El bergantín estaba a punto de encallar a toda velocidad. Ya se encontraba prácticamente en el arrecife, tan cerca de él que el barco cortó en diagonal las olas mientras éstas se empezaban a curvar, balanceándose de uno a otro lado como una borracha monstruosidad. Espadín lo pudo ver todo perfectamente desde la pequeña plataforma que ejercía la función de nido de cuervo del Ballan. Estaba a punto de contemplar cómo el trofeo que llevaba cuatro días persiguiendo destrozaba su casco y derramaba su regalo al mar. Lo vería a vista de pájaro y se lo tendría que decir todo a Dovian cuando regresara con las manos vacías. «Haced algo —pensó—. ¡Haced algo, insensatos, maldita sea! No os he perseguido a todos hasta aquí sólo para que…»
El anciano práctico Nineas le gritó desde abajo. El veterano marinero tenía su manera de hacer oír su voz cualesquiera que fueran las circunstancias.
—¡Están virando hacia nosotros! ¡Espadín! ¿Sigues queriendo que aguante?
¡El joven capitán contestó a gritos que por supuesto tenían que aguantar! ¡Por supuesto! Su presa era un navío de la Liga, no una de sus grandes embarcaciones de mar abierto, pero aun así un barco de enorme valor. Era uno de los bergantines que utilizaban para el transporte de sus miembros de mayor antigüedad desde la costa a su base de transporte, una ciudad flotante anclada al suelo del océano a unas cien millas al noroeste de las Islas Exteriores. Normalmente, los bergantines navegaban bajo la protección de varios navíos de guerra, cada uno de ellos tripulado por soldados de las fuerzas militares privadas de la Liga, la Inspección Ishtat. Si hubiera llevado a uno de los miembros de su junta, probablemente habría transportado unas riquezas inimaginables para un corsario de Isla Marina como Espadín. Pero habría sido imposible acercarse sin una flota naval. Nadie había intentado jamás un ataque semejante. Éste, sin embargo, navegaba prácticamente vacío desde el punto de vista de los criterios de la Liga, sin ningún miembro de mayor antigüedad a bordo ni suficientes mercaderías como para merecer un despliegue del Ishtat.
Espadín lo sabía porque uno de los espías de Dovian, un llamado evasor, un maestro del disfraz que se había infiltrado entre los trabajadores del muelle de la base costera de la Liga, había jurado que aquel barco era probablemente el único vulnerable que verían en lo que quedaba de año. El mensaje había llegado la víspera de la partida del bergantín, pero Dovian confiaba en que ellos pudieran cumplir con su obligación. Con su bendición, Espadín había zarpado a la mañana siguiente. El Ballan era un fino barco destinado a la velocidad, con un alto palo mayor y una ligera construcción. No era un navío de guerra según los patrones razonables. Por este motivo, probablemente el bergantín no les había prestado atención el primer día que ellos lo habían perseguido. Puede que hubieran observado el extraño dispositivo ajustado a la popa del barco, una especie de serie de planchas de reverso de hierro inclinadas sobre una reforzada bisagra de gran tamaño. En su parte superior, proyectándose hacia fuera, había un gancho de metal de aspecto traicionero de más de siete palmos de largo, puntiagudo al final y tan grueso como un brazo en toda su longitud. Parecía una pasarela que se pudiera tender sobre un desembarcadero y ajustar en su sitio en caso de que el barco se tuviera que descargar por encima de la proa, lo cual hubiera sido útil en los puertos más ajetreados del Mar Interior. Pero la finalidad del dispositivo no era tan benigna, tal como Espadín esperaba demostrar. Era su proyecto a fin de cuentas. Su «clavo», tal como le gustaba llamarlo a él.
Siguieron al bergantín a través de los bajíos. Había otros barcos alrededor y Espadín no tenía el menor deseo de que su ataque fuera observado. Navegaba con indiferencia, deteniéndose en varios puertos como para comerciar y después aprovechaba la superior velocidad del Ballan para ganar tiempo. Siempre resultaba fácil distinguir el bergantín, puesto que sus costados eran de un brillante color blanco, luminoso y tan poco natural que casi nunca se podía contemplar.
Al tercer día, el bergantín se cansó. Aumentó la velocidad y desplegó las velas, pero sólo al llegar la mañana del cuarto día el Ballan empezó a perseguir al otro barco hasta el borde de los bajíos de uno de los pequeños atolones del extremo norte de las Islas Exteriores. El horizonte estaba desierto a su alrededor, y Espadín dio a conocer que aquél era el día. Aquel día se apoderarían de los tesoros del barco o de ningún otro. Los persiguieron con el viento a su espalda. La velocidad era suya, pero no era tarea fácil maniobrar hasta situarse en una posición adecuada para utilizar el clavo. Pero entonces el bergantín carenó apartándose del arrecife, situándose directamente en su ángulo de vela. El capitán debía de conocer el arrecife mejor de lo que Espadín imaginaba, pero no importaba. El ángulo de ataque era finalmente correcto.
