La joven observó cómo la anguila cortaba un serpeante camino a través de la cristalina agua azulada. Permanecía tumbada boca abajo, desnuda a excepción de un lienzo envuelto cómodamente alrededor de las caderas mientras la quebradiza y seca madera del desembarcadero le rascaba el vientre, el pecho y las piernas. El sol le aporreaba la espalda con una fuerza que le provocaba hormigueo en la carne. Tenía la piel morena y pelada en algunos puntos de tanto exponerse al sol, y el ralo cabello de un rubio más claro. Ya no era una chica desde hacía varios años —de ahí el lienzo alrededor de la cintura—, pero a sus veintiún años conservaba buena parte de sus características viriles en su figura. Sus pechos estaban tan bien proporcionados que los sacerdotes tenían dificultades para apartar los ojos de ellos, pero eran pequeños y la verdad es que no constituían ninguna molestia para ella, lo cual le parecía muy bien. No parecía en modo alguno la encarnación terrenal de una diosa, pero era eso exactamente lo que era. Era la sacerdotisa de Maeben, la principal divinidad femenina del pueblo vumu, reverenciada en toda la salpicadura de islas conocidas colectivamente como el archipiélago de Vumu.
La anguila que ella estaba observando con tanta atención era todo un estudio de curvas y movimiento. Jamás se detenía, simplemente se deslizaba y se abría camino a través de las claras aguas a lo largo de una distancia ya establecida en su cabeza y después retrocedía deslizándose de la misma manera, dibujando y volviendo a dibujar una forma oblonga como si paseara. El agua tenía una profundidad superior a la cabeza de un hombre y la anguila nadaba cerca de la superficie, pero la suave y blanquecina arena del fondo del océano de más abajo era clara y se rizaba con una claridad de línea, forma y textura. La joven sacerdotisa hubiera podido contemplar indefinidamente la criatura sobre el trasfondo. Algo en ella le infundió paz, algo en ella planteó una pregunta cuya respuesta sonó como el murmullo que emitiría el camino de la anguila si fuera audible. Eso le hubiera gustado, aunque de momento había descubierto que la vida planteaba más interrogantes que respuestas ofrecía.
Se levantó y empezó a pasear por la red de desembarcaderos que abrían un caos geométrico en el suave arco de la bahía. Sabía por la posición del sol que era hora de que se preparara para aquella ceremonia vespertina. Si no regresaba pronto al templo, los sacerdotes saldrían en su busca. Por un momento, consideró la posibilidad de permitir que lo hicieran. Se ponían nerviosos y una vez le había hecho gracia causarles inquietud. Pero eso era antes. Se sentía cada vez más incapaz de imaginar una vida en la cual ella no fuera Maeben y en la que las horas del día no estuvieran ordenadas en consecuencia.
Dejando a su espalda la orilla, tenía que cruzar el centro de la ciudad, que se llamaba Ruinat. Era poco más que una aldea de pescadores, en muchos sentidos muy parecida a cualquier otro pueblo de Vumair, la isla principal del archipiélago. Era, sin embargo, la sede del Templo de Maeben y, por consiguiente, ocupaba un lugar destacado y desproporcionado en comparación con su humilde aspecto. Galat, en la orilla oriental de la isla, servía como centro mercantil y comercial, pero el lugar no tenía nada de sagrado. Ruinat era un lugar humilde, ahora muy tranquilo, pues durante el calor del mediodía el sol asaba el mundo con una rutilante y pálida intensidad. Casi todos los aldeanos estaban en sus resguardados hogares, tumbados para soñar durante aquellas lánguidas horas.
La sacerdotisa caminaba por el centro de la calle principal con el pecho al aire y sin nada en absoluto que ocultar. Su identidad terrenal no era un secreto que se guardara de la gente corriente. Todo el mundo en la aldea la conocía. La habían visto crecer de la niña que era cuando había llegado a la isla, saliendo del mar con una espada agarrada en su puño, hablando una extraña lengua y sin conocer todavía su verdadero nombre. Se habían reído con ella a lo largo de los años, la habían enseñado a hablar vumu, la habían perseguido por las calles y le habían gastado bromas, a veces incluso lascivas. En cuanto se ponía las mejores galas de Maeben, ninguno de ellos era tan atrevido. Pero cada cosa tenía su lugar y su momento.
Para dirigirse al templo, la sacerdotisa tenía que pasar por el paseo de los dioses. Los tótems eran enormes y estaban hechos con la madera de los árboles más altos de la isla, tan altos que la parte superior de las imágenes no se veía a simple vista. Pero, de todos modos, no estaban hechas para que se vieran desde la tierra. Eran tributos a Maeben, para que se vieran desde una perspectiva divina, sobrevolando en lo alto del cielo.
Llamar a la diosa águila marina hubiera sido un craso y sacrílego error. Podía asumir la forma y tener hermanas y primas que fueran efectivamente criaturas avícolas, pero la propia Maeben las empequeñecía a todas. Sus ojos estaban en todas partes, agudos y claros, capaces de enfocar cualquiera y todas las personas y ver directamente sus centros. Se merecía —y exigía— su respeto. Y tenía el poder de recordárselo siempre que quisiera.
