Qué extraña es esta tierra, pensó Hanish mirando desde el balcón de su despacho hacia el trémulo resplandor del Mar Interior. Siempre le había parecido poco natural que una tierra pudiera ser tan amable con los seres vivos. Le sonaba poco saludable —era una manera de decir— que un clima pudiera ser tan saludable, tan benigno. Aquí estaba una tierra en la que las luchas que Hanish consideraba necesarias se habían eliminado o jamás habían existido. Uno podía salir fuera en cualquier época del año y encontrar buen tiempo, el peor frío o unos cuantos copos de nieve. El tiempo más frío que Acacia podía ofrecer no era nada que un hijo Mein no pudiera resistir desnudo durante toda una noche. Allá en la altiplanicie, un solo saco de provisiones olvidado en el yermo, un repentino cambio en los vientos, una clave dejada para las manadas de lobos… Había tantas fuerzas en el mundo dispuestas a causar daño que uno nunca podía estar tranquilo. Nada se podía hacer con indiferencia. Acacia era otra cosa por completo. La comodidad, el lujo… Bueno, quizás, había un peligro en tales cosas. Uno tenía que reconocer que el peligro tenía una cara suave y una cara áspera.
—Rey Hanish Mein, me sorprende que un hombre de vuestra posición permanezca de espaldas a una habitación accesible.
Hanish reconoció la voz que tenía a su espalda. Lo estaba esperando, pero habría reconocido la voz dondequiera que la hubiera oído. Era inconfundible el gimoteo nasal, la vanidosa presunción, el espacio entre ciertas palabras estaba lleno de un sonido semejante a un ronroneo. Se preparó para dejarse acobardar. Dejó que la emoción lo dominara un momento y pasara de largo para que no se le notara en el rostro. Con hombres como Sire Dagon la capacidad de ocultar los verdaderos pensamientos, manteniéndose escéptico a cualquier cosa proferida por el otro, era fundamental.
—No soy un rey —dijo Hanish, volviéndose para mirar a Sire Dagon—. Por favor, prefiero seguir siendo un caudillo. Resulta que ahora soy el principal caudillo del Mundo Conocido. En cuanto a mi seguridad, no todos los palacios son tan despiadados como los de la Liga.
—Hummm… no es eso lo que yo he oído decir —replicó el jefe de la Liga.
A pesar de su elevada estatura, su cuerpo poseía una torpe fragilidad, como si apenas hubiera suficiente tejido muscular para sostener su estructura. Su alargada cabeza estaba encapuchada, pero la clara luz de la tarde iluminaba su rostro con insólito detalle. Sus ojos tenían el tono inyectado en sangre de un fumador habitual. Pero estaban vivos y la mente que había detrás de ellos, despejada. Hanish nunca había comprendido el uso de la droga. La habían preparado evidentemente para propósitos distintos de los de las sosegadas masas.
Los hombres de la Liga no tocaban a otros al saludar, por lo que ambos hombres simplemente se acercaron el uno al otro y se inclinaron en reverencia.
—Pero sea como fuere —añadió Sire Dagon—, me alegro de que seáis vos aquel con quien yo me reúna en lugar de cualquier otro, cualquier impostor. Se oye decir que vos podríais ser llamado algún día a interpretar esta danza vuestra. ¿Cómo la llamáis?
Hanish sabía muy bien que Sire Dagon recordaba la palabra. Los hombres de la Liga tenían memorias enciclopédicas.
—El Maseret —contestó.
—Sí, eso es. El Maseret. Perdonadme por haberos insinuado que semejante costumbre debería ser desalentada. Vuestra proeza es famosa, en efecto, pero decirle a cualquier hombre de vuestra raza que podría conseguir todo lo que vos habéis ganado es un error. ¿Por qué exhibir semejante posibilidad ante otros? Todo eso podría muy pronto inducir a necios ambiciosos a desafiaros.
«Varios ya lo han hecho», pensó Hanish. Había participado cinco veces en la danza desde su llegada a Acacia en el Sur, lo cual significaba que cinco de sus propios hombres habían muerto por la hoja de su cuchillo. Cada uno de ellos aspiraba a su poder. Cada uno esperaba ganarlo todo por medio de un solo acto de asesinato. Sabía que Sire Dagon ya lo sabía. No era necesario sacarlo a relucir.
—Me honráis con vuestra sugerencia de que a la Liga le importa con quién trata.
