Salir de la niebla no fue cosa fácil para Leeka Alain. Hubo días de visiones. Noches de sueños horripilantes. Los dolores le atravesaban el cuerpo con tal fuerza eléctrica que se quedaba rígido y tembloroso en su camastro. A veces tenía vislumbres del mundo como lo había visto durante la intensa fiebre que había hecho presa en él allá en el Mein. Pero más allá de todo eso recordaría el delirio como uno de consunción, una pesadilla durante la cual estaba siendo consumido al mismo tiempo que se consumía a sí mismo. A veces era como si el cuerpo entero se le convulsionara bajo la acometida de miles de gusanos de afiladas mandíbulas, empeñados en desgarrarlo para abrirse paso hasta la última porción de su carne. Lo peor de todo, no obstante, era que los gusanos formaban parte de él. El mismo Leeka era a la vez el devorador y el devorado. Se comía a sí mismo, y era comido.
El antiguo canciller no se separó de su lado ni un segundo durante todo aquello. Desde la primera noche cuando vino hacia él en la oscuridad, Thaddeus había estado presente allí para ayudarlo, un médico estricto, carcelero, enfermera y confidente todo a la vez. Thaddeus prácticamente lo selló dentro de su mísera cabaña en las colinas sobre aquella ciudad atrasada. Le ató las muñecas y los pies a la cama, envolvió el centro de su torso con una ancha tira de tela, y se sentó a su lado para explicarle que tenía una perentoria necesidad de los servicios de Leeka. No podía ni aunque sólo fuese empezar a discutirlo con él, sin embargo, hasta que la mente y el cuerpo de Leeka hubieran quedado libres de la adicción a la niebla. Leeka lo cubrió de improperios, confuso y asustado como estaba por la agitación que sentía crecer dentro de su cuerpo.
Cuando la vista se le hubo aclarado lo suficiente para que pudiera ver a su adiestrador bajando la mirada hacia él, dijo con la más absoluta de las certezas que se estaba muriendo. Aquello no podía ser una prueba a la que fuera posible sobrevivir.
—¿Ves esto? —preguntó Thaddeus, extendiendo los dedos para revelar un espino sujeto a la punta de su meñique—. Este alfiler ha sido mojado en un veneno tan potente que mata casi antes de que su víctima pueda sentir el pinchazo. Parecido al que utilicé contigo en su rapidez, con la única diferencia de que éste es mortífero. Lo dejaré aquí, justo a tu lado. Si es cierto que no puedes vivir sin tu niebla y tu vino, entonces utilízalo para quitarte la vida. O, si eres demasiado egoísta para eso, cae sobre mí cuando esté dormido y mátame. Despójame de las monedas que tengo guardadas en mis bolsas y huye con ellas. Deja que el destino del mundo repose en las manos de Hanish Mein. Renuncia ala grandeza. Todo eso se encuentra a tu alcance si así lo deseas. Si me matas, ni siquiera será un crimen; sería un regalo. Porque verás, el caso es que yo también tengo muchos demonios a los que hacer frente. Seríamos cobardes juntos.
Separó el arma de su dedo meñique y la puso encima del taburete en el que se había sentado. Desató los brazos y las piernas de su paciente, aflojó el fajín ceñido a través de su torso, y después se fue. Leeka estaba seguro de que Thaddeus, pese a toda su sabiduría, nunca sabría realmente lo cerca que había estado él de coger ese alfiler y clavárselo en el cuello. Tenía tantas ganas de hacerlo… Fantaseó cada acción, cada movimiento de lo que supondría recoger las monedas del hombre, cada Zancada del descenso hasta el pueblo, todas las transacciones por las que se vería obligado a pasar antes de que pusiera los labios una vez más en torno a una pipa de niebla e inhalara. Ni aunque le fuera la vida en ello habría sabido decir con certeza qué fue lo que lo detuvo.
