El pabellón de caza de Calfa Ven se aferraba a un contrafuerte de granito encarado hacia el sur, contemplando desde arriba los escarpados valles de la reserva del rey. Mitad tallado en la roca y mitad encaramado a ella, el pabellón llevaba más de doscientos años siendo un retiro de placer para la nobleza acacia. El nombre significaba «nido del cóndor de la montaña» en la lengua senivalia. La reserva era una gran extensión boscosa rica en caza, protegida por una pequeña plantilla que se ocupaba del mantenimiento del pabellón y patrullaba los bosques de árboles de anchas hojas en busca de cazadores furtivos. Corinn llevaba desde la infancia sin visitarlo, pero seguía siendo un lugar que recordaba bien.
Los meins habían tardado algunos años en llegar a controlar el imperio lo bastante bien para que les fuera posible irse de vacaciones. La misma idea resultaba un tanto extraña para un pueblo que hasta hacía poco siempre había cazado en busca del sustento, pero últimamente habían empezado a tenerle un cierto apego a esa costumbre. Cuando Corinn se enteró de que Hanish había solicitado su presencia junto a él en el pabellón, no le quedó más remedio que aceptar. Aunque tampoco se habría negado en el caso de que hubiera podido hacerlo. Se aseguró de que su resentimiento fuera bien visible en su porte y su tono, pero lo cierto era que nunca se sentía más nerviosamente viva que cuando estaba en compañía de él.
Cabalgaba a cierta distancia detrás de Hanish, junto con unas cuantas nobles meinish, cuando llegaron al pabellón. Desde aquel lado era una estructura de granito gris, compuesta por grandes bloques labrados en un estilo muy simple que pretendía rememorar tiempos más humildes. El contingente del personal los aguardaba en los escalones. Corinn reconoció a uno de ellos, el jefe de la servidumbre doméstica, Peter. De jovencita lo encontraba muy apuesto, y la impresionó ver lo viejo que parecía ahora. Era lo primero relacionado con el pabellón que de verdad mostraba el paso del tiempo.
Peter se mostró muy efusivo en su bienvenida. Fue hacia Hanish adoptando una postura medio encorvada, con el cuerpo temblándole como un viejo sabueso que intenta menear su cola artrítica.
—Nos sentimos inmensamente complacidos por vuestra visita, señor. Inmensamente complacidos… —Apenas dio espacio para responder a Hanish, con el torrente de palabras que salía de sus labios testimoniando lo mucho que habían tenido que esperar para conocerlo, el cuidado con que se habían preparado para su visita, lo magnífico que encontraría el bosque, el modo en que la caza iba a superar todas sus expectativas—. La reserva está repleta de toda clase de bestias. No tendréis problema para…
El sirviente se interrumpió a mitad de la frase. Sus ojos, que habían empezado a moverse sobre los presentes, habían encontrado a Corinn. Se la quedó mirando un momento, los ojos muy abiertos, el círculo completo del iris visible dentro del blanco que los rodeaba. Bajó la cabeza y la saludó por su nombre, tartamudeando. Luego se dio la vuelta y volvió a centrar la atención en Hanish.
La expresión que Corinn vio en su rostro la puso un poco nerviosa. ¿Por qué parecía asustado? Temía a Hanish, eso era obvio, pero la rápida mirada que había lanzado a la princesa pertenecía a otra clase de alarma. Corinn no pudo dejar de pensar en su expresión, aunque la experiencia de visitarla reserva enseguida hizo que pasara a quedar en un segundo término. Era extraño escuchar a Peter mientras conducía al séquito por habitaciones que ella ya conocía. Habló de todo ello como si hubiera sido creado especialmente para el placer de Hanish, como si el recuerdo de sus anteriores habitantes fuera algo realmente lejano.
Las habitaciones interiores eran poco espaciosas y un tanto oscuras, iluminadas por lámparas colgadas en las paredes y fuegos encendidos en las chimeneas. Algunos de los antiguos símbolos estaban a la vista: un tapiz de una cacería que corría a lo largo de la pared del comedor, un candelabro de plata en cuyo elaborado trabajo estaba tallada la historia de Elenet, los recipientes de cristal soplado repletos de especias y hierbas aromáticas. Cómo había adorado ella aquel olor. Inhalarlo amenazó con inundarla de emoción. Intentó respirar lo menos posible y reparar en las cosas que habían sido añadidas o cambiadas para complacer a los nuevos propietarios. Alfombras de piel y cobertores de mobiliario al estilo meinish; unas cuantas mesas bajas de patas muy gruesas; el blasón de los meins estampado sobre las piedras del suelo frente a la chimenea del comedor: había una gran abundancia de nuevos toques, con todo y lo superficiales que eran.
