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Rialus Neptos había creído en tiempos que su gobierno de la satrapía del Mein había sido la gran maldición de su existencia. Odiaba aquel lugar helado, lleno de toscos ciudadanos del imperio que habían sido desterrados. Se enfurecía cuando pensaba en el aire desdeñoso con que lo habían tratado los Akaran, hasta el punto de que había estado dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de ganarse una posición mejor en la vida. Para ello, había apelado a elementos despreciables entre sus conocidos en Alecia —miembros de la familia, criminales, oportunistas de todos los colores— para ascender y causar toda clase de confusión que coincidiera con el ataque de Hanish Mein. Había observado con alegría cómo la ciudad se hundía en el caos. Durante unos pocos días había vivido en la más absoluta de las euforias, viendo cómo el viejo orden era barrido y a la espera del nuevo reinado de Hanish Mein, seguro de que se había ganado un lugar prominente dentro de él.

Cuán profunda traición, entonces, que Hanish hubiera —en una maniobra que el nuevo gobernante tenía que haber pensado era la mayor broma jamás gastada— nombrado a Rialus enlace personal con Calrach, el cacique de la numerosa horda numrek. Rialus solía despertar gritando de una pesadilla del momento en que el caudillo le había hablado del nombramiento. Hanish había observado que Rialus era uno de los primeros acacios con los que se habían encontrado los numreks. Le aseguró que los numreks todavía hablaban calurosamente de la recepción que él les había dado en Cathgergen. Rialus había demostrado su entereza, su habilidad a la hora de tratar con la ruda raza numrek.

—Tú eres el hombre ideal para eso, Rialus Te lo has más que ganado.

Rialus había ofrecido una nerviosa refutación. ¡Él no sabía nada de los numreks! No era el hombre adecuado para las frías porciones del país en las que iban a asentarse los numreks. Preferiría con mucho un puesto más próximo al corazón de la nación, en Alecia o a lo largo de la costa cerca de Manil. ¿Quizá podría servir a Hanish como magistrado en jefe de Bocoum? Alguna posición de esa naturaleza. Pero ¿enlace con los numreks? Ni siquiera hablaba su lengua. No quería parecer desagradecido, había dicho Rialus, pero quizás Hanish podría reconsiderar su decisión. ¡Las bestias comían carne humana, después de todo! Difícilmente la clase de compañía que debería estar frecuentando un aliado tan valorado.

Después lamentó haber protestado siquiera. Maeander estaba allí para oírlo y pareció encontrar placer en sus ruegos. El nombramiento se mantuvo, y así empezó un nuevo período de miseria en la vida de Rialus.

Había una cierta satisfacción que derivar del hecho de que los numreks ignoraran olímpicamente las proclamas de Hanish. No se quedaron en el Mein, ni siquiera en Aushenia, como habían acordado que harían. En lugar de eso, se esparcieron hacia abajo en dirección al Sur. El propio Calrach instaló su corte en una villa conquistada junto a la costa talaya. Allí, al menos, Rialus encontró ese clima cálido que tanto le gustaba. Pero el sol sobre la piel resultó ser una parca recompensa a cambio de otras miserias de su existencia cotidiana.

¿Qué actividades servían para pasar el rato entre los numreks? ¿Qué clase de cultura poseían y cómo elegían disfrutar del botín deparado por el servicio que habían prestado a Hanish en la guerra? Bueno, les encantaba asarse al sol, como si por sí solo eso ya fuese una meta digna de seres razonables. En días despejados yacían desnudos sobre la arena de la orilla, moviéndose únicamente para volverse de un lado a otro, sorbiendo bebidas que les eran traídas por sirvientes acacios. Los jóvenes siempre estaban presentes entre los adultos, siendo mimados en un momento dado y abofeteados al siguiente, siempre pudiendo disfrutar de una buena perspectiva de todas y cada una de las múltiples carnicerías.

Cuando no estaban tumbados al sol, se levantaban el rato suficiente para pegarse unos a otros con enormes garrotes, con palos de madera curvados que a menudo rompían huesos, con cuchillos que ellos estimaban justo lo bastante cortos para no ser fatales. Se enorgullecían de adquirir constantemente nuevas cicatrices. Rialus cometió el error de mostrar su aprensión a las heridas, lo que sólo significó que cada día le eran presentados nuevos cortes y desgarrones, con los numreks observándole la cara y siempre divirtiéndose ante su reacción, sin importar cuán endurecida fuese la fachada que trataba de presentar él.