A la mañana siguiente despertó llorando. Supo sin lugar a dudas que se hallaba solo en el mundo. No culpó de ello a nadie más que a sí mismo. El destino de naciones enteras podía haber empujado y zarandeado su existencia, pero era culpa de él que nunca hubiera amado como es debido a una mujer, nunca hubiera engendrado hijos, nunca hubiera contemplado el mundo con temor y esperanza por sus nietos. Si hubiera hecho cualquiera de esas cosas podría haberle encontrado un poco más de sentido al existir. No podía entender cómo había vivido durante tantos años sin darse cuenta de que las sumas de su existencia estaban destinadas a dar siempre un cero. Quizá debería servirse de la liberación de ese alfiler envenenado después de todo… sobre sí mismo.
—Puedo ver que aún no has acabado de sentir pena por ti mismo —dijo Thaddeus, interrumpiendo el curso de sus pensamientos.
Leeka se dio la vuelta para verlo sentado una vez más en el mismo taburete de antes, estudiándolo, una mano extendida con un paño colgando de ella. Leeka lo cogió y se limpió la cara, consciente de que debería sentir vergüenza pero sin llegar a experimentarla del todo. Thaddeus le preguntó si estaba lo bastante hambriento para comer algo. Leeka se oyó a sí mismo decir que lo estaba.
—Bien —dijo el otro—. Ésa es la respuesta correcta. He hecho un poco de sopa. Sólo verduras y hierbas que encontré en las colinas, unas cuantas setas. Pero creo que te gustará. Compártela conmigo, y luego podremos hablar como es debido del trabajo que tengo para que lo lleves a cabo.
Después Leeka pensaría muchas veces en lo extraño que es que en un momento dado una persona pueda desear la muerte, sólo para ser distraída de regreso a la vida por unas cuantas palabras amables, por un pañuelo, por una sencilla comida con la que llenar un estómago vacío. Esas cosas, tanto como cualquier otra, hicieron que Leeka saliera adelante. Después de aquella mañana ya nunca fue realmente tan difícil rechazar la niebla. Leeka experimentaba punzadas de su antiguo apetito, ciertamente. Las sentía cada día, casi cada hora. Tenía que decidir una y otra vez no sucumbir a él. Pero descubrió que ahora contaba con el poder de rechazar. El hecho de que Thaddeus le hubiera encargado una misión le aportó la fuerza necesaria.
Leeka salió de su mísera cabaña de las colinas con la mente repleta de instrucciones, con sus esperanzas renovadas de la más inesperada de las maneras. Llevaba al cinto una espada acacia, un regalo de despedida del canciller. En años anteriores un antiguo soldado del imperio habría llamado la atención yendo por ahí armado, pero el mundo había cambiado un tanto desde los primeros años del reinado de Hanish. La resistencia había sido vencida. Las tropas meinish esparcidas a lo largo del territorio prestaban poca atención a los individuos, reservando sus energías para la tarea de proteger la seguridad del dominio de Hanish y el comercio que lo sustentaba.
Leeka caminó, disfrutando del bombeo del aire en sus pulmones, del dolor en sus piernas. Al final de su primera semana de marcha, había reencontrado su antigua disciplina. Elegía intencionadamente rutas que ascendían e iban por los pasos más difíciles, subiendo taludes o laderas pedregosas, con cada nuevo paso adelante facilitado por la materia suelta que resbalaba bajo sus pies. Una tarde mientras descansaba en la silla entre dos picos, le dio un calambre en las piernas. Los tendones se le pusieron rígidos y tirantes, el dolor que emanaba de ellos era tan intenso que por un instante lo cubrió todo. Leeka levantó la cara hacia el cielo, llorando de alegría. Estaba recuperando su cuerpo.