A lo largo de los años, la joven había aprendido que había muchos dioses en el panteón vumu. Había divinidades como Cress que controlaban el cambio de las mareas. Uluva nadaba delante de los bonitos, dirigiéndolos en su migración anual cerca de la isla. Banisha era la diosa reina de las tortugas marinas. Sólo con su bendición sus hijas subían a las playas sureñas cada verano y enterraban sus huevos en la cálida arena. Estaba el cocodrilo Bessis que se comía la luna bocado a bocado cada noche hasta que desaparecía, ahíto de este festín sólo hasta que el fruto de la luna volvía a crecer hasta alcanzar su plenitud. Entonces Bessis se despertaba de su modorra y empezaba de nuevo su festín. Era, acabó comprendiendo, un mundo en el cual el ciclo natural de las cosas siempre estaba en entredicho, pues dependía de la buena voluntad y la salud de muchas divinidades distintas. Apenas conocía sus nombres, pero eso no importaba. Sólo dos dioses compartían la cima del panteón vumu, y sólo uno de estos dos tenía una trascendental importancia en su vida.
Maeben no era una diosa con una función en el mundo natural tal como tenían muchas otras. Desde el día de su nacimiento, despreciaba estar atada a semejante tarea. Era la diosa de la cólera, la celosa hermana del cielo que por todos se creía menospreciada: por los dioses, por los seres humanos, por las criaturas e incluso por los elementos, Maeben, la Enfurecida, se enojaba fácilmente y era feroz en sus represalias. Desencadenaba tormentas, lluvia y viento, y abría el pico para crear las chispas que eran los relámpagos. Contemplando a los seres humanos hacía tiempo que los había descubierto demasiado orgullosos, demasiado favorecidos por los otros dioses. Sólo una vez había encontrado tiempo atrás a un ser humano agradable, pero lo que se derivó de ello fue trágico.
El hombre se llamaba Vaharinda. Había nacido de padres mortales, pero por alguna razón había recibido una bendición antes de salir del vientre. En lugar de que su madre le cantara para dormirlo, él era quien le cantaba a ella para calmarla. En lugar de que ella se acariciara el vientre para consolarlo, él la acariciaba a ella desde dentro. Vaharinda tenía un comportamiento especial con las mujeres; su madre lo sabía antes incluso de que naciera. Cuando emergió al mundo, todos se sorprendieron de verlo. Era la perfección. Crecía como una hierba, pero en todo era de una hermosa y bien formada sustancia. Cuando tenía seis o siete años, las mujeres adultas se desmayaban al verlo. A los once, había conocido sexualmente a centenares de mujeres. A los quince años, mil mujeres lo llamaban esposo y afirmaban haber alumbrado a sus hijos. Era también un valiente y hábil cazador, un guerrero que ningún hombre podía mejorar. Blandía armas que otros hombres ni siquiera podían levantar. Sus enemigos conocían el temor sólo con mirarlo.
Un día Maeben vio a Vaharinda dando placer a una mujer tras otra. Vio cómo ellas jadeaban debajo de él, extasiadas de temor y felicidad. Las oyó pronunciar los nombres de otros dioses, pidiéndoles que vieran el prodigio que estaban experimentando. Todo ello despertó la curiosidad de Maeben. Cambió a la forma humana y se acercó a Vaharinda. No esperaba acostarse con él, pero en cuanto lo miró a los ojos, no lo pudo evitar. ¡Qué ejemplar! ¡Qué herramienta de placer curvándose desde entre sus piernas! ¿Por qué no encaramarse a él y comprobar por sí misma el gozo que la carne podía traer?
Y eso fue justamente lo que hizo. Y fue bueno. Fue muy bueno. Después permaneció tumbada jadeando en la arena y sólo poco a poco se dio cuenta de que Vaharinda no se había conmovido como ella. Ya estaba conversando con otra mujer. Maeben lo llamó otra vez y le pidió que la volviera a tomar. Vaharinda no vio ninguna razón para hacerlo. Dijo que ella ya estaba bien, pero no tanto como para que él abandonara a otras mujeres. Sus ojos eran azul claro como el cielo, dijo, pero él prefería a las mujeres de ojos castaños. Su cabello era frágil y fino como las altas, altas nubes que señalan un cambio de tiempo; él prefería el denso cabello negro que podía entrelazar alrededor de sus grandes dedos. Su piel era del color de la arena casi blanca; eso era insólito, sí, pero sus gustos se inclinaban más por los matices del marrón quemado por el sol.
Al oír todo eso, Maeben se enfureció. Rugió más allá de su forma humana y se convirtió en una gran águila marina de cólera. Sus alas eran las más anchas que jamás se hubiera visto, unas garras lo suficientemente grandes como para apresar a un hombre alrededor de la cintura, cada uña como una curvada espada. Le preguntó si le gustaba más así. La gente que lo vio huyó despavorida. Sólo Vaharinda se quedó allí. Jamás había visto nada que lo asustara, y no mostraba ninguna tendencia a cambiar todavía. Tomó una de sus lanzas y trabaron un duro combate. Atravesaron con furia toda la isla y subieron a las montañas. Lucharon en las ramas de los árboles y saltaron al cielo y corrieron sobre la superficie del mar. Vaharinda luchó como ningún hombre había luchado jamás, pero al final no pudo triunfar. Era un ser humano a fin de cuentas; Maeben era divina. En último extremo, lo trituró en sus garras. Estaba posada en una rama donde la gente de Vumu la podía ver y ella se lo comió trozo a trozo hasta que no quedó nada. Después se alejó volando. Pero la historia de Vaharinda no terminó allí.