A pesar de que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, no estaba en modo alguno seguro de que lo oyeran en la cubierta de abajo. Con el azote del viento y el rocío que se escapaba desde la proa, sus palabras se alejaron probablemente hacia los vapores del mar. Temiendo que el práctico optara por timidez por corregir el rumbo, Espadín asió la cuerda que bajaba desde debajo de la cofa hasta la cubierta. Llevaba los mitones que había adaptado a este propósito desde la infancia durante sus primeros años en la mar. La agarró con ambas manos entrelazando los dedos los unos sobre los otros y después saltó. Bajó con su vertiginosa velocidad habitual y, un momento después, ya estaba de pie al lado de Nineas.
—¡Ni se te ocurra pensar en cambiar el rumbo! —rugió contra la oreja del hombre—. Mantén el rumbo hasta reunirte con ellos. —Levantó un poco más la voz y la proyectó hacia la cubierta donde se encontraban sus hombres, unos corsarios de poderosos brazos pertenecientes a distintas razas, cada uno de ellos con sus propias inclinaciones, sus propias armas libremente elegidas y sus propias quejas, sus deseos y razones para haber elegido una vida dedicada al pillaje. A pesar de su figura delgada y de estatura mediana, su apuesto rostro y los juveniles músculos propios de una apacible y cómoda juventud, Espadín no parecía un hombre capacitado para estar al mando de aquel grupo. Y, sin embargo, tampoco hubiera podido parecer más a gusto en aquel papel. Habló con irónica cordialidad.
—Todo según lo previsto, caballeros. Todo según lo previsto y nada antes de que yo grite las órdenes.
La proa del bergantín empequeñecía las frágiles líneas del Ballan. Señalaba el camino a través del agua como una rolliza tabernera a través de un mar borracho. Era tan blanco que no parecía estar hecho de madera en absoluto, aunque tenía que estarlo. Unos puestos revestidos de alambre asomaban a ambos lados del bergantín en dos líneas, uno en la cubierta superior y otro en la inferior. Tenían el tamaño y la forma apropiados para acoger la parte superior del cuerpo de un hombre cuando se inclinaba sobre el agua. Los arqueros se acomodaban en ellos y soltaban una inmediata andanada de flechas. Se trataba de una débil defensa teniendo en cuenta lo que era capaz de hacer un bergantín de la Liga plenamente tripulado. Hubiera tenido que haber el doble o el triple de arqueros en un barco debidamente defendido. No obstante, los proyectiles estaban untados con una pez inflamable. Algo en el mecanismo de dispararlos arrancaba una chispa que los inflamaba. Los que alcanzaban el costado o la cubierta o las velas ardían con una llama inextinguible. Todo lo que podían hacer los hombres del Ballan era usar palas para desprender las flechas, recogerlas junto con la pez, levantarlas en alto y arrojarlas por la borda. Aquel ataque se esperaba.
Ambos barcos siguieron adelante con su trayectoria de colisión.
Tan cerca estaban ahora que la velocidad del Ballan parecía obscena, temeraria. Espadín casi ordenó a gritos que se largaran las velas, pero no hubo tiempo. Una de ellas había sido alcanzada por una flecha en su parte inferior y las llamas ya habían provocado un considerable agujero en ella. En su lugar, gritó a los hombres que actuaban en la cofa:
—¡Preparados! ¡Esperad mis órdenes! —Viendo que la distancia entre ambos navíos era cada vez más corta, añadió casi como si le hubiera ocurrido después—: Hombres de la cubierta, os podría convenir agarraros a algo.
En los últimos momentos ordenó un giro para responder a la trayectoria del bergantín y reducir el impacto. El Ballan se inclinó a causa del esfuerzo, pero cuando los dos navíos colisionaron, la fuerza fue superior a cualquier cosa que el joven hubiera podido imaginar. El sonido fue horrendo, lo mismo que la desgarradora presión del impacto. Los hombres cayeron hacia delante por todo el barco mientras la cubierta se inclinaba hacia un lado. Un lomo de agua se elevó y se les echó encima, llevándose a dos hombres al retirarse. Los pequeños incendios chisporrotearon, sibilaron y volvieron a cobrar vida. Espadín había conseguido dar la orden de liberar la cofa antes de carenar de espaldas por la cubierta. El poderoso brazo del dispositivo se inclinó para ponerse en movimiento muy despacio y cayó por su propio impulso. Espadín, observándolo desde donde permanecía enredado contra la barandilla, chorreando agua y jadeando, estuvo seguro de que el mecanismo se había atascado de alguna manera. Estaba cayendo demasiado despacio. Tal vez ni siquiera pudiera traspasar la madera del otro barco.
