31

Había una especial acacia talaya que obsesionaría más tarde los sueños de Thaddeus. Se elevaba solitaria en la pradera. Era como un viejo de piel negra, inclinado hacia un lado, como aquejado de una enfermedad. Estaba precariamente delgada, con las extremidades torcidas y decrépitas y las hojas tan escasas y dispersas que Thaddeus no estuvo seguro de si todavía vivía hasta que se encontró debajo de ella. Vivía. Las acacias eran duras, crecían despacio, estaban cubiertas de espinas contra los enemigos y soportaban con estoicismo las inclemencias del tiempo. Tal vez hubiera tenido que haber algún consuelo en ello pero, en caso de que existiera, Thaddeus no lo podía encontrar. Nada en este país lo consolaba. Nunca tenía la muda grandeza de un paisaje tan concentrado sobre él como cuando él se encontraba a la escasa sombra de aquel árbol. La curva de la Tierra parecía más gradual que en otro sitio, las distancias, mayores, las formas de las colinas de allí fuera, más sólidas. La bóveda del cielo parecía más alta en Talay que en cualquier otro lugar. Se elevaba cada vez más, empujaba hacia arriba al lado de hirvientes nubes blancas, amontonadas como columnas que sostuvieran algún gigantesco templo. Dondequiera que mirara —por encima y por debajo de él, en cada punto del compás, cerca y lejos—, las criaturas entraban y salían de la vista. No podía contarlas o decir su nombre o categorizarlas todas, pero sospechaba que cada una era el intento de un espía de estudiarlo.

De las seis provincias del antiguo Imperio Akaran ninguna era más compleja ni más importante que Talay. Por su anchura, era una masa de tierra tan amplia como Candovia, Senival, el Continente y Aushenia todas juntas. Se extendía hacia el sur en los pliegues de tierra bañados por el sol, unas regiones y tan inmensas que los acacios jamás las habían cartografiado en sus veintidós generaciones de reinado. Buena parte del territorio era tan árido que no caía ni la más mínima lluvia a la tierra. Mientras que el nombre de una determinada tribu era asumido por todo el territorio, los talayos eran precisamente la nación más favorecida entre muchas otras. Algunos han señalado que Edifus era étnicamente un talayo, pero el propio Edifus jamás reivindicó semejante ascendencia.

Lo que era indiscutible es que los talayos fueron el primer pueblo del Continente en alinearse con Edifus. A cambio, éste les garantizó el dominio sobre sus vecinos y la responsabilidad de mantenerlos bajo su vigilancia. Lo cual no era poco. La provincia era el hogar de otras treinta y cinco tribus con prácticamente el mismo número de lenguas y cuatro grupos raciales tan distintos los unos de los otros que no se podían aplicar criterios generales a las personas de la provincia en su conjunto. Era cierto que todos tenían la piel oscura, pero había en ellos una considerable variedad, por no hablar de una diversidad fisiológica mucho mayor que en ningún otro lugar del Mundo Conocido. Muchas de aquellas naciones eran lo bastante numerosas como para ser potencias militares por sí solas. Los halaly, los balbara, los bethunis: en los últimos tiempos de la era Akaran, cada una de ellas podía reunir ejércitos de diez mil hombres. Los propios talayos podían llamar a casi veinticinco mil de los suyos y, como es natural, tenían el derecho de reclutar tropas de los otros. Si se hubiera conservado su autoridad, la guerra con Hanish Mein habría seguido un curso distinto. Sin embargo, no fue así por razones arraigadas en el suelo de la antigua historia.

«El viejo rencor nunca muere —pensó Thaddeus—. Sólo espera la oportunidad».

Semejantes pensamientos se le ocurrían espontáneamente y contribuían a intensificar su inquietud. A lo mejor, se había pasado demasiados años escondido. Demasiado tiempo arrastrándose como un gusano por el sistema de cuevas de Candovia, en lugares húmedos y oscuros, con la tierra muy cerca a su alrededor, oyendo susurros como los que se producían en el vientre de un hombre grueso. Pero nunca se había sentido más incómodo que la primera vez que salió y se puso a trabajar. Había tenido la suficiente confianza en sus aptitudes mientras recogía información, mientras contrataba espías y averiguaba todo lo que éstos podían decirle. No había tenido la menor duda acerca de sí mismo cuando buscó al viejo general y le ordenó seguir un nuevo camino. ¿Por qué el temor que ahora se aferraba a él?