La sacerdotisa dejó a su espalda el paseo de los dioses y corrió por el sendero que serpeaba hacia el recinto del templo. En determinado momento se detuvo y se volvió a contemplar el puerto. Ahora había vida allí. Varias embarcaciones navegaban hacia los muelles transportando a peregrinos religiosos que deseaban ver a la diosa en forma terrenal. Ella los atendería en cuestión de unas horas, tal como hacía cada día.
Mientras se acercaba al templo, la joven se detuvo una vez más. Le gustaba contemplar la estatua de Vaharinda, sentada en su pedestal al lado de la entrada, un monumento a él y un recordatorio del poder definitivo de Maeben. La gente de Vumu había decidido honrar a su héroe. Había sido el más fuerte de todos ellos, el más agradable a la vista, el más valiente, el más dotado de la capacidad de complacer a las mujeres, el hombre al que otros hombres más aspiraban a emular. Habían enviado un regalo de grandes riquezas a la gente de Teh en la costa talaya y se habían llevado a casa un gran bloque de piedra de una textura sin comparación en la isla. En él labraron una estatua de Vaharinda. En ella estaba sentado en la posición reclinada que le gustaba cuando descansaba, sus músculos esculpidos en la piedra, sus rasgos tal como eran en vida. Estaba desnudo y también —tal como había sido su situación durante buena parte de su vida— con el pene levantado y erecto, como un puño cerrado apuntando al cielo. Era una estatua maravillosa como jamás hubo otra en el mundo ni había habido desde entonces.
Teniendo aquella belleza para contemplar, la gente de Vumu muy pronto empezó a adorar a Vumu como dios. Le dirigían oraciones, le pedían favores, le regalaban flores y joyas, y le quemaban ofrendas. Las mujeres, al ver en piedra al hombre al que habían amado, montaban a horcajadas en su pene y alcanzaban placer. Acudían a él antes que a sus maridos y muchas afirmaban haber obtenido criaturas vivas del dios de piedra. Acudían a él tan a menudo y en tan gran número que las aristas y los perfiles de su miembro se gastaron y su longitud gradualmente disminuyó. Pero seguía dando placer y —a su silenciosa manera— recibía placer a cambio.
Maeben aborrecía todo eso. La enfurecía más que el desprecio de Vaharinda. Decidió humillarlos a todos de la manera que más les doliera. Primero se abatió sobre la estatua y agarró con sus garras el pene de Vaharinda y lo apresó en ellas. Se llevó la longitud del miembro al mar y lo soltó. Un tiburón observó cómo lo hacía. Pensando que había arrojado una preciada porción de comida, el tiburón se elevó desde las profundidades y se tragó el pene de un solo e impresionante bocado. Maeben se alegró. Vaharinda ya no podría complacer a las mujeres. Pero ella aún no había terminado su venganza contra los seres humanos. Se apoderó del regalo que Vaharinda había hecho a las mujeres que lo amaban. Se apoderó de sus hijos. Se abatió desde el cielo y agarró a los pequeños en sus garras y batió, batió y batió las alas y se elevó mientras los niños gritaban y se agitaban en su presa, impotentes contra su cólera.
La joven sacerdotisa, caminando ahora por delante de la estatua y entrando en el recinto del templo, no pudo evitar contemplar las dañadas partes privadas de la estatua. Una parte de sí misma no hubiera querido experimentar aquellos sentimientos, pero deseaba haber visto a Vaharinda en su gloria. Incluso soñaba con montarlo como se decía que otras mujeres lo habían hecho. Pero en sus sueños él no era sólo de piedra. Era de carne viva y los actos que ambos obraban juntos eran de tal exceso sexual que a menudo ella se despertaba aturdida de haber imaginado semejantes cosas. A fin de cuentas, era una virgen. Tenía que serlo. Vivía un constante papel en todo aquel drama. Tiempo atrás los sacerdotes habían adivinado que la única manera de tranquilizar a Maeben era elegir un símbolo viviente que pudiera representarla ante el pueblo todos los días para que jamás la olvidara. Los sacerdotes dijeron que los seres humanos tenían que recordar que vivían y prosperaban sólo gracias al generoso capricho de Maeben. Siempre tenían que mirar a los seres queridos con una cierta tristeza. Nunca tenían que disfrutar de buena salud sin recordar que la enfermedad no está más que a un soplo de distancia. Nunca tenían que alabar el buen tiempo sin saber que siempre llegan las tormentas de finales de verano que provocan daños sin preocuparse del sufrimiento humano. Todos estos riesgos de la vida eran necesarios, decían los sacerdotes, para apaciguar a una diosa de ojos celosos que no se perdía nada de lo que ocurría en la tierra de abajo. Y la sacerdotisa, por encima de todo, jamás debía sucumbir a la lujuria que Maeben había sentido por Vaharinda.
Tal vez por estos penitentes criterios, las islas Vumu disfrutaban de una abundancia que llenaba a la gente de confianza en la verdad de sus creencias. Criaban ostras en uno de los abrigados puertos. Unos barbos tan altos como seres humanos llenaban los cenagosos ríos procedentes de las colinas de las tierras altas, nadando boca arriba a través del agua, tan visibles que los pescadores sólo tenían que permanecer de pie en sus canoas y arrojar lanzas a los montículos de agua que pasaban. Desde el mar, los bonitos llenaban sus redes a rebosar en primavera. A finales de verano los árboles de los valles gemían bajo el peso de sus frutos. Y hasta los niños de ocho o nueve años se consideraban lo suficientemente maduros como para subir a las colinas y participar en las partidas de caza. Siempre regresaban cargados con carne de mono, con ardillas arbóreas y con pájaros incapaces de volar y tan gordos que costaba mucho llevarlos bajo el brazo. En realidad, Maeben tenía muchas cosas de que estar celosa y el pueblo de Vumu, muchas cosas de que estar agradecido.
