El hombre que iba a acompañarlo encontró al príncipe acuclillado ante su tienda en la oscuridad que precede al alba. Sin decir palabra, Aliver introdujo sus escasas provisiones en un costal de piel de cabra y se lo echó a la espalda. Luego tiró del cordón de cuero hasta que la carga quedó acomodada tal como a él le gustaba. Aparte de eso, sólo llevaba la corta camisa de lana propia de un cazador. Aquella salida iba a ser una especie de cacería, por lo que él iba vestido en consecuencia, exactamente igual a como había ido hacía unas semanas cuando salió en busca de un lárix. Esa mañana se le ocurrió pensar que nunca se había embarcado en una tarea más peligrosa, más importante. Ahora aquello estaba casi olvidado.
—¿Listo? —preguntó Kelis. Los ángulos de sus facciones les daban una forma que Aliver llevaba mucho tiempo pensando que debía significar que enjuiciaba a cada momento todo lo que había a su alrededor, aunque últimamente ya no estaba tan seguro como antes de que el rostro de un hombre traicionase los pensamientos que se ocultaban tras él.
—Por supuesto —respondió Aliver.
Kelis asintió y se puso en movimiento. Aliver echó a andar detrás de él. Fue al mismo paso y mantuvo la misma clase de Zancada. Pasaron del caminar inicial a un trote exento de esfuerzo y luego a la ágil carrera por la que habían llegado a ser famosas aquellas gentes del Sur. Salieron del poblado, dejando atrás los montículos de sombras proyectadas por las cabañas. Subieron hasta lo alto de una inclinación del terreno que, de haber habido un poco más de luz, habría mostrado ante ellos un panorama de pastos puntuados de árboles, tostado hasta un color dorado por la estación seca. Tendrían que recorrer casi doscientos kilómetros sólo para llegar a un territorio en el que poder dar inicio a la cacería. La totalidad de aquel día, y la de otros que vendrían después, se extendía ante Aliver como una sola jornada en continuo movimiento. Pero él había sido adiestrado para tales proezas. Cada bocanada de aire que tragaba lo llenaba de una nueva fortaleza. Sentía el impacto del suelo bajo sus pies descalzos y se sabía apropiado para aquella vida, aquel lugar en el mundo.
Qué distinto había sido él cuando llegó a Talay. Su huida de Kidnaban había sido angustiosa, pero al menos había conseguido llegar a su objetivo. De hecho, un guardián lo había arrastrado todo el trayecto hasta la corte de Sangae Umae. ¿Qué había creído que le estaba sucediendo en aquel entonces? Apenas lo recordaba. Se había sentido asustado y furioso, eso sí que lo sabía. Pero lo que más recordaba eran cosas dispersas, como encontrar una serpiente color de arena en su bota la primera mañana en el poblado, cuando él aún calzaba botas. Era venenosa, se había enterado luego, mortífera. Las serpientes eran una de las razones por las que los talayos jamás llevaban ninguna clase de calzado. Aliver pensaba en eso a menudo, rumiando el hecho de que ahora él tampoco lo llevaba, no lo había llevado en años y le costaba muchísimo imaginar que algún día pudiese volver a llevarlo.
Recordaba lo difícil que había sido mantener el equilibrio encima del agujero dentro del que defecaban los habitantes del poblado. Una cosa tan sencilla, ponerse en cuclillas para ir de vientre, pero cómo odiaba él hacerlo, cómo odiaba que pareciera ser incapaz de limpiarse adecuadamente a sí mismo con hojas o piedras, como hacía la gente de allí. Recordaba haber observado a los chicos del poblado mientras jugaban a un juego al que él no podía verle ningún sentido. Se reducía a que se turnaran para ser golpeados con un palo muy recio. Los chicos se atizaban con fuerza, sus cuerpos encogiéndose bajo los golpes en lo que estaba claro era un intenso dolor. Pero reían, se burlaban alegremente los unos de los otros, e inclinaban hacia el cielo aquellos dientes tan blancos en un júbilo que parecía no tener fin.
