Corinn trataba de mantener su odio hacia Hanish Mein firmemente clavado en su frente para que todos pudieran verlo. Él era el mayor enemigo de su familia. Corinn jamás lo olvidaría, jamás perdonaría. Aborrecía a Hanish Mein. Era un villano de proporciones descomunales, un asesino a escala gigantesca, sobre el que algunas personas de naturaleza más bondadosa escribirían crónicas enteras de infamia en el futuro.
Tenía que asegurarse de recordar aquello, porque en el tranquilo entorno de Calfa Ven eran los insultos de una naturaleza personal los que la herían de una forma más intensa. Dicho sencillamente, Hanish jugaba con ella, como había hecho la primera noche en el pabellón. Había momentos en los que parecía desvivirse por complacerla y por hacerle saber que se estaba desviviendo por complacerla; en otros la trataba con una pasmosa indiferencia.
Unos días después de que hubieran dado inicio a su estancia en las montañas, él le había pedido que cabalgara a su lado la tarde siguiente. Fue una invitación transmitida con gran alharaca ante una multitud de espectadores. Al día siguiente Corinn se presentó a la hora acordada —ataviada a la perfección con un traje de montar color crema, con un sombrero de seda en la cabeza, aterida por el aire primaveral pero segura de que el color que éste confería a sus mejillas lo merecía sobradamente— sólo para descubrir que Hanish se había olvidado por completo de ella. Había salido a caballo temprano aquella mañana para una cacería que no parecía haber sido concebida pensando en ella. Incluso Rhrenna, su antigua amiga, no pudo evitar mostrar diversión ante la forma en que la había menospreciado Hanish.
¿Qué más daba, sin embargo? Los meins eran un pueblo mezquino que se complacía en humillar a una raza que generaciones enteras habían demostrado que era superior a ellos. Hanish podía tener sus pequeñas diversiones, y ella se aferraría al desdén. Desdén y condescendencia. Eso era todo lo que sentía por él. Afortunadamente, su estancia en las montañas casi había terminado. Corinn había estado contando los días, lista para volver a Acacia, donde podría interponer un poco de distancia entre su persona y aquel bárbaro que se llamaba a sí mismo gobernante del Mundo Conocido.
Extraño, pensó, que cuando un sirviente le trajo un mensaje de Hanish, hubiera experimentado un cosquilleo en el pecho y una aceleración del pulso que —si la situación hubiera sido otra— habría interpretado como júbilo. Él deseaba su compañía aquella tarde, dijo el mensajero, para practicar la arquería. Rezaba para que ella no lo dejara solo allí. Eso sonaba como una idea estupenda, pensó Corinn. Dejarlo plantado allí, rechazado, desdeñado. Y sin embargo sabía que no funcionaría. Hanish no era fácil de insultar. Encontraría alguna manera de castigarla maliciosamente por ello durante la cena aquella noche. No ir, decidió Corinn, sería más fácil de ridiculizar que no el responder a su invitación.
Encontró a Hanish en el campo del tiro con arco. Por una vez se hallaba libre de su séquito, acompañado únicamente por un escudero, que se ocupaba de la selección de los arcos, y por un muchacho que permanecía a cierta distancia en la espesa hierba, esperando junto a los blancos para recoger las flechas.
—¡Ah, princesa! —dijo Hanish, todo sonrisas y alegría al verla—. Empezaba a preguntarme… Venid y enseñadme lo que sabéis. Éste es un deporte delicado, ¿verdad? Tengo entendido por los sirvientes de aquí que de jovencita erais toda una arquera.
—Puede que lo fuera en tiempos, pero ya no soy una arquera ni una jovencita.
Él le ofreció un arco que el escudero acababa de entregarle.
—Bueno, acertáis en por lo menos una mitad. Yo me encargaré de juzgar la otra.
Corinn cogió el arco. La sensación de la suave madera de fresno del arma era agradable en sus manos, ligera como si de alguna manera estuviese hecha de hueso de pájaro. Deslizó los dedos por la tensa cuerda. Luego dedicó unos instantes a estudiar el arco antes de que hiciera el gesto de pedir una flecha.
Cogiendo el proyectil de la mano del escudero, lo puso en el arco, dejó que descansara en él y lo levantó para tomar puntería. Sujetaba el arco sin esfuerzo alguno, los dedos puestos uno después del otro, la postura con la espalda bien recta pero relajada, tal como se la había instruido años atrás. Sabía que Hanish se había detenido a observarla. Le daba igual. Eligió un blanco triangular, uno situado a una cierta distancia de donde estaba inmóvil el muchacho. Echó atrás la mano de la cuerda hasta que le rozó la mejilla, la flecha descansaba encima de sus dedos y el astil era un recto sendero hacia el mundo. Aflojó los dedos. La flecha voló. Esfumándose, pareció. Sólo para aparecer un instante después, sobresaliendo cerca del centro del blanco que había elegido ella.