Quizá, trató de creer, era sólo porque se encontraba tan lejos de casa y cada día se alejaba de las latitudes en las que había pasado su vida. Estas tierras eran muy diferentes incluso del lujuriante país por el que ya había pasado en el norte de Talay.

Unas onduladas tierras de labranza se extendían hasta donde alcanzaban sus debilitados ojos, punteadas por árboles que dividían los campos, con alguna que otra aldea. Era una naturaleza cuidada, reprimida y domesticada por generaciones de esfuerzo humano. Y estaba más numerosamente habitada. El número, Thaddeus lo sabía, lo había mermado el contagio. Habían sido devastados por él y por la guerra, como había ocurrido a casi todas las provincias. Había muchos menos hombres de mediana edad, pero a las mujeres parecía que les había ido mejor. Y había muchos niños. El lugar rebosaba de ellos, cosa que debió de haber complacido a Hanish Mein. Éste había decretado por ley que todas las mujeres que pudieran tener hijos estuvieran obligadas a tenerlos. El Mundo Conocido tenía que aumentar su población. Necesitaban que su número prosperara, que nuevos seres queridos sustituyeran a los perdidos, nuevos ciudadanos que contribuyeran a hacer girar el mundo. Thaddeus comprendía mejor que nadie por qué exactamente eso le interesaba tanto a Hanish.

El destino del antiguo canciller estaba más al sur de lo que jamás hubiera estado, muy hacia el interior de los resecos llanos y las aduladas colinas del corazón de Talay. Era una distancia de varios cientos de leguas, un camino muy largo para que un hombre de su edad lo pudiera recorrer. Sin embargo, optó por caminar. Hombres solitarios, vagabundos y enajenados mentales no constituían una rareza en el mundo. Hubiera podido vagar indefinidamente sin llamar la menor atención de los pocos soldados del Mein diseminados por allí. A lo mejor, había un intento de castigo en su marcha, aunque eso no lo definía ni siquiera a sí mismo.

Llegó cubierto de polvo a la corte de Sangae Uluvara. Oculto en las someras entrañas al pie de dos bulbosos cerros de roca volcánica, la aldea de Umae era un puñado de cincuenta y tantas cabañas; unos cuantos almacenes y pozos de depósito y una estructura central construida de madera y paja que servía de enorme dosel por encima del mercado y ofrecía sombra para resguardarse del sol y la lluvia por igual. La gente de Sangae constaba de unas doscientas almas. Puesto que pertenecían a una cultura ganadera, la población raras veces se reunía. La aldea era un remoto lugar del mundo, no figuraba indicada en muchos mapas y quizás era totalmente desconocida a los meins. De hecho, hubieran tenido que buscar muy a fondo para encontrar el lugar o descubrir una prueba del vínculo de amistad que el difunto rey Leodan había compartido mucho tiempo atrás con Sangae en su juventud. Ninguna persona viva aparte de Thaddeus conocía la importancia de aquel hombre para el legado Akaran.

Llamado desde el interior de su umbroso edificio, Sangae salió al sol, parpadeando. Miró a Thaddeus con la trémula intensidad con la que hubiera podido contemplar una aparición. Un tumulto de pensamientos pasó por sus facciones, unas emociones que parecieron retorcerse bajo su piel. Thaddeus comprendió que hasta aquel hombre de tan al sur habría oído rumores que arrojaban calumnias sobre su reputación. Sangae podía no estar seguro todavía de qué canciller tenía delante ahora: si el traidor o el salvador. Y eso sólo sería una parte del ruido que tenía dentro. Aquel hombre había sido padre adoptivo durante nueve años. No podía por menos que temer lo que la llegada de Thaddeus significaba para su hijo.

Pero cuando Sangae habló, lo hizo desde un lugar de controlada formalidad.

—Viejo amigo —dijo—, el sol te ilumina, pero el agua es dulce.

—El agua está fría, viejo amigo, y clara a la vista —contestó Thaddeus.