—Vos habéis dado a vuestro pueblo el mundo que ahora gobierna. La Liga no lo olvida, aunque algunos cercanos a vos lo hayan olvidado. Personalmente admiro vuestra concentración. Y, en efecto, Hanish, es un cumplido. A mi edad, pocas cosas me interesan. Amigo mío, hasta la adquisición de riqueza se ha convertido en algo más que una fuerza de la costumbre, más que en una ambición.
Hanish dudaba de que hasta una inminente muerte pudiera agotar la voraz ambición de un hombre de la Liga, pero no dio ninguna muestra exterior de ello. Tampoco reconoció la referencia a otros cercanos a él. ¿Eraiun cambio de rumbo o una advertencia? Hizo señas de que ambos se apartaran del sol.
Dentro, se sentaron el uno frente al otro en sillas de cuero de alto respaldo, con una ornamentada mesa de estilo senivalio entre ellos. Entraron varios sirvientes con bandejas de comida y bebida en equilibrio sobre sus brazos desnudos. Ambos hombres se pasaron un rato conversando. Cada uno mostraba en presencia del otro una fachada de indiferente comodidad, como unos viejos amigos que no tuvieran otra cosa que comentar que la longitud de la creciente estación de Acacia, la inminente migración de las golondrinas y los positivos efectos del aire marino en la salud. Hanish recibió con agrado el respiro. Le permitió estudiar a Sire Dagon, sopesar no sólo lo que había dicho sino también cómo lo había dicho, buscar pensamientos traicionados por el movimiento de sus manos o el acento colocado en ciertas palabras. Sabía que el hombre de la Liga lo estaba sometiendo a él a una inspección similar.
—¿O sea, Sire Dagon, que habéis regresado recientemente del otro lado del mundo?
—Pues sí, he regresado del otro lado del mundo.
Tal como había intentado hacer en muchas ocasiones anteriores, Hanish quería poner a prueba a aquel hombre de la Liga en busca de información acerca de extranjeros como los lothan aklun. ¿Quiénes eran aquellas personas que configuraban tanta parte del destino del Mundo Conocido? Habían sido en cierto modo sus aliados en su lucha contra Leodan Akaran, pero él nunca había puesto los ojos en uno de ellos y no sabía nada de sus costumbres o historia. Jamás había oído decir el nombre de alguno de ellos. Habitaban en una cadena de islas barrera que discurrían a lo largo del Continente conocido como las Otras Islas. No deseaban interactuar con el Mundo Conocido y estaban satisfechos con la riqueza que la Cuota les proporcionaba. Que Hanish supiera, ninguno de ellos se había aventurado jamás al otro lado de las Laderas Grises; eso lo hacía la Liga.
Durante sus primeros años en el poder había exigido saber con quién trataba. Los representantes de la Liga habían prometido comunicar su «petición», pero no había habido respuesta. Hasta había acribillado a preguntas acerca de ellos a Calrach de los numreks. Su pueblo procedía de aquella parte del mundo, pero le ofrecieron muy poco que tuviera sentido. Calrach se había referido a los lothan aklun como «poco importantes». No eran más que unos comerciantes, dijo.
Nueve años en el poder y Hanish sólo conocía a los lothan aklun por su voraz apetito de niños esclavos y porque producían la droga que lo ayudaba a tranquilizar su tumultuoso imperio. Los hombres de la Liga le aseguraban que todo era como tenía que ser, y él sabía que ahora Sire Dagon no daría nuevas respuestas a ninguna de sus preguntas. Decidió no volver a plantear el tema.
—Por cierto —dijo Sire Dagon—, los lothan se alegran de que hayáis hecho progresos con los antoks. Os los presentaron en la creencia de que vos encontraríais un camino para aprovechar sus voraces apetitos. Les complace que lo hayáis hecho.
Hanish asintió con la cabeza. La verdad era que había tenido muy poco que hacer con aquellos antoks. Eran unas bestias extrañas en las que sólo había puesto los ojos una vez. Eran unas criaturas enormes, como versiones vivas de los gigantes cuyos huesos se encuentran a menudo en el suelo. Difícilmente los podría describir. Eran una mezcla de los peores rasgos porcinos y caninos: insensibles, brutales, voraces. Al final, se le ocurrió una manera práctica de poder usarlos en la batalla, pero había dejado a Maeander la tarea de cuidar a las criaturas en un remoto recinto de Senival. Cuanto menos oyera hablar de las bestias, mejor.