Recordaba la amenaza que había visto en todos aquellos jóvenes, esbeltos y de cuerpos muy negros, con los que se había adiestrado. Qué débil había sido él en comparación. Siempre se quedaba sin respiración antes que ellos. Los jóvenes eran una dura masa de bordes, un amasijo de codos y rodillas que empujaban mientras luchaban, con mentones afilados como cuchillos que le hincaban en la espalda. Recordaba a las chicas del pueblo, con los ojos como platos mientras lo observaban, susurrando entre ellas, a veces prorrumpiendo en carcajadas más dolorosas para el orgullo de Aliver que nada de cuanto llegaran a infligirle los chicos. Recordaba lo difícil que era pronunciar correctamente las palabras talayas. Una y otra vez había repetido él exactamente lo que creía había dicho el otro, sólo para ser respondido por un hiriente ridículo. Había algo femenino en su manera de intentar prolongar la erre como hacían los talayos, algo de infantil en sus gestos, algo propio del tonto de pueblo en la forma en que era incapaz de dominar el ritmo de silencios que confería significados vastamente distintos a frases idénticas. Recordaba cómo había odiado la arena traída por la brisa del anochecer. Le cubría el rostro y seguía el curso de sus lágrimas, sin importar lo mucho que él se esforzara en limpiarse para eliminar todo rastro de ella.
Pero todo eso había sido hacía años. ¿Por qué pensar siquiera en ello ahora? Ahora él era un cazador, un hombre, un talayo. Corría junto a un guerrero al que adoraba igual que a un hermano. Respiraba regularmente y fluía a lo largo del camino, kilómetro tras kilómetro, una película de sudor apareciendo sobre su piel conforme subía el sol. Ahora aquellos chicos amenazadores eran sus compañeros; ahora aquellas jóvenes de ojos enormes eran mujeres que lo miraban con favor, amantes que bailaban para él, algunas de las cuales habían aspirado a ser la primera en darle un hijo. Hablaba la lengua de aquella gente igual que un nativo. No recordaba del todo cómo se había obrado esa transformación. El hecho de que hubiera matado un lárix marcó su maduración a los ojos de su comunidad. Y a decir verdad, Aliver nunca había estado más vivo que durante esa cacería, nunca había sido más consciente de su mortalidad y su innegable anhelo de sobrevivir. Y no sólo de sobrevivir, sino de ganar la gloria. Pero incluso eso no fue más que un episodio, con muchos, muchos otros más pequeños que considerar también. ¿Quién puede explicar cómo llegó a convertirse en la persona que es ahora? Eso sucede este día o aquel otro. Es una evolución gradual que tiene lugar sin ser, en su mayor parte, anunciada por nada. Él simplemente era quien era ahora.
Salvo que eso no era enteramente cierto. Pensaba en esos primeros días debido a Thaddeus y a todas las cosas que él había traído consigo. Thaddeus, a quien quería y aborrecía en igual medida. La gente del pueblo lo llamaba el acacio. Aliver, cuando les hablaba en talayo, también empleaba ese nombre. A ninguno de ellos parecía pasársele por la cabeza que hubiera nada de extraño en eso. Tampoco a él le parecía extraño que debiera sentirse tan a gusto en compañía de —y siendo retado por— unas gentes que se le había enseñado a creer eran inferiores. Pero cada tarde que se sentaba enfrente de Thaddeus y hablaba la lengua que le pertenecía por derecho de nacimiento, Aliver sabía que él no era una de aquellas personas, no del todo, y tampoco deseaba que lo fuese. Él también era el acacio. Y además, si había que creer a Thaddeus, era un pivote sobre el cual iba a girar el destino del mundo.
Él y Kelis continuaron en movimiento durante la mayor parte del día, deteniéndose sólo para beber y comer parcamente, dejar que la comida tuviera tiempo de asentárseles en el estómago y reanudando la marcha después. Durante las horas más abrasadoras de la tarde descansaron a la sombra de una acacia, donde echaron una breve siesta, pero luego siguieron levantando polvo a lo largo del crepúsculo y durante un rato al principio de la noche. Hubo momentos en los que Aliver, sumido en un estado como de trance, olvidaba el propósito de aquel viaje y tan sólo corría, flotando sobre la fortaleza de sus piernas, consciente únicamente del movimiento y el panorama visual del mundo viviente en torno a él.