Fue un saludo tradicional del sur de Talay y a Sangae le gustó que el antiguo canciller contestara tan amablemente a él en talayo. Pero después pasó al acacio.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo—. El suficiente como para que yo me preguntara si vendrías. El suficiente como para que yo esperara que no lo hicieras.

A Thaddeus le resultó más difícil de contestar esta afirmación que la primera. El caudillo sostuvo con los suyos los ojos del antiguo canciller. Su nariz y sus labios, la redondeada frente y la amplitud de sus pómulos: cada uno de sus rasgos parecía más lleno de generosidad que la que hubiera podido contener un solo rostro. Sus rasgos poseían una plenitud que contrastaba con su esbelto torso, sus delgados hombros, la tensa piel de su pecho. Sus ojos no eran más blancos que los de Thaddeus ni menos surcados por venas y amarillentos y, sin embargo, destacaban en comparación con la negrura nocturna de su piel. Por un momento, Thaddeus experimentó una punzada de temor recorriéndole el cuerpo. ¿Cómo le habría ido a un muchacho real de Acacia solo entre aquella gente? No podía entender siquiera el filo de aquella idea y aferrarse a ella. Puede que hubiera sido un terrible error. La apartó del pensamiento, pues la duda no tenía lugar en la manera en que pretendía presentarse.

—En el nombre del rey, amigo —dijo—, te agradezco lo que has hecho.

—Yo no veo nada —dijo Sangae, otra frase propia de su pueblo, una negativa de haber hecho algo merecedor de agradecimiento.

—Hablas mi lengua mejor que yo la tuya.

—He tenido una que ya llevo practicando varios años. ¿Qué tal te ha ido el viaje?

Ambos se pasaron un rato hablando del tema, muy fácil, por cierto, pues no contenía nada relacionado con por qué estaba aquí. Sólo detalles. Pero semejantes bromas sólo podían durar hasta un determinado punto, y Thaddeus —a pesar de su temor de la respuesta— al final preguntó:

—¿Está bien el príncipe?

La cabeza de Sangae se agachó en algo parecido a una inclinación, aunque no era enteramente una afirmación. Le hizo señas a Thaddeus de que entrara en el edificio y se sentara delante de él en una alfombra tejida de brillantes colores. Entre ellos, una muchacha depositó una calabaza de agua. Un momento después depositó un cuenco de dátiles a su lado y, a continuación, se retiró. Las paredes estaban todas abiertas a su alrededor. Incluso dentro la gente de Umae deseaba espacio para contemplar las vistas y para que se moviera el aire. Thaddeus podía ver y oír a personas en ambas direcciones, pero había soledad en el silencioso espacio que ocupaban ambos hombres. Hacía sorprendentemente fresco, teniendo en cuenta el intenso calor de la luz directa del sol. Eso era bueno.

—Aliver caza lárix —dijo finalmente el caudillo—. Lleva dos semanas fuera. Se espera que esté de regreso cualquier día de éstos. Pero no tenemos que hablar de eso. No sería bueno que advirtiéramos a las bestias espirituales de su intento. Tú, naturalmente, eres mi huésped hasta que él regrese. —El hombre tomó un dátil entre sus dedos. Tras haberlo hecho, no pareció tener el menor interés en consumir el fruto—. Nueve años. Nueve años desde que el chico llegó aquí, tiempo suficiente para que yo empezara a creer de verdad que tú jamás vendrías y que Aliver era verdaderamente mi hijo. No tengo otro, ¿sabes?, lo cual es mi maldición.

Thaddeus consideró la posibilidad de contestar con dureza a semejante muestra de compasión de sí mismo. Mejor no haber tenido nunca un hijo que haber perdido uno debido a una traición, pensó. Pero no le apetecía para nada encauzar la conversación en aquella dirección. En su lugar, dijo:

—¿No has tenido ningún problema desde el Mein?

—Nunca —contestó Sangae—. He oído hablar de ellos, pero ellos no han oído hablar de mí, parece. —Sonrió—. O mi fama no es tan grande como la que yo he podido desear. Toma agua, por favor.

Thaddeus levantó la calabaza, la acunó entre las palmas de sus manos y bebió con ansia.