Sire Dagon no se entretuvo demasiado en ellas.
—Confío en que la noticia que os traigo sea de vuestro agrado —dijo—. Los lothan aklun están deseosos de aumentar el comercio con vos. Han sido pacientes durante todos estos años, ¿sabéis? El escaso tributo que les habéis enviado hasta ahora… comprenderéis que consideran un detalle para con vos el hecho de haberlo aceptado sin queja y el de haber suministrado al imperio vapor a crédito, por así decirlo. Fue un necesario período de adaptación, que ahora ya ha terminado.
Hizo una pausa, levantó y bajó una sola ceja. Hanish le indicó con los dedos que debía seguir adelante.
—Nos hemos comprometido a entregarles todo un cargamento de esclavos de la Cuota antes del invierno. Duplicará la cantidad que los Akaran ofrecían, pero no es más de lo que vosotros acordasteis antes de la guerra. De cada provincia exigen cinco mil cuerpos, equitativamente distribuidos entre los sexos, ni más ni menos de cualquier raza. La variación de edad puede que necesite ser más grande que antes, pero no habrá problema con eso. A cambio, ellos aumentarán el vapor en un tercio. Puede que no parezca mucho, pero la droga se ha refinado. Ya no provoca tanta incapacidad como antes y causa más adicción. El cuerpo se adapta a ella de tal manera que, cuando el consumidor se ve privado, experimenta una significativa angustia —alucinaciones, fiebre, dolor—. La mayoría hace cualquier cosa con tal de asegurarse el suministro. Todo está detallado en los documentos que acompañan la revisión del tratado. Y eso, Hanish Mein, es todo lo que hay. Os alegrará saber que no exigen nada más que eso de vos.
Hanish apartó la mirada, pensando que no exigían nada más que el mundo. Muy generosos. Su mirada se posó en un mono dorado que se había instalado en la barandilla del balcón y cuyo pelaje amarillo anaranjado ardía bajo el sol. A Hanish no le gustaban aquellas criaturas. Jamás le habían gustado. Eran ruidosos y perspicaces, como si todo el palacio fuera suyo en realidad y él fuera sólo un intruso. A principios de su estancia en Acacia había introducido otra variedad de primate, un resistente animal de largo pelo blanco como la nieve y rostro de color azul brillante. Pero habían resultado ser muy indisciplinados. Y beligerantes. Perseguían a los dorados y dejaban ensangrentados cadáveres medio devorados, diseminados por el suelo. Parecían complacerse en arrojar extremidades cortadas contra grupos de mujeres. Al final, Hanish ordenó que los sacrificaran; pero los dorados se ganaron el favor de las aristócratas. Y se quedaron.
—Traigo conmigo un tratado revisado —dijo Sire Dagon—. Vos y vuestra gente podéis examinarlo a vuestro gusto. Y eso será todo en general. Sólo hay un nuevo aspecto del tratado que deberéis considerar. —El hombre de la Liga pareció acordarse de repente de la comida y se inclinó hacia delante para estudiar las bandejas. Dejó en suspenso hasta la última afirmación, pero Hanish esperó—. En cuanto a nuestra comisión por negociarlo, la Liga pide… bueno, no pedimos ningún cambio en nuestro porcentaje, ninguna prima monetaria… nada de eso. Simplemente nos gustaría quitaros una carga de los hombros y ponerla en su lugar sobre los nuestros.
Hanish se tocó la cicatriz de la nariz, un gesto de pasada en el que no se entretuvo.
En tono irónico dijo:
—Casi no puedo reprimir mi curiosidad.
—Nos gustaría quitaros de las manos las Islas Exteriores. Nos gustaría poseerlas directamente.
—Estas islas rebosan de piratas.
Sire Dagon esbozó una sonrisa.
—Ya lo hemos considerado. No son un problema. Hemos examinado todos los aspectos de cómo funcionan y confiamos en poder pacificarlos.
—No son del tipo que acepta cualquier clase de pasividad.
—Han sido un problema para vos, ¿verdad? —preguntó Sire Dagon—. Tantos problemas os habéis echado sobre los hombros. A lo mejor, no pensabais que la paz sería un desafío tan grande como la guerra. Es una lección que sólo se aprende por medio del ensayo. Y la prueba. Por eso la Liga opta siempre por la paz, aunque nuestros amigos opten por hacerse la guerra los unos a los otros.
