Mientras su caballo subía el último par de metros de la elevación del terreno hasta lo alto del Borde Methaliano, Haleeven Mein pudo sentir de nuevo la proximidad del hogar. Una brisa lo revivió y pareció acariciar las fisuras de su rostro marcado por las señales de la viruela, como en busca de alguna señal de familiaridad. El olor del terreno era fétido y húmedo, viciado por la podredumbre fangosa del verano en el Mein inferior. Haleeven desmontó y se inclinó sobre el suelo. Cogió un puñado de turba en las manos y susurró una plegaria de agradecimiento a su sobrino. Hanish le había hecho un gran regalo permitiéndole volver a ver su hogar por primera vez en años. Y lo que era aún mejor, había vuelto allí para iniciar el transporte que llevaría a sus antepasados a ganarse finalmente la liberación que tanto se merecían. Había algunos aspectos de su misión que le inspiraban un cierto recelo, pero intentó no pensar demasiado en esas cosas. En lugar de eso, juró que cumpliría los deseos de sus antepasados.
El mundo ante él estaba húmedo de primavera. Las capas de nieve se habían derretido y aún continuaban haciéndolo bajo el tímido calor del sol inclinado en ángulo. En esta parte de la altiplanicie la tierra era un grueso amasijo de turba viva. Rezumando como una esponja empapada, resonaba bajo los pies. Haleeven, la compañía de soldados a caballo en torno a él y la larga fila de reclutas que avanzaban lentamente tras ellos tenían que mantenerse dentro de los caminos marcados, donde la tierra había sido apretujada hasta la dureza. El aire vibraba con la vida insectil recién despertada, criaturas minúsculas a las que nada parecía gustar tanto como poder pastar en el blanco de los ojos de la gente. Volaban directas hacia las bocas y subían inhalados por las fosas nasales. Y también picaban.
Haleeven miró en derredor para ver rostros manchados de sangre. Vio a varios hombres taparse las bocas con trozos de tela. Otros se daban palmadas en la carne, esparciendo su propia sangre desde las panzas reventadas de los insectos. Haleeven intentaba mantenerse impermeable a la incomodidad. Dejaba que los verdugones emergieran sin ser molestados sobre su piel al descubierto y que sus ojos transmitieran el desdén que sentía hacia quienes no tenían tanta disciplina. Ni siquiera se molestaba en volver la vista hacia los trabajadores extranjeros, miserables y desgraciados como eran. Sabía que probablemente irían cayendo en gran número durante la marcha, presa de las fiebres de que eran portadores los insectos.
Unos pocos días de avance hacia el Norte y contempló los riscos de las Montañas Negras lacerando su camino hacia arriba desde el horizonte. Fuertes ráfagas de viento bajaban por sus laderas y abofetearon a hombre y caballo, mandando a un rápido olvido a las hordas de insectos. Un poco más adelante subieron a las ya más firmes llanuras de la altiplanicie central, un lugar de terrenos llenos de hierba parecidos a la tundra, hogar de renos y lobos, zorros y osos blancos, y de los bueyes árticos que los meins habían domesticado hacía mucho. El paisaje se hallaba mayoritariamente vacío de tales criaturas en el presente, pero Haleeven sabía que se hallaban en alguna parte, invisibles, más allá del horizonte. Si hubiera dispuesto del tiempo necesario, o si el ocio hubiera sido apropiado, habría espoleado a su montura poniéndola al galope para desaparecer en las tierras salvajes que habían dado forma a su raza.
Tahalian. Haleeven se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de que, al menos en parte, ahora contemplaba su hogar fortaleza con los ojos de un forastero. El lugar parecía una criatura que llevara mucho tiempo muerta, como el cadáver de una bestia maltrecha, atrapada años antes dentro de una jaula de pinos enormes, desgarrada, ensuciada y humillada. Medio cubierta de nieve, sin un solo tallo de verdor a la vista, un cubil entre gris y marrón, excavado en desafío a una tierra que nunca había sonreído sobre él: así era Tahalian.