Cuando se detuvieron para acampar ya entrada la noche, sin embargo, sintió el peso de las responsabilidades que le había impuesto Thaddeus. Los dos hombres encendieron un pequeño fuego, justo lo bastante grande para recordar a las bestias que ellos eran humanos y sería mejor que los dejaran en paz. No llevaban consigo nada que pudiera servir para hacerse una cama.
Cavaron dos estrechos espacios, en la arena, uno al lado del otro con las cabezas cerca del fuego. La noche podía ser fría, pero el suelo conservaba el calor suficiente para calentarlos hasta que llegara la mañana. Comieron una pasta preparada mezclando su preciosa agua con el sedi machacado que llevaban consigo. No sabía a nada, pero nutría. Aliver empleó como utensilio una tira de tasajo y luego se la comió. Kelis encontró el tubérculo que los talayos, debido a la forma que tenía, llamaban raíz de nudillo. Lo cortó por la juntura, y ambos chuparon sus respectivas porciones sentados en el suelo; el líquido de dentro era dulce y refrescante.
—A veces siento como si todo esto fuese una locura —dijo Aliver—. No puede ser real, lo que estamos haciendo, lo que se supone que tengo que hacer. Es un cuento inventado pensando en los niños, un mito como los que me contaban cuando era pequeño.
Kelis se sacó la raíz de la boca para decir:
—Ahora es tu historia. Tú eres el mito.
—Sí, eso es lo que se me ha dicho. ¿Pensáis que estamos locos —preguntó—, nosotros los acacios? ¿Yendo en pos de magos desterrados y todo lo demás? ¿Nos encontráis graciosos?
—¿Graciosos? —Sus facciones eran difíciles de leer a la tenue luz de la hoguera, pero su voz no sugería ninguna posibilidad de humor.
—Kelis, se me ha enviado en busca de unos magos que tienen quinientos años para que los convenza de que me ayuden a recuperar el imperio que perdió mi padre. ¿Entiendes una pérdida tal? Aquí no hay nada, alrededor de nosotros, que pueda mostrarte cuánto llegó a perder mi padre. Era el monarca que se vio desposeído del mayor imperio del mundo. Y ahora habla desde la tumba para pedirme que yo lo recupere todo. ¿No es de risa?
Una cacofonía de llamadas de chacales hizo erupción en un gran semicírculo en torno a ellos. Al parecer los cánidos sí que veían el humor que había en ello, pero Kelis continuó sin dar señales de que lo percibiera. Tiró lejos su raíz de nudillo y dijo:
—Nuestros narradores cuentan historias sobre los Portavoces Divinos, también. Ellos son tan parte de nuestras leyendas como de las tuyas. Ya las has oído.
—¿Y crees, entonces?
Kelis no respondió, pero Aliver sabía lo que diría si se le insistía en que hablara. Naturalmente que creía. La verdad de los talayos vivía en las palabras habladas. Daba igual que a veces sus leyendas fueran altamente improbables o que solieran contradecirse la una a la otra. Si habían sido dichas —si les habían sido transmitidas por aquellos que los precedieron—, lo único que podía hacer un talayo era creer. No había razón para no hacerlo. Aliver había oído muchas de sus leyendas en el curso de los años.