Hanish no podía discutir que había cierta sabiduría en semejante planteamiento. ¿Quién hubiera pensado que ganar batallas militares pudiera ser fácil en comparación con la gestión del imperio? Surgían una crisis y otra y otra. Parte del problema lo creaba él. La fiebre más virulenta que él hubiera imaginado, por ejemplo. No había calculado plenamente hasta dónde llegaría, por ejemplo, y con cuánta rapidez rebasaría sus objetivos militares. Simplemente mataba a demasiados, dejando un debilitado fragmento de la antigua población para que se reconstruyera después de la guerra.
Además, los numreks habían sobrevivido a su utilidad y a su bienvenida. No habían regresado al otro lado de los Campos Helados tal como habían prometido hacer al principio pese a que Hanish les había pagado generosamente sus servicios. En el tumulto que hubo detrás de la guerra, mientras la fiebre seguía arreciando en el sur, se atrincheraron en Aushenia, declarando toda la región como suya propia, tomando ciudades y aldeas y los estados reales y esclavizando a los seres humanos lo suficientemente desgraciados como para ser capturados. Peor todavía, empezaron a fundar colonias a lo largo del borde occidental de la costa talaya. ¡Unas criaturas del congelado Norte nada menos! Cuando resultó que lo que más les gustaba era asarse bajo el ardiente sol y nadar en las claras aguas.
Hubo otros problemas en cuyo origen él no tuvo nada que ver. A la gente —quizás a causa de la manera en que la guerra desbarató el tráfico por agua— se le ocurrió toda clase de ideas. Se volvieron revoltosos, conspiradores hasta la rebelión, y llevaron a cabo actos de sabotaje, como cuando prendieron fuego a los almacenes de trigo del Continente, reduciendo los suministros a la mitad, con la consiguiente carestía. Difundieron historias de santas profecías, dijeron que Hanish y su epidemia eran los heraldos que anunciaban el regreso de la Donante. Empezaron a manifestar su aprecio por los mártires, los recalcitrantes bastardos para quienes la tortura y la muerte no eran sino una bendición. Talay nunca estuvo completamente pacificada; las Islas Exteriores estaban infestadas de piratas y sus tropas, llenas de asesinos que simulaban ser leales súbditos.
Las revueltas en las minas fueron aún más decepcionantes. Justo cuando Hanish se disponía a activar el comercio mundial, a los mineros se les metió en la cabeza la idea de tomar el control de sus propias vidas. Se negaron a trabajar. Algunos llegaron a reclamar que merecían una participación en los beneficios. Un ampuloso profeta de lengua de plata llamado Barack el Menor causó infinidad de problemas, vaticinando incluso el retorno de Aliver Akaran. ¡Qué fastidio! Sus esfuerzos no significaron más que penalidades para todos los implicados. Para poner fin a la huelga hubo que recurrir a un asedio que Hanish difícilmente podía permitirse. Muchos murieron, lo que representó una gran pérdida de material humano. Y todo para nada.
Los numreks, la Liga y los lothan aklun: ¿cómo había llegado a estar tan lamentablemente endeudado con todos ellos? En el helado Cathgergen, tan lejos del poder y del privilegio, cada una de esas asociaciones había tenido su lógica. ¿Por qué no comprar un ejército y pagarlo con los tesoros de las tierras que conquistaría? ¿Por qué no prometer grandes sumas a mercaderes que ayudarían a enriquecerlo? ¿Qué mejor socio que los suministradores de un mercado hambriento que nunca había contemplado o con el que nunca había tratado directamente? Ninguna suma había parecido demasiado grande si el pagarla lo ayudaba a alcanzar sus objetivos. Ahora ya no sentía lo mismo, en ningún aspecto.
Una de las cosas que más lo preocupaban era que sólo había conseguido hacerse con uno de los cuatro jóvenes Akaran. Corinn no había sufrido ningún daño y vivía cómodamente en Acacia. Aún no sabía nada del destino que la esperaba. Su presencia debería haber sido un consuelo para Hanish, una cosa menos de la que preocuparse. Pero en lugar de eso, lo atravesaba con una especie de tormento. ¿Qué haría con ella? ¿Qué quería hacer con ella?
Sire Dagon apretó los dientes contra una ciruela. Rompió la piel, hizo una pausa, y disfrutó del líquido. No engulló el fruto. Aparentemente, todo lo que quería era sentir el jugo en sus labios.