Larken, el marah acacio que la había traicionado hacía años, caminaba al lado de Hanish, engreído con su nueva posición y hablando casi tan por los codos como Peter. Con Maeander desaparecido, Larken estaba junto al caudillo en casi todos los momentos. Corinn aún lo odiaba, aunque intentaba evitar que se le notara.
Oía hablar a las otras mujeres en un continuo comentar las cosas que veían, encontrando tal o cual objeto pintoresco, a veces encantador. Rhenna no paraba de pasar los dedos por los tableros de las mesas, inspeccionándolos en busca de polvo. Lucían su nueva nobleza tan abiertamente que Corinn encontraba muy irritante esa exhibición, aunque no permitió que aquella emoción se notara tampoco. El arma principal de que disponía contra aquellas personas era un desafío interno. El desdén se encargaba de nutrirla, y Corinn lo atendía con el mismo mimo que un jardinero dedica a la belleza erizada de espinas de un rosal.
La característica más impresionante del pabellón era la panorámica que le proporcionaba su emplazamiento. Cada habitación que daba a la Reserva del Rey contaba con una balconada exterior desde la que se podía contemplar el magnífico dosel de árboles de anchas hojas que se perdía de vista hacia el Norte, perturbado aquí y allá por otros promontorios de granito. En algunos puntos el viento soplaba a través de las copas de los árboles, de forma muy parecida a como las brisas de una tormenta rozan el mar embravecido. La ruda belleza de todo aquello la dejó atónita. Aquella parte de la reserva no se parecía en nada a sus recuerdos de infancia. Corinn sólo recordaba el ominoso temor inspirado por el verdor de aquel sitio, las sombras bajo los árboles que parecían esconder por doquier la presencia de ogros, necrófagos del bosque y osos-lobo. Cierto, ella aún podía percibir la amenaza de todas aquellas cosas, pero ahora la encontraba tonificante. Le recordaba las imágenes que ella había hecho aparecer a partir de los bosques septentrionales de Igguldan.
Aquella noche cenó sentada a la mesa de Hanish en la habitación principal. En total, había alrededor de treinta comensales, con aproximadamente el mismo número de sirvientes atareados detrás de las mesas, entrando y saliendo apresuradamente del pasillo que llevaba a las cocinas. Los platos que se sirvieron abusaban un poco excesivamente de la caza para el gusto de Corinn, todos ellos venado y jabalí, pasteles de sangre e hígados engordados. Hizo poco más que removerlos con el tenedor. Una de las cosas que odiaba particularmente de tales actos era la siempre presente posibilidad de que fuera llamada a participar en la conversación en calidad de representante de las cosas acacias. Al principio había mordido el anzuelo y se había esforzado por estar a la altura, narrando prolijamente los grandes logros de su pueblo, pero eso nunca había surtido el efecto que ella pretendía. O sentía que estaba haciendo el ridículo porque su conocimiento no se correspondía con los hechos verificables con los que le respondían otros comensales, o acababa siendo dolorosamente consciente de que sólo había conseguido que el triunfo sobre su pueblo alcanzado por los meins pareciese todavía mayor. Esta noche volvió a encontrarse una y otra vez convertida en el foco de la conversación. Larken podría haber respondido mejor que ella a cualquiera de las preguntas que se le dirigieron, pero nadie parecía recordar que había sido un acacio.
—Corinn, ese mural en el pasillo, ¿qué historia cuenta?
—¿Cuál?
—El que es como… es como el mundo entero, tan enorme y detallado. Pero todo se centra en torno a una persona con aspecto de muchacho. Ya sabes a cuál me refiero.
Corinn lo sabía. Respondió que era una representación del mundo en tiempos de Elenet. Se abstuvo de dar más información por iniciativa propia, pero tras haber sido interrogada al respecto dijo que dramatizaba el instante siguiente a aquel en que la Donante decidió apartarse del mundo. Eso, dijo, era cuanto sabía acerca del mural.
—Qué sistema de creencias más extraño —dijo una mujer joven llamada Halren—. Que vuestro dios os abandonó forma parte de la esencia de vuestra fe, ¿verdad? La Donante os aborrece. Desdeña vuestra devoción, y a pesar de eso vuestro pueblo ha continuado adorándolo sin demasiado entusiasmo durante siglos. Por una parte dices, «La divinidad existe y me odia», y acto seguido te encoges de hombros y sigues adelante con tu vida, sin intentar siquiera volver a ganarte su favor. ¿Es que no veis el disparate que encierra eso?
Corinn se removió en el asiento, miró a Larken, volvió a removerse, y farfulló que no había pensado mucho en ello.