Sabía que se suponía que los Portavoces Divinos habían ido a través de Talay y entrado en el exilio. Estaban furiosos, decía la leyenda, por su destierro. Habían ayudado a Tinhadin a adueñarse del mundo, pero de pronto él —que era el más grande entre ellos— les había vuelto la espalda y les prohibía utilizar su habla divina. Musitaron maldiciones, en voz baja para que Tinhadin no los oyera. Pero incluso aquellas maldiciones murmuradas estaban dotadas de poder. Arrancaron franjas enteras del suelo; inclinaron las losas de la corteza terrestre; prendieron fuegos con gestos de sus brazos; pusieron los ojos sobre las bestias de las llanuras, corrompiéndolas, deformándolas hasta hacer de ellas criaturas como el lárix. Habían hecho mucho daño, decían las leyendas, pero afortunadamente pasaron de largo por las regiones habitadas para entrar en los lugares verdaderamente áridos, las abrasadoras llanuras del sur. Según el mito, los santoth aún vivían allí. Nadie se había aventurado nunca a ir hasta aquellos lejanos confines para verificarlo. ¿Por qué tendrían que haberlo hecho? Sólo una persona tendría razón para ir en busca de ellos: un príncipe del linaje Akaran que fuera a rescindir su sentencia.
—¿Quieres oír la historia de otro en vez de la tuya? —preguntó Kelis—. Entonces escucha ésta. Había una vez un joven talayo cuyo padre era un hombre muy orgulloso, un guerrero. Vivía para la guerra y deseaba que su hijo hiciera lo mismo. Su hijo, no obstante, era un soñador, uno que predice cuándo llegarán las lluvias, cuándo los niños nacerán sanos, uno cuya vida del sueño es tan vívida como la de la vigilia. El chico soñaba cosas antes de que sucedieran. Hablaba con criaturas en sus sueños y a veces despertaba, recordando aún el lenguaje del animal, por unos instantes cuanto menos. El hijo anhelaba saber más sobre su don. El padre, podrías pensar, habría estado orgulloso de que su hijo hubiera sido elegido para eso. Pero no lo estaba. Cuando dormía era como si estuviese muerto para la vida; sólo despierto hallaba algún significado, sólo en la guerra eran todas las cosas claras para él.
»Prohibió a su hijo que soñara. Lo hizo con todo el desdén que podía dirigir a través de sus ojos. Lo hizo a través del ridículo, con palabras llenas de mordiente y con un gran desprecio. Se quedaba de pie al lado de su hijo mientras éste dormía. Cuando veía que los ojos del chico empezaban a moverse, señal de que había entrado en el mundo de los sueños, lo pinchaba con la contera de su lanza. Así lo despertaba al dolor, una y otra vez. El chico no tardó en tenerle miedo al sueño. A veces los sueños acudían a él de todos modos, incluso a la luz del día cuando por lo demás estaba despierto. El padre aprendió a reconocer los sueños en los ojos de su hijo, y lo abofeteaba si sospechaba que la mente del chico había empezado a vagabundear. Nada de ello detuvo al chico. Él simplemente no podía evitar ser quien era. Pero el padre encontró una manera.
Kelis hizo una pausa para escuchar un sonido próximo, el rumor de unos pies terminados en garras que cruzaban el suelo reseco. Ambos escucharon en silencio unos instantes, hasta que el canto estridente de un grillo de espalda negra se abrió paso a través de aquellos tenues sonidos. El ruido de arañazos probablemente había sido obra de un lagarto. Nada que fuera a molestarlos.
—El padre encontró una manera… —apuntó Aliver.
Kelis continuó con su relato:
—Adoptó al hijo de un muerto, y puso al hijo de ese muerto ante su propio hijo. Lo llamó primogénito, lo que quería decir que todo lo que era propiedad del padre —su nombre, sus antepasados, sus pertenencias— iría a su hijo adoptado. Si el hijo soñador quería llevar una vida próspera, sólo podía hacer una cosa. Atrajo al interior del círculo al hijo adoptado y lo mató. Le atravesó el pecho con su lanza y vio perder la vida a su nuevo hermano. En vez de enfadarse, el padre se sintió sumamente complacido. Justo lo que él había pensado. Su auténtico primogénito llevaba dentro un guerrero, tanto si le gustaba como si no. El padre por fin tuvo lo que quería. Después de aquello su hijo realmente odió el sueño. En el sueño todavía soñaba, pero sólo siempre con lo mismo. Soñaba con aquel combate, con hundir su lanza en el blanco, con la sangre, con contemplar el rostro de un hombre mientras muere. Así fue aplastado el soñador, y sólo quedó el guerrero.