—Entonces fue bueno que lo enviáramos aquí. Hanish nunca ha dejado de perseguir a los hijos Akaran. Por lo menos uno de los hijos de Leodan ha crecido como el rey deseaba.

Sangae comentó que él no sabía nada naturalmente de los otros tres Akaran. Pero sí, la vida de Aliver había estado de acuerdo con los planes del rey. El único guardián de Aliver se lo había llevado a escondidas desde Kidnaban. Habían zarpado rumbo a Bocoum, desembarcado, y se habían reunido con todo el grupo de refugiados que huían de la guerra. Habían viajado a caballo durante algún tiempo, después en una caravana de camellos y después simplemente a pie, recorriendo las planas llanuras que los habían conducido a Umae. Su necesidad de sigilo hizo que el viaje durara varias semanas, por lo que el príncipe llegó enojado, confuso y amargado. Sangae tuvo que hacer un gran esfuerzo para convencerle de que aquel exilio no era una derrota. El conflicto aún no estaba decidido. Él era el más reciente de toda una estirpe de grandes jefes. Le recordó que la sangre de antiguos héroes corría por sus venas. Le habló de Edifus y Tinhadin, de los obstáculos que habían superado para ascender al poder. ¿Acaso las dificultades con las que se enfrentaban no parecían insuperables? Y, sin embargo, las habían superado. Y Ali haría lo mismo, le prometió Sangae, simplemente necesitaba tiempo para crecer y convertirse en el hombre que tendría que ser.

Sangae cruzó las grandes manos sobre una de sus rodillas.

—Eso es lo que yo le dije. Me entregó el fideicomiso del rey para que se lo guardara y yo lo he conservado escondido durante todos estos años. Aquí disfruta de una buena vida, vive como un talayo. Es la verdad. Y tú debes saber que ya no es un niño. De ninguna manera.

—Háblame de su vida aquí entonces.

En los nueve años de su exilio en Talay, dijo Sangae, Aliver había asumido un papel idéntico al de cualquier hijo de una noble familia de guerreros talayos. Se había adiestrado en las artes marciales de su nación, dominando el manejo de la espada y la forma de lucha que practicaban los luchadores talayos. Había moldeado su cuerpo para hacerlo semejante al de un corredor. Debió de ser un trabajo terriblemente duro al principio. Estaba muy bien adiestrado en las Formas, pero eso le había servido de muy poco para prepararlo para el adiestramiento que recibiría en Talay. A diferencia de lo que ocurría con las Formas la guerra talaya no permitía acciones que no fueran enteramente necesarias. A partir del primer día en que empuñó una lanza talaya, le habían enseñado que era un arma destinada a matar. Le habían mostrado una miríada de maneras de poder hacerlo, cada una de ellas eficiente y rápida, sin apenas pérdida de tiempo y esfuerzo. Lo desafiaban constantemente, físicamente en las artes marciales, con la dureza de la tierra, con la lengua y la cultura, por el hecho de que no gozaba de estado legal allí como no fuera el que se pudiera ganar con sus acciones.

—¿Y él reaccionó a los desafíos? —preguntó Thaddeus.

Sangae contestó que sí. Jamás había revelado defectos en la disciplina, el deseo o el valor. Él no podía imaginar lo que pasaba por la mente del joven porque compartía muy pocas cosas de sí mismo, pero era muy serio en todos sus actos. Quizá demasiado serio. Tenía que aprender todavía a reírse como un talayo. Había recibido su primera banda tuvey —lo cual significaba que había participado en una escaramuza con una tribu vecina— con los más jóvenes de su grupo de edad. La lucía por encima del bíceps. Por eso tenía todo el derecho de cazar el lárix —siempre que ganara— y de reclamar ser un hombre de su nación, con edad suficiente para tener propiedades, casarse y sentarse en consejo con los ancianos.

—La pertenencia es importante —dijo Sangae— y Aliver pertenece a nuestro pueblo. Nadie en esta aldea diría lo contrario. Aquí tiene compañeros, mujeres que se acuestan con él. Ya nadie se fija en su piel. Esta diferencia no es gran cosa entre la familia. Nos pertenece a nosotros.

