39

Aliver observó con una especie de callada aceptación cómo la piedra se convertía en tejido vivo, como si el mero hecho de que lo estuviera viendo hiciera que cosas tan asombrosas se volvieran mundanamente posibles. No hubo terror. Ni confusión alguna. Desde un lugar que sentía alejado de su cuerpo real, Aliver vio cómo los peñascos de granito se desperezaban en formas vagamente antropomórficas. Cada uno se alzó sobre dos piernas como pilares, hizo girar extremidades desde las articulaciones del hombro, volvió hacia él una cabeza con negros ojos agujereados. Entonces se movieron con una lenta fluidez de articulaciones envaradas. Fueron hacia él como unos extraños enterradores hechos de roca y de tierra, venidos a limpiar el cadáver de Aliver, a disponer de él. Pues eso era lo que significaba aquello, ¿verdad? Él estaba muriendo en el lejano sur, resecado por el sol, derrotado. Tan agrietado como la arena debajo de él, ahora los seres rocosos de la Tierra habían venido a reclamarlo. Aliver se preguntó por qué nadie le había explicado aquello antes. No se hacía mención alguna de ello en ninguna tradición espiritual que él hubiera oído jamás.

Las figuras de piedra viviente lo rodearon, haciendo corro a su alrededor. Deslizaron las astillas de sus miembros por debajo de él y lo levantaron en el aire. Con el peso de Aliver compartido entre varios de ellos, fueron con él suspendido sobre la tierra. Era una sensación semejante a la de flotar. La cabeza se le inclinó hacia atrás y durante un rato Aliver contempló el movimiento de un mundo vuelto del revés. Le pareció que las figuras de piedra viviente podían haber estado hablando, pero no habría podido asegurarlo con certeza. Había algo discurriendo entre ellos, pero era más como alientos exhalados que como ninguna lengua que él conociera.

No tuvo idea de durante cuánto tiempo o hasta qué distancia lo transportaron. Entendía que la Tierra giraba debajo de él. Veía discurrir el Sol en lo alto, contemplaba cómo las estrellas cobraban vida con un fogonazo y se alejaban después, pero no reflexionó sobre cosas como el paso del tiempo o el significado del movimiento. No era una experiencia que se midiera en momentos transitorios. Más bien, un instante de tiempo fluía tan delicadamente dentro del siguiente que había una curiosa constancia en todo ello. No había ningún futuro y presente y pasado. Todas esas cosas eran la misma y única cosa. Aliver olvidó quién era. No sentía cargas de la clase que fueran. Su vida y todas las presiones con las que había vivido carecían de sustancia. Eso, más que ningún otro aspecto de su presentación a sus salvadores, lo obsesionaría después, una promesa suspendida en el lado lejano de la vida.

Cuando volvió a despertar a la verdadera consciencia fue con la ayuda de la insistencia de otro. Alguien pronunciaba su nombre, el propio y luego el del linaje de su familia. La voz le preguntó si despertaría ahora, y se explicó a sí misma. Había acudido a ellos… ¿por qué? Aliver sintió una presión sobre su esternón, una fuerza lo bastante poderosa para que una exhalación más parecida a un gemido ascendiera hacia su boca y saliera por ella. Abrió los ojos.

Encima de él había un cielo negro. Un techo negro bajo el que ondulaba un velo de nubes, circundado por el borde de un cuenco de piedra rojo pálido. Aliver quiso asimilar el mundo a su alrededor y determinar quién era él. Esto podía ser la muerte, después de todo. Se incorporó con un lento esfuerzo. Alguien estaba sentado a su lado, inmóvil y con las piernas cruzadas. Era, a primera vista, una figura de forma humana, vieja y desgastada por el paso del tiempo, tallada en piedra y quizá tan antigua que eras y eras de arena impulsada por el viento habían alisado sus facciones y abierto depresiones en los puntos más débiles, haciendo que pequeños fragmentos fueran desprendiéndose a lo largo del tiempo. Los ojos eran lisos y tenían la más leve indicación de color en torno a ellos, como si en algún momento hubieran estado brillantemente pintados y todavía perdurara un vestigio residual de aquel brillo. La estatua se hallaba lo bastante próxima para que se la pudiera tocar, y Aliver flexionó los dedos con el deseo latente de hacer tal cosa.

