«Sí —Corinn reconoció finalmente una tarde mientras cabalgaba por el alto sendero que seguía la tortuosa cresta de la loma hacia Havens Rack—, las mujeres meins tienen potencial para la belleza». Bastaba con que uno se acostumbrara a la dura angulosidad de sus rasgos. Tenían aproximadamente una estructura ósea y un temperamento similares en cierto modo a los de los hombres de su raza, pero lo que en sus hombres resultaba cincelado, áspero y apuesto, en las mujeres quedaba un poco torpe. O eso había pensado Corinn durante casi todos los años que había pasado en su compañía. Sólo últimamente se había dado cuenta de que a menudo se comparaba con ellas. No podía decir cuándo se había producido este cambio en sus sentimientos, pero las vueltas que había dado últimamente con su séquito de jóvenes acompañantes meins había influido considerablemente a empujar los sentimientos a la superficie.
Empezó como una orden. Hanish Mein, le dijo un mensajero, solicitaba que la princesa Corinn se pasara las agradables tardes con su prima Rhenna y su cortejo de jóvenes aristócratas, amigas y sirvientes. El mensajero había utilizado la palabra «solicitaba», aunque ambos sabían que «ordenaba» se hubiera ajustado más a la realidad. Y la había llamado «princesa». Todos la llamaban princesa aunque, en realidad, era una prisionera en una isla que antiguamente había pertenecido a su padre. La tenía en un permanente purgatorio precisamente el mismo hombre que había organizado el asesinato de su padre y la ruina del Imperio acacio y de la familia Akaran. Ahora paseaba por los mismos pasillos por los que había paseado toda su vida. Contemplaba las mismas vistas de la parte baja desde el palacio hasta la ciudad inferior y el mar. Muchas noches cenaba alrededor de la gran mesa de la sala central. Pero ya no pertenecía a la familia anfitriona. Otro hombre se sentaba en el lugar que había pertenecido a su padre. La invocación sobre la cena se pronunciaba en otra lengua distinta y pedía la bendición de una amenazadora fuerza colectiva de la cual no conocía nada. Su vida diaria era un equilibrio entre lo que había sido y lo que era ahora y los cantos de cada una se confundían con la presente realidad, envueltas por el recuerdo. Era su propia e incómoda circunstancia, exclusiva suya y especial para ella en comparación con todas las personas del mundo.
Esta tarde Rhenna cabalgaba una montura castaña que debía de haber elegido para que hiciera juego con su atuendo: una chaquetilla en tonos azul pastel y canela, con una falda hendida que casi parecía un vestido cuando se levantaba, pero que se abría cuando iba montada. Era una pálida muchacha de finos huesos e imperfectas facciones que, afortunadamente para ella, se combinaban creando un efecto agradable. Llevaba el cabello largo, trenzado de una manera que Corinn tardó algún tiempo en distinguir del de los hombres.
Durante los primeros dos años de ocupación, pocas mujeres meins se habían atrevido a salir de Tahalian. Se podía decir que los hombres meins se mostraban posesivos y protectores con sus mujeres. Los meins no eran aficionados a mezclar su sangre con la de otras razas y no podían pensar en ningún pecado más grande que el de que una de sus mujeres diera a luz a un hijo mestizo. No era mucho mejor cuando las mujeres del recién conquistado imperio empezaron a tener hijos más pálidos que ellos, de ojos grises y rasgos más ásperos. Aunque fruncieron el entrecejo, semejante mestizaje resultó imposible de prevenir. Aunque dedicaran a sus mujeres toda suerte de alabanzas, los hombres meins se seguían mezclando con las mujeres extranjeras. Parecían apreciar el sabor, la sensación y la forma de los tonos y las facciones hacia los que proclamaban indiferencia. Hasta Maeander, el hermano de Hanish, se decía que había engendrado a una pequeña tribu de niños. Poco a poco un número cada vez mayor de mujeres meins viajaron al sur para cumplir los papeles de esposas y concubinas y aportar una superior normalidad doméstica a la vida tanto en palacio como entre los soldados comunes, buena parte de los cuales llevaban ahora una existencia singularmente lujosa.
Rhenna sólo llevaba unos meses en Acacia, pero parecía haberse adaptado muy bien al lugar. Uno de sus encantos era su voz, sonora, suave y más apropiada para la lengua acacia que la de la mayoría de su pueblo.