Thaddeus oyó un doble significado en ello, un ligero tono en la voz del caudillo. «Sí —reconoció en silencio—, siempre es duro perder a un hijo, incluso uno que sea adoptado». Volvió a pensar una vez más en sus propias pérdidas y se preguntó por qué sería que las cosas que una persona había perdido —o podía perder— la definían más que las cosas que todavía poseía.

—No sé cómo te recibirá —añadió el caudillo—, pero que sepas que no ha olvidado por qué fue enviado aquí. En realidad, creo que siempre piensa sólo en lo que el futuro le tiene reservado. Eso lo enfurece y, sin embargo… así es él.

—¿Y qué me dices del contagio?

—El príncipe ardió con él, como la mayoría de mi pueblo. Pero lo superó y ahora no está peor por eso. —Sangae guardó silencio un momento. Apartó la mirada y observó cómo un pájaro cruzaba saltando a través del deslumbrante fulgor de un sendero a cierta distancia—. ¿Qué le preguntarás?

—No le preguntaré nada. Su padre sí, y Aliver es el único que tiene que responder a ello. La de este lárix, ¿es una caza peligrosa?

Sangae se volvió a mirarle.

—Pocos hombres superan una prueba tan grande.

»Cuando caza un lárix —explicó Sangae—, uno se convierte en el “cazado” durante buena parte de la prueba. Uno enfurece primero a la bestia encontrando la madriguera que usa actualmente para descansar. El cazador ensucia la zona, pisoteando las enmarañadas hierbas con los pies y meándose encima de ellas, escupiendo o agachándose para defecar. Después espera. Casi hasta que regresa la criatura, olfatea su olor y la persigue. Ahí es donde empieza la caza.

»Porque verás, un lárix no acepta bien un insulto. En cuanto capta un olor, lo sigue hasta que mata al ofensor o cae de agotamiento. El cazador tiene que correr por delante de él, manteniendo la suficiente distancia para que la bestia no pierda el rastro. Pero no demasiado cerca. Un tobillo torcido, la elección de un mal camino o si uno sobrevalora su propio vigor… cualquiera de estas cosas significa la muerte. La única manera de matar la bestia es obligarla a correr hasta el agotamiento total y después atacarla con todo lo que te queda, confiando en que sea suficiente. Si Aliver triunfa, habrá superado un suplicio mental y físico que realmente no se puede imaginar. Habrá vivido con un demonio jadeando durante varias horas a su espalda, con la muerte a un resbalón de distancia. Éste no es un desafío que tiene que aceptar. Él lo eligió y yo he rezado desde que estuvo preparado para ello. Los hombres mueren haciendo este esfuerzo, Thaddeus. Puede que nunca tengas ocasión de arrebatármelo. Si tienes la suerte de mirarle a los ojos vivos, podrás comprender con toda seguridad que es fuerte. Fuerte como ningún Akaran ha sido desde hace muchas generaciones.

—¿Crees que está preparado para esta caza?

—Ya veremos —contestó Sangae.

La inquietud que esta respuesta le causó a Thaddeus duró los tres días que éste permaneció esperando el regreso de Aliver.

«Qué crueldad —pensó—, que el príncipe muriera ahora, poco antes de que yo le ayude a buscar su destino».

Pero no tenía que haberse preocupado. Cuando Aliver llegó, lo hizo en medio de una cacofonía de júbilo que sólo podía anunciar el triunfo. Thaddeus se encontraba en la pequeña estancia que Sangae le había ofrecido, contemplando la escena a través de una ventana que mantenía abierta con una varilla. El tumulto de los cuerpos negros era tremendo. Ocupaban las calles como un banco de peces enloquecidos de entusiasmo, todos ellos tras haberse enterado de repente del regreso del cazador y haber interrumpido cada uno cualquier actividad en la que estuviera ocupado. Su número parecía superior al de la población de la aldea. Thaddeus estuvo casi a punto de salir y reunirse con ellos, pero experimentaba la necesidad de permanecer oculto todavía y observar desde las sombras de su ventana el aire libre.

Se arremolinaban alrededor de una especie de vehículo de ruedas.