—No había oído esta historia antes —dijo Aliver.
Kelis inclinó la cabeza hacia un lado, y luego volvió a ponerla recta.
—Ninguno de nosotros elige a nuestros padres. Ni tú ni yo, ni nadie más. Pero, créeme, cuando uno nace para seguir la llamada de una vocación, ésta no debería ser rechazada. No hacer aquello para lo que has nacido es una carga muy pesada de soportar.
A la mañana siguiente Aliver tenía las piernas rígidas, pero no tardaron en relajarse cuando las puso a trabajar. El ritmo del segundo día igualó al del primero. El terreno por el que iban compartía los mismos suaves contornos de grandes valles puntuados de árboles. Pero el tercer día una manada de cuatro lárix captó su olor y empezó a perseguirlos. Las feas bestias desgarbadas chillaban en su enrevesado lenguaje y llegaron a estar lo bastante cerca para que, mirando atrás, Aliver pudiera ver sus características individuales. A una de ellas le faltaba una oreja. Otra tenía lisiada una de las patas delanteras. El líder era más grande que aquel al que había matado Aliver, y el cuarto tendía a flanquear a los demás por un lado, como si ya anticipara el momento en que podría caer sobre ellos. Si los cuatro perseguidores lograban alcanzarlos y los rodeaban, no habría esperanza de escapar con vida para los dos hombres. El odio que los lárix sentían por los humanos iba de la mano con el poco miedo que les tenían. Como un león que caza a los cachorros de felinos inferiores, los lárix parecían cazar a los hombres por puro desprecio.
Mientras corría ante ellas, Aliver comprendió lo diferente que era él ahora de cuando había cazado a una de aquellas bestias hacía sólo unas semanas. En aquel entonces, había afrontado con toda la claridad del mundo la innegable verdad de que si fracasaba en cualquier acción, moriría horriblemente como consecuencia. Lo raro era que en lo más recóndito de su ser aquella sensación le era enteramente familiar. Cierto nivel de su persona había vivido con un temor semejante desde la noche en que su padre fue apuñalado en el pecho. Siempre había habido un monstruo invisible persiguiéndolo. Enfrentarse a uno real, a plena luz del día, liberó algo en el interior de Aliver. Corrió delante de la bestia y luego se encaró con ella y se acercó hasta tenerla tan próxima que pudo sentir el aliento de la criatura. Había contemplado su repugnante totalidad y… había hecho lo que se suponía que tenía que hacer. Clavó la lanza en su pecho y la mantuvo en su sitio mientras el lárix desfallecía y protestaba con las últimas fuerzas que le quedaban. Aliver no estaba seguro de cómo sucedió exactamente, pero sabía que aquella acción había alterado para mejor algo dentro de él.
Kelis apretó el paso. No se detuvieron a mediodía. En lugar de eso, siguieron corriendo a través del calor que hacía temblar el aire. Aunque los lárix tenían la capacidad de correr durante horas sin cansarse, sólo lo hacían cuando se veían realmente provocados. Aliver y Kelis perdieron de vista a la manada de lárix en cuanto una presa más fácil —jabalíes verrugosos— atrajo la atención de las bestias. Los dos hombres siguieron corriendo sin descansar apenas y no se detuvieron hasta unas horas después de que hubiera oscurecido.
El quinto día atravesaron una planicie salina y se encontraron con una migración en masa de pájaros rosa. Miles y miles de ellos marchaban a través de la planicie, una enorme bandada que rielaba bajo el resplandor del sol, cada uno de ellos grácil y de largo cuello, moviéndose sobre las negras patas que se elevaban hieráticamente a cada paso que daban. Por qué no volaban, Aliver no habría sabido decirlo. Los pájaros se limitaron a separarse para abrirles paso cuando los dos corredores pasaron entre ellos, observándolos de soslayo y sin hacer comentario alguno.