Cometió otro error con respecto al juego consistente en arrojar lanzas que tanto gustaba a los numreks. Dicho juego requería enviar a un esclavo corriendo hacia delante a través de una carrera de obstáculos mientras un lancero iba arrojándole toda una selección de jabalinas. En una ocasión Rialus admitió que encontraba divertido el espectáculo. A modo de respuesta, Calrach hizo que el mismo Rialus corriese la carrera. Lo arrancó de su asiento y sopesó una lanza y le sonrió.

—El truco —dijo— está en tener suerte.

Rialus nunca había corrido tan rápido en su vida. El corazón le latía tan fuerte que imaginó que otros podían verlo palpitando contra su pecho. Cada instante que estaba en la carrera, se sentía al borde de la muerte. Las lanzas resonaban justo detrás de él a cada paso del trayecto, indicando su progreso. Estaba seguro de que o moriría o pasaría el resto de su vida retorcido alrededor de la herida infectada resultado de algún empalamiento. Ninguna de las lanzas le dio, sin embargo. Y no fue hasta que su corazón se hubo tranquilizado lo suficiente para que pudiera oír algo por encima de sus notas de bajo cuando se dio cuenta de que Calrachy sus compañeros se estaban partiendo de risa. Calrach no había estado tratando de darle. Para ellos no era más que un juego. Todo lo era, y por mucho que se esforzara Rialus no podía encontrar el valor para no ponerse en ridículo.

—¡Sí, Neptos, sí! —dijo uno de los tenientes de Calrach—. Muy divertido. ¡Tienes razón!

No mostraban la menor inclinación por las formas superiores del arte. Nada de pintura o escultura, nada de poesía o historia registrada. Carecían de lenguaje escrito. No veían que hubiera la menor necesidad de tenerlo. De hecho, su naturaleza primitiva iba más allá de cuanto hubiera observado Rialus antes. No había función corporal que les resultara embarazosa. Comían, eructaban, se tiraban pedos, defecaban, fornicaban o, incluso, recurrían tranquilamente a la autoestimulación a la vista de cualquiera, sin consideración alguna al sexo o la edad o la posición social. Rialus los divertía tanto con su continua búsqueda de algo de reclusión para ejercitar sus funciones corporales que llegó un momento en que se vio obligado a renunciar a la intimidad. Eso lo convertía en el blanco de todas las bromas, mientras que bajarse los pantalones y hacer de vientre en mitad del patio no suscitaba el menor interés. A veces Rialus se preguntaba si los numreks eran, de hecho, una raza de seres humanos. Nueve años en su puesto y aún tenía que formarse una respuesta definitiva a la pregunta.

Había aprendido su lengua, no obstante. Era la más extraña de las lenguas. Hasta las palabras más simples eran monstruosidades erizadas de tentáculos. Requerían contorsiones de la lengua e inhalaciones de aire e inflexiones guturales emitidas desde el fondo de la garganta.

La noche elegida por Calrach para conferirle su primera misión oficial empezó como cualquier otra noche. Rialus, a la humorística instancia de alguien, sin duda, fue colocado entre dos mujeres jóvenes, un par de concubinas que no estaban unidas a ningún cabecilla en particular. No parecían demasiado distintas de los machos, francamente. Se rozaban frecuentemente contra él; alargaban el brazo por encima de él para coger trozos de comida; lo pinchaban con dedos juguetones de duros nudillos.

Lo peor de aquella ubicación fue que, de hecho, aquel par de hembras excitaron a Rialus. Él lo detestaba, se sentía disgustado por ello, no lograba entenderlo; pero lo cierto fue que no tardó en notar una incómoda rigidez cerca de su ingle. Las mujeres emanaban un olor propio, una especie de aroma almibarado como el de una fruta madurada en exceso que empieza a pasarse. No era un olor agradable, pero en algún lugar incrustado dentro de Rialus fue interpretado como una invitación al exceso carnal. Soportar la presencia de aquellas dos mujeres a lo largo de la velada fue una confusa tortura. Calrach parecía entender su desazón y disfrutar con ella. De hecho, el caudillo nunca se cansaba de observar los fallos de Rialus y hacer comentarios sobre ellos.

—Rialus, ¿todavía no te gusta nuestra comida? —preguntó—. ¿Cómo es posible? Tengo un plato para ti. Pruébalo. —Mientras un sirviente depositaba ante él un cuenco lleno del preparado, Calrach lo describió como un estofado que se hacía con los intestinos de sus rinocerontes, fermentado en la leche de las hembras de la especie, y guardado durante meses en barriles. Luego se lo rociaba generosamente con alcohol antes de servirlo.