Era un carro tirado por varios hombres, algo lo bastante grande como para haber sido enganchado a uno de los bueyes de largos cuernos que los aldeanos utilizaban para cargas más grandes. Pero, en su lugar, los hombres habían agarrado con sus propias manos las lanzas principales. Thaddeus no pudo distinguir exactamente lo que transportaba hasta que el vehículo pasó por delante de su ventajosa posición. Se encontraba todavía a cierta distancia, pero lo bastante cerca como para que él retrocediera un paso. Era una bestia, una criatura muerta tan grande que, al principio, se preguntó si habría varias cosas amontonadas las unas encima de las otras. Había algo de lobo en sus largas extremidades, algo de un perro sonriente en el grosor de su cuello, algo de jabalí en su hocico, pero no era ninguna de esas criaturas. Debajo de su áspero pelaje, la bestia tenía una piel color púrpura, una superficie cubierta de resecas pústulas y cicatrices con unas manchas peladas. Era una cosa horrible, un monstruo. ¿Cómo podía Ali haber matado semejante cosa con sólo una lanza? Apenas parecía posible.

Un muchacho muy joven se encaramó al carro y tiró de las orejas de la criatura. Varios otros la agarraron del pelo de alrededor del cuello y tiraron de la cabeza hacia uno y otro lado entre los rugidos de la multitud. Otro se apoyó en su mandíbula inferior y le abrió la boca lo suficiente como para simular introducir la cabeza dentro. Pero lo pensó mejor y se apartó de un salto presa de un exagerado temor, dando lugar a un mayor regocijo.

Todo eso no fue nada comparado con la recepción que se ofreció al propio cazador. Fue muy fácil de distinguir. Avanzó entre la muchedumbre como un héroe épico, una forma más pálida de hombre que las que lo rodeaban. Se abrió paso a través de los brazos que le daban palmadas, los rostros que se acercaban al suyo, las personas que deseaban hacerle algún comentario, todos los dientes blancos que se movían cerca de él. Por un extraño instante, parecieron unas raras criaturas que empujaban hacia delante para pegarle bocados, pero Thaddeus sabía que aquello era una corrupción a sus propios ojos y no la verdadera escena que tenía delante.

A Thaddeus le sorprendió la estatura de Aliver. Era una cabeza más alta de lo que había sido en comparación con su propio padre. Bajo la constante luz del sol, su piel había madurado como el cuero untado con aceite, aunque seguía siendo pálida comparada con la de los talayos. Iba desnudo de cintura para arriba. Las estrías de sus músculos habían labrado unas hermosas líneas muy bien proporcionadas. Su ondulado cabello estaba iluminado por unos amarillos toques de luz que le conferían un color mucho más claro que el que hubiera tenido allá en Acacia. Debido a ello hubiera podido parecer fuera de lugar en una aldea del lejano sur talayo. Y, sin embargo, al mismo tiempo, jamás se había sentido más a gusto. Era un hombre bien esculpido, moreno, duro, esbelto y musculoso, fuerte en la exuberante manera de la juventud. Llevaba aquel anillo de oro —la banda tuvey— por encima del bíceps como si formara parte de su persona y siempre la hubiera llevado allí. Se tomaba muy bien la atención que recibía, sonriendo y contestando debidamente a los comentarios, pero sin ningún aire de superioridad.

Por un momento Thaddeus se preguntó si no habría una pizca de humildad en su expresión, si de hecho no habría matado a la bestia tal como aquella gente imaginaba. Muchos aristócratas acacios asumían el mérito de las matanzas realizadas por sus criados. Contemplando la escena un poco más, llegó a la conclusión de que cualquier cosa que Aliver se guardara lo hacía por otras razones y no ya por vergüenza. Mandó decirle a Sangae que no deseaba interrumpir el regreso a casa de Aliver. Pidió que le enviaran a Aliver aquella tarde cuando cesara el tumulto.

Cuando se reunieron, nada ocurrió como Thaddeus esperaba. Meses atrás, cuando había imaginado aquel encuentro, Thaddeus había imaginado saludar a Aliver con un abrazo. Habría atraído al muchacho a sus brazos y hubiera acortado la distancia entre ambos sin ningún reproche. El vínculo sería instantáneo. Un roce bastaría y todo lo demás ocuparía su lugar. Pero, mientras Aliver recorría los últimos pasos que los separaban, Thaddeus sabía que eso había sido una fantasía.