A última hora de la sexta mañana llegaron al gran río que vaciaba de agua las colinas occidentales. Era una gran hondonada poco profunda con más de un kilómetro y medio de ancho. En la estación de las lluvias creaba una formidable barrera. Incluso ahora servía como el confín meridional del Talay habitado. Ahora el río en sí mismo estaba reducido a un mero hilillo, una estrecha vena de humedad de unos cuantos pasos de ancho que apenas les llegaba a la altura de los tobillos. Los dos hombres entraron en el agua. Aliver disfrutó la sensación de las lisas piedras bajo sus pies, resbaladizas contra su piel. Si el horizonte en torno a ellos no hubiera sido una franja inacabable de áspero y pálido suelo, con muy poca vegetación y resecada por la larga presencia del sol, Aliver podría haber cerrado los ojos y dejado que las sensaciones de las piedras y el agua evocaran recuerdos de tiempos y lugares muy alejados de allí.
—Hermano —dijo Kelis—, yo no voy más lejos que esto. Aliver se volvió hacia él y lo miró mientras Kelis llenaba de agua otra calabaza seca y se la llevaba a los labios.
—¿Qué?
—Mi pueblo no se aventura al sur de este río. La Donante correrá contigo a partir de aquí. Ella es mejor compañía que yo.
Aliver se lo quedó mirando.
—Te esperaré —dijo Kelis—. Créeme, Aliver, cuando regreses a este punto yo estaré aquí para recibirte.
Aliver había quedado lo bastante asombrado por aquellas palabras para que no se le ocurriera intentar protestar. Kelis le dejó la lista con las cosas que había que hacer y las que no, recordatorios de cómo conservar el agua y dónde buscar raíces que acumulaban humedad, y qué animales podían ofrecerle un poco de sangre para beber. Aliver ya sabía todo lo que le recitó entonces, pero permaneció tan quieto como si lo escuchara por primera vez, demorándose en cada momento que retrasase un poco la despedida.
—Sangae me dio un mensaje para ti —dijo Kelis, mientras levantaba el costal de Aliver y lo ayudaba a ceñírselo sobre la espalda—. Dijo que eres un hijo para él. Y eres un hijo para Leodan Akaran. Y eres un príncipe para el mundo. Dijo que sabe que afrontarás con valentía los desafíos que te aguardan. Dijo que cuando eleves la corona de Acacia a tu cabeza espera que le permitas estar entre los primeros que se inclinen ante ti.
—Sangae no necesita inclinarse ante mí.
—Quizá tú no necesitas que él se incline ante ti. Pero él podría necesitarlo… para sí mismo. El respeto fluye en ambos sentidos y puede significar tanto para el que lo da como para el que lo recibe. Y ahora vete. Tienes mucha distancia que recorrer antes de que se ponga el sol. Deberías encontrar colinas donde cobijarte durante la noche, estribaciones rocosas. De noche los lárix temen esos lugares.
—¿Cómo encuentro a los santoth? Nadie me lo ha contado.
Kelis sonrió.
—Nadie podría contártelo, Aliver. Nadie lo sabe.
Sus primeros días yendo solo Aliver experimentó períodos de trance aún más largos que anteriormente. Lo que lo conmovía no era tanto pensamientos relacionados con su misión o recuerdos del pasado como vislumbres de la caótica grandeza atrapada en la carne silenciosa del mundo, en el alentar del aire y las criaturas que iban por la tierra. Una vez, en un paisaje salpicado de inmensos cráteres, Aliver contempló el cielo como si estuviera contenido dentro del cuenco por el que avanzaba. Por encima de él las nubes se acumulaban, hervían. No se movían del modo en que lo hacían habitualmente las nubes. Parecían estar atrapadas en aquel punto determinado del mundo, cambiando incesantemente pero sin escapar jamás.
Momentos como ése le parecían estar cargados de importancia. No los consideró como una señal que hubiera que leer en busca de alguna profecía. El significado estribaba simplemente en el hecho de ver, en sus momentos de observar la vida con unos ojos tan abiertos, tan capaces de apreciar. De joven él nunca había sido muy dado a estudiar, o a prestar demasiada atención a los colores cambiantes de las hojas en el Territorio Continental. En este aspecto era una persona muy distinta de la que había sido antes.