—Hanish piensa que eres guapa —dijo. Lucía un sombrero de malla de ala ancha para protegerse del sol. Miró fríamente a través del encaje—. Pero eso tú ya lo debes de saber. Comprendes a los hombres mejor que yo, ¿verdad?
—He comprendido muy poco durante mi vida hasta ahora —contestó Corinn. Tenía muy poco interés en hablar de idilios y de intrigas palaciegas. Ante todo, no estaba en su corte. Pero, además y más fríamente, semejantes ideas sólo le servían para recordarle su pérdida. Pese a lo cual, se oyó preguntar a sí misma—: ¿Por qué dice que Hanish me encuentra guapa?
—Es evidente, princesa —dijo Rhenna—. Cuando estás en alguna habitación, él no puede quitarte los ojos de encima. En el baile de verano, apenas prestó atención a ninguna pareja más que a ti.
Otra joven, una amiga de la infancia de Rhenna, se mostró de acuerdo. Se volvió en su silla de montar hacia las cuatro mujeres que las seguían y recogió en ellas ecos de la misma opinión.
Corinn se negaba a aceptarlo.
—¡Como si yo hubiera impresionado a alguien aquella noche! Tropezando por ahí como lo hice… Él tuvo que andarse con cuidado, de lo contrario, yo le hubiera hecho los pies picadillo. Vuestros bailes no tienen ningún sentido para mí.
Rhenna lo pensó un momento, balanceándose con el fácil movimiento del paso de su caballo y después dijo:
—Tropiezas con mucha más gracia que la mayoría.
Corinn intentó varias veces rechazar las alabanzas de Rhenna, pero la joven siempre encontraba la manera de rehusar sus protestas y sus brillantes frases. Al final, Corinn se calló, derrotada en su afán de devaluarse a sí misma. Y, además, ¿qué significaría toda aquella admiración hacia ella? La habían admirado en los años anteriores a la guerra hombres y mujeres mucho más refinados que aquellas muchachas. Conocía su situación mucho mejor que ellas y nunca estaba enteramente segura de si eran conscientes de la falsedad que teñía todo lo que ocurría entre ellas. Sabía que ella era un trofeo exhibido para el placer de los meins y para la edificación de los súbditos del nuevo rey. «Aquí —decía su presencia—, hay una prueba incontrovertible de que el imperio que precedió a los meins ha sido derrotado. Observad cómo se sienta a nuestra mesa esta Akaran. Sus modales, su belleza, su refinamiento. Observad y recordad qué poderosos eran los Akaran y cómo han sido ahora azotados, domesticados y domados por completo». Esto era lo que había reforzado diariamente la presencia de Corinn. ¡Qué pena tan grande! Su vida sufría muy pocas penalidades físicas, ningún esfuerzo, todos los lujos y casi todos los privilegios que ella había conocido. Y, sin embargo, se sentía constantemente por encima de los demás, tan poseída y dominada… Incluso por estas jóvenes que tanto afirmaban adorarla.
Ya estaban lo bastante cerca del Refugio de Piedra para que el hedor de los excrementos del pájaro de aquel lugar pasara por su lado en una ráfaga de brisa. Una de las jóvenes lo comentó, acercándose la mano a la nariz y preguntando si no tenían que acercarse más. Corinn siguió cabalgando con los labios apretados, consciente de que se tomaba a mal cualquier desaire a la isla de su padre, incluso los dirigidos contra los hábitos de las aves marinas. No tenía que fingir adoración por el paisaje que la rodeaba. La isla estaba en el esplendor de sus colores estivales. La hierba que cubría las colinas se había tostado hasta adquirir un ardiente amarillo metálico. Lo único que faltaba eran las verdes copas de las acacias. Todas habían sido cortadas durante el primer año de la victoria de Hanish: un acto de simbólico desprecio y otra cosa que Corinn jamás le perdonaría.