—¡Sacerdotisa! —llamó una voz desde lo alto de las gradas del templo—. A ver si te das prisa, tardas demasiado.
Era Vandi, el sacerdote encargado de preparar sus atavíos para la ceremonia. Le gustaba dárselas de severo, pero, en realidad, era muy blando con ella, como un tío que mima a una sobrina sobre la cual sabe que ejerce una autoridad limitada. Sostenía en su mano su Vestidura inferior como si ella ya estuviera a punto de ponérsela.
La joven subía los peldaños de piedra de dos en dos o de tres en tres. Estaban cortados muy poco profundos, por lo que uno se acercaba al templo con lentos, medidos y reverentes pasos. Pero eso era válido para los adoradores, no para los que eran adorados.
—Cálmate, Vandi —dijo ella—. Recuerda quién sirve aquí a quién.
Vandi, como la mayoría de vumus, era de baja estatura, con un cabello negro noche, ojos verdosos y una tensa y enfurruñada boca.
Como era un sacerdote y a menudo vivía de puertas adentro, el color de su piel no era equiparable al matiz cobrizo de los aldeanos, pero seguía siendo digno de contemplar.
—Todos servimos a la diosa —replicó.
Ella se deslizó al interior de la prenda que se le ofrecía y dejó que la empujaran hacia lo más profundo del templo. En el aislamiento y el olor a incienso que se aspiraba en sus estancias sus asistentes se dispusieron a vestirla. La envolvieron en las distintas capas de plumas de su cargo, asegurando cada una de ellas con sus rápidos dedos. Otros le pintaron el rostro y le encajaron la máscara de pico de ave sobre la boca, cuidando de que pudiera respirar. Los perfumistas los rodeaban, tomando sorbos de preciosas calabazas y exhalando el agua perfumada en un fino rocío cuya administración les había costado años dominar. Aplicaron uñas a sus dedos, las colocaron en su sitio y las ajustaron con tiras de cuero alrededor de su mano y de su muñeca. Cada mano tenía tres dedos, dos emparejados y un pulgar, que sostenían el peso de las curvadas medialunas. Eran temibles reliquias de un águila marina real, una criatura tan grande cuyo tamaño debía de acercarse en gran medida al de la diosa.
A lo largo de todo el proceso, la joven había permanecido inmóvil con los brazos levantados a ambos lados, indiferente mientras ellos trabajaban. Recordaba que su padre mucho tiempo atrás había permanecido de pie en aquella misma posición mientras lo vestían. Quizá, pensó, no se había alejado tanto de sus orígenes como creía.
Antes de convertirse en sacerdotisa, respondía al nombre de Mena. Ahora era Maeben. No tan distinta. A veces recordaba a su familia con una claridad que la sorprendía, pero casi siempre los veía como imágenes que habitaban dentro de unos marcos, como imágenes colgadas en la pared de su mente. Incluso se veía a sí misma de aquella manera: la princesa Mena, vestida con demasiada ropa, un broche que era una joya en el cuello, y alfileres reales en la cabeza. Recordaba muy bien a sus dos hermanos, pero una vez más su memoria los conservaba congelados en distintas posturas: el serio Aliver, tan preocupado por su lugar en el mundo, y el bondadoso Dariel, inocente y ansioso de complacer. A Corinn no se la podía imaginar por completo. Eso la preocupaba. Hubiera tenido que conocer a su hermana mejor que a todos, pero era ella la que más le costaba asociar con un personaje identificable. Sin embargo, nada de eso importaba. Tanto si le gustaba como si no, aquella existencia había quedado ahora a su espalda. Su vida ahora se centraba en otra cosa completamente distinta.
Una mañana de años atrás se despertó del sueño, sabiendo antes de abrir los ojos que flotaba sobre un pequeño y curvado esquife. Levantó los ojos al ilimitado cielo blanco azulado. Si levantara la cabeza, vería a su alrededor las mismas cabrillas del abierto océano que ya había contemplado durante varios días seguidos y, por primera vez, eso la llenó más de cansancio que de temor. Se incorporó. Su guardián talayo era un hombre taciturno. Evitaba de manera evidente mirarla, manteniendo los ojos oscuros apartados hacia el lejano horizonte o hacia la desplegada vela o hacia ambos lados de la embarcación, contemplando la forma del oleaje.