—En cualquier caso, esos bergantes, con todas sus incursiones costa arriba y costa abajo… no hay necesidad de que sigáis perdiendo el tiempo con ellos. Nosotros mismos hemos experimentado ciertos contratiempos a causa de ellos, pero aún hemos de resolver el problema. Ahora así lo haremos, y para el verano que viene habrán caído en nuestras manos. El Ishtar prevalecerá en lo que a vos se os ha hecho tan cuesta arriba; estamos seguros de ello. Cuando hayamos terminado, tomaremos posesión de las islas con la máxima discreción posible; entonces podréis enorgulleceros de haber asegurado la línea costera contra los bergantes.
—¿Por qué queréis tanto esas islas? —preguntó Hanish.
Sire Dagon lo contempló en silencio por un instante. Luego se pasó la punta del dedo por la comisura de los labios para limpiarse el jugo del fruto.
—Antes de que os lo cuente, recordad que la Cuota doblada os hará más rico de lo que nunca llegó a serlo Acacia…
—¿Cómo pueden querer más? —lo interrumpió Hanish, sin poder evitar que la incredulidad hiciera acto de presencia en su voz—. ¿Para qué quieren todos esos esclavos? Difícilmente podrían pedir más si se los comieran para cenar.
Sire Dagon frunció el ceño y giró la cabeza hacia el lado, indicando que tanto la pregunta como la inferencia eran de muy mal gusto.
—Uno no necesita preguntar tales cosas. Harán lo que sea que hacen con ellos, y limitémonos a alegrarnos de que así sea. Recordad que una de las cláusulas originales del contrato de la Cuota estipulaba que la Liga actuaría como único intermediario entre Acacia y los lothan aklun. Como parte de eso, nunca hemos traicionado los secretos de una parte a la otra. Y tampoco lo haremos ahora. Como iba diciendo, los lothan aklun juran no modificar jamás este acuerdo, ni ahora, ni nunca. Tampoco sobrepasaremos la Cuota en las provincias. Eso es algo que ha sucedido a veces durante el último reinado, pero no volverá a suceder. Una vez que hayamos normalizado la Cuota incrementada, pacificaremos las Islas Exteriores. Limpiaremos el terreno, las haremos arables, e iniciaremos la producción.
—¿La producción de qué?
—De lo único que los lothan aklun quieren de nosotros.
La respuesta le llegó a Hanish como una silueta amorfa salida de los abismos de su imaginación.
—Criaréis esclavos allí.
Sire Dagon no mostró ninguna sorpresa, ninguna satisfacción ante la aseveración de Hanish. Se limitó a coger una uva y hablar como si tal cosa.
—No reconozco esa palabra que acabáis de utilizar. Pero si lo que queréis decir es que criaremos nuestro producto allí, estáis en lo cierto. Será un medio de producción de lo más eficiente. Ya hemos hecho planes. La isla de Gran Gillet, en particular, será una excelente plantación.
Después de que el hombre de la Liga se hubiera ido, Hanish se apoyó en su escritorio y miró a través de las delgadas cortinas, ondulando como hacían bajo la brisa de la tarde. A veces el mundo podía estar tan tranquilo, pensó, tan absorto en sí mismo. Su hermano y su tío entraron, y Hanish tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para borrar el desasosiego de su expresión.
—Acabo de cruzarme con ese tipo tan raro cuando veníamos por el patio —dijo Haleeven—. Esas criaturas no me gustan, Hanish. Nada de nada.
Su rostro atestiguaba la turbulencia de los últimos años. La paz, parecía, había sido particularmente dura para el anciano. El clima —aunque él nunca se quejaba— no le sentaba bien. Todo en su persona indicaba que era presa de un vago malestar, sonrojado como si viniera de hacer ejercicio, confuso por algo en el aire que no podía llegar a determinar.
Maeander no tenía esos problemas. Todo él irradiaba seguridad en sí mismo, sabedor de que podía confiar en su cuerpo. Había ganado musculatura en los brazos y el pecho, y broncearse le había costado mucho menos que a la mayoría de los hombres del Mein. Que hubiera empezado a pelársele la nariz daba testimonio de su incesante pasión por el aire libre.
—¿Qué te pasa? —preguntó Maeander, mirando a su hermano—. No tienes buen aspecto, Hanish. Nervioso, ésa es la palabra. ¿Te sientes tan nervioso como pareces?
—Necesitamos más poder —dijo Hanish.