Hanish soltó una exclamación. Tocó el brazo de ella y dijo algo elogioso al escudero, quien confirmó la aseveración. Corinn llevaba tiempo sin sentir un placer tan visceral. La mortífera precisión del acto, la potencia enfilada hacia el mundo, el ruido penetrante del impacto y luego la inmovilidad, la prueba visual de su destreza incrustada en el blanco. Sus dedos se elevaron como por voluntad propia, y los chasqueó en petición de otra flecha.
La tarde pasó rápidamente. Hanish podía haber creído que era él quien hacía correr el tiempo con sus palabras y sus gestos, con preguntas y cumplidos, pero Corinn obtenía placer o decepción según dictaba el vuelo de cada flecha. El muchacho de las flechas estuvo constantemente atareado, corriendo atrás y adelante. Tenía una sonrisa torcida y uno de sus ojos flotaba en una dirección no alineada con el otro. Pero aun así seguía siendo apuesto, y parecía estar pasándolo bien. Corinn decidió que le preguntaría cómo se llamaba antes de despedirse de él.
—Hay una historia candovia que habla de un arquero —dijo Hanish. Se habían detenido por un instante mientras los blancos eran vaciados y vueltos a disponer—. He olvidado su nombre. Tenía la reputación de ser el mejor tirador de aquellas tierras, mortíferamente preciso cualesquiera que fuesen las condiciones en que disparaba. En aquellos tiempos los candovios y los senivalios estaban enfrentados por las fronteras de sus territorios. En un encuentro de las tribus organizado para dirimir la disputa, un senivalio retó al arquero a demostrar su valía. ¿Era cierto, lo provocó, que podía acertarle a una aceituna desde cincuenta pasos? Claro que sí, dijo el candovio. El senivalio lo desafió a demostrarlo, pero el arquero se negó. Dijo que ninguna aceituna lo había ofendido jamás. Dijo que estaría encantado de sacarle un ojo a un senivalio desde cien pasos, no obstante. Sólo tomaría el ojo, prometió. Si se apartaba aunque fuese ligeramente de la órbita en cuestión renunciaría de buena gana a toda pretensión de proeza. Nadie aceptó su oferta.
Dos pájaros de hermoso plumaje volaron sobre los árboles y se alejaron por el extremo del campo de tiro, pendientes únicamente uno del otro. Corinn tuvo una visión de uno de los pájaros elevado hacia el cielo, clavado a una pared acolchada mientras el otro seguía con su danza.
—¿Qué deseáis dar a entender con eso? —preguntó.
—No siempre tiene por qué haber algo que dar a entender. A veces los cuentos sólo pretenden divertir. ¿Sabéis, Corinn, que daría el dedo de mi mano derecha por veros más contenta?
—No vendo mi regocijo con semejante ligereza.
Hanish le sonrió, divertido de un modo que mostraba respeto por su constancia. Borró la expresión y cogió otra flecha.
—Maeander, de hecho, probablemente podría atravesar una aceituna desde la distancia que fuese. Mi hermano sobresale en todas las cuestiones marciales. Eso me impresiona muchísimo, y no me importa admitirlo.
Corinn dudaba que Hanish se impresionara por nadie que no fuera él mismo, pero había reparado en la ausencia de Maeander del pabellón e inquirió al respecto.
—¿Dónde está vuestro hermano? ¿Ocupado en alguna nueva matanza, quizá?
—Es gracioso que lo preguntéis, porque se da el caso de que su misión tiene que ver con vos. Maeander está buscando a vuestros hermanos. Lo sé, lo sé. Ni siquiera admitís que aún viven. Pero si los encuentra, os los traerá. Eso, estoy seguro, se ganará algo de gratitud por vuestra parte.
Corinn no estuvo segura de cómo responder a eso. ¿Los traería ensartados en un espetón? ¿Atados y encadenados? ¿O podría ella hablarles y volver a estar con ellos? ¿Compartirían tal vez su extraño cautiverio con ella, como Hanish había prometido siempre que era su única intención? Si lo hacían, sería mucho menos parecido al cautiverio. Pero no debía ni imaginar siquiera esa posibilidad. A decir verdad, no creía que eso fuese posible. Hanish se estaba burlando de ella. Si lo creía, sólo estaría ayudándolo en otra cruel broma. Desde la enfermedad y la muerte de su madre, Corinn siempre había sabido que no podía fiarse del mundo. Las personas queridas siempre eran robadas. Los sueños siempre eran aplastados. Ésa era la vida tal como la entendía ella.