No tuvo el menor impedimento en mirarlo sinceramente, estudiando su bello rostro y observando la habilidad con la cual funcionaba a pesar de que le faltaban dos dedos de la mano izquierda. La utilizaba sin dudar, pero con unos extraños movimientos de garfio que atrapaban sus ojos y no le permitían moverlos. Raras veces había ella visto en Acacia semejante deformidad corporal. Nunca entre los criados ciertamente y los dignatarios que visitaban la corte hubiera ocultado nadie semejante herida. No parecía un hombre tan gigantesco como ella había pensado al principio, pero a lo mejor estaba perdiendo la perspectiva, siendo la única figura a la vista a bordo de una pequeña embarcación y sobre el trasfondo de la inmensidad del océano. Alto o no, era un soldado. Llevaba la espada corta al cinto. La empuñadura de su larga espada era simplemente visible desde el lugar donde asomaba de un compartimiento de la cubierta. Desde su posición casi parecía que él hubiera intentado ocultarla. Por centésima vez se sintió obligada a sacudir la cabeza ante el carácter absurdo de todo aquello. Se había creído su explicación de que aquel plan era todo lo que había previsto su padre, pero eso no hacía que pareciera más sensato. Era el rostro de aquel hombre lo que ella había contemplado primero cuando había abierto la puerta de su habitación en Kidnaban. Él, en quien ella había optado por confiar cuando ambos montaron a lomos de dos caballitos y se fueron, siguiendo un camino de la costa. En los bosques él le había cortado el cabello con unas tijeras para cabra. Le dijo que se pusiera ropa de abrigo y le explicó que la historia de ambos —en caso de que la necesitaran— era que ella era un chico ligado a él por contrato para pagar una deuda familiar. Resultó que nadie preguntó por ella a pesar de todo.
Zarparon de un puerto a otro, reservando pasaje donde y cuando pudieron y no fue hasta llegar a Bocoum que el hombre optó por comprar la pequeña embarcación en que ahora navegaban. Se pasó regateando con ella casi una hora mientras ella lo observaba todo, desconcertada. Ella le preguntó varias veces por qué viajaban por aquel camino, pero él sólo la invitó a leer la carta que él le había enseñado. En ella, escrita por la mano de Thaddeus, había una explicación demasiado breve. Lo mejor para deslizarse hacia la ocultación era hacerlo sin bombo y platillos, sin despertar una indeseada atención y sin exigir ningún lujo. Nadie podría soñar que los hijos Akaran viajaran con un solo protector; de esta manera, ellos se podrían esconder a la vista de todo el mundo y seguir adelante sin que nadie les molestara. Era una exigencia que no dejaran señales que alguien pudiera más tarde reunir y cumplir. Ésta, pensaba ella, era la razón de que ya no pudieran atraer las finanzas del reino. La situación, por decir lo menos que se podía decir, estaba empezando a resultar aburrida.
—¿Adónde me llevas? —preguntó Mena.
El guardián estiró el cuello para mirar a su alrededor y contempló un momento el mar que tenían a su espalda. Mena observó que lo hacía muy a menudo, aproximadamente a cada minuto, como si fuera un impulso que cierta reservada manera de ser no pudiera reprimir.
—Estoy haciendo lo que me han mandado —dijo él.
—Ya lo sé. ¿Pero adónde te mandaron llevarme?
—Al archipiélago de Vumu. Tal como te dije ayer y anteayer, princesa.
—¿Por qué?
—No lo sé. Estoy haciendo lo que me han mandado.
—¿Me llevarás a casa en cambio?
Sus ojos se posaron en ella un momento, presa de una emoción que ella no pudo leer. Después él volvió a contemplar el mar.
—No puedo. Aunque quisiera… no puedo. Comprendo que tú tienes miedo, pero lo único que yo puedo hacer para ayudarte es lo que hago.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar?
—Unos cuantos días más. Depende del viento, de las corrientes. —Señaló con la mano como si desconfiara de estas cosas y ni siquiera estuviera seguro de dónde estaban.
Mena lo miró fijamente sin sentirse impresionada.
—De todos modos, yo no he dicho que tenga miedo. El que tiene miedo eres tú. ¿Por qué no haces más que mirar a tu alrededor?
Él la miró frunciendo el ceño y después miró hacia delante como si no fuera a contestarle. Pero algo en su respeto por la familia real —por mucho que los recientes acontecimientos lo hubieran afectado— se lo impidió.
—Hay un barco —dijo finalmente— a nuestra espalda. Y se está acercando.
Y así era, en efecto. Era todavía diminuto. Si ella hubiera dirigido la mirada en aquella dirección, habría pensado que eran las cabrillas sobre alguna ola. Aparecía y desaparecía de la vista como ellos subían y bajaban. Al principio, ella no creyó que los estuviera siguiendo. ¿Cómo hubiera él podido decirlo con certeza en un espacio tan grande y alborotado? Sin embargo, una hora después pensó que sí y que a lo mejor ya estaba un poco más cerca. Cada vez que emergía de un seno de las olas y atravesaba la cima de una de ellas parecía haber reducido la distancia. Mena preguntó al talayo si tenía que esperarlo. Tal vez lo habían enviado desde Acacia para buscarlos. A lo mejor, ahora podrían volver atrás. El guardián no contestó y tampoco alteró su rumbo o arrió la vela. Pero no importó demasiado. El otro barco era más rápido. Tenía líneas más largas y una ondulante vela más ancha. Impulsado por una creciente tormenta, se estaba acercando cada vez más a ellos. O, a lo mejor, arrastraba la tormenta en pos de sí. Era difícil decir cuál de ambas cosas dirigía a la otra.