Haleeven entró por las puertas a una modesta, aunque agradecida, bienvenida. El primo segundo de Hanish, un hombre joven llamado Hayvar, servía como regente en la fortaleza. Era apuesto, si bien de constitución delgada, poseedor de unos ojos trémulos nada habituales para una raza que prefería una expresión de calma exterior en todas las circunstancias. Apenas había aflojado su abrazo antes de que estuviera rociando de preguntas a Haleeven. ¿Cómo estaba Hanish? ¿De verdad había preparado una cámara para los antepasados en Acacia? ¿Cómo era esa isla realmente? ¿Era el botín que aseguraban siempre los soldados al regresar? ¿Eran todas sus mujeres de piel olivácea, con rostros ovalados y grandes ojos?
Hayvar parecía estar demasiado ansioso, pensó Haleeven, por dejar su tierra natal, incluso si la razón lo valía. Pero era joven. Se había sentido privado de su legítimo lugar en el drama del mundo. ¿Acaso los soldados que habían zarpado con Hanish o marchado con Maeander no habían estado impacientes por ver la tierra debajo de la altiplanicie? Hayvar no era distinto a ellos. De no ser porque cuando empezó la guerra sólo era un muchacho, hacía años que se habría ido ya.
Haleeven respondió a sus preguntas, aunque se aseguró de revestir su voz con un tono desaprobador y de que mantenía los ojos dirigidos hacia el suelo cuando se lo obligaba a describir las bellezas que había visto en el mundo exterior. Temía poder llegar a traicionar algo —no estaba seguro del qué— si miraba al joven a los ojos en momentos semejantes.
Siguió a Hayvar a los baluartes de la fortaleza. Desde allí arriba contemplaron a la hilera de trabajadores que, con paso cansino y como a regañadientes, iban haciéndose visibles. Sintiendo el áspero grano de las vigas de pino bajo las palmas de sus manos, inhalando el aroma resinoso intercalado con podredumbre, escrutando el paisaje hecho a retazos, pastizales color cobre que emergían a través de la nieve vieja, un cielo moteado cerniéndose sobre todo ello: ¡ah, esto era el hogar!
Por unos instantes nadó en la nostalgia. ¿Cómo explicar por qué a aquel panorama no le faltaba de nada comparado con el rielar azul de las aguas alrededor de Acacia? Haleeven no amaba aquel lugar por sus suaves virtudes y placeres. Tampoco creía ya que su pueblo fuera el mejor sobre la faz de la Tierra. Había presenciado demasiada bravura en otros y visto demasiada belleza en cosas extranjeras para aferrarse a aquella limitada creencia. Él amaba el Mein simplemente porque… bueno, porque el Mein necesitaba ser amado. La idea tal vez fuera ridícula, pero era lo mejor que podía ofrecer Haleeven para explicar sus sentimientos. Incluso si tuviera las palabras para expresarse, dudaba de que el joven que había a su lado fuera a abrazarlas. Pero si hasta sus antepasados habían puesto sus miras en otro lugar…
—Hermano de Heberen —dijo una voz—, los antepasados predijeron tu venida.
Haleeven supo quién hablaba sin mirar siquiera. Tenía que haberse aproximado en sus zapatillas ribeteadas de piel. Sólo un sacerdote de los tunishnevre lo insultaría no utilizando su nombre dado, y sólo ellos afirmarían haber recibido aviso de su llegada a través de los tunishnevre, cuando todos los demás recibían sus noticias a través de los medios mucho más terrenales de los despachos y los mensajeros. Todas las placenteras ensoñaciones de Haleeven se disiparon de golpe.
—Primer sacerdote —dijo, arreglándoselas para esbozar una sonrisa—, los antepasados no sólo predijeron mi venida, la ordenaron.
El sacerdote frunció los labios, dos finas líneas que empezaban a pelarse. Su piel tenía el blanco fantasmal preferido por los hombres de su orden. Su pelo era de un rubio pajizo, arrancado intencionadamente hasta dejarlo reducido a tan poco que su cuero cabelludo brillaba a través de él. Con la cualidad hundida de sus facciones, se parecía mucho a los restos preservados de los antepasados a los cuales servía.
—Sí —dijo—, pero Hanish se ha tomado su tiempo para enviarte. Nueve años. Un retraso absurdo.