A mediados de su cuarta noche de soledad Aliver despertó, habiendo comprendido algo mientras estaba dormido que lo devolvió bruscamente a la consciencia. Cuando Kelis contó la historia del soñador que había visto negado su camino por su padre… había estado hablando de sí mismo. Kelis era el soñador al cual le había sido negado su destino. Eso quizá debería haber resultado evidente por su tono, pero Kelis nunca había revelado cosas acerca de sí mismo anteriormente. Nunca había solicitado la compasión de otra persona. Tampoco había estado haciendo tal cosa cuando contó aquella historia, Aliver lo sabía. ¿Por qué no había comprendido eso en el momento y dicho algo?
Más entrada la noche tuvo un sueño propio, y pasó la totalidad del día siguiente recordando las conversaciones que lo habían originado. Durante la semana en que se había encontrado con Thaddeus cada noche, habían hablado de algo más que los desafíos que debería afrontar Aliver. El anciano se había liberado a sí mismo de su engaño. Había explicado la historia que Hanish Mein había detallado para él acerca de cómo el abuelo de Aliver podría haber matado a la esposa y al hijo de Thaddeus. Sí, dijo, pese a la fuente que le trajo la noticia, creyó a pies juntillas que Gridulan había hecho asesinar a su familia. Debido a ello, Thaddeus había querido venganza. Había, por un breve instante, traicionado a los Akaran.
Aliver apenas había sido capaz de reaccionar, ya fuese con ira renovada o con el perdón que tan obviamente anhelaba aquel hombre. No estaba seguro de si debía odiarlo por haber conspirado con Hanish Mein o si debería pedir disculpas en nombre de su propia y traicionera familia o si debería dar las gracias a Thaddeus por ser el instrumento del rescate de Aliver y los suyos.
En el curso de aquellas conversaciones Thaddeus había revelado la compleja red de crímenes que mantenía unido al mundo. Eso, con todo lo doloroso que resultó para él, fue algo que Aliver agradeció oír por fin. Él siempre había temido lo indecible, lo inexplicado. Había oído palabras como «Cuota» y susurros sobre los lothan aklun sin conseguir relacionarlos jamás con hechos concretos. Ahora, sin embargo, oyó todo lo que Thaddeus podía contarle. Acacia era un imperio esclavista. Comerciaban con la carne y prosperaban a expensas de los trabajos forzados. Distribuían drogas para acallar a las masas. Los Akaran no eran los líderes benevolentes que siempre se le había enseñado a creer que eran. ¿Qué, se preguntó, significaba todo aquello para él? ¿Podía estar seguro de que un nuevo reinado Akaran sería mejor que el de Hanish Mein?
Poco a poco el paisaje fue adquiriendo otro carácter. Se volvió aún más seco, y Aliver siguió adelante, serpenteando a través de una región abrupta. La hierba había palidecido hasta volverse casi plateada y contrastaba llamativamente con los montículos rocosos que puntuaban el terreno, piedra volcánica ennegrecida que se diría las heces de antiguas criaturas del mundo anterior. Aliver no estaba seguro de si esa comparación se le había ocurrido a él o si había oído contar una historia así antes. Parecía guardar algún recuerdo de eso e incluso una vaga noción de ver cómo las criaturas daban la espalda a este sitio y partían, caminando sobre sus largas piernas, por encima del horizonte en busca de una tierra mejor. Entre las rocas crecían acacias solitarias, versiones menos altas de la especie, raquíticas y terriblemente deformadas. Eran abuelos envejecidos de la raza, abandonados aquí hacía algún tiempo e inmóviles, sus brazos elevados en una súplica no respondida.
En ninguna parte entre todo esto vio rastro alguno de seres humanos. Allí no había pueblos, ningún vestigio de agricultura o herramientas desechadas. Ni siquiera había animales. Era un paisaje terriblemente solitario, un poco más cada día que pasaba. Los santoth habían sido hombres, humanos igual que Edifus, un hombre cuya sangre fluía por las venas de Aliver. Si vivían en algún lugar cercano, entonces debería haber alguna señal de su presencia. Pero no había nada.