Pero el arma encontró su propio peso y velocidad. Su punta de acero atravesó la cubierta del otro barco. El diseño de su sección funcionó perfectamente, doblándose para que la punta se clavara profundamente y después se torció en el instante en que el peso de ambos barcos tiró de él. A ambos lados del impacto levantó unos quebrados rayos y abrió un agujero que succionó a varios hombres del bergantín. El gancho arrancó una fosa en la cubierta y los tablones del bergantín mientras éste seguía avanzando. Tiró del Ballan y, durante unos momentos, a Espadín no le pudieron salir las palabras de la boca. Eran como un pez piloto pegado de una manera inestable a una enfurecida ballena. Sintió la punta de hierro clavándose en las vigas transversales, notó que éstas se quebraban una tras otra bajo la fuerza. Varios de los arqueros estaban aplastados entre ambas embarcaciones; los otros habían desistido de su ataque y habían bajado para regresar a sus puestos. Todo muy bien, ¡sólo que el gancho no resistiría! Si eso sucedía, ellos podrían zozobrar a causa del sobresalto de haber caído en desorden en medio del tumulto de las olas y las corrientes en la estela del bergantín.
Espadín distinguió la voz de Nineas, preguntándole qué tenían que hacer. ¿Tenía órdenes? No tenía ninguna, pero por suerte aquella momentánea oscuridad pasó inadvertida. Al final, el gancho se clavó y se mantuvo firme. El Ballan pareció encontrar un poco de paz en su nueva posición y se estabilizó lo suficiente para que los hombres se pudieran volver a levantar. Unos cuantos rostros se volvieron hacia Espadín, que se levantó de golpe. La siguiente orden era obvia.
—¡A bordo! —gritó—. ¡A bordo, a bordo, a bordo!
Su subida trepando por los tablones era enloquecida y precaria y sólo la podían hacer porque no pensaban. Espadín, como todos los demás, se limitó a actuar. Corrió, se agarró, saltó, y lo hizo con tal rapidez que todo fue una trémula y estremecida confusión. Fue un sobresalto apoyar los pies en la cubierta del bergantín. Todo lo que había a la vista estaba cubierto por una gruesa capa de viscosa pintura blanca al igual que los costados que revestía todos los perfiles y todos los salientes, como si todo el barco se hubiera empapado en cera y puesto a secar. Espadín y los hombres que daban tumbos a bordo a su alrededor se detuvieron en seco, desconcertados por el extraño aspecto de todo.
Pero no duró demasiado. Tenían asuntos que atender. Unos marineros se estaban acercando a ellos. Las flechas surcaban el aire a toda velocidad a su alrededor. El sonido del entrechoque de espadas ya dejaba escuchar su música en medio del estruendo. Lo más probable era que todo fuera una lucha encarnizada durante unos momentos por lo menos, pero éste era el trabajo de los corsarios.
Tres días más tarde Espadín caminaba por los muelles, pisando ruidosamente los triturados caparazones blancos de molusco del camino que conducía a la ciudad corsaria que llamaban Palishdock. Marchaba al frente de una creciente multitud de personas, el jefe de su tripulación entre ellas, pero se tragaba cada paso del camino mientras otros se les unían. Los niños armaban alboroto, hacían exclamaciones y gritaban preguntas. Incluso los perros de la ciudad no podían contener su entusiasmo. Su orgulloso hijo había regresado triunfante, ¡con un botín que los beneficiaría a todos! Espadín no se podía quitar la sonrisa del rostro. A pesar de ser un grupo de personas andrajosas y animales, se alegraba de ser el centro de su adoración, de ser importante y amado, de ver los arrebolados rostros de las jóvenes que lo admiraban. Desempeñar semejante papel le resultaba fácil en muchos sentidos, pero él no lo daba por descontado. Se esforzaba diariamente por ganarlo y por hacer que Dovian se sintiera orgulloso. De esta manera, él seguía siendo un muchacho y Dovian, una figura paterna todavía más grande que su corpulenta imagen.
Palishdock todavía no había empezado como asentamiento permanente. A pesar de que ya tenía sesenta años de antigüedad, se podía ver una pereza transitoria en la tosca construcción de las cabañas. Eran unas ligeras estructuras levantadas en las lomas y las hondonadas del arenoso paisaje, con resquicios entre las tablas y simples hojas de palma utilizadas como tejados. Las paredes no eran a menudo más que unas pantallas tendidas para proporcionar una semi-intimidad. Muchas personas cocinaban en hogueras al aire libre fuera de sus casas, dejando los desperdicios para los perros y la numerosa población de gatos. La ciudad ofrecía un aspecto descuidado, como si todo el lugar se pudiera abandonar de un momento a otro por capricho en caso de que el desorden resultara insoportable o la suerte les fuera esquiva. Como es natural, tenía un puerto maravilloso. Era un poco somero, pero de fondo blando, con una sola punta de entrada estrecha que apenas resultaba visible desde el mar debido a la rizada forma de la playa y al camuflaje de las altas dunas. De hecho, toda la ciudad era invisible. Sólo el humo los hubiera podido delatar, pero la madera dura de los arbustos que crecían por toda la isla ardía con limpieza. Muy pocos de los que navegaban por el mar hubieran pensado que los blancos vapores que cubrían el lugar eran algo más que una curiosa manta de vapor. Era un perfecto refugio de corsarios.