—Había tantísimas cosas que ver…
—Un retraso absurdo —volvió a decir el sacerdote, prolongando la última palabra como si estuviera cuestionando la comprensión de ella por parte de Haleeven—. No puede haber excusa para ello. Hanish sabrá de mi disgusto, créeme. —Se dio la vuelta y miró, con ojos helados, a la horda que se aproximaba—. ¿Ésos son nuestros trabajadores?
—Cincuenta mil de ellos —dijo Haleeven—, unos cientos más o unos cientos menos.
—¿Has traído forasteros del sur? —preguntó el sacerdote, entornando los ojos.
Haleeven ya se esperaba la pregunta.
—Sí, pero únicamente para llevar equipaje y suministros. Para mantener el camino y cumplir la miríada de tareas que tenemos por delante. No se harán cargo de los antepasados o de ningún objeto sagrado. —El primer sacerdote lo sondeó con los ojos, nada impresionado por las garantías que acababa de ofrecerle Haleeven—. Vos supervisaréis personalmente todos los arreglos, espero, para asegurar que los forasteros no profanan nada ni insultan a los antepasados. Pero es apropiado, ¿no os parece?, que los acacios se rompan la espalda en beneficio de los tunishnevre.
El sacerdote no dijo exactamente qué opinaba de eso, pero tampoco planteó nuevas objeciones.
Más tarde esa noche, Haleeven, solo en un pasaje iluminado por antorchas, se aproximó al recinto subterráneo que contenía a sus antepasados. Ya se había encontrado con el resto de los sacerdotes. Había entregado regalos a los escasos nobles todavía presentes en Tahalian y visitado el Calath. Allí había presenciado una no muy lograda exhibición a cargo de un cuerpo de soldados jóvenes. La enorme cámara aún era una maravilla de la construcción en maderas nobles, pero estaba concebida para alojar muchos más cuerpos, los de hombres de cabellos largos y brazos robustos, no a niños de hombros endebles que únicamente habían soñado con la batalla. Haleeven notó que la gente le daba la bienvenida y anhelaba dejarle bien clara su firme entereza y su fe en los antiguos usos. Algo en sus fervientes intenciones lo entristeció, al igual que lo hizo pasar cerca de salones casi vacíos, viéndose asaltado una y otra vez por recuerdos de personas muertas o ahora lejos de Tahalian. Él no acostumbraba a pensar en Hanish Mein con desaprobación. En lo referente al mantenimiento de su fortaleza natal, sin embargo, el joven caudillo tal vez se hubiera vuelto olvidadizo y proclive a la lasitud.
Cuando llegó a la puerta de la cámara, Haleeven se detuvo para calmarse. El corazón le latía con lo que parecía una frecuencia irregular. Notaba las piernas rígidas y doloridas, algo en lo que no había reparado hasta aquel momento. Se hacía viejo, y estaba cansado. Al mismo tiempo, todo su ser hormigueaba con una nerviosa energía. Había cabalgado cientos de kilómetros para llegar a este sitio. Había imaginado aquel momento innumerables veces. Se apoyó en la puerta y la sintió moverse. Entró dentro, se arrodilló en el borde de la cámara y apretó la frente contra las frías piedras del lugar. La mantuvo allí hasta que el frío contacto empezó a ser sentido como calor. Sólo entonces se irguió y dejó que su mirada fuera subiendo poco a poco.
Tenuemente iluminada por un resplandor azulado que no procedía de ninguna fuente visible, la escena que vio le puso la piel de gallina. Por encima de él se extendía un cilindro incrustado de protuberancias apiladas, hilera sobre hilera, capa sobre capa, cada una sobresaliendo de la pared de tierra, dispuestas en uniformidad, como una enorme colmena con cientos de cámaras. El área situada directamente encima de él se elevaba en una perspectiva que iba desvaneciéndose, tal vez cien capas de alto. Pero aquélla era tan sólo una alcoba. Ante él se abría otra, y más allá de esa otra, todavía otra. Cada una de las formas envueltas en sombras era un cadáver preservado, un caparazón reseco que otrora había sido un mein, envuelto en gasa y preservado tanto por los esfuerzos de los sacerdotes como por el poder de la maldición que ataba las almas atrapadas dentro de esos cascarones a la muerte sin liberación, al plano físico pero sin el palpitar y el calor de la vida. Los antepasados no eran distintos del mismo Haleeven. Eran hombres como él. Tanto si habían vivido cincuenta como quinientos años antes, habían hablado su lengua y deambulado a través de aquella altiplanicie. Y todos habían vivido brevemente bajo la amenaza de un castigo eterno. Como vivía él.