Muy pronto estallarían los incendios de la temporada seca, lanzando al aire nubes de humo negro y atrayendo a aves carroñeras que rebuscarían entre las huellas carbonizadas de las laderas cual si fueran heridas. Corinn se lo comentó a sus acompañantes, señalando que pronto tendrían que elegir cuidadosamente los días en que salieran. La gente había sido atrapada antes por el rápido avance de los incendios y había sido incinerada allí mismo donde estaba. Las jóvenes la escucharon en silencio, impresionadas ante la idea de un incendio que ardiera espontáneamente. Debía de ser una idea infernal para personas acostumbradas a inviernos y veranos de nueve meses de duración —tal como había dicho Igguldan—, jamás libres de la posibilidad de una súbita tormenta de nieve. A Corinn le gustó que temieran espacios de la isla que ella conocía de toda la vida, aunque también experimentó la punzada del recuerdo que tan a menudo acompañaba a aquellos pensamientos. Igguldan. No podía soportar pensar en él. Qué tortura haberse acercado tanto a un gran amor sólo para que después se lo arrebataran las malvadas acciones de unos locos.
Se levantó el viento cuando ya se acercaban a los peñascos de Havens Rock. Cuando llegaron al borde, Rhenna y sus paisanas ya se sujetaban las alas de sus sombreros para evitar que se les escaparan volando. Corinn, que no necesitaba protección porque la piel se le había calentado y bronceado bajo la caricia del sol en lugar de ampollarse y ponerse colorada, permanecía sentada sin sombrero y tan serena como siempre. Sin embargo, su diversión en aquellos momentos fue muy breve.
Una de las chicas dijo:
—Mirad, Larken ya ha vuelto de Talay. Allí está su barco.
Corinn sólo tardó un momento en distinguir el barco. Tenía una vela mayor carmesí, adornada con un zapapico de mango corto. Era la señal de Larken que Hanish le había otorgado en recompensa por sus servicios durante la guerra. El espectáculo de aquella vela roja acercándose a través de un mar de reluciente y luminoso color jacinto la llenó de un inmediato rencor.
Larken. El hecho de pensar en él siempre le hacía recordar la época de antes de su cautiverio. Era él quien había llamado a su puerta nueve años atrás en Kidnaban. Había permanecido de pie en su presencia, alto y bello con sus ropajes marah. Había hablado muy en serio, con una calma en su interior que transmitía una fuerza que ella llevaba mucho tiempo sin ver. Había llegado de parte de Thaddeus Clegg, dijo. La iba a conducir a la seguridad, sólo a ella. Otros guardias se encargarían de sus hermanos puesto que se tenían que ir a destinos separados. No era prudente que todos estuvieran juntos en un solo lugar. Thaddeus y su padre habían tomado disposiciones para ellos. Sacó unos documentos con todos los sellos y las formas correspondientes, sancionadas con un sello que ella sabía que era el anillo de Thaddeus.
—Ven —dijo Larken—. Puedes creer en mí. Sólo vivo para protegerte.
Debió de creer en él con toda su alma. ¿Cómo, se preguntó ahora, hubiera accedido a ir con él sin hablar primero con sus hermanos? Lo había intentado, pero él había sido tan convincente y había hablado tan en serio… Los agentes de Hanish Mein se estaban acercando a ellos, dijo. Traidores los había ahora por todo el imperio. Incluso su anfitrión, el de las minas, Crenshal, ya no era digno de confianza y por eso tenían que huir. La rapidez lo era todo. Sus hermanos y su hermana ya habían embarcado en sus viajes. Si ahora ella se fuera con él, podía tener la confianza de que pronto volvería a verlos. Era la única manera.
Larken se mostraba cortés y deferente y también eficiente, decisivo y enérgico a la vez. Sabía todo lo que tenía que hacer y conseguía hacerlo todo con delicadeza. Ella tenía simplemente que seguir sus instrucciones. Mientras lo hacía, Corinn vio el mundo deslizarse a su alrededor. Salieron del edificio y bajaron a la ciudad obrera de Crall, atravesando las calles y los pasadizos que conducían a los muelles y subieron a una chalupa que Larken lanzó al viento con una sola mano y con la habilidad de un marinero de toda la vida. Cuando el sol ya estaba en lo alto del cielo, rodearon un cabo y perdieron de vista Crall. Mencionó por su nombre cada señal importante de Kidnaban y explicó justo lo que le interesaba cuando se alejaron de la isla y apuntaron hacia el Cabo Fallon. Cuando se acercaron lentamente a la tranquila ciudad dormida de Danos a última hora de aquella noche, ella ya había entregado su agotada persona enteramente a sus manos.
Larken había explicado que tendrían que reunirse con un magistrado en un predeterminado tiempo y lugar. Era el único que sabía cómo lo tenían que seguir a partir de aquel punto y podían confiar por completo en él. El hombre estaba exactamente donde Larken había dicho que estaría. Saludó a Corinn tan efusivamente que hasta la puso en apuros, cosa que nunca le había ocurrido antes.