—¿Por qué preguntárselo siquiera? —dijo una de las doncellas de Rhenna—. Ella no es ninguna estudiosa… ¿lo eres, Corinn?
La princesa no estuvo segura de si aquellas palabras pretendían ser un gesto afable o si habían sido dichas como un desdén más. En cualquier caso, sintió que se le subían los colores.
—Si yo hubiera perdido el favor de los tunishnevre, haría lo que fuese con tal de recuperarlo —dijo Halren, mirando furtivamente a Hanish—. Afortunadamente, no obstante, siento que están pero que muy satisfechos conmigo. Con todos nosotros, realmente, gracias a nuestro caudillo.
Eso no ayudó en lo más mínimo a mitigar el enrojecimiento de las mejillas de Corinn. Volvió la mirada hacia Halren, hacia los destellos plateados sobre su frente y sus pálidas facciones.
—¿Habéis estado «bendecidos» por cuánto tiempo? ¿Nueve años, me parece? Eso no es más que un estornudo comparado con lo que duró el reinado Akaran. —Corinn podría haber dicho algo todavía más hiriente, algo que luego habría lamentado, si no hubiera sido porque Hanish escogió ese momento para convertirse en el centro de la atención.
—La princesa ha hecho una observación indiscutible —dijo. Luego pareció considerarlo por un momento, sus ojos grises se mostraban pensativos—. Corinn, ¿habéis oído la historia de Pequeño Kilish? Pequeño Kilish era todo un gigante, llamado así irónicamente, ¿sabes? Era granjero y se había fabricado una guadaña tan descomunal que sólo él podía blandirla. Le encantaba moverla en grandes arcos, liberando los granos del trigo por millones. Hizo una segunda guadaña y danzaba a través de los campos de trigo cortando círculos y pautas, con cada uno de sus golpes siendo tan productivo como la labor de diez hombres juntos. Llegó a ser famoso en todo el campo. Celebraba una competición contra otros para ver quién podía cortar más trigo, pero siempre triunfaba sin lugar a dudas. Pronto nadie lo desafiaba siquiera.
Hanish hizo una pausa mientras un sirviente reemplazaba el plato del que se había servido por otro limpio. Luego prosiguió, explicando que un día llegó un desconocido, un hombrecillo de piel oscura y ojos traviesos. Era un cosechero de almas. Había construido alguna clase de máquina que ya había segado la mitad del mundo. Consistía en un gran bastidor que se extendía a través de un campo entero abarcándolo de uno a otro confín, unido a ruedas para desplazarlo. En cien puntos distintos a través del bastidor colocaba maniquíes, intrincadamente articulados como auténticos seres humanos pero hechos de roble. Cada uno de ellos sujetaba una hoz. Cuando la gente vio esto, todos rieron. ¿Qué clase de inmenso juguete era aquello? ¿De qué pueden servir unas personas hechas de madera? Pero aquel cosechero de almas sabía hablar un poco la lengua del dios. Susurró hechizos que les robaron el alma a aquellos que se estaban riendo de él. Luego puso cada alma en una de las figuras de madera. Eso hizo que cobraran vida. Las figuras empezaron a agitar sus herramientas como habrían hecho las personas de verdad. El cosechero de almas le dio una palmada en la grupa a su mulo y la bestia arrastró el artefacto a lo largo del campo. Todas las personas de madera trabajaron para él, y en sólo unos instantes habían cortado más de la mitad de lo que Pequeño Kilish habría podido llegar a cortar en un día entero.
Otro sirviente intentó volver a llenar la copa del caudillo, pero Hanish lo apartó con un ademán, impacientándose, parecía, ante la continua atención de que se le hacía objeto.
—La gente estaba asombrada —dijo—. Cubrieron de elogios al desconocido. Todos estuvieron de acuerdo en que había ganado la competición y el honor recayó sobre él. Pequeño Kilish, sin embargo, odiaba la maquina, odiaba al hombre que la había construido. Todo aquel alboroto lo disgustaba profundamente. ¿Por qué la gente estaba aplaudiendo algo tan vil?
—Por un momento olvidaron sus propias almas —dijo Halren.
—¿Acaso no se daban cuenta de los zombis sin alma que había ahora entre ellos? Sin pararse a pensar en lo que iba a hacer, Pequeño Kilish hizo girar su guadaña y separó limpiamente de sus hombros la cabeza del cosechero de almas. Ésta cayó al suelo y aún siguió parloteando durante unos minutos antes de que la lengua dentro de la cosa se percatara de que todo estaba perdido. Pequeño Kilish miró en derredor, temeroso de que lo llamaran asesino y criminal y se encontrara siendo exiliado. Pero la gente no lo exilió. Se alegraron. Dijeron: «¡Que Kilish coseche nuestro trigo, porque es fuerte y no tiene necesidad de robarnos las almas!» Y así fue.