Había sido el hogar de Espadín desde su fundación, un acontecimiento que él recordaba muy bien. Estaba —todavía un niño— de pie junto a la cadera de Dovian cuando el gran hombre miró sonriendo a su alrededor en el puerto, declarando que aquél era el lugar para ellos, oculto del mundo y un sitio estupendo para dedicarse al negocio de las incursiones y los acaparamientos, los secuestros y cualquier otra forma de robo que les llamara la atención. Había dicho que así podría ser y, con el muchacho a su lado, había forjado un mundo en el que vivir de acuerdo con aquellos sueños.
Dejando a la exultante multitud en el patio del palacio de Dovian, donde Nineas y los miembros más jóvenes de la tripulación podrían empezar a contar la gran historia de su captura del bergantín de la Liga, Espadín se dispuso a entrar. Llevaba consigo una sola y estrecha caja de ornamentado oro. El palacio de Dovian no era, naturalmente, un palacio propiamente dicho. Era un batiburrillo de habitaciones y pasillos sólo marginalmente mejor construidos que las cabañas de la aldea. Aquí y allá vigas y tablones y a veces partes enteras de navíos capturados se habían utilizado en su construcción. En las paredes colgaban emblemas con placas de nombres y varios ejemplos de aparejos, recuerdos ganados a lo largo de los años. Más que nada el lugar parecía un laberinto adecuado sobre todo para que los niños jugaran al escondite, el ojo del pirata y la gallina ciega. Espadín había jugado todos aquellos juegos y muchos más por aquellos pasillos y nunca le habían gustado más que en los días en que Dovian todavía estaba de pie y caminaba muy ágil a pesar de su tamaño, tan dispuesto a correr y jugar como cualquier muchacho.
Espadín llamó con el pie al marco de la puerta de la habitación del hombre. Al oír la invitación a entrar, el oven así lo hizo. No había más luz que la que se filtraba a través de las rendijas de las paredes y el techo, pero, mientras sus ojos se adaptaban, ello le fue suficiente para ver. Dovian estaba donde había estado varios meses atrás, cuando se había puesto enfermo con un fuerte dolor en los huesos, una tos que le devastaba los pulmones y unas extremidades que estaban entumecidas y le hormigueaban. Su cama estaba adosada a la pared del fondo y su cuerpo permanecía tumbado en él, un gran montículo de humanidad recostado sobre unas almohadas de plumas casi aplastadas por su peso. Su rostro estaba envuelto en sombras, pero Espadín sabía que los ojos del hombre estaban clavados en él.
El joven capitán, de pie en la entrada de la habitación, contó los detalles de la incursión. Mencionó el nombre de los hombres que había perdido, añadiendo una palabra de alabanza para cada uno de ellos. Describió la captura del barco, los daños sufridos al Ballan, la actuación del gancho de la cofa. El dispositivo había funcionado muy bien, dijo, pero hubieran tenido que colocarlo en un barco distinto y utilizarlo probablemente sólo contra navíos de inferior tonelaje. De hecho, casi había destrozado el Ballan en pedazos. Describió el alboroto que había tenido lugar a continuación en la blanca y reluciente cubierta del bergantín y detalló el tesoro que habían encontrado a bordo. Sus hombres lo habían despojado de todos los accesorios que habían encontrado a bordo, de todos los cubiertos de plata, los ornamentados espejos, alfombras tejidas, muebles labrados, preciosas linternas de cristal: todos los adornos normales en un barco de la Liga. Habían encontrado también una habitación de seguridad y habían obligado al capitán a abrirla. Debió de pensar que estaba vacía porque se sorprendió de encontrar una arqueta del tamaño de una caja de zapatos con monedas de la Liga, la misma arqueta que ahora Espadín sostenía en sus dos manos.
—¿A cuántos habéis matado? —preguntó la forma postrada en cama.
—A diez hombres. Dos chicos. Y… una chica. Theo le cortó el cuello antes de darse cuenta. No se lo reprocho.
—¿Y qué hicisteis con los demás?
—Atarlos y encerrarlos en el entrepuente. Tienen agua y comida suficiente para varias semanas, pero me imagino que la Liga los encontrará dentro de uno o dos días.
—Me alegro de que te hayas mostrado misericordioso. —Espadín esbozó una sonrisa.
—Tú me ensenaste a hacerlo, como también me enseñaste cómo y cuándo matar. En cualquier caso, a un corsario le gusta dejar a unos cuantos testigos vivos para que corran la voz de sus hazañas.