El muchacho continuaba de pie en el campo de tiro, pero el escudero estaba viniendo hacia ellos con un haz de flechas recuperadas en la mano. Corinn cambió de tema para pasar a lo que parecía una declaración que no guardaba ninguna relación, aunque era algo relacionado con el hecho de estar en Calfa Ven lo que se lo había traído a la cabeza.
—Vi a un hombre de la Liga en el palacio —dijo—. El que lleva un broche con una turquesa en forma de pez.
Hanish hizo su disparo, que no fue bueno. Bajó el arco y frunció el ceño.
—Es una marsopa. En realidad no es un pez, me dicen. En todo caso, es el signo de su Liga. Se llama Sire Dagon. Es un veterano de la Liga. Responde únicamente ante Sire Revek, el presidente.
Sire Dagon. Sí, así se llamaba. Corinn, al oírlo, recordó que lo había conocido de jovencita. Siempre lo había despreciado; su aspecto, su voz, su quejumbrosa arrogancia. Había estado presente en el pabellón cuando ella lo visitó. Ésa tenía que haber sido la razón por la que había seguido pensando en él sin que pudiera llegar a ubicarlo del todo.
—¿De qué hablasteis con él?
—Hablamos de comercio y mercaderías. Es lo único con lo que trata la Liga.
—¿Traicionaron a mi padre? ¿Os animaron a atacarnos? Decídmelo, y así la próxima vez que vea a Dagon sabré si debo escupir cuando él pase.
Hanish cogió otra flecha, tomó puntería y disparó de nuevo. Esta vez obtuvo mejor resultado, cerca del centro de uno de los blancos más alejados. El muchacho vitoreó, levantando el puño como si se tratara de un triunfo personal. Hanish hizo como que no lo veía. Respondió a Corinn con un aire desusadamente oficioso, sin ninguna sombra de flirteo en él.
—La Liga no guarda lealtad a nada o a nadie, Corinn —dijo—. No tiene otra filosofía que la que pertenece al hecho de adquirir riqueza. Ya que lo habéis preguntado, no obstante… es cierto que la Liga tuvo algunos motivos de queja con respecto a vuestro padre durante la mayor parte de su reinado. Hace unos años contactaron con mi padre. Hicieron un pacto con nosotros. Si los meins orquestábamos una guerra por tierra contra Acacia, y una que pareciera tener probabilidades de salir victoriosa, ellos retirarían sus naves y no proporcionarían ninguna clase de apoyo marítimo a vuestro padre. Nosotros estaríamos preparados para ello; Acacia no. Como vuestra nación está basada en torno a una isla, eso era una promesa considerable. Veréis, depender de una entidad comercial para vuestra armada fue un error. Naturalmente, ahora yo no me encuentro en una posición mucho mejor, pero no tardaré en remediar esa situación.
Corinn disparó. La flecha dio en el blanco, justo contra la última que había lanzado Hanish. Dio tan cerca que melló la parte de atrás de su astil, dejando torcida una pluma. Corinn se aseguró de que no se volvía hacia él para mirarlo.
—¿Y qué les prometisteis?
—Accedí a doblar su Cuota, doblando así sus beneficios. Recientemente, he dicho que podían establecerse alrededor de las Islas Exteriores si podían librar el lugar de los piratas que lo infestan. Ésas fueron las cosas de las que hablé con Sire Dagon.
—Hummm —dijo Corinn, contemplativa de un modo que era levemente sarcástico—. Nunca se me había ocurrido pensar en ello desde esa perspectiva. Me refiero al hecho de que vos y alguien como Dagon os sentaríais a considerar, como si tal cosa, los destinos de miles de personas. Cuando orquestáis tales cosas, ¿os excita?
Hanish se inclinó ligeramente hacia delante, sin llegar a aproximarse a Corinn, pero de una forma que indicaba que su respuesta era sólo para ella.
—Mucho ¿Qué más queréis saber? ¿Queréis oírme hablar de los esclavos que vendemos a través del océano? ¿De cómo distribuimos la niebla que recibimos a cambio? ¿Del modo en que sedamos a las masas para que trabajen para nosotros sin quejarse? Os lo contaré todo, princesa, si os complace oírlo. Incluso fingiré que todo fue obra mía y que vuestro padre, nuestro querido Leodan, no era el mayor esclavista del mundo antes de que yo hubiera nacido siquiera.
Su voz había sido lánguidamente cortejadora hasta el final, cuando adquirió una súbita frialdad. Corinn la igualó.
—Ya no estoy interesada en eso. ¿Por qué no vais y matáis algo? —Entregó su arco al escudero y empezó a alejarse.
—¿Os apetece una cacería? —preguntó Hanish, agarrándola del codo—. Podemos tenerla aquí mismo. —Puso una flecha, tensó la cuerda y levantó el arco para tomar puntería. Pero no lo enfiló hacia ninguno de los blancos triangulares. El muchacho, percibiendo que el arco estaba dirigido hacia él, se removió nerviosamente. Miró a uno y otro lado como si pudiera haber un blanco razonable cerca, algo en lo que no había reparado hasta el momento.