Miró cómo Rialus se llevaba una cucharada de la sustancia a los labios. Nada impresionado, dijo:

—Puede que tu estómago sea demasiado débil para esto, como le sucede al resto de tu persona.

La hembra que tenía a la izquierda dijo:

—Sólo hay una parte de él que esté aunque sólo sea un poquitín dura.

—Hay mucho acerca de mi raza que todavía tienes que aprender —dijo Calrach—. Un año más, y tú mismo serás un numrek. Y estarás orgulloso de serlo. —Se carcajeó del absurdo que suponía aquello, y luego cambió de tema—. Rialus, dime, ¿crees que Hanish Mein nos honra? A los numreks, quiero decir. Los elegidos. ¿Nos insulta?

—No estoy seguro de lo que queréis decir —murmuró Rialus.

—¿Nos insulta?

Calrach acostumbraba hacer aquello; repetir lo último que había dicho como para demostrar que todas las posibles respuestas, significados e interpretaciones estaban contenidos en las palabras mismas, algo que Rialus podría percibir enseguida sólo con que se fijara un poquito más.

—¿Qué sabor de insulto habéis sentido? —preguntó Rialus.

Calrach se encogió de hombros, agitó una mano y se rascó la mejilla, lo bastante fuerte para desprender de ella unos cuantos trocitos de piel reseca.

—No es tanto un sabor, desde luego. Un olor, sin embargo… Hay un olor que no me gusta. Mi abuelo solía hablar de un olor así. Provenía de los lothan, antes de que se volvieran contra nosotros y nos expulsaran de su mundo. Acostumbrábamos ser su ejército personal. Lo sabes, ¿verdad? Fuimos sus aliados durante muchas generaciones, pero al final nos utilizaron vilmente. Si tengo un deseo, Rialus, es volver algún día a las Otras Tierras y llevar un nuevo olor a los lothan. Tú ya me entiendes, claro.

Rialus odiaba que dijera eso. Lo hacía tan a menudo, particularmente en ciertas ocasiones cuando Rialus no lo entendía en absoluto. Mencionarlo no serviría de nada, sin embargo. Calrach tenía una pauta orbital de discurso a la que uno tenía que ajustarse. Volvería al tema después si era algo que le importaba realmente.

Entonces sonaron los tambores, anunciando la llegada del plato principal. La velada iba a contar con una preparación que Rialus no había probado antes, un acontecimiento que siempre lo inquietaba. Toda la mesa se levantó súbitamente ante ellos, para acto seguido ser elevada sobre sus cabezas sentadas por sirvientes apostados en cada esquina. El tablero pasó por encima de Rialus, cubriéndolo de sombra. La mujer joven que estaba sentada a su derecha lo agarró del bíceps y le ronroneó algo en la oreja, una expresión de placer anticipatorio. Para cuando la primera mesa hubo dejado atrás a Rialus, la siguiente estaba siendo bajada hacia su sitio.

Ante él había una exquisitez a la que los numreks llamaban tilvhecki. Del tamaño aproximado de un cerdo adulto, parecía un saco de piel hinchado, lo suficientemente traslúcido para revelar que contenía alguna clase de despojos llenos de gases en muchos tonos distintos. Al hablar del placer culinario que les aguardaba, Calrach explicó que el aspecto de la exquisitez no podía ser más acorde con su realidad. «Tilvhecki» era el nombre que empleaban los numreks para referirse al cordero. Durante su exilio en los Campos Helados no habían tenido consigo ovejas, y como consecuencia se habían visto privados de aquel plato durante un tiempo. Su preparación incluía todos los elementos de fermentación y putrefacción habituales en la cocina numrek. El proceso se iniciaba unas semanas antes cuando la carne y los órganos internos de un cordero joven quedaban expuestos a la intemperie durante varios días. La carne no era cocinada inmediatamente después, sino que se la ponía a marinar en jugos de sangre y especias y vino. Cuando la cosa estaba bien cubierta de gusanos se la embutía dentro del saco de piel, que luego era cosido y dejado fermentar. Finalmente era cocinado y servido en la mesa tal como lo tenían ahora ante ellos, bien caliente y echando humo.

Calrach en persona cortó el paquete para abrirlo. Con el primer contacto de la punta del cuchillo, el contenido manó en busca de libertad. El suspiro de la blanda carne moteada brotando de la ranura inició un acceso de náuseas en el estómago de Rialus. El olor, cuando le dio en la cara, trajo consigo un impacto físico comparable al de caerse de bruces dentro de una letrina. Rialus habría desparramado allí mismo sus intestinos, de no ser porque ya había perfeccionado la respiración por la boca. Dejando completamente de lado su nariz, pasó a remover el aire en torno a su lengua mediante una serie de breves aspiraciones.