Dovian emitió un sonido al oírlo. Puede que fuera una risotada o quizás un acceso de tos. Hizo una seña con la pata de oso que era su mano. Espadín cruzó la habitación, apoyó una rodilla en el suelo alfombrado y contempló el ancho rostro del hombre. Dovian le devolvió la mirada, con sus macizos rasgos arrugados por el sol según la costumbre de los candovios. Llevaba varias semanas perdiendo peso, pero seguía siendo una figura formidable. Levantó una mano y la apoyó en el hombro de Espadín. Apretó el delgado músculo con presión suficiente como para causar dolor. Pero no fue una advertencia y Espadín no hizo una mueca.
—Me has hecho sentir orgulloso, muchacho —dijo Dovian—. Lo sabes, ¿verdad? No estaba seguro de que volvieras de ésta.
Espadín lo reconoció con una irónica sonrisa.
—Ha sido un poco complicado.
Dovian lo estudió, sopesando las consecuencias, quizás imaginando la insinuación que representaba.
—No es un placer para mí que tu trabajo sea tan sanguinario como el que es, pero eso no lo podemos cambiar. Nosotros no hemos hecho el mundo, ¿verdad? No le dimos la forma y la sustancia y no enfrentamos a un hombre con otro. Nada de todo eso ha sido obra nuestra, ¿verdad, chico?
El joven asintió con la cabeza.
Si eso se hizo para hacer feliz al más veterano de los dos, fue un fracaso. Ocurrió justo lo contrario. Los grandes y pesados componentes del rostro de Dovian se torcieron como por efecto de un dolor físico. Se colocó un nudillo de la otra mano en el ojo como para arrancárselo.
—Entonces creo que mi trabajo ya está hecho. Te he enseñado todo lo que he podido. Y ahora mírate: dieciocho años de edad y ya un dirigente. No me quejaré ahora que sé con toda seguridad que eres un hombre que puede prosperar en el mundo. Es lo mejor que podía hacer. Siento que no sea una vida de príncipe…
—¡Ya basta! Vamos, no me voy a quedar aquí si empiezas a lloriquear como la última vez. ¿Regreso con un bergantín de la Liga y tú vuelves a quejarte del pasado? No lo soporto. ¿Quieres que me vaya?
Dovian lo miró un buen rato.
—Por lo menos, los hombres ven la realeza que hay en ti. No, es así. Y no quiero que te vayas; ¡todavía no estás despedido! Ellos ven la realeza que hay en ti. No saben lo que están viendo, pero tú ejerces un mando sobre ellos que es digno de ver. Te siguen hasta donde jamás seguirían a otros hombres. Te puse el nombre de Espadín, para que nadie imaginara que perteneces a una estirpe real. Sólo un pececito como un millón de otros en el mar. Pero no se puede negar, muchacho, derramas nobleza por los ojos, y por la boca cada vez que la abres.
—¿Incluso cuando maldigo?
—Incluso entonces… —El hombre pareció hundirse todavía más en sus almohadas, complacido con cualquiera que fuera la imagen que ocupara su cabeza—. Incluso entonces seguías siendo mi Dariel, el príncipe que buscaba a hombres como yo en las cuevas de la parte inferior del palacio. ¿Por qué lo hacías, chico? Un muchacho como tú levantándose y vagando de noche por la oscuridad de abajo, nunca lo comprendí.
—Ni lo intentes. De todos modos, no puedo recordar lo suficiente como para aclarártelo. —Espadín señaló la caja que había depositado al lado de la cama—. ¿Quieres ver lo que hay en esta arqueta?
—¿De veras tú no?
—No. Todo lo que recuerdo y todo lo que quiero recordar es esta vida. Esto, lo que tenemos aquí, es lo único que importa —dijo, infundiendo a sus palabras toda la certeza que pudo.
Se esforzaba tanto más en hacerlo porque no era verdad. No exactamente, por lo menos. Era más bien que no podía comprender el significado de los recuerdos anteriores a su vida con Dovian. No los podía comprender sin un mínimo de claridad. La sola idea de aquellos primitivos tiempos parecía debilitarlos. Lo atraían con una fuerza melancólica por lo demás ausente de sus días. Cuando se permitía el lujo de pensar en tiempo atrás, cuando todavía se llamaba Dariel Akaran, era su huida de la guerra y el papel que había desempeñado Val en su salvación lo que él deseaba recordar.
Había abandonado Kidnaban al cuidado de un hombre que se llamaba a sí mismo un guardia. El soldado lo había despertado una mañana de un profundo sueño y se había marchado con el chico en brazos. Había dado explicaciones acerca de sí mismo mientras caminaba, aunque Dariel estaba amodorrado y más tarde no pudo recordar lo que el hombre le había dicho para tranquilizarlo. Habían zarpado desde Crall rumbo al Continente en sólo unas pocas horas y después se pasaron dos días caminando. Al tercero el hombre compró un caballito para que Dariel lo montara, pues el niño estaba agotado y tenía los pies cubiertos de ampollas. Lo más seguro era que se pusiera a llorar en cualquier momento y a menudo preguntaba por su hermano y sus hermanas y suplicaba regresar junto a ellos o ir a casa. El guardia no era cruel, pero se le veía incómodo con los niños y a menudo miraba al chico como si jamás hubiera visto llorar a una persona y no pudiera comprender ni loco aquella pérdida de líquido.