—¿Gritaréis para que corra o debería hacerlo yo?
—Vos no haríais eso —dijo Corinn.
—¿Por qué no? No es más que mi esclavo. Si muere, soy yo quien cargará con la pérdida.
Los músculos del antebrazo de Hanish sobresalían, temblorosos con el esfuerzo, los nudillos blancos y rígidos en torno al arco. Era un brazo tan cruel… Cruel en los mismos tendones y tejidos que lo formaban.
—No lo hagáis, Hanish —dijo Corinn, sabiendo que él lo haría. Estaba a punto de hacerlo. Era una broma, y no era una broma; era las dos cosas al mismo tiempo.
—Eso es lo que me decís, pero en realidad queréis que lo haga. Queréis verlo empalado y oírlo gritar. ¿No es así?
Corinn necesitó un instante para responder. No supo por qué dudaba. No era que estuviese considerando distintas respuestas. Sólo había una. Pero era difícil de articular.
—No —dijo finalmente—. No es así.
—¡Muchacho, levanta la mano! —gritó Hanish.
El muchacho no entendió. Hanish bajó el arco y le mostró lo que quería decir con su propia mano. El muchacho imitó la postura. Hanish le dijo que extendiera los dedos, y que luego los mantuviera separados, con espacios entre ellos.
—Bien, ahora estate muy quieto. —Levantó el arco para volver a tomar puntería.
—¡Parad! —dijo Corinn, más un susurro que el grito que ella tenía intención de que fuese.
Hanish disparó. El muchacho no se encogió, lo que fue una suerte porque la flecha pasó entre su dedo índice y su dedo medio para esconderse entre la hierba en algún lugar detrás de él. Así de fácil, estuvo hecho.
—¿Quería decir algo con eso o no? —preguntó Hanish, bajando el arco—. Decididlo vos misma. —Giró sobre el talón y se fue, dejando caer el arma al suelo después de haber dado unos cuantos pasos.
Corinn lo vio marchar. Contempló su silueta mientras entraba en el bosque de árboles de pálida corteza, las hojas encima de él aplaudiéndolo con un rielar de entusiasmo. Hanish tenía razón acerca de ella, pensó. Sintió cómo la verdad se abría paso a través de la superficie de su consciencia y la miraba a la cara. Sí, realmente había una parte de ella que había querido que él le disparara al muchacho. El por qué lo había querido, en cambio, ya no hubiese sabido decirlo. ¿Sólo para demostrar que podía hacerse? ¿Para demostrar que la bondad del muchacho no era protección contra nada? ¿Sólo para ver cómo una punta de alfiler de sufrimiento era lanzada a través del aire, siendo desplazada de una persona a otra mediante un simple aflojamiento de los dedos? ¿Para ver una prueba de la crueldad de Hanish? Quizá fuera eso. Verlo probado con sus propios ojos. Se le hizo un nudo en el estómago cuando lo pensó, ante la sensación de aversión, entretejida como estaba con atracción. ¿Qué le estaba haciendo Hanish?
Con un esfuerzo, apartó la mirada de los árboles y la posó sobre el muchacho, que continuaba inmóvil exactamente en el mismo sitio. Había bajado la mano, pero permanecía plantado allí como si no estuviera seguro de si se le pediría algo más. Por suerte ella no le había preguntado cómo se llamaba.
De nuevo en el pabellón y absorta en sus pensamientos, se sorprendió cuando Peter, el jefe de la servidumbre, apareció a su lado en el ojo de una de las escaleras. Fue hacia ella como un atacante, surgiendo de pronto de donde debía de haber permanecido al acecho esperándola.
—Princesa —dijo—, no sois la joven que recuerdo. —Se detuvo a unos centímetros de ella. Corinn nunca había estado tan cerca de él durante la visita, y jamás a solas. Las cejas de Peter temblaban con una emoción que Corinn no pudo identificar.
Faltó poco para que gritara.
—Vuestro padre —dijo él— habría estado orgulloso de vuestro porte. Me enteré de su destino, pero no lo creí hasta que os vi llegar aquí. —Durante un segundo pareció abrumado por la miseria—. ¿Cuándo vendrá él, princesa? Compartid conmigo esa información y estaremos preparados para unirnos a él. Aquí todos son leales aún.
—¿Cuándo vendrá quién? —preguntó Corinn con brusquedad.
—¡Pues vuestro hermano, naturalmente! Todos rezamos a la Donante por el pronto regreso de Aliver y porque podamos ver cómo se venga borrando de la existencia a Hanish Mein.