—Aquí estamos a salvo —dijo el magistrado mientras caminaban—. Este encuentro se ha mantenido totalmente en secreto. Nadie más que yo leyó las órdenes del canciller. Los preparativos de cada fase de vuestra salvaguardia se han hecho por separado para que nadie más que yo comprenda plenamente la situación. Eso es todo lo que Thaddeus ordenó, y yo lo he seguido al pie de la letra. Confiad en mí, princesa Corinn, lo peor ya lo habéis dejado a vuestra espalda.
—¿Nadie conoce nuestra llegada? —había preguntado Larken—. ¿Estáis seguro de eso?
El hombre contestó que estaba seguro. Lo juraría por su vida y por la de sus hijos. Tenía todos los documentos que ambos necesitarían para seguir adelante, con instrucciones escritas acerca de con quién establecer contacto y qué palabras secretas invocar para ganarse su confianza. Estaban destinados, tanto si lo creyera como si no, a Candovia. Allí había personas leales a los Akaran que la acogerían en un refugio tan perfecto que Hanish Mein jamás la encontraría, aunque la buscara cien años.
Todo ello pareció satisfacer a Larken. Éste no dijo nada más, y se pasaron un rato caminando. El magistrado charlaba por los codos, quejándose de la situación del imperio, lamentando la muerte de Leodan y facilitando detalles fragmentarios de lo que ella tendría que esperar en los días siguientes, promesas de que pronto todo se arreglaría. Corinn medio esperaba que se callara y medio recibía con agrado que fuera tan parlanchín, pues deseaba poder aferrarse a él y mantenerse firme hasta que el orden del mundo se volviera a estabilizar. Jamás en su vida había experimentado una mayor necesidad de aferrarse a otras personas. Ya se sentía resbalando del cuidado de Larken al del magistrado.
Eso fue en parte la causa de que lo que ocurrió a continuación sorprendiera tan por completo a Corinn. Durante algún tiempo, las acciones que sus ojos presenciaron no dejaban sentir un efecto significativo en su conciencia. Mientras doblaban una esquina y entraban en un breve espacio protegido de la luz de la luna, Larken murmuró algo. El magistrado se volvió hacia él como si reaccionara a una advertencia. Por eso estaba mirando con sus claros ojos a Larken cuando éste se le acercó. El hombre permaneció clavado en el lugar que los separaba y su cuerpo pareció colgar del puño de Larken. Larken echó el brazo hacia atrás y después dejó el otro colgando. Su figura, recortada en silueta contra el patio iluminado por la luz de la luna, traicionó el arma: una pequeña hacha que Larken llevaba remetida en la cintura. Corinn la había visto antes y no había vuelto a pensar en ella.
Larken la tomó por el codo.
—No hagáis ningún ruido. No os mataré, pero, si gritáis, os haré callar de una manera que os hará mucho daño. —La acompañó hasta unos cuantos peldaños, hasta el borde de las sombras. Su rostro estaba cerca del suyo, su cálido aliento le rozaba la piel—. Eso se tenía que hacer, princesa. No me eches la culpa a mí ni a él. Todos somos actores de un drama más grande que nosotros. Venid, nuestro viaje aún no está completo.
—¿Qué… estás haciendo? —Corinn emitió un jadeo al sentir la presión de su puño en su muñeca—. ¿Adónde me llevas?
Por primera vez Larken no atendió a sus preguntas. Ninguna respuesta amable. Ninguna explicación exhaustiva, pero eficiente. Simplemente tiró de ella. A un escondrijo, sí, pero no al escondrijo que su padre había planeado para ella. Resultó que Larken no era un leal a marah ni tampoco directamente un traidor. Simplemente mantenía a Corinn cautiva en la celda de un anciano monje y esperaba venderla a cualquier poder que saliera victorioso de la guerra. Se encontraba tierra adentro de Danos, ya dentro de las onduladas colinas a lo largo de una parte de la orilla del río tan empinada y cubierta de rocas que pocos seres humanos encontraban motivos para atreverse a ir allí. Pasaban los días en largos silencios rotos ocasionalmente por la conversación. Corinn se aborrecía a sí misma por aceptarlo. Él la alimentaba y la cuidaba. Cada pocos días él la ataba y regresaba a Danos para recibir noticias. De esta manera, Corinn se enteraba del progreso de la guerra por medio de sus informes. Aparte de todo eso, Larken tenía muchas otras cosas que contarle, cosas increíbles que ella no creía en aquel momento, pero que ahora no se podían negar.