Unas ráfagas de viento revolvían el agua y agitaban el barco como un juguete. Las olas se levantaban a alturas cada vez mayores. A finales de la tarde el otro barco había alcanzado su nivel y cortaba el agua a su mismo ritmo, separados ambos por unos cien metros y después menos y después todavía menos. Un hombre solitario tripulaba el barco. Mena apenas lo había distinguido y estaba tratando de observar detalles acerca de él —todavía esperando encontrar a un mensajero de su padre— cuando el hombre se puso de pie. Tardó un momento en encontrar el equilibrio. Sostenía en la mano algo que parecía una pértiga. El guardián debió de haberlo visto también. Soltó una maldición por lo bajo. Le indicó a Mena por señas que se acercara a él, diciéndole algo que ella no comprendió. Pensó que quería que sujetara la caña del timón que él apretaba bajo la axila. O quizás el cabo que sus manos agarraban y del que tiraban. En cualquiera de los dos casos, la alarma de su voz y de sus gestos la dejó helada. Ella no hizo ninguna de las dos cosas. Subieron por el rostro de una ola y se lanzaron gritando por su lomo mientras la vela se llenaba de enfurecido aire. Mena temía que pudieran elevarse del agua y alejarse volando como una cometa no sujeta por un cordel.
Por un momento estuvieron solos en un valle. Después volvieron a ser dos. El otro barco bajó resbalando por el lomo de una ola hacia ellos mientras la proa cortaba el suave lomo del agua. El perseguidor arrojó la pértiga —ahora evidentemente una lanza— con una fuerza que estuvo a punto de arrojarlo hacia delante, fuera del barco. La lanza voló hacia delante y traspasó el centro del pecho del guardián como si no perteneciera a ninguna otra parte del mundo. Soltó el timón y agarró el asta de la lanza. No pareció querer extraerla sino querer sostener su peso. Tosió un chorro de sangre y después, extendiendo una mano hacia atrás, se lanzó sobre el borde de la regala. Se dejó caer al agua y desapareció.
El barco giró sin dirección, inclinándose de uno a otro lado. Descendió, sorbió ruidosamente el agua del mar, se enderezó de nuevo y volvió a girar muy rápido. Mena se tuvo que arrojar a la cubierta para evitar ser golpeada por el penal. La lona de la vela se agitó violentamente como un animal salvaje, pero no atrapó el aire tal como había hecho un momento atrás. Mena no tenía ni idea de qué hacer con ella. Contempló la rugiente vida de tejido, paralizada. Después sintió algo que llevaba varios días sin sentir… el impacto del barco contra algo sólido que la hizo saltar de pie.
El otro barco estaba a su lado, borda contra borda, cada una de ellas pegada a la otra como si buscaran pelea. El marinero atacante saltó desde su embarcación y aterrizó con pie firme al interior de la otra. Calibró a Mena de un solo vistazo, pero no se acercó más. Sujetaba una cuerda con la cual ató las embarcaciones, dejando suficiente flojedad entre ellas, para que pudieran flotar cada una por su cuenta. Se perdió de vista un momento y volvió a elevarse, manoseando torpemente la bandolera del guardián. ¿Qué quería? ¿Qué quería con ella? ¿Qué le haría? Mena no podía imaginarlo, pero los detalles casi no importaban. Cualquiera que fuera la respuesta, sería un horror. Al principio, ella no se dio cuenta de que sus manos habían encontrado un arma y, sin embargo, la habían encontrado. Agarró con ambas manos la larga espada del guardián. Tiró y consiguió extraerla del lugar donde estaba guardada. Pero era demasiado pesada como para poder levantarla. Ni siquiera pudo desenvainarla, aunque la punta de la vaina trazó una mellada línea sobre las tablas. Jamás se había sentido tan impotente.
Qué extraño entonces que el hombre le volviera la espalda. Tiró un rato de la cuerda y después saltó desde la borda a su barco. Las dos embarcaciones volvieron a chocar. El hombre alargó una rápida mano y aflojó el nudo que unía ambas embarcaciones. Parecía no tener el menor interés por ella.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó Mena.
El soldado se detuvo y la miró, manteniendo juntas ambas embarcaciones con una sola vuelta alrededor del listón al lado de su pie. Estaba claro que había deseado no hablar con ella, pero, una vez interrogado, no podía evitar la respuesta.
—No os deseo ningún daño, princesa —dijo, gritando para que se le oyera por encima del viento y del agua—. Lo que ha ocurrido aquí ha sido entre este hombre y yo. No tengo ninguna queja contra vos.
—¿Sabes quién soy?
El hombre asintió con la cabeza.
—¿Por qué has matado a este hombre? ¿Qué vas a hacer conmigo?
—Él y yo hemos tenido una… una disputa. Con vos no quiero hacer nada.
Ambos se levantaron sobre una ola y todo fue el caos por un momento. Cuando volvió a ver el rostro del hombre, Mena habló:
—¿Me vas a dejar morir aquí?
El hombre meneó la cabeza.
—No moriréis. Estáis en una corriente que os arrastra hacia el Este. Atraviesa Vumu como a través de un tamiz. Aunque no levantéis ninguna vela y os limitéis a flotar, veréis tierra dentro de unos días. Volveréis a encontrar tierra. Y personas. Lo que ocurra entre vos y ellas seréis vos quien lo decida.
—No lo entiendo —dijo Mena con creciente emoción en la voz. El hombre la miró con cierta expresión burlona en los ojos.
—No sois la única con una historia. Lo que ha ocurrido aquí era mío y suyo. —Inclinó despectivamente la barbilla hacia las profundidades—. Es una antigua deuda, ahora ya saldada.
—¿Eres enemigo de mi padre?
—No.
—¡Pues entonces eres su súbdito! ¡Te ordeno que no me dejes aquí!
—Vuestro padre ha muerto y yo ya no recibo órdenes. —Arrojó las roscas de la cuerda a la embarcación de Mena—. Princesa, yo no sé lo que pretendía vuestro padre al enviaros aquí, pero el mundo ya no es como antes. Seguid vuestro camino lo mejor que podáis; yo haré lo mismo.