El hombre explicó que su padre había decidido que cuidara de él un amigo de Senival. Lo único que tenían que hacer era llegar hasta él para que terminara el suplicio del chico y todo se arreglara y se explicara. Se dirigieron al Oeste y durante varios días recorrieron un camino a través de un escabroso paisaje similar a lo que él había visto de las minas Cabo Fallon, unas laderas montañosas taladradas, paisajes enteros en los que toda la tierra a la vista había sido mutilada por la carnicería humana. Aquéllas, explicó el guardia, eran las minas de Senival. Todos los que se encontraban por los alrededores eran trabajadores cubiertos de polvo, casi todos hombres y muchachos, pero también mujeres y algunas niñas. Vestían los andrajos propios de su condición y todos parecían ocupados aunque prestaban muy poca atención a su trabajo habitual. Les oyó gritar fragmentos de alteradas noticias, rebosantes de un significado que él no podía comprender, sólo que ninguna de ellas le parecía buena.
De aquel lugar y de su importancia para el imperio de su padre Dariel no tenía la más mínima idea, sólo que su guardia, al contemplar la tierra teñida de carmesí por el sol poniente, dijo:
—Qué infierno hemos hecho aquí. Un infierno con una corona de oro que se llama… —El guardia se había detenido en seco, recordando a Dariel, y dijo que lo mejor que podían hacer era seguir adelante.
Estaban casi a punto de llegar a su destino.
Mientras bajaban por un tortuoso camino hacia la ciudad de montaña en la que Dariel tenía que ser entregado, el guardia se detuvo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
La aldea presentaba un encantador aspecto, en el centro de un llano valle rodeado de cumbres montañosas. Por unos momentos, a Dariel le pareció bonito de contemplar hasta que reparó en el silencio del lugar. Nadie se movía por las calles. No había animales ni campesinos trabajando en los campos. Ni una sola nube de humo se escapaba de las chimeneas de las casas.
—Eso no está bien —dijo el guardián. Dariel no lo pudo negar.
Lo que había ocurrido con los habitantes de la ciudad Dariel nunca lo supo. Simplemente habían desaparecido y, por mucho que lo intentara, el guardián no encontró ni rastro del hombre a quien buscaba. Se sentó en un taburete de madera, examinando el lugar, y después se sujetó la cabeza con las manos y permaneció en silencio durante lo que parecieron varias horas. Dariel se quedó de pie a su lado sujetando las riendas del caballito mientras éste pacía la dulce hierba de la montaña.
Cuando el guardia levantó los ojos, estaba lleno de decisiones.
Iría a la siguiente ciudad, dijo. Se encontraba a un día de camino hacia el Oeste; si saliera en aquel momento, podría llegar allí al amanecer y, si encontrara allí las repuestas que necesitaba, regresaría al anochecer. A lo mejor, alguien lo estaba buscando. Mejor que el guardia echara un vistazo y regresara con una mejor idea acerca de cómo seguir. Tendría que cabalgar muy rápido de todos modos, por lo que decidió dejar a Dariel en una choza un poco en las afueras de la ciudad. Dejó su mochila al chico y dijo que todo sería para bien.
El hombre se alejó al galope. Dariel oyó el sonido de los cascos del caballito durante algún tiempo y, cuando el sonido finalmente se desvaneció, se llenó de temor. Ni siquiera había protestado, no había dicho ni una sola palabra. ¿Cómo hubiera podido hacerlo cuando sabía que el hombre le estaba mintiendo?
Se pasó aquella noche en la oscuridad, temblando de miedo, tan pequeño como un ratón e igual de desesperado. Llovió sin cesar e hizo frío durante varias horas y, cuando amainó el temporal, una niebla se extendió por el valle como toda una serie de fantasmas. No encendió fuego, no se le ocurrió sacar la manta del envoltorio que el guardia le había dejado, ni siquiera reconoció el hambre de su vientre por lo que era. Cuando la triste realidad de la situación fue demasiado grande como para que él la pudiera afrontar, no se atrevió a hacer nada. Dentro imaginó que su padre volvía a vivir y se había puesto en camino para rescatarlo. Tuvo toda suerte de fantasías de famélica esperanza. Tal vez fuera una buena cosa porque, cuando llegara la salvación, no sería más previsible o probable que ninguna de sus fantasías, aunque él estaba preparado para recibirla con los brazos abiertos.
Sentado ahora en el taburete al lado del lecho de enfermo de su salvador, Espadín preguntó:
—¿Recuerdas la noche en que me encontraste?
—Como si fuera ayer, muchacho.