Haleeven fue hacia delante y empezó a entonar las palabras con las que lo había enviado Hanish. Los antepasados ya sabrían por qué estaba ahí, pero pasó por la formalidad de anunciarse a sí mismo. Pidió perdón por molestarlos y testificó en cuanto a su juramento de servirlos. Les prometió que mañana se reuniría con los ingenieros, los arquitectos, los conductores. Había una empresa monumental aguardándolos. Él no perdería tiempo en iniciar la acción. Estaban a sólo un corto período de tiempo de la liberación definitiva y la venganza final.
Los tunishnevre no reconocieron su presencia abiertamente, pero hubo una ondulación en el aire que Haleeven no pudo evitar notar en su estado de consciencia amplificada. Parecieron susurrar, palabras que eran como gemidos surgidos de lo más profundo de la tierra. Haleeven sintió los sonidos, pero no habría podido decir que los oyera realmente. Cada vez que se detenía a escuchar, no había nada salvo silencio absoluto. Sólo cuando él formaba palabras suficientes para llenar su cabeza parecía como si la cámara resonara con el eco de comentarios lanzados hacia él, con todo lo indescifrables que eran. Cargados de malicia. Haleeven se sintió amenazado con la extinción, con la obliteración absoluta. Pero a pesar de todo eso no pudo localizar en toda la cámara un solo auténtico sonido, un auténtico movimiento ni aunque fuera tan insignificante como una exhalación de aliento.
Tan extraño, el poder que poseían. Haleeven no podía decir que lo entendiera del todo. Nunca había sido bendecido con ese conocimiento. Los antepasados estaban muertos. Haleeven se hallaba en una tumba colosal, hilera sobre hilera de cuerpos apilados, tan fríos y faltos de vida como la tierra en torno a ellos, incapaces de obrar cambio alguno sobre el mundo. A decir verdad, para él eran un misterio. Si la circunstancia hubiera sido otra, podría haber entrado en comunicación con los tunishnevre él mismo. En su juventud había estado a sólo un paso de distancia del caudillaje, a tan sólo una danza de ostentarlo. Pero se trataba de un paso enorme, uno que él no podía llegar a dar. Nadie podía decir que Haleeven fuera un cobarde; sin embargo, nunca había sido capaz de comprometerse a quitarle la vida a alguien a quien quería. Debido a eso nunca intentó hacerse con el trono de su dura gente.
Mirando las sombras por encima de él, supo que los caprichos del camino que había seguido carecían de importancia. Estaba orgulloso de haber servido a su hermano, y estaba orgulloso de seguir el liderazgo de su sobrino ahora. Creía ser el confidente del joven capitán. Oficialmente ese puesto lo ocupaba Maeander, pero Haleeven percibía la fricción no reconocida entre ambos. Hanish quizá ni siquiera la reconocía. Eso parecía improbable, perspicaz como era él, pero solemos estar ciegos al estado de ánimo en aquellos que nos resultan más próximos. Lo desasosegaba que no hubiera sacado a relucir aquellas cosas con Hanish antes de partir hacia el Norte, pero habría tiempo para eso después de que regresara. Maeander no haría daño a su hermano antes de que los tunishnevre estuvieran satisfechos. Y la princesa Akaran… bueno, fuera lo que fuese lo que Hanish sentía por ella, eso no impediría que su hoja le cortara el cuello. El caudillo había pasado toda su vida tratando de complacer a los antepasados. Haleeven estaba seguro de que Hanish sabría estar a la altura llegado el momento.
Pero no debería estar pensando ninguna de esas cosas ahora, no en aquella cámara. Susurró unas breves palabras de despedida temporal. Luego se levantó del suelo, giró lentamente sobre sus talones y fue hacia el portal. Nada lo detuvo. Por supuesto que no. Poderosos como eran los antepasados, también estaban completamente impotentes sin él.