Los ojos de la figura parpadearon. Frunció los labios, como una carpa cuando sorbe el agua, y luego volvió a quedarse inmóvil. Aliver sintió que un pensamiento le entraba en la cabeza, y necesitó un momento para poder organizarlo en palabras, y unos cuantos momentos más para hacer de ellas frases que él pudiera entender. Sabía —sin entender el porqué— que el mensaje había venido de la piedra viviente que había ante él. Decía que la complacía que Aliver hubiera despertado. Las otras vendrían ahora, pues todas querían «saber».

Aliver abrió la boca para hablar. La figura alzó un brazo en el aire, un movimiento fulgurante que puso la palma en el aire ante ella, silenciándolo. «Espera». El significado primero, y después la palabra que significaba, cobraron forma en la mente de Aliver. «Deja que vengan los demás».

Un escalofrío corrió por el cuerpo de Aliver. Estaba viendo una escena como de otro mundo que era sencillamente incapaz de creer. La cámara de roca en la que estaba sentado se llenó gradualmente de cada vez más figuras como la que había junto a él. Eran idénticas a las que lo habían llevado hasta allí. Aliver lo sabía; y sin embargo también eran distintas. Sus movimientos no resultaban nada fáciles de captar. En tanto que seres físicos nunca parecían moverse, y sin embargo el aire estaba lleno de movimiento, como si otros tantos fantasmas remolcaran sus cuerpos incorpóreos a través del mundo y sólo se hicieran sólidamente visibles cuando dejaban de moverse. Incluso cuando se hallaban sentados inmóviles alrededor de él, Aliver podía distinguir sus formas o sus rostros individuales sólo cuando miraba directamente a alguno de ellos. Cuando sus ojos iban hacia otra dirección, sin embargo, parecían las piedras desgastadas por los elementos que en un primer instante había creído él que eran, antiguas y con formas ovoides. Así se quedó inmóvil rodeado por fantasmagóricos seres de piedra que se movían, todos los cuales tenían cara sólo si los miraba lo bastante fijo, máscaras que traicionaban la vida sólo intermitentemente.

«Perdónanos, pero necesitamos saberlo… ¿Tienes el libro de la lengua de la Donante?»

Una vez más, esto se formó primero como un significado que él tenía que ordenar en frases para entenderlo. Provenía de un colectivo de voces, pero Aliver ya tenía una cierta idea de cómo podía extraer sentido de ellas. Empezó a responder.

—El libro de…

Pero las palabras sonaron monstruosas, como un rechinar de peñascos, como si las hubiera gritado con toda la potencia de sus pulmones. Pudo ver que las figuras en derredor suyo así lo pensaban también. Retrocedieron apartándose de él, como plantas submarinas que ondulan cuando una ola pasa sobre ellas.

La figura que había estado a su lado al principio de pronto tuvo una mano encima de su hombro. «Rey nuestro, por favor, no nos hables así. Habla con tu mente. Piensa en lo que deseas que sepamos, y luego impulsa el pensamiento en dirección a nosotros».

La porción de su mente que ocupaba el primer plano de la realidad pensó que aquello era una petición un tanto rara, pero Aliver sabía que él mismo ya había estado oyendo sus pensamientos. Ésa era la razón por la que aquel lugar se hallaba tan silencioso. Ésa era la razón por la que las palabras de los santoth parecían originarse dentro de su propia cabeza. Aliver trató de formular una respuesta, ahora temeroso de que cada pensamiento, cada traspiés y confusión, iría de sí mismo a los demás. ¡Qué embrollo revelaría ser él entonces! Pero los santoth esperaban, tranquilos, sus rostros inmutables, ávidos. Parecían hallarse completamente vacíos, y estaba claro que no tenían acceso a los pensamientos de Aliver hasta que él así lo permitiera.

Finalmente, dio forma a una frase en su mente, si bien con claridad, y la proyectó hacia fuera. «¿Qué es ese libro?»

Las caras que lo miraban volvieron a balancearse, pero esta vez se mecieron hacia él. Aliver recibió una respuesta desde más de una mente. El libro, le comunicaron, era La canción de Elenet. Era el texto que Elenet escribió de su puño y letra, donde definía cada palabra de la lengua de la Donante.

«Por favor —dijeron ellos—, revélanoslo».