—Allí es donde empecé, ¿sabes? Fuiste una sombra que empujó la puerta y encontró mi escondrijo…
—¡Aquella cabaña! —Dovian lo interrumpió—. Una desgracia que pasaras aunque sólo fuera una noche allí.
—Recuerdo exactamente tus palabras —prosiguió diciendo Espadín—. Dijiste…
—¿Quién lo hubiera pensado —dijo la sombra, entrando en la cabaña detrás de una linterna amarilla que sostenía en alto—, que últimamente pudieras encontrar a un príncipe en cualquier sitio? Creo que algunos de nosotros somos afortunados.
Dariel hubiera podido recordar bien las palabras, tal como dijo, pero aquella noche tardó un momento en comprender lo que estaba ocurriendo. Había permanecido tres días escondido. Una parte de sí mismo seguía pensando que el guardia podía regresar, aunque en regiones más profundas ya había empezado a abandonar toda esperanza. Qué voz tan familiar, había pensado. ¿Pero de quién era y cómo estaba aquí? Dariel sabía que la reconocía, pero durante unos pocos y atemorizados momentos no la pudo situar dentro del contexto de aquella choza de montaña.
La sombra se acercó un poco más.
—¿Estás bien, bribón? No te asustes. Soy Val. Val que ha venido a ayudarte a salir de aquí.
«¿Val? —Dariel pensó—. Val, el de las cuevas que había bajo el palacio… el que alimentaba los hornos de la cocina… ¡Su Val!»
Se levantó, avanzó tropezando y cayó contra el pecho del hombre. En cuanto aspiró la salada y picante corpulencia de humo de carbón de su cuerpo, liberó toda una serie de reprimidos temores en grandes sollozos. Agarró la camisa de Val en sus puños y se frotó las lágrimas y los mocos de la nariz en el tejido de la prenda tal como hubiera hecho un niño enfermo hasta el extremo del delirio, víctima del frío y la fiebre.
—Vamos, no hagas eso, muchacho —dijo Val en voz baja—. No hagas eso. Ahora todo se arreglará.
Y, de conformidad con sus palabras, así fue. Por lo menos, se arreglaron en la medida de lo posible dadas las circunstancias. Resultó que Val estaba regresando a su casa de Candovia, uno de los muchos que participaban en las migraciones provocadas por la guerra. Había encontrado por casualidad al guardián de Dariel en un campamento improvisado levantado al borde del camino de los refugiados que huían. El hombre ya llevaba buena parte de una botella de vino de ciruelas y no le importó confesar a quienes lo rodeaban que había sido el guardián personal de uno de los hijos del rey. Val se había situado lo bastante cerca de él como para aspirar su enfermizo aliento dulzón. Lo sondeó hasta que confesó a quién había estado cuidando y dónde había abandonado su deber y se había convertido en un cobarde. ¡No había podido encontrar a la persona a la que tenía que entregar al chico! Había desaparecido, probablemente estaba muerta, y el guardián ya no tenía ulteriores instrucciones que seguir. Y con las noticias que estaban llegando de todas partes —Maeander en Candovia, Hanish que había destruido el ejército en los Campos Alecios—, él ya no podía hacer nada por el chico. Cierto, lo había abandonado a su suerte, pero ¿qué otra cosa hubiera podido hacer?
Val nunca describió exactamente lo que le hizo al guardián, excepto murmurarle algo sobre la necesidad de no masticar nada más duro que queso de cabra el resto de sus días, o algo así. No tuvo sentido para el chico, pero la imagen visual que todo ello le hizo evocar mantuvo su perpleja atención durante buena parte del largo camino que Val le hizo seguir. Conocía justo el lugar que ambos necesitaban, había dicho Val, un amplio e impresionante lugar donde desaparecer. Durante buena parte del viaje el chico estuvo sentado en los hombros del candovio con una pierna a cada lado de su cuello y los dedos hundidos en su masa de rizado cabello.
Llevaban tres días bajando de las montañas y, al cuarto. Dariel pudo aspirar la sal del aire. Aquella tarde, medio dormido en los hombros del hombre, Dariel oyó decirle a Val:
—Mira, chico. Lo que hay allí no es el mar. Es un lugar en el que podría esconderse toda una raza de hombres.
Se habían detenido en un peñasco desde el que se divisaba todo un mundo al oeste. Aunque había vivido todos sus años en una isla, Dariel comprendió de una sola mirada que aquella masa de agua que tenían delante era distinta. No era el azul turquesa o el verde marino a los que estaba acostumbrado. En su lugar, el agua era de un color pizarra oscuro un poco por debajo del negro y ondulaba con una marejada que se intensificaba y transmitía su fuerza a través de una lenta mole. Cerca de la orilla, unas crestas de incontables olas se elevaban como montañas líquidas y parecían colgar estiradas un momento en el aire y después se curvaban en un espumoso caos. De vez en cuando, el chapaleo del impacto de las olas sonaba en sus oídos, siempre con extraño ritmo, de una manera que impedía equiparar la vista con el oído. Mirando desde lo alto de los hombros de su gigante, Dariel jamás había visto nada tan temible por su poder y tamaño.