Hanish indicó con un gesto que no había más que contar. Varias voces elogiaron su relato de la historia. Halren sonreía mientras miraba a su alrededor, como si Hanish le hubiera contado la historia particularmente a ella. Pero el caudillo mantuvo la atención centrada en Corinn.
—Hemos contado esta historia durante muchos, muchos años. Entendéis su significado, ¿verdad?
—Decís que Pequeño Kilish era un gigante de hombre, pero sospecho que al menos uno de los atributos de su cuerpo no era tan grande —dijo Corinn—. Así, seguramente, fue como se ganó su nombre. Uno no debería confiar en un hombre que lleva por nombre Pequeño. Ningún hombre quiere pensar en ninguna parte de sí mismo como pequeña. Eso lo vuelve amargado, injusto, y mezquino…
—Corinn, tienes una manera de… —comenzó a decir Rhenna.
—Pequeño Kilish —intervino Hanish, interrumpiendo a las dos mujeres— era de la raza meinish, y el cosechero de almas era acacio. Ése es el significado. Los meins podemos ser unos recién llegados al poder, princesa, pero no vendimos nuestras almas para conseguirlo. Simplemente tardamos un poco más en alcanzarlo por medios honestos de lo que hizo vuestra gente mediante la traición.
—Acabáis de inventaros la historia —dijo Corinn—. ¿Y qué significa «honesto»? ¿Sois…?
Hanish echó atrás la cabeza y rio.
—Me parece que he hecho enfadar a la princesa. Dudo que vaya a admitir que lo que la sorprende es el grado de exactitud con el que una antigua historia desvela la verdad actual de la historia de nuestros dos pueblos. Casi es como una profecía, ¿no? Mi alegría estriba en haber tomado parte en hacer que llegara a cumplirse.
Eso recibió murmullos de aprobación alrededor de la mesa, pero Corinn dijo:
—Puede que ésa sea vuestra alegría, pero es mi pena.
—No me lo creo —dijo Hanish. La miró fijamente—. Pienso que decís esas cosas por la sencilla razón de que os parece que se supone que debéis decirlas. Pero en realidad, princesa, apenas si os hemos hecho daño. Sí, cierto que está lo de vuestro padre. No os pediré que me perdonéis por ello, pero os pediré que recordéis que en los mismos breves momentos en que vos perdisteis a vuestro padre yo perdí a un hermano muy querido. Ambos fueron instrumentos de una causa o, mejor dicho, de dos causas en mutuo conflicto. Eso es muy humano, y no hay crimen alguno en ello. —Hanish se retrepó en el asiento, cogió su copa y bebió un sorbo de ella—. Aparte de eso no os hemos hecho ningún daño.
—Ningún daño… —comenzó a decir Corinn pero fue interrumpida.
—Exactamente. Nunca le tocamos ni un solo pelo a ninguno de los vuestros. Nunca. Y jamás lo haríamos, no para hacerles daño, al menos. Lo único que hemos querido siempre ha sido traerlos a casa, a ese palacio al cual pertenecen. Podrían vivir junto a nosotros, igual que hacéis vos. Miraos, Corinn. Mirad la vida que tenéis ahora. Estáis en el centro de una corte de mujeres y hombres que os adoran, pese a las pullas que no paráis de lanzarnos. Tenéis todos los lujos de la realeza, con ninguna de sus responsabilidades. Ojalá os amoldarais un poco más a vuestra posición. Me gustaría, y lo digo sinceramente, veros… contenta.
Corinn levantó la cabeza de golpe para mirarlo a los ojos. Por un momento había sentido como si él se dispusiera a meterle la lengua en la oreja. Así era como le había llegado la última palabra salida de los labios de Hanish, como una caricia húmeda que podía extenderse a través de la mesa y tocarla ante los ojos de todos los presentes. Pero él estaba tranquilamente repantigado en su asiento, tan a gusto, la copa próxima a su nariz mientras olía el aroma del vino. Nadie excepto Maeander la había hecho sentir nunca más incómoda por ninguna razón evidente.
—Entonces morid… vos y toda vuestra gente… y devolvedme a mi familia —dijo finalmente.
Halren abrió la boca para dar inicio a una respuesta escandalizada, pero Hanish se limitó a parecer divertido.
—Mi querida y muy emotiva muchacha —dijo a Corinn—, sois realmente hermosa. ¿Verdad que sí, Larken?
—Un poco petulante —dijo el traidor—, pero no cabe duda de que le alegra la vista a cualquiera.
Corinn se levantó y salió de la habitación, sintiendo que todos y cada uno de los pares de ojos que había allí estaban fijos en ella.