Salió de la celda convertida en una persona distinta de la que era al entrar. Se había despojado de todos los vestigios de inocencia, de todas las sugerencias de que alguna vez pudiera encontrar consuelo en las ingenuas y esperanzadas creencias. Jamás permitiría que la volvieran a pillar desprevenida. Jamás volvería a confiar. Jamás volvería a amar. Jamás volvería a poner su confianza en otros seres humanos. Aprendería todo lo que pudiera acerca de la forma y la sustancia del mundo y encontraría la manera de sobrevivir en él.
Seis semanas después de haberla secuestrado, Larken presentó a Corinn a Hanish Mein. Al hacerlo así, Larken se compró un lugar de privilegio en el nuevo imperio del caudillo. Por su parte, Corinn encontró confianza en el extraño purgatorio en el que ahora vivía, nueve años después.
No habló en absoluto cuando el grupo de mujeres regresó a caballo a palacio. Llegaron a una de las puertas de atrás. Los guardias rubios las llamaron en broma, simulando que ellas tenían que facilitar un código verbal para poder entrar. Corinn no tenía paciencia para el juego. Tampoco se alegró de encontrar a un mensajero esperándola cuando se abrió la puerta. Hanish Mein quería verla aquella tarde, a una hora determinada. Ella soltó un gruñido por dentro y estuvo a punto de contestar que estaba indispuesta y no podía verle. Pero sintió los ojos de las demás mujeres, admirándola, dominadas por la envidia y, al mismo tiempo, la curiosidad. Sin saber cómo deseaba reaccionar, aceptó el mensaje sin comentarios, aparentemente desconcertada por él.
Mientras permanecía de pie en la sala que precedía a sus aposentos —precisamente los que habían pertenecido a su padre—, descubrió que le costaba un esfuerzo evitar el arrebol de su rostro, los lentos latidos de su corazón y la pétrea expresión de su semblante. Hanish ejercía en ella un efecto al que ella trataba de resistir. Recordó, tal como siempre intentaba hacer antes de hablar con él, la manera en que él se había burlado de ella en su primer encuentro. Ella había invocado el nombre del príncipe Igguldan, prometiendo que éste no consentiría su encarcelamiento. Hanish había entreabierto los labios y se había reído diciendo:
—¿Igguldan? ¿El cachorro aushenio? ¿Es en él en quien piensas ahora? Muy bien, comprendo que era un muchacho apuesto, un poeta, me dicen. A lo mejor, pensarías otra cosa de él si supieras que condujo su ejército a la mayor derrota de su nación. Es cierto. Todos murieron… Francamente horrible, la verdad. Su nombre, querida princesa, sólo será recordado con ignominia. Pero, si te consuela, puedes recordarle como gustes. Vosotros los acacios sois muy buenos en eso.
Corinn jamás había odiado a nadie más que a Hanish en aquel momento. Le había parecido el colmo de la insensible arrogancia, cruel, repulsiva e irremediable. Le irritaba sobremanera haber tenido que hacer un esfuerzo tan grande por recordar este detalle de él. Demasiado a menudo, lo sabía, le dirigía miradas con una emoción muy distinta de la que ella quería.
—¿Corinn? —la llamó la voz de Hanish—. Princesa, te oigo respirar desde allí abajo. Ven y hablemos un momento. He sabido una cosa que te puede interesar.
¡Otra molestia! La verdad es que Hanish parecía tener unos sentidos naturalmente bien afinados. Cruzó el umbral y lo encontró reclinado hacia atrás en el escritorio de su padre, con un fajo de papeles en una mano. Tiró de una de sus trenzas, la que ella sabía que indicaba el número de hombres que había matado en la danza del Maseret a la que tan aficionados eran los meins. Levantó los ojos a ella sonriendo y ella lo aborreció por la manera en que el movimiento hizo resplandecer la belleza de sus ojos. ¡Qué ojos tenía! Atraían infaliblemente por su mirada. Parecía que estuvieran iluminados por dentro, que él estuviera iluminado por dentro, que su rostro fuera una linterna en forma humana y que sus ojos fueran los orificios de salida del gris resplandor que llevaba dentro. Había paz en ellos. La afectaban como si contemplara el agua turquesa de una de las playas de blanca arena cerca de Aos. Algunas cosas están hechas justo para ser contempladas. Los ojos de Hanish Mein —todo su rostro, en realidad— eran una de ellas. Corinn tenía que hacer un considerable esfuerzo para transformar las facciones de su rostro en la apropiada máscara de frío desprecio que siempre exhibía en su presencia.