—Lo he dicho todo el tiempo —respondió Maeander.
—Me veo tironeado y empujado por un millar de manos, cada una con un dedo en mi bolsillo y la amenaza de un cuchillo en la otra mano.
—Y que lo digas, hermano. «Necesitamos más poder», es lo que yo he dicho siempre. Tengo ese pensamiento cada mañana al despertar. Me extraigo del amasijo de cuerpos núbiles y lo primero que pienso es: «¡Poder! Necesitamos más…»
—Un poco de seriedad —le cortó Haleeven—. Hanish no bromea.
Maeander puso los ojos en blanco. Se sentó en la silla que había utilizado el hombre de la Liga y cogió una naranja. Inhaló, su nariz en contacto con la piel de la fruta.
—Necesitamos trasladar a los tunishnevre y completar la ceremonia.
—Sabes que todavía no podemos hacer eso —dijo Haleeven.
—Los antepasados están impacientes. No es algo en lo que tengamos elección, Hanish. Ellos también me hablan, y lo han dejado muy claro. Quieren ser trasladados. Quieren hacer el trayecto hasta aquí. Quieren que sus cuerpos descansen en la escena del crimen que se les infligió, y que unas cuantas gotas de sangre Akaran caigan sobre ellos. Quieren ser libres, hermano, y tú puedes ofrecerles eso que tanto anhelan. La cámara de aquí ya casi está lista para acogerlos. No hay razón para no empezar.
—¿Qué hay de los otros tres? —preguntó Haleeven.
—Exactamente —dijo Hanish—. Los tunishnevre no pueden alzarse sin ellos. Al menos ahora se encuentran a salvo, sin que su condición experimente ningún tipo de variaciones. Este clima podría destruirlos, poniéndolos más allá de nuestro poder para liberarlos.
—Eso no es necesariamente cierto —dijo Maeander, impasible—. Uno puede ser suficiente. Sobre todo si los demás están muertos. Si Corinn es la última del linaje real, entonces su sangre es cuanto necesitan. Ella puede liberarlos. ¡Imagina, Hanish, cuán poderosos seremos! Todos esos problemas insignificantes que tanto te atormentan desaparecerán sin darte cuenta. —Levantó una mano, las puntas de los dedos tocándose hasta el momento en que la abrió de golpe, liberando lo que fuese que había permanecido contenido dentro de ella para que se perdiera en el aire, invisible, falto de importancia—. Eso es lo que los antepasados depositaron en mi interior. Pusieron esta verdad dentro de mí.
—No me dijeron nada de que sólo se necesitara a Corinn.
—Temen que puedas haberte visto comprometido de alguna manera, que este sitio te haya apartado del recto camino. Les juré que estaban equivocados. Aceptaron mi palabra. Eres su preferido, pero hay un límite al tiempo que pueden esperar. Ya pueden paladear la liberación, Hanish. No puedes pedirles paciencia cuando sienten que se les está siendo negado aquello a lo que tienen derecho. —Hablando a través de la pulpa anaranjada que tenía en la boca, añadió—: ¡Por todos los dioses, la fruta de aquí es maravillosa!
Hanish ignoró el último comentario, pero pensó por un largo instante en Maeander entrando en comunión con los tunishnevre. Ya hacía algún tiempo que sabía que su hermano lo estaba haciendo. Que alguien que no fuera el caudillo o un sumo sacerdote interactuara con ellos era un hecho sin precedentes. Hanish lo había permitido por lo mucho que le debía a Maeander. Su hermano siempre había sido un arma perfecta, un sabueso listo para morder a quienquiera contra el que se lo dirigiese. Hanish sabía que los antepasados adoraban a Maeander por esa imperiosa seguridad en sí mismo que parecía formar parte de su naturaleza. Pero que le hubieran hablado de él… Que hubieran expresado dudas acerca de su caudillo viviente era algo muy grave. Había mensaje tras mensaje que leer allí, amenaza dentro de amenaza. Y él no podía permitirse el lujo de darse por enterado hasta que lo entendiera mejor.
—Nos estamos adelantando a los acontecimientos —dijo Haleeven—. No nos has contado qué noticias te trajo ese tipo tan raro.