Aliver permaneció inmóvil y en silencio durante un rato después de aquello. ¿Qué estaba pasando aquí? Una parte de él quería darse de bofetadas hasta que despertara de su sueño. Otra se preguntaba si aquellos seres eran el pueblo cobarde de la otra vida y ésta era la recepción que daban a los recién llegados. Sentía como si le estuvieran pidiendo el secreto para recuperar la vida, un conocimiento que él sabía no poseía. Pero más allá de todo eso tenía otro pensamiento. Fue más allá de todo lo demás y le dio forma.

«¿Sois los santoth?»

En un único movimiento, cada cabeza alrededor de él —quizá cien o el doble de ese número creciendo con cada momento que pasaba— asintió. Los rostros de piedra se agrietaron en sonrisas.

«Ésa —dijeron a coro— es la palabra que quiere decir “nosotros”».

«Muy bien —pensó Aliver—. Ésa es la palabra que quiere decir “vosotros”. Pero, por la Donante, ¿qué os ha sucedido?»

No permitió que aquellos pensamientos escaparan de su persona, y los rostros sonrientes, rígidos mientras lo observaban, no mostraron el menor indicio de comprensión. Simplemente esperaron lo que venía a continuación. Aliver se preguntó si disponía de la energía necesaria para aquello. ¿No debería comer? ¿Beber? Pero su cuerpo no le daba ninguna molestia. Ya no estaba deshidratado o famélico, aunque no recordaba la última vez que había consumido algo. Miró en derredor y siguió adelante lo mejor que pudo. No era capaz de abarcarlo todo. Pero tenía que empezar por alguna parte.

«La canción de Elenet. Contadme algo más sobre ella».

Lo hicieron, con la mayor gratitud. Posteriormente Aliver no hubiese podido decir cuánto duró su intercambio con los santoth. No fue tanto una comunicación que fluía en ambos sentidos como una comunión en espiral. Las cosas de las que se enteró no las supo de ningún modo lineal. Pero una vez que las hubo juntado todas, tuvo una historia salida de la leyenda. Era una historia, habría dicho antaño, urdida a partir de las imaginaciones de mentes ociosas para entretenerse a sí mismas y olvidar los males del mundo mediante una explicación. Eso era lo que habría dicho Aliver en su juventud. Pero desde el instante en que vio andar a las piedras, su juventud quedó irrevocablemente atrás. Esto fue lo que aprendió de los santoth.

La canción de Elenet era la enciclopedia de la lengua de la Donante. Era el libro en el que estaba escrita la verdad proclamada del mundo entero. A pesar de sus muchos defectos y de los enormes errores que había cometido como practicante de la hechicería —ésa era la palabra más apropiada para describir la usurpación humana del lenguaje divino—, Elenet estaba ávido de conocimiento y había sido muy meticuloso en lo tocante a guardar registros de todo lo que aprendía. Como contaban las leyendas, vivió en un tiempo en que la Donante caminaba sobre la Tierra. Elenet siguió la estela del divino personaje. Escuchó y aprendió las canciones en el lenguaje de la creación. Cada palabra que robaba de la boca de la Donante la anotaba en una escritura concebida por él. Para los pocos que podían leer el texto, éste daba todas las instrucciones necesarias para obrar magia sobre el mundo. Era un manual de la forma y las pautas de la creación; en tanto que tal, jamás había existido documento más peligroso escrito con signos sobre una página, antes o después.

Cuando Elenet abandonó este mundo para explorar otros, dejó su libro al cuidado de sus discípulos santoth. Nunca dijo adónde iba o por qué, pero se desvaneció de la Tierra, igual que había hecho la Donante antes que él. El libro fue transmitido a través de las generaciones, de un Portavoz Divino a otro. Eran, en aquellos tiempos antiguos, adiestradores del conocimiento. Reyes y princesas regían el mundo; los santoth urdían hechizos para mantener unida su sustancia, ayudando a mitigar el caos que los hombres tanto parecían anhelar. Era una responsabilidad sagrada, y durante eones practicaron el habla divina sólo para el bien del Mundo Conocido. Eso cambió, no obstante, cuando un joven santoth llamado Tinhadin llegó a ser el custodio del libro.

«Lo mantuvo apretado contra su pecho —le explicó a Aliver el santoth—, y no lo compartió con nosotros».