Después ya no dijo nada más. Se volvió de espaldas a ella y largó la vela. Ésta soltó un crujido y la embarcación se alejó, cortando una línea diagonal hasta perderse de vista de cara a una ola que se acercaba. Mena lo vio deslizarse por el borde y desaparecer, sintiendo sus palabras como un bofetón en el rostro. Comprendió que había creído ingenuamente que las obras del mundo giraban a su alrededor y al de su familia. Jamás había reconocido que la vida de otra persona pudiera alterar la suya. Qué insensatez. ¡Eso era exactamente lo que estaba ocurriendo! ¿Acaso las acciones de Hanish Mein no habían cambiado su vida? Y su guardián y su asesino también tenían historias, también tenían vidas y destinos. Se dio cuenta de que el mundo era una danza de un millón de destinos. En esta danza ella era sólo un alma. Así era como ella recordaría el acontecimiento y el efecto que éste había ejercido en ella.
Resultó que miró al asesino cada vez que se levantaba y le vio perderse en la distancia. Al final, él se alejó de su vista. Estaba sola, nada a su alrededor excepto el tedioso cielo y las móviles montañas líquidas que en aquel momento constituían todo el mundo. Y siguió así durante otros cinco días hasta que vio por primera vez la isla que se convertiría en su hogar, su destino.
—Ya está —dijo Vandi, dando un paso atrás para contemplar a la sacerdotisa en todo el esplendor de su atuendo—, ya vuelves a ser la diosa. ¡Que sea alabada y nos encuentre humildes!
Las ayudantes que la habían vestido repitieron sus palabras con murmullos. Se apartaron reverentemente de ella. Aquel momento siempre le resultaba extraño a Mena. Aquellas jóvenes la habían transformado. Habían colocado cada parte de su atuendo sobre su cuerpo semidesnudo y, sin embargo, en cuanto terminaron su trabajo, se sintieron debilitadas por el miedo al ver lo que habían creado. Mena se puso a caminar entre ellas siguiendo a Vandi, hacia los címbalos y las campanillas que anunciaban la ceremonia. Los vumus eran un pueblo extraño, pensó. Pero aun así, a ella siempre le habían gustado y experimentaba cierto consuelo con ellos. Lo había experimentado desde la primera vez que había posado los ojos en ellos.
Su llegada a la isla había sido agitada. Fácilmente hubiera podido morir; el hecho de que viviera y la manera en que había emergido del mar se convirtió en la base de todo lo que ocurrió a continuación. Sola en la embarcación y con escasas provisiones, se pasó dos días enteros viendo acercarse la isla. Los mares estaban ahora más tranquilos, pero alrededor de la isla discurría una barrera de arrecifes construida de tal manera que el océano arrojaba por encima de ella unas olas enfurecidas. Mena pensó que quizá podría navegar sobre la espuma hasta llegar a las tranquilas aguas más allá de los rompientes de los acantilados. Pero no iba a ser tan fácil. La embarcación tropezó con un obstáculo en el fondo. Ella perdió la presa del timón y cayó hacia delante, golpeándose el hombro contra la cubierta. El dolor fue inmenso, completo, casi suficiente para bloquear el tumulto que la rodeaba. Rodó y se quedó boca arriba, se acomodó lo mejor que pudo y levantó la vista hacia las olas que se derramaban sobre la embarcación. Sintió que el casco se detenía y rechinaba sobre el arrecife hasta que la embarcación se ladeaba y rodaba. Por un momento, se quedó suspendida en el agua hirviendo, con la boca llena de la sustancia, respirándola y atragantándose al mismo tiempo con ella. El mástil se debía de haber roto, permitiendo que la embarcación hiciera un giro. Pero no se rompió cuando se enderezó. En su lugar, giró una y otra vez, una y otra vez hasta que el mundo ya no tuvo sentido en absoluto.
Fue aspirada de la embarcación, fue lanzada a sacudidas y dio volteretas y se torció por efecto del suave músculo del agua. Su rostro se comprimió una vez contra el coral, sus brazos y piernas muchas veces. Agarró algo con la mano, un objeto que atrapó y torció y tiró de su brazo. Pensó que era una parte del brazo y que no la quería soltar. Fue una vana esperanza, pero pensó que, si se mantenía sujeta a una tabla o una pértiga o lo que fuera, podría superarlo. Cambió de idea cuando lo que ella sujetaba tiró de su brazo desde el hueco de aquel hombro.
Debió de perder el conocimiento. No estaba segura, pero en determinado momento simplemente se despertó, jadeando en medio de la calma. Aspiró desesperadamente aire, toda ella centrada en la frenética necesidad de inhalar. Sólo después de haberlo hecho durante un buen rato, se dio cuenta de que tenía arena bajo los pies. El agua a su alrededor estaba cálida y tranquila. Las olas rompían no muy lejos, pero ella ya las había dejado atrás y podía distinguir árboles individuales en la orilla. Más aún, veía el humo de una hoguera y los tejados de paja de unas cabañas y una embarcación moviéndose a lo largo de la orilla. Recordó el ardiente dolor de su hombro, pero el brazo ya volvía a estar a gusto y la sorda pulsación de la articulación apenas se notaba.