Así que Hanish se las contó. Él nunca les ocultaba ese tipo de cosas a aquellos dos, por mucho que se callara cuando se reunía con la Junta de Consejeros, ese nuevo organismo formado por los hombres más destacados del Mein que residía, irónicamente, en Alecia. Hanish no podía evitar preocuparse cada vez que notaba hasta qué punto habían empezado a adquirir la manera de ser acacia. Si pudiera ver alguna otra manera de hacer las cosas la hubiese adoptado sin vacilar, pero había descubierto en un tema tras otro que las soluciones acacias eran la única respuesta razonable, alcanzable.
Una vez que él se lo hubo contado todo, Haleeven dijo:
—Me repugna que tengamos que inclinarnos ante los lothan aklun. Nunca he visto a ninguno de ellos. La Liga puede habérselos inventado, por lo que sabemos. Lo he dicho antes, pero deberíamos hacer a un lado a la Liga y tratar directamente con los aklun, si es que existen.
—Yo pienso lo mismo que tú —dijo Maeander—, pero no somos quién para discutir con los antepasados. Ellos bendijeron los acuerdos que hicimos, y son ellos los que quieren ser liberados y liberados ya. Recuerda que la voz de tu hermano habla a través de ellos, Haleeven, y la de nuestro padre, Hanish.
Hanish titubeó un instante pero eludió el pensamiento que lo preocupaba y mantuvo la compostura durante todo el proceso, lo suficiente para que Maeander no percibiera la pausa como lo que era realmente. Dijo:
—Esta noche hablaré con los antepasados. Si están de acuerdo, enviaremos un mensaje a Tahalian. Les diremos que es hora de empezar el transporte. Haleeven, tú iniciarás la operación.
—No es lo que habíamos planeado en un principio —dijo Maeander—. Vamos, Hanish, sabes que debería ir yo. Tú tienes un imperio que gobernar, y yo no soy más que una herramienta para ayudarte. ¡No puedes esperar que lleve mal una tarea tan importante! Haleeven vendrá conmigo, si eso hace que te sientas más tranquilo, pero ¿cuándo te hemos fallado?
—Nunca me habéis fallado. Ni una sola vez. Pero esto tiene que hacerse como es debido, cuidando hasta el último detalle.
Maeander fingió sentirse ofendido.
—Lo que quiero decir —prosiguió Hanish— es que debemos ocuparnos de algo más que del mero traslado de los antepasados. Tenemos que redoblar nuestros esfuerzos para encontrar a los Akaran. Si viven, debemos tenerlos. Ése es el asunto para el que te necesito, Maeander. Ahora no tienes ninguna otra misión, y debes concentrarte únicamente en dar con ellos y traerlos aquí. —Dijo eso en un tono lo más categórico posible, rehuyendo conscientemente la mirada de su hermano porque no quería ver ninguna señal de rebelión en su rostro—. Debería haberte puesto a cargo de su búsqueda desde el primer momento. Por mi parte, me aseguraré de que Corinn permanezca a buen recaudo, cerca de mí y vigilada.
Rodeó su escritorio, se sacó una llave del bolsillo del pecho y se inclinó para abrir un cajón.
—Tío, léelos —dijo, extrayendo una cartera de cuero llena de documentos y dejándola caer sobre el tablero—. Deberás asegurarte de que las cosas se hagan exactamente tal como pone en ellos. Hazlo todo tal como nos cuentan los primeros, palabra por palabra. Los tunishnevre no han sido trasladados en veinte generaciones. Si cometes aunque sólo sea un error…
Haleeven cogió la cartera y se sentó con ella. Pasó los dedos por el cuero de reno, abrió la sencilla hebilla que la cerraba y pareció quedarse inmóvil por un instante, como sobrecogido, con los agujeros de la nariz dilatándosele mientras inhalaba el olor a sequedad que exhalaban las hojas.
—No cometeré errores —dijo—. Y te lo agradezco. La altiplanicie en verano… tenía tantas ganas de volver a verla.
—La verás —dijo Hanish con una sonrisa, contento de ver tan feliz al anciano—. Quizás incluso encontrarás tiempo para una cacería. Los renos ya tienen que estar muy gordos, y llevas tanto tiempo alejado de ellos que se habrán confiado. Haz bien tu trabajo, y también serás revivido por él. —Podría haber dicho más, pero sentía los ojos de Maeander fijos en él, tirando de su persona. Se volvió y lo miró.
—No puedo discutir contigo, hermano —dijo Maeander—. Si los Akaran viven, los encontraré y te los traeré arrastrándolos del pelo. Cuando lo haga, confío en que me concederás el honor de cortarles el cuello personalmente.