—Ésta es la lengua de las Laderas Grises —dijo Val—. Es un océano ilimitado. Aquí es donde tú desaparecerás del mundo de tu padre y emergerás al mío.
Dariel no dijo nada en respuesta. Ya llevaba varias semanas presa de un vago temor, constantemente presente en el cielo. Una parte de él jamás había creído que pudiera seguir adelante sin su familia. Desaparecería sin ellos. El mundo lo tragaría. Los dedos de la Donante lo arrancarían de la tierra y lo arrojarían a la nada. Temía no tener más sustancia que una llama y apagarse con la misma facilidad. Pero allí estaba. El mundo seguía adelante como siempre y él seguía moviéndose a través de él. Reanudó la marcha: tenía algo en su centro tan sólido y real como el resto del mundo. Podía desaparecer realmente de un mundo y emerger en otro, pensó. Desaparecer y emerger de nuevo…
Eso era exactamente lo que había hecho. Val le dio una nueva vida, le otorgo un nuevo nombre mientras tomaba uno para sí mismo. Le enseñó que las historias que había contado de haber sido un sanguinario pirata en su juventud no eran de mentirijillas tal como el muchacho había pensado. Val —Dovian, en resumen para su país natal— procedía de la larga estirpe de corsarios que había dicho. Al regresar a las Islas Exteriores, no tardó mucho en restablecerse y en prepararse para crear una flota de barcos y conseguir marineros para tripularlos. El mundo estaba maduro para el pillaje. El Mundo Conocido estaba al borde del caos, aceptando a regañadientes el nuevo gobierno de Hanish Mein. Muchos grupos competían entre sí para encontrar un lugar en la redistribución del poder que ello suponía. Val navegó acogiendo a Dariel bajo sus alas, le enseñó todo lo que sabía acerca de la navegación y los combates, la piratería, el mando de los hombres; la supervivencia a la más cruel de las existencias.
Lo que antes había ocurrido —el palacio de Acacia, su papel como príncipe, el imperio de su padre, los tres hermanos nacidos antes que él y su madre, Aleera Akaran—, bueno, ahora parecía más claro en la mente de Val que en la de Dariel. ¿Por qué tratar de aferrarse a personas a las que jamás volvería a ver? Era tan joven que los recuerdos no se le habían grabado en la cabeza con ordenada claridad. Sí había imágenes. Había momentos de emoción que parecían agarrarlo por el cuello e impedir la entrada de aire a sus pulmones. Había veces en que despertaba de los sueños temiendo que algo estuviera muy mal, pero lo fue aceptando con el paso de los años. A lo mejor, eso era precisamente lo que significaba estar vivo.
Espadín —sí, éste era su nombre ahora y no había ningún motivo para retroceder a aquel niño asustado más de lo necesario— abrió la pequeña cerradura de la arqueta y la ladeó para volcar el contenido sobre la cama de Dovian, una resbaladiza caída de monedas de oro. El hombre las miró y pasó los dedos por ellas, examinó su sensación en la palma de su mano. Murmuró que eso era justo lo que necesitaban. Eso lo garantizaría todo…
Tomó un objeto entre los dedos y lo levantó hasta una cinta de luz solar. Era oro —por lo menos de color dorado—, aunque la hechura era casi demasiado delicada y los cantos demasiado afilados para un metal tan blando. La forma era insólita. Tenía el grosor de una moneda grande ligeramente cuadrada, acanalada por un extremo, grabada con unas señales que podían ser de escritura, pero no guardaban el menor parecido con ninguna lengua que alguno de ellos hubiera visto jamás. Había un solitario orificio en su centro, ligeramente oblongo.
Espadín no lo había observado antes.
—¿Qué es?
Dovian lo pensó un buen rato, Espadín casi lo podía ver clasificando sus recuerdos, un catálogo de toda una vida de tesoros etiquetados y valorados.
—No tengo ni idea —dijo finalmente—. Pero es una cosa muy bonita. —Lo empujó contra el pecho del joven—. Toma. Póntelo aquí alrededor del cuello. Si alguna vez tienes algún problema y necesitas una rápida fortuna, lo puedes fundir y hacer monedas. Es tuyo. El resto de todo esto es más de lo que necesitamos para lo que hemos planeado. Tráeme estos mapas y échales un vistazo.
Espadín así lo hizo, desplegando las conocidas imágenes sobre el catre y sentándose en el borde de la cama. Le gustaban los momentos como aquél, en que Val parecía olvidar sus achaques y ambos se perdían en la contemplación, como un padre y un hijo, urdiendo proyectos, haciendo planes, soñando con crear un mundo de bravucones. En muchos sentidos, Espadín seguía siendo el niño Dariel de antes. No tenía ni la menor idea de lo mucho que todo eso iba a cambiar dentro de poco.