Nunca olvidaría la exaltación que sintió en lo alto de un pico cerca de la cresta oeste de las montañas senivalias, alrededor de él nada excepto las nubes en lo alto y abajo miles de pináculos elevándose por doquier, cada uno afilado como un diente de lobeznoso, cada uno como un dedo extendido en acusación hacia los cielos. Bailó a través de la Décima Forma, la de Telamathon cuando luchaba con los Cinco Discípulos del dios Reelos. Nunca en su vida había sentido un momento más lleno de pureza que aquél. Fue un tributo coreografiado, un acto de conexión con todo lo que él había sido nunca y todo lo que esperaba poder volver a ser. Pudo haberse confundido, quizá delirado, la mente enturbiada por la altitud, en un acceso de vanagloria; no estaba seguro, pero había creído, mientras saltaba y lanzaba mandobles al aire, giraba y hacía piruetas, que por un instante todas aquellas protuberancias montañosas se detenían para observarlo.
Y entonces, demasiado pronto, salió con paso vacilante de las montañas y bajó hasta la costa de las Laderas Grises. Se adentró en el ajetreo del comercio, la actividad mercantil y la traición humana en las ciudades costeras de allí. Pocas fueron las caras que lo miraron con bondad. Todas lo midieron para calibrar el riesgo o la oportunidad. Había, sintió Leeka, una amenaza suspendida en el aire, diferente de cuanto él había sentido durante el reinado de Leodan. Fue abordado una y otra vez por vendedores de niebla, todos los cuales le garantizaron la calidad de su producto, su pureza, su procedencia directa de la fuente original y que estaba limpio, sin que hubiera sido rebajado en modo alguno. Leeka no estaba seguro de si algo en su cara o en sus maneras hacía de él un objetivo idóneo para semejantes personas, o de si meramente tal era el discurrir del mundo en la actualidad. Unas cuantas veces cerró el puño sobre las manos de ladrones de bolsas que exploraban sus prendas. Dos veces fue abordado en bares debido a insultos que él no era consciente de haber proferido. Una vez tuvo que blandir su espada cuando fue acorralado por tres jóvenes en un callejón. Rasgó el aire con los escasos mandobles veloces que había necesitado Aliss para liquidar al Loco de Careven. Los jóvenes fueron lo bastante sensatos para retroceder, y Leeka lo agradeció.
Thaddeus le había dado el nombre de alguien a quien buscar en una determinada ciudad costera. Leeka encontró al hombre y lo convenció de que lo enviaba Thaddeus. El hombre lo confió al cuidado de otro, que le dio de comer y le contó lo que pudo, que lo ayudó a resistir el hambre de niebla y lo envió adelante con un mensaje destinado a otra persona. Así fue como llegó a entender que había una resistencia oculta activa en el mundo. El viejo canciller era parte de algo más grande que su persona. Gracias a él, ahora Leeka también lo era.
Durante todo este proceso entrevistaba a todo el que podía lo más casualmente que podía. Lo único que sabía de la persona a la que buscaba era un nombre. Lo pronunciaba en raras ocasiones. Daba distinta forma a sus preguntas dependiendo de a quién le hablara en cada momento. Pasó un mes entero y gran parte de un segundo de esta manera, sin aproximarse ni un paso más a su meta, oyendo poco que lo ayudara pero sí mucho que avivaba su deseo de seguir adelante. Con todo, cuando llegó una ocasión, en un primer momento no la reconoció por lo que era ni la acogió con alegría.
Una mujer se le aproximó en una taberna de un puerto pesquero cuyo nombre él ni siquiera había preguntado. Llevaba una bebida en una mano. Le sonrió y era joven y atractiva de una manera lo bastante vista mil veces para que él la tomara por una prostituta. Cuando le habló, sin embargo, fue sorprendentemente directa.
—¿Por qué andas preguntando por un incursor?
Leeka respondió con una de las respuestas que traía preparadas. Fue intencionadamente vago. Aludió a una propuesta de negocios, a información de buena fuente que se hallaba en su poder, a la perspectiva de que él y ese incursor podían beneficiarse mutuamente de toda una serie de maneras distintas, todas las cuales eran demasiado delicadas para ser reveladas a nadie que no fuera el mismo joven incursor.