—Hola, Aliver —dijo. Respiró al ver que todavía ejercía cierto control, aunque fuera todavía muy irregular—. Vengo a vos con una llamada a seguir vuestro destino. Y llego en el momento adecuado. Veo que hoy eres un matador de monstruos. Felicidades. Vuestro padre hubiera estado orgulloso.

Qué extraño, pensó Thaddeus, que una parte tan grande del muchacho viviera en aquellos rasgos de hombre, en el gesto de sus ojos y en el pliegue de su labio superior y toda la forma de su cabeza. Y, sin embargo, el rostro era también el de un extraño. Contemplarlo era como escuchar una nota discordante en una melodía conocida. Había perdido todos sus suaves contornos, aunque semejante efecto era más cuestión de su severo porte que de sus ásperas facciones. ¿Qué era aquel desafío que se encendía detrás de sus ojos? ¿Cólera? ¿Sorpresa o decepción? Thaddeus no pudo decirlo aunque se mantuvo firme durante la silenciosa respuesta del príncipe, tratando de leer en él.

—¿Vos mismo habéis matado esta bestia?

Cuando Aliver habló finalmente, hubo en su voz un ligero atisbo de acento talayo, una relajación de la lengua alrededor de las vocales, pero no había perdido la soltura en su idioma natal.

—He aprendido a hacer muchas cosas.

No era el saludo que Thaddeus esperaba.

—Sentaos, por favor —dijo.

Las palabras le salieron antes de haberlas pensado, pero se alegró. Seguía pareciendo tranquilo. Conservaba cierto mando. Esperó a que Aliver se sentara con las piernas juntas y cruzadas y la espalda tan tiesa como una tabla.

Thaddeus tomó una carta de la baja mesa que tenía delante.

—Empecemos con eso, príncipe. Leedlo. Es importante que lo hagáis.

—¿Sabéis lo que dice?

Thaddeus asintió con la cabeza.

—Pero soy el único.

—No es la caligrafía de mi padre —dijo Aliver tras haber echado un breve vistazo a las palabras.

—Es mi escritura, pero son sus palabras. Leedlas.

El joven inclinó la cabeza sobre el papel. Sus ojos se deslizaron, se levantaron y volvieron a deslizarse sobre el escrito.

Thaddeus apartó la mirada.

—No está bien mirar mientras otro lee. —De todas maneras, se conocía las palabras de memoria. Conocía todas las maneras con las cuales Leodan había expresado su amor por su hijo primogénito. Procuró no pensar en ellas, permitirle a Aliver aquella intimidad. No podía, sin embargo, combatir el recuerdo de las palabras con que terminaba la carta, pues tendría que referirse a ellas cuando el príncipe lo mirara.

—Eso no puede ser en serio —dijo Aliver.

Había dejado de leer. Sus ojos estaban clavados en la página, ya no los levantaba ni se movían sobre las palabras.

—Todo es en serio. ¿De qué parte dudáis?

El joven agitó el papel simplemente para dar a entender que todo lo ponía en cuestión.

—Esta referencia a los santoth, los Dioses Parlantes… eso no puede ser en serio. Mi padre, si hubiera querido decirme eso, debía de estar muy cerca de la muerte. No pensaba con claridad. Mirad lo que dice. «Hijo —fingió hacer una impertinente cita—, ahora que ya has crecido, es hora de que salves al mundo…», y me pide que lo haga buscando a unos míticos y dementes magos.

—Los santoth pueden ser tan reales como vos y como yo.

—Aliver posó la mirada en él.

—¿De veras lo pueden ser? ¿Vos habéis visto a alguno? ¿Habéis obrado magia o los habéis visto hacer?

—Hay documentos —empezó diciendo Thaddeus y después tuvo que levantar la voz por encima de la impugnación de Aliver—. Hay documentos de los cuales vos no sabéis nada, que testifican con gran detalle la existencia de los santoth.

—¡Mitos!

Aliver escupió la palabra, convirtiéndola en una maldición.