—El sol te sienta muy bien, Corinn —dijo Hanish. Hablaba acacio, tal como casi siempre hacía con ella. Una tez tan uniforme, tan adecuada para los brillantes días de verano que hay aquí abajo. Por cierto, me complace que hayas salido a cabalgar con mi prima y su círculo de amistades.
—No es un servicio que preste de buen grado —dijo Corinn—. Fue, tú lo recordarás, una orden que tú mismo me diste.
Hanish sonrió como si ella hubiera dicho alguna cosa muy agradable.
—No es tarea fácil enseñar a las mujeres meins los comportamientos de una corte imperial. Están tan poco preparadas para eso como lo estaban nuestros hombres. Pero sé que valoran tu ejemplo para aprender de él.
Corinn no tuvo nada que responder a eso. Hanish depositó los papeles, se volvió más plenamente hacia ella y dijo:
—Tengo una noticia que, a lo mejor, te interesará. Larken acaba de regresar de Talay. Trae información de tu hermano. —Esperó un momento, estudiando la reacción de Corinn—. No le hemos encontrado, todavía no, de momento. Pero no me cabe duda de que lo encontraremos. Está en algún lugar de Talay, en el interior. Larken cree que simplemente se le ha pasado por alto. Hizo una incursión en una aldea siguiendo el consejo de uno de los nativos, pero los acacios que se ocultaban allí se le escaparon por delante. Tu hermano Aliver ha demostrado ser muy escurridizo.
—¿Cómo sabes que es Aliver y no Dariel?
Hanish se encogió de hombros.
—Pensé que tú me lo podrías aclarar. ¿Es Aliver? ¿Es a Talay a dónde lo enviaron?
—¿Te sería útil saberlo?
—Sí, lo reconozco.
Corinn le miró directamente a los ojos y contestó con sinceridad.
—No tengo ni la menor idea.
Hanish ya no parecía tan contento con ella. Pareció estar a punto de levantarse del escritorio y terminar la conversación con ella, pero, en su lugar, cruzó los brazos y se puso a hablar en mein.
—¿Has cambiado mucho, verdad, en comparación con la chica que permanecía de pie delante de mí hace nueve años? ¿Recuerdas cómo te cuidamos cuando contrajiste la fiebre? La maldición numrek. Créeme, princesa, sin nuestros conocimientos de la enfermedad, tú hubieras sufrido mucho más. Quizá tus hermanos sufrieron todo el impacto de ella, pero no hubo nadie que les explicara que lo más probable era que les pasara. Ellos también habrán cambiado. Es posible que ya no los reconocieras. A lo mejor, ellos no te reconocerían a ti. A lo mejor, Corinn, tú ya eres más uno de los nuestros que uno de ellos.
Corinn abrió los ojos y los clavó en él, manifestando claramente su desprecio por semejante sugerencia.
—Princesa, ¿dónde están tus hermanos? —insistió Hanish, hablando una vez más en acacio.
—Ya me lo has preguntado antes.
—Y te lo volveré a preguntar diez veces al día durante los próximos cuarenta años, si me mantengo apartado de los tunishnevre todo este tiempo. Corinn, has vivido nueve años en mi casa, como huésped del palacio que antaño fue tuyo. ¿Te he hecho daño? ¿Te he cortado un solo cabello de la cabeza o te he obligado alguna vez a hacer algo? Pues entonces, ayúdame a encontrar a tus hermanos. Tal como ya te he dicho antes, sólo quiero que regresen al palacio de tu padre y vivan en paz. ¿Por qué prefieres que vivan en el exilio, escondidos en algún rincón de las provincias?
—Dondequiera que estén son libres —dijo Corinn—. Yo eso no lo cambiaría por nada del mundo. Y ellos tampoco.