—Hummm —dijo ella, y asintió como si aquello la satisficiera. Tomó un sorbo de su bebida y luego, sin ningún tipo de advertencia, frunció los labios y le escupió, rociándole la cara y los ojos con un líquido abrasador. Leeka quedó cegado. Unas manos cayeron sobre él, más numerosas que únicamente las de la mujer. De pronto pareció como si cada persona presente en la taberna hubiera estado al acecho esperándolo. Leeka fue sacudido por puños y objetos romos; sus armas le fueron quitadas; su cabeza impulsada, impulsada, impulsada contra una pared hasta que perdió el conocimiento.
Cuando despertó supo que estaba en alta mar. Sintió la espuma en su cara. Tenía todo el cuerpo mojado. Empapado, de hecho. Porque quedaba sumergido, de manera intermitente, bajo la superficie del mar. Estaba, comprendió, sujeto a una tabla que había sido clavada a la proa de un navío. Sus brazos, sus piernas y su torso estaban bien atados, y había momentos en los que su cuerpo hendía el curso del navío a través de un agitado mar verdoso. Era un mascarón de proa viviente.
Y fue en calidad de tal como llegó a Palishdock, en un estado menos que deseable, con mucho menos secreto de lo que deseaba, muy poco de su estatura evidente al amplio surtido de bergantes de todas clases que se congregó para mirarlo con la boca abierta. La tripulación que lo bajó al muelle no mostró excesivo cuidado al hacerlo. Lo dejaron un buen rato tendido boca abajo sobre las vigas blanqueadas por el sol. Cuando por fin lo llevaron a la orilla se limitaron a coger la plancha a la que estaba atado y echaron a andar con ella. El suelo subía y bajaba por debajo de Leeka con cada una de las Zancadas que daban. Lo dejaron encima de la arena caliente pero sólo por un instante. Leeka sintió cómo toda la tabla era inclinada hacia arriba y apoyada en alguna clase de edificio. Así esperó, maltrecho, atado, sucio de arena.
La mujer joven a la que en un primer momento había tomado por una prostituta estaba allí, junto con la cohorte de matones que tan fácilmente lo habían golpeado y atado. Esperaron sin moverse del sitio, tan apáticos y seguros de sí mismos como cualquier indigente de las calles, hasta que otros dos salieron de una de las estructuras improvisadas del lugar: un joven y un hombretón. El joven no parecía estar muy contento. Conferenció con los que habían traído a Leeka, y luego lo estudió desde una cierta distancia, aparentemente meditando si dirigirse a él o marcharse. El hombretón se apoyaba pesadamente en un bastón. Tenía la piel pálida y su cuerpo, si bien enorme, se aflojaba en ciertas partes como un saco a medio llenar. Observó a Leeka sin decir nada, limitándose a mirarlo fijamente.
Finalmente, el joven avanzó a través de la arena. Sacó la daga de la vaina que llevaba ceñida al muslo y la sostuvo entre su persona y Leeka, en lo que no era exactamente una amenaza pero tampoco distaba demasiado de serlo.
—¿Quién eres, y por qué ibas preguntando por mí?
Sin apartar la mirada del apuesto rostro del joven, sintiendo que le faltaba el aliento ante la perspectiva de la respuesta, Leeka preguntó:
—¿Eres aquel al que llaman Espadín?
—Respondo a ese nombre. ¿Y qué?
Leeka deseó no tener los labios tan hinchados y rígidos, recubiertos por una costra de sal y sangre seca. Deseó que su ojo hinchado no le estuviera oscureciendo la mirada, y que le fuera posible un trago de agua para aflojar las palabras que se le atascaban en la garganta. Pero ninguna de esas cosas iba a cambiar, así que dijo lo que tenía planeado decir.
—Príncipe Dariel Akaran —comenzó—, me alegro inmensamente de veros…
—¿Por qué me llamas por ese nombre? —lo cortó el joven, enfurecido y lleno de confusión.
Para alivio de Leeka, otro se encargó de responder por él. El hombretón avanzó hacia ellos, impulsando su mole con paso renqueante.
—Cálmate, muchacho. Todo esto ha sido obra mía. Obra mía, sí.