—¡El mito vive, Aliver! Ésta es una verdad tan innegable como el sol o la luna. ¿Veis la luna en este momento? No, pero creéis que la volveréis a ver. Vuestro padre os dice que los santhoth pueden volver a caminar por el Mundo Conocido. Nos pueden ayudar a recuperar el poder como hicieron antes. Lo único que necesitan es que vos —un príncipe Akaran que será rey— anuléis su destierro. Eso es parte de por qué vos fuisteis enviado a Talay, para estar más cerca de los santoth, para que conozcáis esta tierra y adquiráis las aptitudes necesarias para buscarlos, para perseguirlos. Vuestro hermano y vuestras hermanas se dirigieron también cada uno de ellos a sus distintos lugares de destino aunque poco de eso ocurrió tal como nosotros deseábamos. Os lo contaré todo, Aliver. Sabréis todo lo que yo sé. Todo. También os daré noticias de Hanish Mein. Está planeando algo para sus antepasados, los tunishnevre. Son otra fuerza que, a lo mejor, vos podríais pensar que no son más que un mito y, sin embargo, son ellos los que dieron el poder a Hanish…

—¿Quién es este «nosotros» que habéis mencionado?

—Hay muchos que esperan vuestro regreso. Para decirlo de algún modo, todo el mundo os espera. Hay razones que sólo vos podéis…

—¿Por qué me tendría que preocupar por el mundo o creer una palabra de lo que decís? He encontrado otra vida, con personas que sólo dicen la verdad.

Thaddeus sintió que el pulso le martilleaba en el cuello. Experimentó el momentáneo impulso de darse un manotazo, pero lo controló.

—Hubo un tiempo en que me llamabais tío. Me queríais. Me lo decíais con vuestra boca de niño. Y yo os quería a mi vez. Sigo siendo aquel hombre. Y sé que os preocupa el destino del mundo. Siempre os ha preocupado. Nada podía arrebataros este sentimiento. Aliver, eso es lo que vuestro padre quería decir. Las cosas que habéis aprendido aquí… el hombre en que os habéis convertido… —El rostro de Aliver era ilegible, absolutamente ilegible, y dio lugar a que Thaddeus hiciera una pausa—. Ya veo que queréis ser un misterio para mí, pero no lo sois. —Con gran certidumbre repitió—: No lo sois.

—¿Decís que lo que hago es mi elección?

—Sí.

—Pues entonces ya me habéis dicho medias verdades —dijo Aliver—. Sabéis que no tengo otra opción. Tampoco habéis reconocido que traicionasteis a mi padre. Un hombre honrado lo hubiera hecho desde el principio. Sí, lo sé. ¿Cómo no lo hubiera podido saber? El mundo sabe de la traición de Thaddeus Clegg. El propio Hanish Mein lo declaró y yo me enteré antes de llegar aquí cuando estaba todavía en la caravana de camellos. Los hombres discutían acerca de si erais un traidor o simplemente un necio. Yo no añadí mi voz a las suyas, pero sé la verdad; sois ambas cosas. Puede que vos no acercarais la hoja a su pecho, pero… pero lo habríais podido hacer. Si hubierais sido un fiel servidor de mi padre, caeríais de rodillas y pediríais perdón.

El príncipe se levantó con un suave movimiento, elevándose mientras sus piernas se desenredaban. Había terminado. Se estaba volviendo para retirarse. Levantó un pie y se inclinó hacia atrás para dar una Zancada. Thaddeus no se había preparado para aquel momento. No lo había planeado, no había imaginado que Aliver diría lo que acababa de decir o que respondería a ello tal como estaba a punto de hacer.

Se abalanzó desde su posición sentada. Envolvió con una mano la pierna de Aliver. Su otra mano lo empujó hacia delante y, en cuestión de unos momentos tuvo las piernas del joven agarradas en un doble abrazo. Eso no era de ninguna manera lo que pretendía hacer, pero no soltó la presa. Se mantuvo firme, preparado para sentir el puño del príncipe cayendo violentamente sobre su cabeza. Sólo entonces comprendió por completo lo que había estado esperando hacer todos aquellos años, lo que más había temido y querido, lo que importaba con una urgencia más grande que el destino de las naciones. El perdón. Necesitaba ser perdonado. Para que así fuera, tendría que decir toda la verdad. Eso era lo que haría. Por una vez, confiaría en toda la verdad. Y si Aliver era el príncipe que el Mundo Conocido necesitaba, él sabría cómo hacer frente a todo.