Mientras empezaba a avanzar, advirtió que su brazo izquierdo arrastraba un objeto, un torpe peso en el agua. Su mano agarraba una cuerda de cuero. De hecho, aquella cuerda estaba anudada alrededor de su muñeca, tanto que la tenía azulada e hinchada. Levantándola, sacó a la superficie la larga espada del guardián. La cuerda alrededor de su muñeca era el cabestrillo utilizado para llevarla a la espalda. Era la espada lo que agarraba, no un trozo de embarcación. Hubiera podido pasarse un buen rato sujetando la espada, pero eran las cuerdas anudadas las que aseguraban que la espada permaneciera con ella, como si la propia arma temiera las profundidades y se negara a soltarla a ella.
Por eso llegó a la isla armada con la espada de un guerrero, una niña de doce años, que se había quedado huérfana hacía muy poco tiempo, separada de todas las personas que había conocido en su vida. Lo que quedaba de su ropa lo llevaba encima en andrajos. Llevaba el cabello enredado y alborotado. Los aldeanos que se habían congregado en la playa y la vieron caminar hacia ellos jamás habían visto a nadie igual. Era como si hubiera atravesado el océano sin una embarcación que la transportara. Cuando abrió la boca, se le escapó una lengua extranjera. Ninguno de ellos pudo comprenderla. Así nació un mito.
Cuando llegó a Ruinat, la precedía una historia superior a cualquier imaginación que sólo más tarde comprendió. Al parecer, la oportunidad del momento fue fortuita y tan insólita como para que sólo se pudiera explicar con una extraña mezcla de lógica y fe. Los aldeanos habían empezado a murmurar. ¿No dijo Vaharinda que Maeben en forma humana tenía ojos azul pálido como aquella niña? ¿No había dicho que tenía el cabello fino y frágil? ¿Y acaso su piel no era del color de la arena pálida? Muy bien, pues la niña era más ligeramente morena que eso pero en conjunto el efecto era convincente. Necesitaban a una nueva Maeben. La habían tenido durante algún tiempo, pero los sacerdotes no habían podido encontrar a una chica adecuada. Por regla general, nacía alguna entre ellos. En este caso, la diosa se entregó a ellos en una forma todavía más auténtica. Su llegada a la isla no fue perfecta en su simbología, pero algunas cosas fueron ignoradas, otras embellecidas y otros detalles inventados. Al final, aprendería a apoyar la leyenda por encima de la historia que ella sabía que era verdad. Acogió el poder que ésta le otorgaba, el derecho a la cólera, su situación de hija desgraciada de los dioses, no adecuada para los placeres que otros daban por descontados pero necesarios para la conservación de la vida. Especial.
Nueve años después, mientras salía a la plataforma levantada por encima de la multitud de adoradores, no cupo apenas la menor duda de que ella era justo lo que era. Ellos la miraron. Allí estaba, iluminada por la luz de las antorchas en su cámara cerrada. Paseaba por la plataforma en su gloria emplumada, teñida de cincuenta colores distintos, con unas enormes uñas que se curvaban desde sus dedos. Los ojos que los miraban desde detrás del gancho de su pico veían muy lejos y eran intensos. Las astas que se elevaban al aire desde la corona de su cabeza, un tocado que era un mellado caos de locura. Era una pesadilla de belleza, una amenaza que vivía allí mismo por encima de ellos, un ser en parte depredador, en parte humano y en parte divino. Sabía sin discusión que podía abatirse sobre ellos e infligirles una terrible venganza si quisiera. Tenía dentro de sí la capacidad de violencia, al lado de su corazón.
El segundo sacerdote después del jefe anunció su llegada. Despreció a los adoradores por su insignificancia. Mena levantó los brazos por encima de su cabeza en el momento indicado mientras las aletas emplumadas del tejido crujían y revoloteaban a su alrededor. Cada cabeza de abajo se inclinó hacia el suelo. Algunos cayeron de rodillas. Otros se tumbaron postrados en el suelo. Todos le suplicaban compasión. La adoraban, le decían, y lo hacían con un canto que cortaba el ritmo de los cascabeles. La amaban. La temían. El sacerdote los reprendía, los hacía picadillo, les recordaba las locuras que les pedía a ellos la humanidad y les preguntaba si comprendían que la venganza caía del cielo con la rapidez de un grito de águila. El volumen de la música disonante se intensificó y entre las preguntas y respuestas y los gemidos y las súplicas de los postrados adoradores la cámara pulsó y tembló.
Mirando por encima de las cabezas de los sacerdotes y más allá de ellas hacia las masas de nobles, el pueblo común detrás, las mujeres y los niños a los lados —todos ellos inclinados en respetuosas reverencias, unos largos actos de devoción que ellos no podían terminar hasta que ella les hiciera señas de que podían hacerlo—, ella creyó realmente que era Maeben. Lo había sido desde el principio.
Sólo tardaría un poco de tiempo en encontrarse. Ésta era su casa ahora. Ésta era su función. Ella era Maeben, la ladrona de niños, la venganza que venía del cielo. Ella era a quien la gente revelaba sus miedos y adoraba.
Gritó que los fieles podían avanzar y contemplarla una vez más. Habló con voz clara, igual que cuando Maeben lo hizo a través de ella, silenciando los otros sonidos. Cuando desplegaba las alas y saltaba gritando al aire no le cabía la menor duda de que todas las manos por debajo de ella se alargarían para atraparla. Y si alguien podía saltar desde arriba sin temor a caer, ¿no se podía decir que poseía el secreto del vuelo? Exactamente como un pájaro, exactamente como un dios.