Tinhadin adoraba el poder del libro. Lo estudiaba exhaustivamente, excluyendo cada vez más a menudo a los demás. Llegó a ser caudillo entre los santoth y se hizo mucho más fuerte que ninguno de ellos. Al final llegó un momento en que era más poderoso que todos los otros santoth combinados. Gracias a su posesión del texto, sólo Tinhadin tenía acceso a las traducciones fidedignas, a la pronunciación exacta y el significado de cada palabra en la lengua de la Donante. Cada pequeña variación que se llegara a hacer sobre ello corrompía la magia, la debilitaba, y/o la alteraba de modos que el hablante no había pretendido.

Aun así, los otros santoth habían amado a Tinhadin como uno de los suyos. Compartía el conocimiento con ellos, pero poco a poco las palabras de la Donante fueron llegando a ellos sólo a través de Tinhadin. Cuando se dispuso a modificar la forma del mundo, los demás trabajaron a su lado. Tinhadin quería traer paz al mundo, dijo. Había demasiado caos, demasiado sufrimiento, demasiado potencial para que la humanidad causara su propia ruina y volviera a un estado semejante al de las bestias. Los otros santoth ayudaron a Tinhadin en su empeño por controlar el mundo. Pero antes de que supieran lo que estaba sucediendo, Tinhadin los había despojado. Puso una corona encima de su cabeza y se apartó de ellos.

«Pero eso no fue una alegría —dijo el santoth—. En lugar de eso, se convirtió en la mayor de las cargas».

Al igual que los hombres normales antes que él, Tinhadin temía perder el poder que había adquirido. Y, todavía más, empezó a fatigarlo encarnar tan completamente el lenguaje de la creación. Era un hechicero con el poder de dar forma al mundo sólo abriendo la boca. Pero, explicaron los santoth, encontró que el poder era demasiado difícil de controlar. «Imagina —dijeron—, vivir una existencia donde las palabras salidas de tu boca cambiaban la misma sustancia del mundo en torno a ti».

Tinhadin llegó a ser demasiado fuerte, la magia era una parte demasiado grande del funcionamiento de su mente. A veces alteraba el mundo con sólo pensar en la lengua de la Donante. A veces la hablaba en sueños y despertaba para encontrarse con los resultados viviendo a su alrededor. Ésa fue la razón por la que se volvió contra los otros santoth. Llegó a odiar su magia. Quería vivir sin ella, pero le era imposible hacer tal cosa en un mundo donde otros hechiceros seguían obrando sus hechizos. Desterró del imperio a los santoth. No todos se fueron de buena gana. De hecho, Tinhadin libró una dura batalla con un gran número de ellos, aniquilándolos. Al resto lo empujó al exilio. Entonces obró sobre ellos su última magia, el hechizo que los mantendría vivos perpetuamente, atrapados en aquellas tierras del sur hasta que Tinhadin o un descendiente suyo decidiera invitarlos a que regresaran. Eso, naturalmente, nunca sucedió, y los santoth habían envejecido hasta ser los seres con los que ahora se comunicaba Aliver. Eran los mismos individuos a los que expulsó Tinhadin, viviendo —si se le podía llamar eso— y esperando.

Cuando el príncipe les preguntó si aún sabían magia, respondieron que sí pero que su conocimiento se había visto tan corrompido a lo largo de los años que no sabían qué pasaría si pronunciaban las palabras de la Donante. Su conocimiento se había convertido en una maldición de la que pasaban sus vidas eternas escondiéndose. Sin el verdadero conocimiento encontrado únicamente en el libro de Elenet, corrían el riesgo de abrir en el mundo un desgarrón que quizá nunca pudiera ser reparado. Habían aprendido a hablar como dioses, pero ahora temían ser sólo demonios en vez de dioses.

«Ahora que nos lo has oído contar —dijo la voz colectiva de los santoth—, dinos dónde está el libro. Sin las palabras no hacemos sino padecer. Necesitamos las palabras de la Donante, y entonces podremos volver a estar completos, y seremos buenos».

Aliver sacudió la cabeza. No quería decir lo que tenía que decir. Ya sentía una cierta paz entre los hechiceros. Había sentido su padecimiento incluso antes de que ellos lo mencionaran. Entendía que su destierro había sido una maldición terriblemente prolongada, y ya no contaba con el lujo de poner en duda aunque sólo fuese una parte de las cosas que le habían comunicado. Pero la verdad era simple.

«Lo siento —dijo—. No tengo ese libro».

Los santoth tardaron en responder a esto. «Tu padre… ¿no te habló de esto?»

«No, no lo hizo».