—Estás muy segura de eso, ¿verdad? —Al ver que Corinn no contestaba, Hanish frunció el entrecejo—. Muy bien. No importa. Los encontraremos. Tengo el tiempo y el poder. Ellos tienen pocos amigos y menos recursos. Estuvimos a punto de capturar a uno de tus hermanos, estoy seguro. Eso significa que se ha dado a la fuga, que puede cometer errores, confiar en alguien en quien no debería… Créeme, Corinn, no viven la vida de lujos que tú disfrutas aquí. Siento que hayamos pasado tan poco tiempo juntos. Han pasado años, pero tú me sigues siendo en buena parte desconocida. Me gustaría cambiarlo. No viajaré tanto como hasta ahora. Tú y yo pasaremos más tiempo juntos. Confío en que, cuando me conozcas mejor, yo te guste más. Puede que entonces podamos comprender qué tenemos que ser el uno para el otro. ¿Qué tal te suena?
—¿Me puedo retirar? —preguntó Corinn, haciendo la pregunta en tono de desafío.
—Siempre puedes ir y venir a tu gusto, Corinn. ¿Cuándo lo reconocerás?
Ella se volvió sin contestar y le dio la espalda. Sabía que los ojos de Hanish la seguirían hasta que se perdiera de vista, clavados en su figura. Esta circunstancia le dificultaba caminar con indiferencia, pero lo consiguió. Pasó de un sector de los aposentos a otro y después dobló una esquina y muy pronto Hanish quedó a su espalda. Acababa de exhalar un contenido aliento y su rostro se había empezado a relajar cuando se dio cuenta de que todavía no estaba libre de la observación.
Maeander se encontraba en el pasadizo por el que ella tendría que pasar. Acababa de entrar y le estaba diciendo algo a alguien en el vestíbulo. La vio e hizo una pausa. Larken se apartó de su espalda y dio unos pasos para entrar en la estancia antes de ver a la princesa. Adoptó una expresión instantáneamente divertida. Aunque era acacio, ahora hablaba sólo en mein. De pie al lado de Maeander, ambos eran altos y delgados, testamentos esculpidos de todos los rasgos viriles de sus respectivas razas.
Corinn siguió acercándose a ellos. Miró más allá de ellos hacia el pasillo, como si sus ojos pudieran posarse en algo de allí fuera y sentirse atraídos por ello. Pasó rozando a Larken sin incidentes. Pero, cuando llegó a Maeander, éste alargó el brazo a través de la puerta, impidiéndole el paso. Ella no lo miró a la cara sino que clavó los ojos en el suave punto de la parte interior del codo de su musculosa extremidad, cubierta de largo vello dorado. Una arteria pulsaba como un gusano, atrapada bajo la piel. Ella sabía que sus ojos estaban encima de su figura, atisbando desde debajo de la cornisa de sus cejas. Su tacto le era familiar. Le parecía que lo había sentido desde que él posara por primera vez los ojos en ella, durante cada día de los que siguieron, en sus sueños. A veces despertaba mirando bruscamente a su alrededor en la habitación, sintiendo que, hasta aquel momento de su despertar, no había estado sola. Aquel hombre, más que ningún otro, había convertido la casa de su padre en un lugar amenazador, sin apenas dirigirle unas palabras.
Como si reconociera aquel pensamiento y lo considerara, Maeander no dijo nada ahora. Se inclinó hacia ella y le acercó el dedo de su mano libre a la barbilla. Tras estudiarla unos momentos, acercó su rostro al suyo. Los ásperos pelos de su erizada barba le rozaron la mejilla. Se volvió y acercó la húmeda lengua a su sien, la lamió con el cálido plano de la misma.
Corinn echó la cabeza hacia atrás. Descargó el canto de su mano contra la articulación de su brazo y huyó hacia el vestíbulo. Oyó preguntar a Larken:
—¿Sabe dulce o amargo? Siempre me lo he preguntado.
Ella no captó la respuesta. Más tarde no estuvo segura de si había oído las carcajadas de Maeander a su espalda, pero le pareció que sí. Le pareció que la seguían por todas partes. Hanish Mein podía decir cualquier palabra de oro que quisiera. Maeander era la verdad que se ocultaba detrás de la fachada mein. Corinn jamás se fiaría de ellos. Había dejado de confiar hacía mucho tiempo. No iba a empezar a hacerlo ahora. No tenía ni una pista acerca de adónde habían huido sus hermanos y su hermana. Estaba segura, sin embargo, de que debían de haber desembarcado en situaciones preferibles a la suya.