barandilla, Espadín se volvió hacia los demás.

—Acordaos de apretar bien fuerte los músculos del trasero, a menos que queráis que el agua os saque las entrañas por la boca. —Lo dijo como tal cosa, pero su mirada se posó en Wren—. ¿Estás segura de que puedes hacerlo?

Wren pasó a su lado y subió a la barandilla.

—Preocúpate por ti mismo —dijo. Un instante después saltó. Sus largos cabellos se elevaron en torno a ella mientras se perdía de vista; cada zarcillo se extendía hacia el cielo mientras caía. Espadín esperó con todas sus fuerzas que sobreviviera, porque algo en aquella última imagen suya lo llenó de deseo carnal.

Se aseguró de que el piloto era empujado al agua, y luego pasó la pierna por encima de la barandilla. Mientras caía, atravesando una capa de aire tras otra, sintió las ondas expansivas dentro del navío junto a él y supo que su píldora acababa de hacer erupción en el interior del casco. Contenía un preparado por el que habían pagado una buena cantidad de dinero, un explosivo en forma líquida. La explosión que estaba teniendo lugar dentro de las entrañas del barco de guerra no lo destruiría. Espadín ya lo sabía. Incluso si inflamaba alguna parte de la brea de la que tan salvajemente se servía la Liga, había pocas esperanzas de hundir aquella cosa. Pero los dejaría con un buen dolor de tripa. Espadín sonrió pensando en ello. Luego tensó los músculos en preparación para el impacto.