Una mañana, cuando llevaba una semana de viaje solitario, Aliver se dio cuenta de que no sobreviviría a aquella búsqueda. Una parte de él nunca había esperado encontrar a aquellos santoth, pero no se le había ocurrido hasta que examinó sus magros suministros —una porción de grano sedi del tamaño de la palma de su mano, unos cuantos buches de agua caliente, un paquetito de hierbas secas para hacer sopa—; no tenía suficientes reservas para vivir más de otro día o dos. Llevaba tres días sin ver ningún indicio de una fuente de agua. No había habido ninguna señal de raíz nudillo o de ninguna de las otras plantas que atrapaban aunque sólo fuese sorbitos de agua. Aliver nunca había estado en un sitio más seco que aquél. Con sólo estar sentado ahí notaba cómo el aire extraía la humedad de su piel. Podía tratar de volver sobre sus pasos hasta el río limítrofe, pero ¿a cuántos días de allí se encontraba ahora? Por mucho que se esforzara no hubiese sabido decirlo con certeza, salvo para explicar que quedaba mucho más lejos de lo que él era capaz de caminar.
Se irguió sobre sus piernas doloridas y escrutó el terreno. El mundo se extendía ante él en toda su uniforme desolación, hasta el horizonte y más allá. No había nada. Nada excepto arena y roca y el cielo encima de todo ello. Aliver dio un paso. Y después otro. No intentó correr. Sólo sentía que tenía que moverse, andando despacio, a trompicones. Dejó sus suministros en el sitio donde los había puesto. No lo ayudarían mucho tiempo, y sin ellos podría dejar atrás más deprisa aquella ordalía. Tomó nota de la posición del sol en el cielo y estimó la hora del día, y luego decidió que nada de eso importaba. Los santoth —él lo había sospechado todo el tiempo— no eran más que vapores del pasado mantenidos con vida por mentes supersticiosas. Y él no era más que un muerto que andaba. Lo sorprendente era que en realidad. En cierto modo se sentía reivindicado. Siempre había estado en lo cierto. No estaba destinado a ninguna mítica grandeza. Ahora ese manto quizá recaería sobre los hombros de Corinn o Mena o incluso Dariel, o quizás el linaje Akaran no era merecedor del poder que había ostentado en el pasado.
Todo eso le parecía perfectamente lógico, y el aceptarlo le confirió una calma que nunca había sentido antes. Pensó con cariño en sus hermanas y en su hermano. Deseó haberlos visto crecer hasta la edad adulta. Esperaba que tuvieran éxito en todo lo que intentaran. Él, Aliver, siempre había sido el eslabón más débil, por mucho que se hubiera esforzado para que no fuese así. Su padre había depositado demasiada fe en él.
Hacia el mediodía tropezó y cayó. Se incorporó hasta quedar arrodillado en el suelo, a su alrededor había una extensión de arena puntuada aquí y allá por rocas oblongas del mismo color leonado de todo lo demás, alzándose o caídas de lado, o apoyándose la una en la otra. Aliver se medio sorprendió ante las rarezas geológicas que representaban, pero tenía la garganta muy seca y eso parecía más digno de ser notado. Ya hacía tiempo que la piel había dejado de sudarle. El corazón le palpitaba ruidosamente al compás del ritmo de los latidos, y a veces el pulso le oscurecía la vista para aclarársela nuevamente después.
Se tumbó en el suelo. Nada de todo aquello sería tan terrible si ya no tuviera que sentir desde dentro de su cuerpo. Yació inmóvil durante un rato, conformándose con haber dejado de tener un propósito. Ésa fue la razón por la que a la primera señal de movimiento, de cambio, sintió que una intensa emoción fluía por todo su ser, un colorearse del mundo que experimentó como… no como miedo, como habría podido esperar. Ni como respeto o incredulidad. La emoción era más difícil de definir. Era algo así como pena. Lo que la causaba era el hecho de que de pronto las piedras despertaron por todas partes a su alrededor. Despertaron y echaron a andar lentamente hacia él.