Los músculos faciales de Calrach temblaron y se tensaron, poniendo al descubierto su irregular surtido de dientes. Una sonrisa, talvez.

—Dime, Neptos, ¿nos consideras viles?

Rialus, respondiendo del modo en que sabía que debía hacerlo, dijo que naturalmente que no los consideraba viles. Encantada de oírlo, una de las mujeres vació ruidosamente un cucharón lleno de tilvhecki en una fuente para él. La otra le gritó algo al grupo. La habitación entera se volvió hacia él y esperó a que probara el plato. Rialus empezó a rogar que se le excusara de hacerlo por la razón de que ya estaba lleno. Lleno hasta las cejas, de hecho. No le cabía ni un solo bocado más. Ejecutó una rápida pantomima de expresiones físicas de todas esas cosas, pero nadie prestó la más mínima atención a sus protestas.

—¡Come! ¡Come! ¡Come de él! —gritó alguien. El cántico prendió. Tras unas cuantas repeticiones, cada boca presente en la habitación se lo gritaba. Muchos se inclinaron hacia él, su aliento azotando el rostro de Rialus como ráfagas de viento pútrido—. ¡Come! ¡Come! ¡Come de él!

Finalmente, detestándose a sí mismo tanto como a los numreks, Rialus se llevó la cuchara a la boca y vertió el grumo de carnosa acritud sobre su lengua. Acción que fue recibida con rugidos de risa. Rialus se quedó muy quieto en el asiento, la mandíbula tensa, el bocado un peso muerto en su boca. Otro numrek, el hermano del caudillo, apareció detrás de él. Puso dos manos enormes sobre la persona de Rialus, una a través de su coronilla, la otra en su mentón. Luego pasó a accionarle la mandíbula en un movimiento de masticación. Eso, también, fue una gracia que los comensales encontraron casi insoportable de presenciar. Cayeron de sus asientos, rodando entre los cojines como si nunca hubieran presenciado nada tan gracioso.

Después de que las cosas se hubieran calmado un poco, el caudillo se levantó para hablar unos momentos de cuestiones profesionales con el enlace. Timbró la voz de un modo que, aun manteniéndola tan ruidosa y ensordecedora como siempre, de alguna forma decía al resto de los presentes que apartaran la vista y hablaran entre ellos.

—Bien, Rialus Neptos, ahora oye el mensaje que llevarás a Hanish Mein. Y prepárate. Puede que esto no le complazca. Queremos un poco de Cuota. ¿Entiendes?

Rialus no estaba seguro de haberlo entendido. Continuaba pasándose la lengua por el paladar, intentando limpiarlo del sabor del tilvhecki.

Calrach repitió el mensaje.

—Los lothan aklun reciben Cuota; numreks deberían recibir Cuota.

Su lógica en lo concerniente al asunto probablemente no fuese más allá de eso. Rialus estuvo a punto de preguntarle por qué quería más esclavos. Ya tenían suficientes para atender todas sus necesidades. Pero temió las posibilidades de la respuesta, por lo que en lugar de eso, dijo:

—Honorable Calrach, estoy seguro de que eso no puede ser. Habéis recibido un pago más que adecuado por vuestros servicios. A Hanish no le gustará que pidáis esto.

Calrach asumió su expresión ofendida, una que se había acostumbrado a utilizar en imitación del mismo Rialus.

—Sólo pido una cosa —dijo, volviendo la mirada hacia Rialus—. Sólo una cosa. ¿Quién puede negar una cosa? —Después, bajando la vista hacia la mesa en desorden, añadió con un ligero cambio en su tono—: Al menos, es una cosa hasta que se me ocurra otra.

Esto último, aparentemente, volvía a estar abierto al público y era lo bastante humorístico para que pudiera pasar por un chiste numrek. Rialus sintió que una mano le daba en la espalda. Se quedó inmóvil, dolorido por el golpe, mientras las bestias resoplaban de diversión en torno a él. Una vez más, Rialus Neptos, blanco de los chistes de otros hombres. Esto no podía seguir. Simplemente tenía que haber alguna manera de que él pudiera mejorar su vida. Tenía que haber, tenía que haber, tenía que haber alguna manera. La encontraría o moriría intentándolo. Cómo odiaba a Hanish Mein, ingrato y pagado de sí mismo. Y Maeander… No debería pensar siquiera en Maeander. No había palabras —ni siquiera en su nueva lengua— para expresar plenamente su aborrecimiento. Se juró a sí mismo que algún día los dos hermanos lamentarían haber incitado la ira de Rialus Neptos.